Katrina

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KATRINA » Capítulo XXVI

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Capítulo XXVI

EL SALVAMENTO

EL día en que Johan y Katrina emprendieron su viaje a Godby, Erik trabajó en el campo de Svensson atando gavillas. Al atardecer, a la hora de la llegada del vaporcillo, el muchacho bajó a Batviken con todos los jóvenes de la aldea. Por la esposa del capitán Engman, supo que sus padres habían estado a bordo del vapor, pero que habían desembarcado en Bomarsund. El muchacho se devanó los sesos pensando en los motivos que habrían podido tener para desembarcar allí, y decidió permanecer en Batviken en espera de que sus padres llegaran. Fué a sentarse al extremo de la escollera, donde quedó solo al poco tiempo, porque los pasajeros desembarcados habían ido marchándose uno tras otro; pero se levantó un viento helado que le obligó a buscar refugio bajo el techado de un cobertizo.

Transcurrieron las horas, y el muchacho, cansado de esperar, fué a acurrucarse en los escollos que remataban el rompeolas, desde donde se descubría una grande extensión de mar. Bajo la noche que empezaba a envolver las agitadas aguas del fjord, ofrecía éste un aspecto siniestro. Del norte llegaban veloces y pesados nubarrones, mensajeros de tempestad. En todo el mar no aparecía una embarcación. Por fin, cuando los ojos de Erik no pudieron ya penetrar la negrura de la noche y sintió que la frialdad del viento le penetraba el cuerpo, comprendió que era inútil esperar más, se encaminó hacia la aldea, y fué a acostarse, solo, en el hogar vacío. Durmió inquieto, con el oído atento al menor ruido que pudiera anunciarle la llegada de sus padres.

A la mañana siguiente volvió temprano a Batviken, y estuvo oteando el mar de confín a confín. El viento soplaba con violencia, la lluvia caía a torrentes. El furioso oleaje inundaba el estrecho camino de la escollera. Las barcas, llenas casi de agua, habían sido varadas y amarradas sólidamente. El espectáculo no tenía nada de alentador. Profundamente abatido, Erik volvió a subir a la aldea. Con aquella lluvia torrencial no cabía pensar en trabajar en el campo; lo único que podía hacerse era recoger alguna gavilla que hubiera sido arrastrada por el viento. Malhumorado y ocioso, el muchacho procuró pasar el tiempo lo mejor que pudo.

Por la tarde revistióse de valor y se fué a ver a Nordkvist, a quien halló en la tienda. Sentado ante el mostrador, el capitán discutía con un parroquiano. Erik esperó, en silencio, que el capitán le dirigiera la palabra. No hubo de aguardar mucho.

—¿Cómo te va, muchacho? —preguntó Nordkvist con su voz de trueno.

—Mamá y papá no han vuelto todavía a casa —contestó rápidamente Erik, mirando con ojos implorantes al omnipotente soberano.

—¿No han vuelto? Bueno: no tiene nada de extraño. Esta noche ha hecho un tiempo de perros, y continúa haciéndolo. Volverán en cuanto amaine el temporal.

—Es que iban en el vapor y desembarcaron en Bomarsund, donde habían dejado la barca.

—¡Ah, entendido! Entonces es que se habrán quedado en Bomarsund.

—Yo creo que no. Dijeron que volverían a casa en seguida.

—No importa, hijo mío. Tu padre es un marinero viejo, y debió comprender de sobra que había borrasca para todo el día. No es de suponer que de noche y amenazando temporal se arriesgara a salir con aquella cáscara de nuez. Tu madre llevaba la bolsa llena, ¡por algo anduvo aquí esquilmando a todo el mundo!, y seguramente se estarán dando vida de príncipes en alguna posada de Bomarsund.

—¿Cree usted, capitán?

—Claro que sí. Mañana mejorará el tiempo, y verás como no tardan en llegar.

Algo más tranquilizado, Erik volvió otra vez a Klinten. El jueves por la mañana el mar estaba ya calmado, y cuando entrado el día, el sol disipó los nubarrones, el muchacho, algo más tranquilo, se puso a barrer la casa. Seguramente sus padres llegarían de un momento a otro. Bajó a dar otra vuelta por el muelle y estuvo explorando el mar, pero sin ningún resultado. De regreso a Klinten, se detuvo en casa de Nordkvist.

—Todavía no han vuelto —dijo.

