Katrina

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KATRINA » Capítulo III

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AL día siguiente Katrina bajó a la hermosa casa gris y se presentó para el trabajo. El capitán en persona salió a su encuentro a la verja y le dijo casi gritando:

—Buenos días, Katrina. Anda, date prisa. Entra a desayunarte, que nos vamos en seguida al campo.

Katrina entró en la cocina y buscó un lugar entre los trabajadores. Pero el desayuno tocaba a su fin, y Nordkvist, desde la escalera, gritaba ya por la puerta abierta:

—¡Vamos, ánimo, muchachos, que el sol ya está muy alto!

Katrina apenas había tenido tiempo de comer un par de bocados, cuando tuvo que levantarse, subirse a la cabeza el pañuelo que llevaba caído en torno al cuello y correr tras de los demás.

Así empezó para ella el primer día de la larga serie de jornadas de trabajo que habían de seguir. El sol ardiente daba de lleno en las inclinadas espaldas de los trabajadores. Los cardos y las ortigas les pinchaban las manos. Pero, al llegar la noche, los nabos habían sido arrancados y escogidos, de manera que las plantas que quedaban en pie formaban hermosas líneas rectas entre los surcos de la tierra removida. La vista que ahora ofrecía el campo alegraba el corazón de los trabajadores.

Otra vez volvieron a congregarse en la espaciosa cocina de la casa para la cena: patatas frías con pescado y sopa de cebada con leche desnatada. Presidía el ágape la sobrina del capitán, ya que Nordkvist era viudo. Katrina tenía ahora tiempo de observar lo que había a su alrededor, y se dedicó a ello con gran interés. Había allí cosas de las que Johan hubiera podido con razón envanecerse: el suelo estaba cubierto con una estera de corcho, las paredes eran altas y de tonos claros, y la enorme estufa tenía llana la parte superior para poder poner las cacerolas, y un depósito de cobre para el agua caliente.

Una rápida ojeada a la pieza contigua, donde estaba instalado el comedor, reveló a Katrina esplendores que nunca hubiera ni soñado. Ni Johan, con toda su pomposa oratoria, hubiese logrado describir aquella sala ornamentada con objetos procedentes de todos los rincones del mundo. La familia se hallaba congregada en torno a una gran mesa colocada en el centro de la vasta estancia, y el propio capitán, como soberano indiscutible, estaba sentado en el lugar preferente de la mesa. De vez en cuando el eco de su risa alborozada llegaba hasta la cocina.

Al terminar la cena, Nordkvist salió del comedor con el aire satisfecho del que acaba de comer bien:

—¿Cómo están los campos de nabos, muchachos? ¿Habéis terminado?

—Si —contestó uno de ellos.

—Estoy muy contento de haberlos dejado listos antes de la siega del heno… Oye, Katrina, ¿tienes leche en casa?

—No —contestó Katrina humildemente.

El capitán se volvió a una de las sirvientas.

—Oye. Zilda: dale a Katrina un jarro de leche desnatada antes de que se vaya.

«A fe mía que es ésta una amable atención», se dijo Katrina; y con expresión de gratitud tomó el jarro de la leche. «Quizá me pague ahora el jornal», pensó; pero viendo que nadie parecía preocuparse de ello y que todos se disponían a marcharse, les siguió.

Recorrió el camino hacia la parte alta de la aldea en compañía de una mujer con la cual había trabado amistad en el campo. Esta mujer se llamaba Beda Andersson, y era la madre del enjambre de chiquillos que Katrina había podido ver en la barraca vecina. Su marido, según ella contó, trabajaba como mozo de labranza en casa de Svensson.

—¿Cómo pagan aquí: a diario, o lo dan todo de una vez cuando ha terminado el trabajo? Yo preferiría que se me pagase a diario.

—¡Qué más quisiera también yo! —exclamó la otra lanzando una mirada desdeñosa al jarro de la leche—. Lo que es por hoy ya tienes lo que te toca.

—¿Quieres decir que esta leche es el pago de mi trabajo?

—Y date por satisfecha si no es el de hoy y el de algún día más. En cuanto a pagos, puedes creer que nunca salen perdiendo: cosas que un día u otro se echarían a perder, leche desnatada a punto de agriarse y que deberían tirar.

El rostro de la mujer tenía una expresión amarga; las penalidades habían trazado dos profundos surcos a uno y otro lado de su boca. Era flaca y huesuda como un esqueleto. Al llegar arriba, Katrina le dió las buenas noches y se fué, sola y con el ánimo lleno de tristes presagios, hacia su mísera barraca.

 

Durante toda la siega del heno, Katrina trabajó para Nordkvist. Al verla alta y robusta se la destinó a trabajar con los hombres, manejando la guadaña, mientras las demás mujeres iban con el rastrillo amontonando el heno por el campo. No es que la acobardasen las labores propias de los hombres, pues las había cumplido ya en su casa; pero ahora notaba la diferencia que existía entre trabajar en libertad, junto a los suyos y en tierras propias, y hacerlo obligada a ello bajo la mirada vigilante de un superior. Desde que empezaban a blandir las guadañas hasta las ocho, hora en que estaba listo el

paltbröd, para la colación, parecía ya larga la jornada. Tras un par de horas de descanso se procedía a rastrillar el heno, a hacinarlo y a cargarlo en las carretas, hasta que declinaba el día; entonces llegaba el momento de volver a empuñar las guadañas. Cuando, por la noche, después de una jornada así, las flechas del reloj señalaban las nueve o las diez, resultaba un verdadero placer extender los fatigados miembros en la cama y descansar las pocas horas que quedaban para volver a empezar las duras labores del día siguiente.

