Katrina

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KATRINA » Capítulo XXIII

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Capítulo XXIII

¡POBRE JOHAN!

DOS días después de la confirmación, Einar se embarcó.

Johan logró obtener la contrata de un naviero de otra aldea. También Erik había vuelto a hablar de embarcarse; pero como al terminar la primavera había contraído un nuevo y fuerte catarro y, por otra parte, se resentía aún de su delicado estómago, Katrina consiguió persuadirle para que se quedara en casa. En cambio, esta vez fué Gustav quien partió para tentar fortuna en el mar.

La madre echaba mucho de menos al más joven de sus hijos. Erik, que cuando no iba a trabajar se quedaba con gusto junto a ella, le hacía tal vez a Katrina más compañía; pero no era tan alegre ni charlaba tanto como su hermano menor, ni tenía tampoco una inteligencia tan despierta; y, en consecuencia, Katrina no podía hablar con él de ciertas cosas en plan de camaradería como con su hermano. Erik era el meón de la casa, como le había llamado Gustav, y no podía prescindir de la solicitud materna.

A los pocos días, Katrina tuvo que atender a dos enfermos. Johan se había visto obligado a volver a casa al terminar la primera travesía; los trabajos de a bordo resultaban excesivamente rudos para su debilitada salud. Sentía hormigueos en todo el cuerpo, se le caían los dientes, y el cabello, ya escaso de por sí, se le iba aclarando de día en día. A veces, cuando se marchaba a la aldea, Katrina salía a la puerta a mirarle. ¡Qué distinto era su andar del de aquellos tiempos en que bajaba brincando la pendiente con la gorra ladeada y cantando sus tonadas marineras! Ahora caminaba con el paso indeciso de un anciano, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza hundida entre los hombros. Los pantalones le iban tan anchos que las gentes se reían, no sin razón, diciéndose entre sí: «Mucho por fuera y nada no dentro.»

Ahora más que nunca, Katrina se veía obligada a acudir adonde podían ser necesarias sus energías. Casi todo el verano trabajó para Nordkvist. Como a éste le faltaba una sirvienta, Katrina debía trabajar tanto en la casa como en el campo. El capitán estaba siempre de excelente humor y la tenía en gran estima. Le preguntaba a menudo por los chicos y se mostraba interesado por todas sus cosas. Una vez, al regreso de uno de sus viajes comerciales a Abo, obsequió con algunos regalos a su familia y a sus amigos, y quiso contar a Katrina entre estos últimos. A ella le tocó un buen corte de tela para un vestido. Aquello no tenía apariencias de limosna, y Katrina regresó a su casa contenta y orgullosa con su pieza de tela bajo el brazo. Rebosante de gozo, la hizo admirar a toda la familia.

—Mira, Johan —decía—: ¿no te parece que me saldrá un vestido precioso? ¡Y sabe Dios la falta que me hacía! Diré a Elvira que me ayude a coserlo.

—Sí, es muy bonito. ¿Quién te lo ha dado? —dijo Johan.

—El capitán Nordkvist. Lo ha traído de Abo.

—¿Nordkvist? Hum…

Y al cabo de un rato, añadió:

—¿Y cómo se le ha ocurrido a Nordkvist regalarte un vestido? ¿A qué otra trabajadora le ha hecho nunca un regalo así?

—Lo mismo puede regalármelo a mí que a cualquier otra. ¿O acaso no me lo merezco? —replicó ella bromeando.

—Hum…

A Katrina le pareció que Johan no consideraba a Nordkvist con demasiada simpatía; pero no dió importancia a la cosa. Cuando no se encontraba bien, se ponía nervioso y violento, y por cualquier fruslería se irritaba con los demás.

Un día en que Katrina cocía el jabón en casa de Nordkvist, acercóse éste allí y se paró a su lado contemplando cómo revolvía la masa con la gran espátula de madera.

—¿Cómo te va, muchacha? —le preguntó.

—Bien —repuso Katrina.

—Lo suponía. A ti todo te va siempre bien. ¿Has tenido noticias recientes de tus chicos?

—Sí. Einar ha mandado dos cartas desde Alemania, y también espero de un día a otro carta de Gustav.

—Es un muchacho que promete; sólo conviene que sepa encauzarse… Y el mayor no me inspiraría a mí ningún cuidado: tiene el juicio de una persona madura.

—Es verdad, capitán. Mi único temor está en que, yendo por mar, Gustav pueda tropezar con malas compañías antes de haber llegado a ser un hombre y de tener la experiencia necesaria. Sin embargo, tampoco él tiene nada de tonto Es más listo que muchos otros de su edad.

—¡Bah, las madres siempre hablan así de sus hijos aunque sean unos alcornoques! —dijo el capitán riendo y dándole una palmada en el hombro. Y Katrina no pudo menos de echarse a reír también alegremente.

En aquel mismo instante vió ella a Johan que los estaba observando desde fuera a través de la puerta abierta. Inmóvil en los escalones, la miraba lívido y con los ojos desencajados, como si hubiese visto un fantasma. Luego sin decir palabra, desapareció por detrás del edificio.