—¿Todavía no? —exclamó Nordkvist, extrañado—. Tal vez tu padre no se haya sentido con fuerzas suficientes para salir. Y como tu madre no trabajará en el mar con la misma habilidad que en tierra…

—De todos modos, a poco que se lo propusieran, hubiesen podido remar hasta aquí.

—¡A poco que se lo propusieran…! Tienes razón, muchacho. ¡Claro que no hay otra como tu madre para hacer la que se propone! A ver, entra. Voy a telefonear a Bomarsund y veremos qué dicen.

La llamada dió el resultado acostumbrado en casos de temporal: el viento había derribado los postes y no habían sido reparados todavía.

—No es posible comunicar con Fasta Åland —dijo el capitán—. Pero puedes estar seguro de que tus padres están allí. Si el teléfono funcionara, seguro que habrían avisado ellos mismos. Vuélvete a tu casa y duerme tranquilo. ¿Tienes comida allí? ¡Tilda! Dale algo de comer al chico de Katrina antes de que se vaya.

Llegó el viernes y tampoco hubo noticias. Erik volvió a bajar al muelle. Descubrió un bote que estaba sin amarrar, saltó resueltamente a él y salió a dar una vuelta de exploración. Remó lentamente hacia el fjord, manteniéndose al norte de las islas que limitaban el mar por la parte sur. El muchacho se decía que, de haberles ocurrido una desgracia, la barca, o por lo menos algún resto de ella, sería arrojada a tierra por aquella parte. Pero el sol llegó a su cenit y volvió otra vez a su ocaso, sin que Erik lograra descubrir el menor indicio. Cansado y hambriento, puso otra vez proa a Batviken.

Al pasar ante la tienda, Bod-Janne salió a la escalera y le llamó. El capitán Nordkvist estaba dentro con algunos otros hombres.

—¿Sabes si salieron tus padres en la barca de Seffer? —le preguntó.

—Sí —contestó Erik.

—Sí, sí: ésa debe de ser. Es de color azul como la barca de Seffer —dijo un hombre en el cual Erik reconoció a un pescador de las islas del sur.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó inquieto el muchacho.

—Ha sido encontrada una barca de color azul; el mar la ha arrojado a la playa de Krakskär —dijo Nordkvist—. ¡Pero son tantos los que tienen barcas azules!…

Erik se volvió de espaldas al grupo de hombres; su mirada se concentró en el banco pintado de negro.

—Era su barca —dijo con voz trémula.

Los hombres contemplaban, compasivos, los exiguos hombros huesudos del muchacho, que se curvaban bajo la raída chaqueta.

—¡Ánimo, ánimo, muchacho! Vamos a preparar algunos botes y saldremos a dar una ojeada…

—Sí, sí —asintieron los otros. Y, para animarle, le daban amistosos manotazos sobre sus flacos hombros, con lo cual le obligaban a inclinar todavía más el cuerpo—. Ahora iremos allá y verás cómo te traemos a tus padres más guapos que nunca. Seguramente estarán rondando por alguna de las islas del sur para comer macarrones y sopa de ciruelas.

Pero no era fácil consolar al muchacho. ¡Había visto tantas víctimas del mar que eran devueltas a sus hogares convertidas en cadáveres tumefactos y mutilados! ¡Sin contar con los otros muchos que nunca volvían! Además, tenía hambre y se sentía agotado por la zozobra de aquellos días. Pronto no pudo contener las lágrimas. Cayó sobre el banco y, ocultando el rostro entre las manos, se puso a llorar.

El capitán Nordkvist le cogió por la espalda y le obligó a enderezarse.

—Ea, muchacho, no te desesperes hasta saber lo que ha ocurrido. Anda: ven a tomar un bocado y sosiégate un poco, y verás como te sientes mejor. Antes de lo que te figuras, tendrás en casa a tu mamá.

Pero ni el propio Nordkvist tenía fe en lo que decía. Los hombres a quienes había mandado fuera, volvieron ya entrada la noche sin traer otro resultado que la convicción de que la barca que las aguas habían arrojado a la playa era la misma que había prestado Seffer a Johan. Todos abrigaban ahora un mismo temor; pero casi nadie se atrevía a manifestarlo sino con palabras veladas. Aquella noche Erik durmió en un camastro preparado a toda prisa en la cocina de Nordkvist. Si no hubiese experimentado aquella angustia ni se hubiese sentido tan solitario, hubiera podido darse cuenta de que nunca había logrado dormir en colchón tan mullido. Pero no se daba cuenta de nada. Se sentía como sumergido en un abismo negro y sin fondo por el cual erraba en busca de su madre.

