Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXIII

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—Pero, ¿crees que voy a dejarte ir sola a Storby a esas horas de la noche? ¡Qué poco conoces a tu Gustav!

—No tengo miedo. Además, tampoco sé si volveré a casa hoy.

El rostro de Gustav se ensombreció.

—¿De modo que esta noche no podré verte?

—No; esta noche no. Otra vez.

Gustav suspiró; sin embargo, sonrió sin rencor.

—¡Nada, has ganado tú! Pero cuando mañana abras la puerta de la tienda, te encontrarás a Gustav aguardando en la escalera.

Miró en torno con cautela, adelantó el cuerpo y dijo en un susurro:

—¿Me das un beso?

Ella le rechazó, y con una sonrisa vaga le dijo:

—¡Déjate de locuras!

Gustav, siempre sonriente, se levantó y se puso la gorra.

—Adiós, pues, ojos-negros. Mañana me tienes aquí. ¿Estás segura de que no irás a casa esta noche?

—Sí, sí, completamente segura. Vete ahora a ver a tu madre.

—¡

All right! Ah, ahora me acuerdo de que en el saco hay una cosa para ti. Mañana te la traeré.

—Ya te dije, Gustav, que no debías regalarme nada. No está bien.

—¡Cuentos! La primavera pasada no hablabas así. ¿A quién voy a traer algún regalo si no es a mi novia?

—No estamos prometidos… Entre nosotros no hay nada… No está bien.

—¿Prometidos, has dicho? —Avanzó otra vez el cuerpo por encima del mostrador y, con los ojos fulgurantes, dijo—: Espera a ver lo que te traigo en el saco… Es una cosa pequeñita, redonda y brillante.

—¿Estás loco? —exclamó Saga, con fingida alegría. Pero en sus ojos obscuros había una sombra de temor.

—Y todavía hay más. Espera y vas a ver.

—¡Gustav!…

—¿Eh?

—¡Prométeme una cosa!

—Lo que tú quieras. ¿Qué?

—Que no me traerás nada mañana cuando vengas.

—¿Y por qué no? Por qué…

—Me lo has prometido, Gustav.

—¡

All right! Te has salido con la tuya. ¡Adiós!

Se echó el saco al hombro y se marchó a Klinten, saludando al alejarse con la cabeza y con la mano a la muchacha.

—¿Has visto a Saga? —preguntó Katrina, mientras Gustav se sentaba a la mesa para tomar el café.

—¡Naturalmente! —dijo Gustav, sonriendo—. ¿Iba a pasar por delante de la tienda sin verla? ¡Qué chica, Saga! ¡No hay otra como ella en todo Åland!

Katrina sonrió con pesar.

—¡Cómo te pareces en eso a tu padre! Decía lo mismo en casos así… ¿Y os habéis hablado?

—¿Te parece que íbamos a estar mirándonos y nada más? Y, a propósito: ¿sabes, mamá, que Saga es una chica muy buena y muy lista, y que tiene mucha maña para todo?

—Yo creo que se da más maña de lo que convendría… a veces. En algunas cosas me parece que se pasa de lista.

—¡Cuidado con lo que dices, mamá! No hables mal de mi novia sin motivo… Bueno; ahora me voy al banco: este verano he ahorrado un pico…

—Así me gusta. ¿Vas a verte con Saga esta noche? —preguntó Katrina.

—No. Va a coser a casa de Seffer y se queda allí hasta tarde.

—¿A coser a casa de Seffer? Me extraña.

—Así me lo ha dicho ella. ¡Qué buena es, mamá! Ha querido que pasase esta noche contigo.

—¡Ah…! ¿Será por eso? ¡Sí que es buena esa chica…! —dijo Katrina. Pero Gustav no advirtió la ironía de estas palabras.

Día tras día, Saga sabía hallar un pretexto para evitar que Gustav la acompañase a la salida del trabajo. El muchacho estaba impaciente y no comprendía aquel proceder ni cuál era el motivo de tantos pretextos. Pero el hecho de que le hubiese suplantado el capitán Malm no había llegado aún a sus oídos. A Katrina la situación en que su hijo se encontraba le hacía sufrir lo indecible, y no sabía si descubrírselo o no. Esperaba que se lo confesase la propia Saga; pero, a lo que parecía, ésta aplazaba la explicación.

Un día Gustav llegó a su casa con aire abatido. Estuvo mucho rato callado, con la cabeza baja. Katrina supuso que debían de haberle contado algo.

—En este maldito islote siempre ocurre igual; la gente sólo se divierte murmurando e inventando chismes —dijo él finalmente.

—Me parece muy natural —repuso Katrina.

—¿Natural? ¿Es que te han dicho alguna cosa? —Gustav levantó bruscamente la cabeza.

—Sí; algo me han dicho —repuso serenamente Katrina.