Katrina dejó de remover la espátula y, asombrada, vió cómo su marido se iba alejando. «¡Qué cosas tan raras tiene, a veces!», pensó. Nordkvist, afortunadamente, no se había percatado.

Al llegar por la noche a casa, Katrina encontró a su marido abatido y huraño. «Hoy tendrá mal día», pensó ella.

—Johan —dijo de pronto—: estoy pensando en cómo conseguiríamos reunir algunos marcos para poder ir a Godby a que te viera el médico.

—¿A que me viera el médico? ¿Para qué?

—Podría muy bien ser que tuvieses algo… Haciendo una buena cura te pondrías bien en seguida.

—¡Que tuviese algo! Siempre te figuras que tengo todos los males. Lo que ocurre es que nosotros los pobres no podemos estar tan llenos como ese barrigudo de Nordkvist. —¡Claro, ése es más de tu gusto! —dijo Johan con tono amargo y suplicante a la vez.

—¡Vamos, Johan! ¿Cuándo te veré un poco más alegre? —Y se echó a reír—. Nunca he dicho yo que quisiera que tuvieses la barriga de Nordkvist; sería una verdadera pena. Pero un poco más lleno no estarías mal… Y, a propósito, ¿qué hacías hoy por los alrededores de la casa de Nordkvist? Te he visto por allí.

—¿Es que debo darte cuenta de todo lo que hago? Tú no me dices siempre adónde vas.

Katrina se rió como se suele uno reír de las rabietas de un niño.

—¡Voy a tantos sitios!… —dijo—. Escucha, Johan: esta noche vendrás a dar un paseo conmigo. Iremos a los pastos a buscar una cesta de tierra. Hoy hace muy buena noche. Y, de paso, cogeremos algunas flores.

—¡No! ¡No quiero sacar un puñado de tierra del terreno de Nordkvist para traerlo al nuestro!

—¡Ésta sí que es buena! Pues no sé qué diferencia hay. El terreno en que vivimos también es de Nordkvist.

Quedóse Johan un tanto confuso.

—Claro… Bueno… iremos a buscarla; lo mismo da —dijo perplejo.

Poco a poco consiguió ella devolverle la tranquilidad, y cuando más tarde volvían a casa llevando entre los dos la cesta repleta de tierra, Johan cantaba alegremente. Katrina sonreía feliz, porque cuando él estaba de buen humor era cuando se mostraba fanfarrón y turbulento, y entonces su abatimiento físico se hacía menos evidente. Nunca hubiera creído ella, en los dorados días de su juventud, cuando se habían unido los dos en matrimonio, que llegarían momentos en que desearía ver desbordar en fanfarronadas la imaginación de Johan. Y, no obstante, era así. El prurito de disparatar dando campo libre a su fantasía, iba fermentando en él como el alcohol en el estómago de los bebedores; y empezaba ya a salir a la luz aquello que se mantenía siempre latente en su interior y daba vida y calor a su cuerpo escuálido.

Pero aquella animación había de durar poco; pronto volvió a caer en su anterior estado, y a murmurar, con la cabeza baja, cosas absurdas contra Nordkvist.

—Si estuvieras algún tiempo en manos de Svensson, cambiarías seguramente de parecer —dijo Katrina bromeando.

—¡Cómo! ¡Cómo! El capitán Svensson tendrá sus defectos, pero por lo menos es un hombre franco y abierto, y no un viejo zorro como Nordkvist.

—Te digo que no; en esto te equivocas por completo. Si hay un hombre a quien guste engañar a la gente para sacar algo de ella, no cabe duda que es Svensson. Nordkvist, por el contrario, te dice siempre las verdades a la cara.

—¡Ya! Por lo visto conoces a Nordkvist mejor que nadie. Me gustaría saber cómo has podido conocerle tan a fondo.

—No tiene nada de extraño, con el tiempo que hace que trabajo en su casa…

—No…, ¡claro!, no tiene nada de extraño…

Y así se fueron trabando de palabras hasta que Johan se puso frenético y Katrina necesitó Dios y ayuda para tranquilizarle.

Un día en que Katrina y Erik trabajaban en la recogida de las mieses de Nordkvist, ocurrió que una vaca se encontraba a punto de parir, y el capitán rogó a Katrina que se quedara y se pusiera al cuidado del animal; porque, decía él, las sirvientas no entendían de aquellas cosas y salían corriendo del establo tan pronto como veían a la vaca en el momento crítico. Katrina convino en quedarse y encargó a Erik que explicara a su padre lo que ocurría.