El sábado por la mañana, Nordkvist reunió a cierto número de hombres de todas las granjas. Aparecieron los siniestros instrumentos destinados a recoger cadáveres. Se hicieron a la mar diversas barcas, con equipos de dos o tres hombres cada una. Erik había rogado que le dejaran embarcar en una de ellas. Nordkvist, pensando que sería mejor para el muchacho estar activo que permanecer ocioso en casa esperando el resultado, consintió en que embarcara. Se practicaron exploraciones en estrechos y bahías; los arpones de dragado se hundían en las aguas y subían de nuevo sin cesar; pero sólo extraían un saco con gatitos ahogados, o una red vieja e inservible, o algún tronco que se había ido a fondo.

El día era hermoso y radiante de sol; el agua aparecía lisa y brillante como un espejo. Los hombres, mustios al principio, se iban animando a medida que el trabajo se hacía más intenso. Ahora hablaban más fuerte; sus frases se iban haciendo menos concisas. Pronto empezaron a ofrecerse tabaco y rapé, y las conversaciones adquirieron un tono más vivo. De vez en cuando, resonaba una carcajada en alguna de las barcas, y los hombres se llamaban de una a otra cuando se hallaban a alcance de voz.

El muchacho, que iba triste y silencioso en la proa de la barca de Nordkvist, había sido olvidado en cierto modo. Pero sus ojos escrutaban un islote tras otro o permanecían fijos en el arpón. Cada vez que un arpón era izado a la superficie, sus grandes ojos se dilataban, angustiados, a medida que la cuerda subía y las aguas se agitaban y se obscurecían al ascender el objeto pescado en el fondo. ¡Dios mío, qué zozobra sentía el muchacho durante la eternidad que tardaba en dibujarse la sombra en el agua hasta que podía ver que el objeto que subía a la superficie no era un cuerpo hinchado, de rostro lívido y tumefacto, de ojos inmóviles y vidriosos, de cabellera enmarañada y flotante sobre las olas; que no era una madre fuerte, ardorosa y activa convertida en un objeto inerte, rígido, zarandeado por las aguas; que no era nada de eso, sino un mero tronco que, impregnado de humedad, dormía en el fondo, o un poste indicador que se había quedado allí al producirse el deshielo! ¿Cómo era posible que un muchacho solo y abandonado resistiera a tanta angustia y tanto sufrimiento sin prorrumpir en sollozos, sin caer abatido o sin perder la razón? Pero no: Erik se mantenía sereno, callado, inmóvil como un mascarón de proa, con los ojos fijos en el arpón que se sumergía y volvía a la superficie mientras los hombres hablaban a grandes gritos a su alrededor.

—¡O… hé! —se oyó gritar a lo lejos.

—¡O… hé! ¡O… hé! —repitió la voz, más fuerte y alegre.

Evert Nordkvist dirigió la proa del bote hacia el lugar donde habían sonado las voces. En pocos momentos, su barca, impulsada por recios golpes de remo, cruzó el estrecho, y llegó a un espacio de mar libre que se extendía entre los islotes; otra de las barcas había llegado ya allí. Todos los hombres estaban de pie en la pequeña embarcación y, con las manos formando pantalla sobre los ojos para protegerse del sol, miraban en dirección a un islote distante unos centenares de metros al oeste.

—¿Habéis encontrado algo? —preguntó una voz.

—Parece que hay gente en Hällören —repuso otra voz.

—¡A Hällören! ¡A Hällören!

Los botes se lanzaron, veloces, hacia el islote. Al poco tiempo de remar, descubrieron distintamente a dos personas que, de pie en la orilla, agitaban los brazos. Eran un hombre y una mujer; seguramente los que andaban buscando. Los botes redoblaron alborozados la velocidad. ¡Ah! ¡Cuánto mejor era llevar a bordo dos personas vivas, que sacar del fondo de las aguas dos cuerpos rígidos e hinchados!

—¡Sí, sí! ¡Son Katrina y Johan! ¡Están all right, como dice Johan!