—¿Y por qué no me lo decías en seguida? —exclamó Gustav con viveza.

—Pensé decírtelo y pensé no decírtelo. Esperaba que la misma Saga te daría explicaciones en cuanto llegases.

—¿La misma Saga? ¿Entonces, tú crees todo lo que se dice?

—Hay algo de verdad en eso, Gustav. Pero siempre tuve la esperanza de que a tu regreso cambiaría de proceder.

Gustav se levantó, dió un puñetazo en la mesa y gritó, exasperado:

—¡Todo es una cochina mentira! ¡Te lo digo yo! ¡Chismes de comadres que se reúnen a tomar café! Me voy ahora mismo a la tienda a ver qué me dice Saga. ¡Y va podéis prepararos tú y todas esas viejas chismosas!

Y salió, hecho un huracán, hacia la aldea.

«¡Quiera Dios que no cometa una atrocidad!», se dijo Katrina.

Gustav se presentó en la tienda. Había en ella mucha gente, y en un banco estaba sentado el capitán Malm. Gustav se retiró a un ángulo junto al mostrador y empezó a tamborilear nervioso con los dedos en la obscura tabla. Sus ojos iban inquietos de la muchacha, que despachaba detrás del mostrador, al canoso sujeto que estaba sentado en el banco. El capitán mantenía una animada conversación con algunos de los clientes. De pronto, Malm dijo a la muchacha, en un tono que denotaba una evidente familiaridad:

—Ojos-negros, ¿no nos ofreces cigarrillos hoy?

Y, sin esperar respuesta, se levantó y se dirigió al estante donde estaban los cigarrillos. Tomó un paquete y, al volverse, alargó con presteza la mano y rozó suavemente la mejilla de la muchacha, como para hacer ostentación de sus derechos. Con el rostro rebosante de satisfacción y con aparente indiferencia, se acercó a los clientes y les fué ofreciendo a todos cigarrillos.

Gustav salió corriendo. Anduvo como un loco en medio de los torbellinos de nieve, hasta que recobró el dominio de sí mismo a mitad del camino de Storby, adonde la fuerza de la costumbre le había llevado. Allí se volvió y desanduvo el camino, con los puños cerrados metidos en los bolsillos y apretando los dientes.

—¡Maldita! ¡Maldita! —exclamaba, sin saber lo que se decía—. ¿Será posible? —murmuraba entre dientes mientras pisoteaba la nieve que cubría el camino. Había obscurecido, y la nieve caía a copos grandes y lentos, espesa como una manta de lana. De pronto, no muy lejos de él, el joven vislumbró dos figuras. Se echó a un lado del camino y dejó que pasaran. Eran Saga y Malm. Él ceñía con el brazo el cuerpo de la muchacha para sostenerla en el camino, resbaladizo a causa de la nieve. Gustav los siguió; andaba como ciego. Le rechinaban los dientes y apretaba los puños.

—¡Maldito hipócrita, con sus patas torcidas! —murmuró.

Lo que más encendía su cólera era ver cómo aquel vejestorio rodeaba con su brazo el talle de la muchacha. ¡Y él que nunca se había atrevido a tocarla!

Paso a paso, la pareja avanzaba por la nieve mullida y grisácea, sin sospechar que alguien les seguía. Hablaban muy poco, y con voz tan apagada que era imposible oír una palabra de su conversación. Gustav, apretando los puños, les seguía con paso silencioso, como un indio persiguiendo a un enemigo. Pasaron ante la iglesia, cruzaron frente a la casa rectoral y la escuela. Allí, el camino se dividía en tres, hacia Storby, Österby y Langnäs. Saga y Malm tomaron el camino de Storby; Gustav continuó siguiéndoles. Luego, de pronto, se volvió y comenzó a andar con paso rápido en dirección opuesta, sin saber por qué. Pero algo debía de haber que le obligaba a volverse y le impedía seguir otro camino. Anduvo y anduvo, cegado por la nieve que le azotaba el rostro, mientras sus pensamientos y su mente giraban de nuevo en torbellino. Por fin llegó a la plaza de la aldea. Una figura iba a su encuentro. Era Katrina. Llevaba la cabeza desnuda, y un sencillo chal le cubría apenas los hombros.

—¡Gustav! —gritó anhelante.

Sin responder, el muchacho prosiguió al mismo paso cuesta arriba, hacia la parte alta de la aldea. Katrina llegó tras él jadeante, levantó el asiento del sofá y preparó las camas. Se detuvo un momento con las sábanas en el brazo y miró a su hijo, que se estaba quitando los zapatos.

—Presentí que iba a suceder algo. ¡Pero he rezado a Dios con tanto fervor!… ¡Creí volverme loca! —dijo con voz tranquila.

Gustav no replicó. Se acostó y se cubrió la cabeza con las sábanas. Katrina apagó la luz y se tendió en el otro lecho.

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