El vasto establo estaba silencioso, solitario y completamente desierto, porque, excepto aquélla, todas las vacas con sus terneras estaban paciendo en el prado. Katrina se había sentado en el montón de heno, junto a la puerta, sin perder de vista a la vaca, que daba muestras de inquietud. Allí permaneció por espacio de tres o cuatro horas sin moverse; empezaba ya a adormecerse cuando oyó pasos cerca del establo. En la obscuridad de la noche vió que se aproximaba el capitán Nordkvist con una linterna en la mano. El movimiento de sus pasos hacía que la luz se balanceara adelante y atrás, y la sombra deforme de su cuerpo avanzaba y retrocedía en la pared de piedra al compás de la linterna. Se detuvo al llegar junto a la vaca y se puso a contemplarla. Luego continuó hasta donde estaba Katrina.

—¿No has dormido todavía? —preguntó.

—No —dijo ella.

—Me parece que no tendrás que esperar mucho.

—No. El retoño nacerá muy pronto.

—Así parece. ¿Tienes frío?

—No.

—Te dejaré la linterna; así estarás mejor; pero cuida de que no se prenda fuego en el heno.

Dejó la linterna en el suelo, atravesó la puerta y se fué a dar una ojeada al obscuro henil.

—¡Bueno! Con la ayuda de Dios, este verano hemos logrado también entrar todas las mieses —dijo como hablando consigo mismo.

Luego se volvió a Katrina y le dijo:

—¿Tienes bastante heno para la vaca?

—Sí. Me parece que bastará.

Se sentó en el heno al lado de Katrina.

—Escucha: hace ya algún tiempo que quería hablar contigo de tu marido. Parece como si Johan no estuviese bien. Encuentro que va decayendo de día en día.

—Sí —dijo Katrina—. También lo estoy notando yo, y esto me tiene intranquila. Yo bien procuro cuidarle todo lo que puedo.

—De poco te servirá mientras no sepas qué enfermedad tiene. Debería ir a Godby a que le viera el médico.

—Eso es lo que tengo ya pensado.

 

Johan no estaba en casa cuando llegó Erik, y el muchacho, cansado de la jornada de trabajo, se echó en la cama y se quedó dormido. Cuando el padre llegó a su vez, vió, con extrañeza, que Katrina no estaba todavía en casa. Se sentó junto a la ventana y esperó, escrutando ansiosamente el camino de la aldea, hasta que llegó la noche y la montaña quedó hundida en la obscuridad. Entonces se puso la gorra y se fué directamente a la granja de Nordkvist. Se detuvo ante la escalera de la cocina; pero la casa estaba desierta y silenciosa; en ninguna de las ventanas se veía luz. Del lado del establo venían dos personas. Cuando Johan las tuvo cerca, reconoció en ellas a un trabajador y a una de las sirvientas de la casa. Al verle, sonrieron con cierto embarazo.

—¿Está aquí Katrina? ¿Sabéis dónde está? —preguntó.

El mozo le indicó el establo con un movimiento de cabeza.

—Allí, en el establo. Pero está en buena compañía. No hace falta que vayas.

La muchacha dejó escapar una risita burlona y no tardaron en desaparecer en la obscuridad por entre la arboleda. Johan se quedó clavado en el lugar, atormentado por la incertidumbre. Por fin se encaminó hacia el establo. Respirando angustiosamente, empujó la puerta y asomó hacia dentro la cabeza sin hacer el menor ruido. Dió una rápida mirada al recinto: del arco que daba acceso al establo llegaba un tenue resplandor. Allí estaban Katrina y el capitán Nordkvist, el uno al lado del otro; la luz de la vela de sebo de la linterna, casi extinguida, se proyectaba sobre ellos y sobre una pequeña parte del heno en que se hallaban sentados. En el henil reinaba una completa obscuridad. Johan dió media vuelta y salió con la misma cautela con que había entrado. Atormentado por obscuros pensamientos, volvió a casa, y a tientas se metió en la cama, solo y en profundo abatimiento.

A la mañana siguiente, Katrina se preguntaba qué le ocurriría a su marido; parecía más deprimido que de costumbre; tenía los ojos rodeados de profundas ojeras y apenas si probó la comida. Katrina pensó en las palabras de Nordkvist y se dijo que era preciso tomar una resolución.

—Johan: el capitán Nordkvist me decía…

—¡El capitán Nordkvist! —prorrumpió Johan—. ¡No quiero saber nada de Nordkvist! —Y prorrumpió en sollozos.

Katrina se acercó a su marido, que estaba acurrucado en una silla.

—Escucha, Johan: tú vas de mal en peor. Estás tan agotado que no puedes tenerte en pie, y ya ni sabes lo que dices. Voy a rehacer la cama y te volverás a acostar. Y cuando hayas descansado unos días, iremos a ver al médico de Godby antes de que empiecen los fríos y las borrascas de otoño.

—Sí…, ahora quítame de en medio —decía sollozando.

Katrina sonreía con indulgencia mientras arreglaba la manta de la cama. Luego le ayudó a desnudarse y le arrebujó en el lecho. Pero a pesar de todos los mimos y buenas razones con que intentó calmarlo —como acostumbraba hacer con los chiquillos— no consiguió adormecerle. Permanecía quieto, pero seguía todos los movimientos de Katrina con ojos atentos y tristes. Katrina empezó a preocuparse: «Creía conocerte —se decía la esposa entre sí—: te mostrabas siempre tan sencillo y franco… Pero ahora ya no entiendo…, no puedo adivinar qué es lo que te atormenta.»