—Como en Hällören no habrán tenido frutas ni huevos, no es de extrañar que hayan perdido un poco la brújula y que bailen sobre los guijarros… ¡Si parece que vayan a echarse al agua! ¡Eh, Katrina! ¡No te eches al mar antes de que lleguemos!

—Fíjate en Johan. ¡Parece un espectro!

Ahora el pequeño mascarón de proa se había puesto en pie. Se tambaleaba de tal modo, que parecía que las piernas le bailaran y que a cada instante fuera a caer al mar. Pateaba y agitaba los brazos con frenesí.

¡Por fin! ¡Por fin! La barca se deslizaba por el arrecife. Y allá corría Johan, allá corría Katrina; los hombres saltaron a tierra y corrieron también a su encuentro. Pero el mascarón se había desplomado sobre su banco de proa. Por un momento había parecido un mascarón viviente, pero ahora las piernas se negaban a ayudarle a salir de la barca. Katrina, cruzando por entre el grupo de hombres, corrió hacia la embarcación. Las figuras de proa eran ahora dos, y ambas parecían inmóviles, sin vida. La figura más pequeña se abandonaba a la mayor, que no era ya un bulto inerte y frío extraído del fondo del mar, sino una madre ardiente y vigorosa.

Johan se había afirmado sobre sus entumecidas piernas para correr al encuentro de los hombres; pero ahora permanecía inmóvil, como atontado, entre las rocas de junto a la barca, y reía… ¿Reía o lloraba?… Luego su cuerpo vaciló, y hubiera caído al suelo con los brazos extendidos si dos hombres no le hubiesen acogido entre los suyos, levantándole como a un niño, para meterlo en la barca. Uno de ellos cogió las chaquetas, que los hombres, acalorados de remar, se habían quitado, y, extendiéndolas en el fondo de la barca, dispuso una especie de lecho sobre el que fué tendido el infeliz. Pero él, casi súbitamente, levantó la cabeza grisácea y agitó sus manos temblorosas.

—Katri… Katri está allí; id a buscarla —exclamó.

—Katrina está aquí en la barca —le dijeron, tranquilizándole.

—No, no; llevadla a casa. Está allí…

—Cálmate y descansa. Tu mujer está con nosotros.

—Katrina: ¿estás aquí?

—¿Eh?

Katrina se levantó, inconsciente. Estaba sentada en la proa, estrechando entre sus brazos a Erik, el cual, libre el corazón de congojas, lloraba en silencio.

—Me parece que tu marido no está bien —dijo uno de los hombres a Katrina con cierta gravedad.

—Lo sé —dijo Katrina. Dejó a Erik, saltó sobre el banco y se sentó al lado de Johan.

—Johan, ¿qué tienes? Estoy aquí, en el bote. Descansa un poco; pronto estaremos en casa.

Quiso volver a proa, pero, de súbito, se le nublaron los ojos y cayó desplomada, dando con la cabeza contra la borda; las largas trenzas de su pelo quedaron flotando en el agua. Uno de los hombres la asió con presteza, mientras el pequeño mascarón de proa se levantaba. El mismo hombre recogió con la mano un poco de agua del mar y bañó la frente de Katrina. Luego miró a sus camaradas moviendo la cabeza. Ellos le miraron a su vez con expresión grave.

—Parece que me he desmayado —dijo Katrina al volver en sí, con una tímida sonrisa de vergüenza—. Es la primera vez que me ocurre en mi vida.

Cuando las barcas de salvamento llegaron de nuevo a Batviken, fueron acogidas por una verdadera muchedumbre que había acudido al muelle esperando el resultado de la expedición. Un grupo de muchachos había llegado de Storby en bicicleta, medio de locomoción que empezaba a ponerse de moda. Otros acudieron de Torsö. Habían empezado a circular rumores de que el mar había arrojado a la playa de Krakskär dos cadáveres vestidos de azul.