Consiguió que, de buena o mala gana, se quedara acostado mientras ella se disponía a efectuar los preparativos para el viaje a Fasta Åland. Un problema difícil era el de proporcionar a Johan una ropa interior presentable; pero como ésta tenía que guardar relación con la camisa y el pantalón ya usados, zurcidos y remendados, la cosa no significaba nada comparada con el problema de conseguir dinero para el viaje. Pero se juró a sí misma que esta vez los propietarios le pagarían en dinero contante y sonante lo que tenía derecho a cobrar por sus trabajos. Calló sus propósitos a Johan, limitándose a decirle que no se impacientase y que no se levantara de la cama mientras ella iba a la aldea para un asunto. En primer lugar fué a ver a Svensson. Dijo que tenía que hablar con el capitán y la hicieron pasar al despacho.

—Buenos días —dijo sin ceremonias.

El capitán hizo dar media vuelta al sillón en que estaba sentado.

—Buenos días, Katrina, ¡Dichosos los ojos!… ¿Cómo te va? —le dijo con voz dulce y melosa.

—A mí, perfectamente —contestó ella con sequedad—. Pero Johan está algo enfermo, y por eso he venido a usted, porque me hace falta el dinero que nos debe por nuestros trabajos.

—¿Dinero? —dijo el capitán con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Sí. Johan trabajó tres días en la reparación de sus barcos en la playa de Söderöjen, y en compensación le dió usted una kauna [14] de leche y un par de zapatos viejos que se rompieron al primer día que se los puso. Pongamos que esto sea la paga de un día: le quedan por cobrar dos días más. Contando a dos marcos por jornal serían cuatro marcos. En cuanto a mí, he trabajado cinco días guadañando el heno, y estuve dos días segando centeno y uno segando trigo; además, dos días limpiando los campos de rastrojo. Luego tengo otro día en que vine a ayudar a las muchachas a hacer la colada. En conjunto serían, pues, once días. Y por estos trabajos el capitán me dió cinco huevos, dos kappar [15] de patatas, y media libra de manteca. Y por la colada, la kaptenska me dió dos panes enmohecidos. Según mis cuentas, ha de pagarme usted ocho días de trabajo a razón de un marco. Eso a pesar de que, como, tanto en el guadañar como en el segar, hago el trabajo de un hombre, se me debería pagar como a un hombre; pero, en fin, aunque sin razón, los precios están fijados así. En todo caso, yo he de cobrar ocho marcos y Johan cuatro: sumados son doce, y le agradecería que me los pagara ahora mismo.

El capitán había abierto varias veces la boca para interrumpir el discurso de aquel demonio de mujer que parecía dictarle leyes; pero no le salían las palabras de la boca. Por fin pudo balbucear:

—Pe… pe… pero ¿has perdido el juicio, mujer?

—No, al contrario: es la primera vez que lo he encontrado. Llevo mucha prisa, capitán, y si me hace el favor de pagarme en seguida no tendré que molestarle más.

—¡Puedes irte al diablo si quieres, y por última vez! ¡Dinero! ¡Pagarte! ¡En mi vida había visto descaro igual! ¡Está bien, está bien! ¡Ésta es la gratitud que se recoge cuando se ayuda a los pobres! ¡Tú echas la cuenta de lo que has hecho y de lo que has recibido, pero te olvidas de contar la mitad por lo menos de lo que vale lo que se te ha dado! ¡Si te he dado manteca y huevos en vez de dinero ha sido por pura bondad: porque vosotros, los pobres, no tenéis idea de lo que cuestan estas cosas! ¡Y cuando uno paga en especie no va a ir a contar hasta la última onza! ¡Me parece a mí que…!

—Capitán: ¿quiere hacer el favor de darme los doce marcos en seguida? Hablaremos otro día.

Katrina había adelantado un paso y miraba amenazadora al hombre que tenía bajo sus ojos. En los del capitán asomó una sombra de temor y agachó un poco el cuerpo como para evitar un golpe.

—¡Un momento! ¡Espera un momento!… No me niego a pagarte…, pero tendrás que esperar; ahora no tengo dinero en casa. Vuelve mañana.

—No, no. Me esperaré.

El capitán volvió a rebelarse; temblaba de indignación.

—¡Por todos los diablos! ¿Quién te ha metido estas ideas en la cabeza? ¡Vaya! ¡Una campesina harapienta, una mujer llovida de Dios sabe dónde! ¡Hace ya tiempo que te estamos soportando en la aldea, pero si empiezas a armarla no tardarás en ver cómo nos deshacemos pronto de ti y de tus mocosos! ¡Para esto están la policía, la ley y la justicia…!

—Si es verdad que existen, cobraré entonces lo que tengo derecho a cobrar por mi trabajo.

Katrina dió un nuevo paso, y otra vez el capitán se amilanó.

—¡No, no, Katrina! Ya te he dicho que te pagaré lo que te debo. Pero, vamos, no te va en ello la vida…

—De eso precisamente se trata: de la vida de mi marido.

—¿Cuánto has dicho?… ¿Doce marcos? ¡Diablo, diablo! ¡Doce marcos!

Y casi con lágrimas en los ojos revolvía nerviosamente en el cajón del escritorio. Por fin sacó dos billetes de a cinco y dos monedas de un marco, y con mano trémula se los entregó a Katrina. Ésta le miraba con una sonrisa de desdén en los labios. El capitán la empujó hacia la puerta.

—¡Anda, anda! ¡Llévate tu maldito dinero! ¡Y no digas después que no se te ha pagado!

—Buenos días —dijo Katrina.

—¡Vete al infierno! —bramó el capitán, más envalentonado al verla a medio camino de la puerta. Tan pronto como hubo atravesado el umbral y cuando se hallaba ya en el vestíbulo, Svensson, con la mano en el cerrojo y viéndose ya seguro, le gritó:

—¡Crees que puedes permitírtelo todo porque eres la amiga del capitán Nordkvist, porque vas por las noches con él mientras tu marido está enfermo! ¡Pero no levantes tanto la cresta, porque si has cambiado de cama una vez, también puedes hacerlo otra! Ya me entiendes.

—¿Cómo? —dijo Katrina sin comprender; y hasta que el capitán se hubo encerrado detrás de la puerta no entendió el sentido de aquellas palabras. Con las entrañas revueltas por la ofensa, bajó los peldaños a toda prisa y atravesó la verja. «¡Indecente! ¡Más que indecente!», iba diciendo entre sí mientras apresuraba el paso. «Rabia porque una vez no pudo conseguir sus bajos deseos», proseguía. Se pasó la lengua por los labios; notaba en su boca un sabor desagradable, como si hubiese mascado tierra. Cuanto más pensaba en la cobarde falsedad de aquellas palabras, tanto más sentía encendérsele la ira. Se metió la mano en el bolsillo y tanteó el dinero. Sí, lo tenía: una vez más había vencido; pero la victoria resultaba cara: no había salido de aquella lucha sin herida.

Al llegar a la plaza se detuvo un momento tratando de recobrar la serenidad; luego dirigió sus pasos hacia la imponente verja de Nordkvist. Una de las sirvientas estaba segando la hierba entre los manzanos de la huerta. El capitán, en efecto, había adquirido una maquinilla segadora para tener siempre la hierba corta y tupida como una alfombra, y ahora estaba de pie mirando cómo trabajaba la muchacha. Katrina salió del camino, avanzó hacia él y saludó.

—¡Hola, buenos días, Katrina! ¿Cómo está tu marido? —dijo Nordkvist.

—No del todo bien. Gracias. ¿Podría hablar un momento a solas con usted, capitán?

Al oír las últimas palabras de Katrina, la sirvienta juzgó conveniente aguzar el oído mientras espiaba con la mirada a su dueño y a la bien plantada mujer que aquél tenía ante sí. Y cuando el capitán la invitó a entrar, la muchacha les miró con expresión maliciosa. Él se adelantó por el camino más corto, atravesó la pérgola y se encaminó directamente al comedor. En el momento de entrar, empezó a sonar el timbre del teléfono. El capitán se puso al aparato.

—¡Diga!… Siéntate, Katrina… ¡Diga!… ¡Hola, buenos días. Svensson!… Sí, gracias… ¿Cómo?… Sí, Katrina acaba de llegar… ¿Eh?… ¿Qué diablos estás diciendo?… No te entiendo… ¿Una anarquista, dices?… ¡Una mujer peligrosa!… ¡No será tanto!… ¡Ja, ja, ja!… No; todavía no… Sí, hombre; más tarde te llamaré. Adiós…

Katrina había escuchado con los nervios en tensión; pero sin dar la menor muestra de inquietud, examinaba con curiosidad los muebles y las mesas de la sala. Sin embargo, apenas el capitán hubo terminado su conversación telefónica, ella se levantó, y, al instante, antes de que tuviese él tiempo de abrir la boca, le dijo:

—Capitán Nordkvist: he resuelto llevar a Johan a Godby y para eso me hace falta reunir todo el dinero posible. ¿Tendrá usted la bondad de pagarme lo que ha quedado pendiente?

—¿Qué dices, muchacha? ¿Qué cuentas pendientes tengo contigo?

El capitán hablaba en tono bonachón, pero sus ojos brillaban con malicia.

Katrina sintió hervirle la sangre. «¡Ah! ¿Conque crees poder salir del paso tomándome a guasa? No eres mejor que Svensson», pensó.