Katrina y Johan desembarcaron ayudados por los hombres, y entre gritos de júbilo. De la noche a la mañana, aquel par de gentes humildes se encontraban convertidos en los héroes del día. La comitiva se puso en marcha hacia la aldea. Katrina caminaba por sus propios pies, aunque sintiéndose débil y rendida; pero Johan se sentía incapaz de sostenerse sobre sus piernas flojas y temblorosas. Le subieron a una bicicleta, y le empujaron así hacia Västerby. Pero apenas la comitiva había iniciado el camino, cuando se oyó el rodar de un carruaje y se hizo pronto visible un soberbio vehículo. Era el capitán Svensson: llegaba conduciendo su coche nuevo, que se balanceaba sobre sus suaves muelles, y que tenía mullidos cojines cubiertos de cuero, y faroles a los lados. Se detuvo en el centro de la multitud, que se apartó a ambas partes del angosto camino, asomó el cuerpo por la delantera, y dijo con su vocecilla:

—¡Katrina, Johan, subid! Yo os llevaré.

Los tres habitantes de Klinten subieron, sin replicar, al lujoso carruaje y se sentaron en el asiento posterior. Svensson hizo chasquear la fusta, y el carruaje partió al trote hacia la aldea, entre los ardorosos vítores de la multitud.

Svensson paró el carruaje al pie del sendero rocoso que conducía a Klinten. Lydia, la hija de Beda, bajó corriendo y se puso inmediatamente a disposición de sus vecinos. Al poco rato llegó el capitán Nordkvist con una caja repleta de mercancías de la tienda: ropa, café, azúcar, ciruelas y macarrones; y casi al mismo tiempo compareció Alma, la de la oficina de correos, con algunas golosinas y queso de parte de Mor Eriksson. Apenas se había marchado, cuando entró la sirvienta de Larsson trayendo manteca, un par de panes de paltbröd y pescado salado. La hermana de Blom fué a ofrecer una docena de huevos; el pequeño de Elvira llegó con una cestita de manzanas y cerezas; Engman mandó un pan de centeno. Todo el día transcurrió entre continuas llegadas de comestibles, bebidas, y amables saludos que, desde todos los hogares de la aldea, se enviaban a la casita de la colina. Lydia atendía a todo: cocinaba y barría, mientras Johan yacía tendido en una de las camas y Katrina recostada en la otra. Erik se había acurrucado en un rincón.

Declinaba el sol plácidamente, las campanas de la iglesia lanzaban el repique del sábado por toda la isla. A través de la ventana, Katrina podía ver la montaña y la aldea, y miraba extenderse ante sus ojos todo el valle; muchas veces había disfrutado de la misma visión, pero hoy gozaba de ella con un particular sentimiento de paz y reposo. Había estado al borde de la muerte, y sentía que la vida, ahora, le era mucho más querida. Sí, y ante todo sentía cariño hacia aquella casita gris, con su hogar ennegrecido, con sus viejas y gastadas esteras, rodeada de rocas desnudas; todo esto le llegaba al corazón, infundiéndole un sentimiento de felicidad. A través de penas y dolores, la verdad era que lo esencial de su vida había transcurrido entre todas estas cosas, y ahora se sentía ya arraigada definitivamente en el rocoso suelo de Åland.

 

Pronto volvieron los días a reanudar su curso normal. Johan volvió, como antes, a caer en crisis de depresión y mal humor, con alternativas de alegría durante las cuales daba libre expansión a sus canciones marineras. Katrina reanudó su duro trabajo; y, recordando las palabras del médico, cuidaba a su marido con redoblada solicitud y tomaba con paciencia y calma sus cambios de humor.

Hasta entonces Katrina no había tenido la más mínima sospecha de los rumores que corrían acerca de la predilección que Nordkvist parecía mostrar para con ella. Poco después de la visita al doctor, las malas lenguas se desataron de nuevo, esta vez con mayor saña. Y Johan oía lo que se decía, y lo veía con sus ojos… o creía verlo. Se producían infinidad de incidentes totalmente desprovistos de importancia, pero que a la luz de la sospecha, avivada por la malignidad de los aldeanos, se agrandaban hasta parecerle pruebas de indiscutible culpabilidad.

Un día que Katrina estaba en el prado apacentando la vaca, acertaron a pasar por el camino Johan y el joven Seffer. Seffer cogió a Johan por el brazo y le dijo:

—Fíjate qué bien acompañada está tu mujer.

Johan vió a Katrina sentada en el banco que había al borde del prado; a su lado estaba el capitán Nordkvist. Oyeron entonces que Nordkvist decía unas palabras que fueron acogidas por ella con una fresca carcajada.

Al anochecer, cuando Katrina volvió de su trabajo, halló la casa vacía. Se ocupó en los quehaceres de la noche, y luego dispuso la cena pensando que su marido no tardaría mucho en llegar. Pero pasaba el tiempo y él no aparecía.

Bajó la escalera de entrada y escuchó en silencio, esperando oír el ruido de alguien que se acercara por el camino de la aldea; pero en la noche otoñal todo era placidez y quietud. Dió vuelta a la casa y fué a ver los manzanos. Habían crecido con bastante lozanía, excepto uno que parecía ir a mustiarse. Se le ocurrió dar una mirada a la parte posterior de la casa, y allí, medio oculto en las sombras, vió a un hombre sentado en una piedra.

—¡Johan! —llamó a media voz, mientras se acercaba; y notó que él levantaba el cuerpo un poco, para volver a caer al punto en su anterior abatimiento.

—¡Qué ocurrencia has tenido, Johan! ¡Venir a sentarte aquí, con el aire frío que hace! ¿Por qué no vienes a cenar?

Johan contestó con un gruñido ininteligible.

—¡Vamos pronto adentro!

—No quiero. Ve tú si quieres.

—¿Qué vas a hacer entonces? ¿Quedarte aquí toda la noche?

—Haré lo que quiera. En esta casa no pongo más los pies.

—¡Vamos! ¿Qué tiene de nuevo la casa?

—Pues que en ella no hay sitio para mí… La casa es de Nordkvist, y todo lo que has llevado a ella es de él también… Yo no soy más que un trasto inútil.

—Pero, ¿qué locuras estás diciendo? ¡Si la casa no es tuya, no sé de quién será! En cuanto a lo que hay en ella, nunca hemos hecho diferencia entre lo mío y lo tuyo. Y eso del trasto inútil, no sé si tomármelo a risa o indignarme —dijo Katrina, que iba acalorándose. Pero Johan agachaba más la cabeza y adoptaba una actitud más y más obstinada.

—¡Ríe! ¡Ríe como te reías sentada en el banco al lado de Nordkvist! —dijo, con voz casi ahogada por las lágrimas.

—¿Es que no puedo reírme? —repuso Katrina, serena.

—¡Claro que sí! ¡Soy yo quien no puede reírse! Yo no sirvo más que de estorbo.

—¿De estorbo? ¿A quién?

—Lo sabes muy bien.

—No lo sé.

Los sollozos sacudían las espaldas de Johan.

—No he sido para ti el hombre que tú te mereces. Lo sé, lo sabe toda la aldea. ¿Qué soy yo comparado con Nordkvist?

—¿Comparado con Nordkvist? —repitió Katrina con calma. Empezaba ahora a vislumbrar la realidad—. ¿Imaginas acaso que hay algo entre el capitán y yo? —exclamó tras un momento de reflexión.

Johan no respondió.

—¿Crees realmente que hay algo entre el capitán y yo? —repitió Katrina.

Johan seguía sollozando con la barbilla apoyada en las manos.

—No me extraña que te hayas cansado de mí —dijo.

—¿Te parece que la manera como me porto contigo es como para hacerte creer que estoy cansada de ti? —le preguntó Katrina con dulzura.

—No…, pero no me quieres como antes.

—Contesta con sinceridad: ¿crees que entre el capitán y yo ha habido algo? —dijo Katrina con acento grave, poniendo las manos en los hombros de Johan.

—¿No hay nada, entonces? —sollozó él.

—Luego te contestaré. Dime: ¿es que se habla de eso entre la gente de la aldea?

—Sí. Lo dice todo el mundo.

Katrina permaneció largo rato pensativa, con los ojos fijos en los pinos jóvenes que se levantaban detrás de la casa. Era casi noche cerrada; abajo, en la aldea, alguna que otra luz chispeaba débilmente entre la obscuridad. Ahora empezaba a ver claro. Ahora comprendía el abatimiento de Johan y la antipatía que sentía hacia Nordkvist. Y ella seguía viviendo como una estúpida, sin tener la menor idea de todas aquellas habladurías. ¡Y que no debía hacer poco tiempo que duraban! ¡Y el pobre Johan lo había sufrido en silencio! No era de extrañar que pareciese una planta a la que hubieran quitado el rodrigón.

—¿Cuánto tiempo hace que la gente murmura eso? —preguntó ella sin descomponerse, con los ojos fijos en los pinos envueltos ya en la obscuridad.

—Mucho tiempo… Desde la primavera —dijo llorando Johan.