—Queda el trabajo de algunos días que todavía no he cobrado. Tengo a mi favor doce días de guadañar el heno, cinco de trilla, dos de colada, tres de limpieza y uno en que ayudé a amasar el pan. Si no me equivoco son, en total, veintitrés jornales. Me quedan, pues, quince marcos, correspondientes a quince jornales. Erik trabajó trece días para usted y recibió en pago unos tirantes viejos, un cuchillo, dos litros de cuajada, diez kilos de patatas y cincuenta penni. A razón de cincuenta penni por día, serían dieciocho marcos con cincuenta penni.

El capitán la había estado escuchando con una sonrisa en los labios; pero cuando más zumbón se mostraba él, más crecía en ella la ira.

—Eres un portento, hija. Cuentas que es una maravilla; tienes la cabeza hecha para los números. La lástima es que aquí te van a resultar mal las cuentas. En mi casa no se acostumbra contar a tu manera.

Adoptó una expresión grave; su voz adquirió un tono paternal y amonestador:

—Te lo digo de verdad: me avergüenzo de ti. Nunca hubiera esperado esto de tu parte, Katrina.

—¿Por qué no puede creer el capitán que una mujer que trabaja como yo, haya de comer y vestirse? Yo, por mi parte, no puedo regalar el producto de mi trabajo, y menos ahora teniendo a mi Johan enfermo.

—¡Regalar! ¡Ja, ja, ja! ¡No está mal lo que dices! Pero tus palabras no me extrañarían si no estuvieran por medio las atenciones que he tenido contigo. Pues, qué, ¿no te acuerdas ya del magnífico corte de tela que te regalé? Ni mi propia hija tiene uno mejor.

—¿Me lo regaló? Sí, eso creía yo: que me lo había regalado. Pero si lo pone usted a cuenta de mi trabajo será preciso que vuelva a quedarse con él, capitán, porque yo no puedo permitirme el lujo de usar telas tan caras. Necesito el dinero para otras cosas.

—Bien, bien. No hablemos más del vestido. Fué un regalo y basta. Pero aparte de esto se te ha dado el dinero correspondiente a tus trabajos. Piensa, además, en la tierra que te has llevado de mis pastos.

—Sí, capitán; pero en justicia debería usted pagarme también por esto, porque no he hecho más que trasladar tierra de una a otra de sus propiedades. Y ahora tiene usted un terreno cultivable más cerca de la aldea.

El capitán abrió desmesuradamente los ojos y por un momento pareció que no sabía si tomarse la cosa en serio o estallar en una carcajada.

—En cuanto a valor, no te falta. ¿Conque también aceptarías que te pagara por eso? ¡Ja, ja, ja! No me extraña que hayas sacado a Svensson de sus casillas. Dime: ¿cuánto le has sacado?

—Doce marcos.

—¡Doce marcos! ¡Ja, ja, ja! Suerte que llevas faldas: si hubieras sido un hombre, la verdad, no sé cómo te hubiéramos puesto.

—Una mujer debe hacerse valer tanto como un hombre y hasta más… ¿Podría darme en seguida ese dinero? He de ir todavía a otros sitios.

—Si sigues yendo así por las casas con esas pretensiones vas a levantar a toda la aldea contra ti. Por tu bien, te aconsejo que no lo hagas, hija.

—Deje que se pongan todos contra mí. Peores de lo que han sido no pueden serlo ya.

—Lo creo. Pero hablando ahora seriamente, te digo que lo que haces no está bien, hija mía. No se puede negar que vales: eso de haber soportado a Johan tantos años prueba que eres toda una mujer. ¡Ea! No hablemos ya más del asunto. El viaje a casa del doctor corre de mi cuenta. Y no te preocupes tampoco por las medicinas.

—No es necesario que me regale lo que yo me he ganado.

El capitán empezó a perder la paciencia. Le empezaba a hervir la sangre; la frente se le puso colorada.

—¿Vas a ponerte otra vez tan terca como con lo de la vaca?

—Si el capitán llama a esto terquedad, sí. Nunca me he arrepentido de lo que hice entonces. Ahora la vaca es mía y no tengo necesidad de dar las gracias a toda la aldea.

—Está bien: aquella vez te saliste con la tuya; pero no pienses que siempre va a ser igual.

—Capitán Nordkvist: si no puede usted pagarme, tendré que arreglármelas con lo que me paguen los otros. Adiós.

—No, hija mía, no. No soy tampoco tan tacaño. ¿Cuánto dices que te debo?

—Dieciocho marcos con cincuenta penni.

—Hum…

Se fué al despacho y volvió con cuatro billetes de cinco marcos.

—¡Ahí tienes veinte marcos, anda! —dijo él.

Katrina se irguió con orgullo:

—No, gracias. He de devolverle un marco con cincuenta. Aquí tiene dos; devuélvame cincuenta penni y estaremos en paz.

—¡Vaya! Voy a ver si tengo cincuenta penni.

Se fué otra vez al despacho y volvió con la moneda entre los dedos.

—¿Estamos ahora square, como dicen los ingleses? Aguarda: no te vayas tan pronto; no tengas tanta prisa. ¡Oye, Hilda! Trae una taza de café para Katrina.