Katrina se sentó en una piedra, frente por frente de él.

—Johan —le dijo amorosamente—: ¿te acuerdas de cuando nació Einar? Yo me quedé sola mientras tú corrías a buscar a la comadrona. En aquel tiempo no podía confiarme a nadie más que a ti. ¿Te acuerdas de cuando hacías las gachas de cebada y yo las comía sentada en el lecho? Algunas veces tenías que llevármelas a la boca. Einar estaba siempre dormido: ¡qué chiquillo tan bueno era! ¿Te acuerdas de aquel invierno que pasaste cosiendo velas? Nunca olvidaré cómo Einar andaba de una parte a otra de la tela y tropezaba con los pliegues. Aquel invierno vivimos todo lo felices que se puede vivir en este mundo. Y luego, ¿te acuerdas de la noche en que Einar se embarcó por primera vez y todos le acompañamos a bordo? ¡Qué pequeño parecía sobre cubierta, en medio de tantos hombres! ¿Te has olvidado quizá de cuando Frun de Ekön regaló a Einar la hucha…? Si tú no hubieses venido a buscarme entre la nieve, aquella noche yo no hubiera encontrado el camino de casa. ¡Dios mío, cómo nevaba! Yo me sentía perdida. No veía a dos pasos de mí, y tú, en cambio, seguías avanzando, como si caminaras a la luz del sol. ¡Claro! ¿Qué persona del mundo encontraría el camino mejor que un marino? ¿Te acuerdas de cuando Gustav nació, aquel otoño en que tú volviste más pronto? ¡Cuántas veces di gracias a Dios por tenerte a mi lado y no encontrarme sola como cuando nació Einar! Beda era un alma buena (que Dios la tenga en su gloria), pero no era lo mismo que tener al lado a alguien de la familia. ¿Te acuerdas —la voz de Katrina tembló de emoción— de cuando murió Sandra? ¿Te acuerdas de su entierro? Tú y yo íbamos juntos detrás del coche mortuorio… Cuando la ceremonia hubo terminado, todo el mundo corrió a su casa, a continuar sus quehaceres; los jóvenes se fueron a bailar (era al anochecer de un sábado); pero ni tú ni yo teníamos ganas de trabajar ni de bailar. Y pasamos la noche en vela. Aquella noche, en casa de Nordkvist celebraban el cumpleaños de alguien de la familia, y llegaron señores de la ciudad, que comieron y bebieron, y jugaron luego a las cartas. ¡Oh! Si empezáramos a hablar de todos nuestros recuerdos, podríamos llenar un libro entero, Johan. ¡Son tantas las alegrías y los dolores que hemos vivido juntos, y de los que no saben nada los demás! La gente rica, como los Nordkvist, por ejemplo, no pueden comprender estas cosas. ¿Qué puede haber de común entre Nordkvist y yo? En cambio, tú y yo hemos tenido nuestra juventud, y nuestros hijos, y nuestra pobreza, y nuestro trabajo. Los capitanes y sus mujeres estaban en el salón fumando y tomando café, mientras que a nosotros nos echaron fuera. Hubimos de instalarnos como pudimos sobre unos sacos de patatas, y dormimos entre animales y mercancías. ¿Crees que Nordkvist hubiera venido nunca a asomarse allí? No, no, Johan: entre Nordkvist y yo se extiende todo un mundo. ¿No lo comprendes aún?

Katrina empezó a llorar antes de haber concluido, y apenas pudo pronunciar sus últimas palabras. Johan la había escuchado en silencio; poco a poco la pena que le oprimía se fué desvaneciendo, y las lágrimas que empezaron a deslizarse por sus mejillas eran ya de felicidad y consuelo.

Se abrazaron uno a otro y rompieron a llorar como niños.

—Vamos adentro —susurró Katrina, secándose los ojos con una punta del delantal. Johan cogió la otra punta y se secó también el rostro, humedecido por el llanto.

La barraca estaba en la obscuridad. Encendieron una vela y se sentaron a la mesa, ante las gachas de cebada, tibias aún. Erik había ya cenado y se había ido a dormir. Katrina levantó la mesa, pero no lavó los platos. Se desnudaron los dos en silencio para no despertar al muchacho y se metieron bajo las sábanas. Les parecía que, en la fragua de su vida, habían sido soldados más estrechamente aún, como dos pedazos de metal fundidos en uno.

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