Katrina se sentó algo perpleja en el borde de la silla. No estaba del todo segura de si Nordkvist estaba indignado o había recobrado su buen humor. La sirvienta entró con la taza y con unos pasteles exquisitos, como nunca los había probado Katrina. Mientras tomaba el café se iba sintiendo más y más satisfecha de la buena marcha que empezaban a tomar sus asuntos. Alargó una de sus manos por debajo de la mesa y tanteó el bolsillo de la falda en que iban aumentando los billetes. «Esto va a las mil maravillas», pensaba.

—Otra vez el teléfono —dijo Nordkvist; y se levantó.

—¡Hola!… ¿Otra vez tú?… No, no: todavía está aquí… Sí, sí; me ha tratado sin compasión… Pero oye: a ti te ha salido barato; yo he tenido que pagarle hasta los manzanos que plantó en Klinten… Sí, sí… ¿Fuera de la aldea, dices? Ten presente que no contamos con muchos trabajadores que hagan la faena como ella. Desde que murió Beda, no hay nadie que sepa hacer los salchichones como Katrina… Sí, si… Bien, nos veremos en la sesión del Ayuntamiento… ¡Adiós!

 

Al salir de casa de Nordkvist, Katrina se fué a la de Larsson. El capitán había salido de viaje, y tuvo que hablar con su señora. Era ésta una mujer obesa, cautelosa y de aire taciturno, que llevaba siempre un pañuelo fuertemente atado a la cabeza para ocultar su casi completa calvicie. Katrina nunca había podido soportar las maneras melifluas e hipócritas de aquella mujer.

Esta vez, Katrina se dijo que convenía proceder con habilidad.

—He ido a visitar a Svensson y a Nordkvist, y los dos me han pagado lo que se nos debía por nuestros trabajos a razón de dos marcos a Johan, uno a mí y cincuenta penni al chico, que son los precios corrientes. Si tuviera usted la bondad de pagarme también lo que queda pendiente, le estaría muy agradecida, porque tengo que llevar a Johan a Godby.

—Me temo que tendrás que hablar con el capitán, porque yo no estoy en lo más mínimo al corriente de estos asuntos.

—No tendrá que informarse mucho. Le diré los días que se nos deben. Johan cortó ramas una jornada y Erik dos; yo tengo dos días de siega, dos de colada y tres de cortar cañas. Haciendo la cuenta como la hemos hecho con los demás, me debe en total diez marcos, de los cuales hemos de restar un pescado salado y un cuartillo de centeno.

—Se lo diré al capitán en cuanto llegue a casa.

—Es que no puedo esperar tanto, señora. Debemos marcharnos en seguida a Fasta Åland y necesitamos el dinero.

—¿Y dices que Nordkvist y Svensson han pagado?

—Claro: han pagado lo que se nos debía. Nordkvist debía veintiuna jornadas y Svensson diez.

—¿Y han pagado?

—Sí, sí.

—¿No podrías esperar a que volviera el capitán?

—No, no puedo.

La kaptenska dió un suspiro y se rindió. Fué a buscar seis marcos y se los dió a Katrina.

—¿Es esto?

—Sí, señora, exacto. Buenos días.

Al atravesar el vestíbulo, Katrina no podía contener la risa de satisfacción. Aquello iba mejor de lo que hubiera podido esperar.

Ahora se dirigió a la casa de Erka. Sólo la joven dueña estaba en casa.

—Todos se han ido al campo —le dijo ésta—. Mamá está sembrando el centeno.

Katrina se puso en camino hacia el campo. Siguiendo la tradicional costumbre de las casas antiguas, Mor Eriksson asumía personalmente la responsabilidad de la siembra, mientras que Far plantaba estacas nuevas en la valla algo estropeada.

A la vista de Katrina, Mor interrumpió su tarea.

—¡Uf! ¡Cómo cansa esto! Ya no soy la mujer joven de otros tiempos. La próxima siembra tendrá que hacerla mi nuera.

—Pero, ¿por qué no siembran los hombres?

—¡Eso nunca! En nuestro país la siembra ha sido siempre tarea de mujeres, y lo será mientras yo mande; por lo menos en este campo.

Katrina meditó sobre si sería mejor entenderse con el marido o con la mujer. Finalmente resolvió hablarle a ella.

—Mor —le dijo—: he venido porque necesito reunir algún dinero.

Y diciendo esto hacía sonar las monedas que llevaba en el bolsillo.

—¡Ajá! ¿Y a qué va destinado esto? ¿A las misiones o al socorro de los marineros?

—No, nada de eso. No se trata de los demás. Estoy recogiendo lo que hemos ganado los de casa por nuestros trabajos. Johan se ha puesto algo malo y quiero llevarlo a casa del doctor.

—¿De veras?

—Sí. Y como también hemos trabajado para ustedes… Johan ayudó a Far en el embreaje de la barca, Erik limpió de musgo las paredes del corral de las ovejas; luego trabajó dos días en el bosque y yo estuve trabajando cuatro días en la siega.

—¡En el nombre de Dios! ¿Y cuándo no hemos pagado nosotros a la gente por su trabajo?

—Sí, se hizo; pero no recibimos toda la paga.

—¿Que no recibisteis toda la paga? Por lo que toca a Johan y a Erik, es cosa de Far: si les ha pagado o no, yo no lo sé; pero en cuanto a la siega te pagué todo lo que te debía.

—Me dió usted cáñamo. Pero contando lo que vale el cáñamo y lo que vale un jornal, me habría pagado usted dos jornales y medio: quedan, pues, dos marcos y medio. A Johan le dieron unas tablas por su trabajo en el bote; pero Erik no ha cobrado una sola moneda.

—¡Estas ideas modernas son las que han perdido a las gentes! En mis tiempos los trabajadores tomaban lo que se les daba y, encima daban las gracias. ¿Qué te parece? Y eso de que se emprenda un viaje a tantas millas sólo para ver a un médico me parece una cosa superflua. En mis tiempos la gente vivía y moría confiando en la voluntad de Dios. Pero, a lo que parece, hoy, más que en la fe, se confía en el pecado.

—Sí; los tiempos, indudablemente, no son los mismos… ¿Quiere usted pagarme como me han pagado Nordkvist, Larsson y Svensson?

—No cabe duda: estamos en el reino del pecado. ¿Cuánto te han pagado, dices?

—A un marco el jornal de mujer y a medio el del chico.

—¡Corremos a la perdición! Bien: ve a casa de Alma, a la oficina de correos, y dile que te pague lo que dices que has de cobrar.

—Muchas gracias, Mor. ¡Buena suerte en la siembra! ¡Adiós!

Katrina cobró de Alma los dos marcos y medio y se los metió con los restantes en el bolsillo.

Después de Erka fué a casa de Engman, en donde cobró seis marcos por la limpieza de la casa y el lavado de la ropa. En casa de Blom cobró también cinco marcos por diversos trabajos.

Empezaba a anochecer y Katrina se apresuró a emprender el regreso a su casa. Pero esta vez la subida de la empinada cuesta le parecía leve. Había perdido la cuenta de lo que había cobrado y estaba impaciente por llegar a casa y ver a cuánto ascendía lo que llevaba y que tan agradablemente le pesaba en el bolsillo.

Johan dormitaba; pero en cuanto ella encendió el fuego para la comida, despertó y se sentó en la cama con los cabellos en desorden.

—¿Eres tú, Katri? —preguntó soñoliento.

—Sí, soy yo. ¿Has estado durmiendo todo el tiempo?

—No. ¿Dónde has estado tanto ralo? ¿En casa de Nordkvist?

—En casa de Nordkvist y en muchas otras.

—Hum…

Johan se acostó otra vez malhumorado. Pero Katrina le llamó:

—¡No te duermas, Johan! Te traigo buenas noticias. El primer día de sol que haga nos vamos a Godby; alquilaremos el carrito de la posada de Bomarsund y haremos el viaje como lo hacen las personas.

—Hum… —murmuró de nuevo él con apatía, volviéndose de espaldas en la cama.

Katrina, en cambio, sentía crecer su contento. Cogió la lamparilla de la estufa y la colocó sobre la mesa.

—¡Levántate, Johan! Levántate y fíjate en lo que traigo. Aguarda un momento a que encienda la luz.

Johan se levantó de mala gana y se acercó perezosamente a la mesa en sus calzoncillos de franela gris y con los ojos deslumbrados por la luz.

—¿Qué traes? ¿Un pastel?

—¡Un pastel! —dijo Katrina riendo—. No, no; esta vez es algo mucho mejor que un pastel.

Y sacó del bolsillo los billetes y las monedas que llevaba y lo amontonó todo sobre la mesa. Los ojos de Johan se abrieron desmesuradamente.

—¡Pero… Katrina! ¿De dónde has sacado esto?

—¡Adivínalo!

—¡Cómo quieres que lo adivine! ¿Te lo has llevado de algún sitio?

—Me lo he llevado, sí; pero no lo he robado, como piensas tú. Nos lo habíamos ganado tú y yo.

—Lo has conseguido de Nordkvist —dijo Johan receloso; y volvió a meterse en la cama.

—Sí; de Nordkvist me he llevado la cantidad mayor, y hasta he tomado café en su elegante comedor.

—¡No quiero saber nada más! —dijo Johan; y escondió la cabeza bajo la sábana.

Katrina contó el dinero alisando bien los billetes uno encima de otro, sin dejar de canturrear; los ojos le brillaban de alegría, y, en aquel estado de ánimo, puso en orden la casa y preparó la sopa de avena para cenar.

—Ahora podré hacerte unos calzoncillos nuevos, Johan, y una camisa que te abrigue. En la tienda he visto una franela muy bonita de color azul claro.

—Hum… —gruñó Johan debajo de la manta.

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