Katrina hubiera preferido que se le pagase en dinero, para poder disponer de él como quisiera. A veces se detenía ante los escaparates de la tienda de Nordkvist y disfrutaba contemplando la variedad de tazas y platillos, de vasijas y sartenes, o el hermoso surtido de finas telas expuestas sobre el mostrador para que pudiera escoger alguna rica campesina o una

kaptenska[4]. ¡Cuánto deseaba ella poder comprar alguna de aquellas cosas para embellecer un poco su pobre casita y hacer más agradable su estancia en ella! Pero las pocas monedas que llegaban a sus manos apenas alcanzaban para adquirir una pequeña cantidad de azúcar y algunos granos de café que mezclaba con achicoria. Pero tiempo le bastó para comprender la verdad de las palabras de Beda: «Pagan con cosas que un día u otro deberían tirar.»

El día en que la recogida del heno se veía interrumpida por la lluvia, como también los domingos, Katrina no salía de casa; aquellos días, difícilmente le bastaba el alimento. Ella rebosaba de fuerza y salud, y la fatiga del trabajo le despertaba un apetito feroz. Pero la leche desnatada, el pan mal amasado y las patatas medio podridas no constituían un alimento reparador.

Katrina empezó a sentir la soledad y a sufrir de nostalgia. Había sido siempre de carácter sociable, de temperamento alegre; pero notaba aquí que todas las tentativas que hacía para intimar con alguien eran acogidas con una frialdad que la intimidada y que la incitaba a recluirse en sí misma.

Las mujeres jóvenes que iban mejor vestidas que ella, la acogían con frío desdén. Eran

kaptenskor[5], y se consideraban muy por encima de ella en posición social y en dignidad. El simple hecho de haberlas de nombrar con aquel pomposo título en sus conversaciones, le producía ya a Katrina una impresión desagradable. Ella no había estado acostumbrada al uso de tales títulos en su tierra natal. Para las mujeres de más edad, ella no era más que una trabajadora que por toda fortuna sólo poseía su pobre barraca; una forastera que, como era fácil adivinar, se habría visto obligada a casarse. Con ojos aviesos observaban el cuerpo robusto de Katrina: evidentemente no tardaría mucho en saltar a la vista lo que era de sospechar. Además no había quien no viera en ella a la mujer de aquel infeliz, inútil y fanfarrón de Johan. Este hecho la había condenado antes ya de que ella hubiese tenido ocasión de demostrar lo que valía. Una muchacha que se había casado con Johan tenía que ser, naturalmente, de la misma pasta.

Hasta las propias muchachas que trabajaban con ella la miraban de arriba abajo y hacían burla de su lenguaje de Österbotten. Le asustaba ya abrir la boca y hablar aquel dulce y querido dialecto de su infancia. Hacía todos los esfuerzos posibles para hablar como los demás, pero le resultaba muy difícil. Aquella gente mezclaba tantos giros locales en su hablar, tantos «decía él» «decía ella», que la tenían azorada.

Un día en que estaba comiendo en la cocina de la casa de Nordkvist, oyó que el capitán hablaba de Johan en la habitación contigua. Tenía de visita a unos señores de la ciudad y se esforzaba en hacerles pasar agradablemente el tiempo. Con su voz ruidosa, que se oía perfectamente de la cocina, contaba cómo Johan ponía por las nubes a su mujer y a la casa de donde procedía. Con gran lujo de expresiones fuertes, el capitán hablaba a sus huéspedes de la prosperidad de aquella hacienda, de la cantidad de ganado y de caballos que tenían allí. Mientras hablaba reía a más no poder, y divertía tanto a sus oyentes que también éstos se retorcían de risa. Todos ellos conocían a Johan. Cuanto más ponderara él el hogar de Katrina, tanto más miserable había de ser; sobre esto no cabía ninguna duda. Los trabajadores que estaban en torno a la mesa eran todo oídos y no perdían palabra de lo que se decía. Uno de los hombres, olvidando la presencia de Katrina o no haciendo caso de ella, exclamó:

—No creo que haya en toda la tierra hombre más embustero que Johan. ¡Que me ahorquen si ha dicho una sola verdad en su vida!

Katrina estaba rígida, con las mejillas blancas y los labios apretados. ¡Ah, qué odiosa le era aquella gente grosera y sin corazón, aquellos ridículos ricachones con aire de personajes y presuntuosos títulos de capitán! Pero ¿de qué iba a servirle levantar la voz? «Que se rían, que se rían de las palabras de Johan; pero en las mías no encontrarán motivo de risa», pensaba ella; y, apretando los dientes, guardaba silencio.

Con el tiempo consiguió aparentar una calma que a ella misma la sorprendía. No intentaba siquiera explicar cuál era la casa de sus padres. Nunca habrían de saber aquellos aldeanos que ella había venido a su isla con el alma henchida de orgullosas esperanzas, deslumbrada por la fatua locuacidad de aquel Johan más pobre que una rata. ¡Que siguieran con sus cábalas y sus suposiciones sobre quién era ella y por qué se había unido con él! Sobradamente comprendía el sentido de las insinuantes miradas de las mujeres; pero con una sonrisa de amarga ironía se decía entre sí: «¡Qué lástima que no pueda satisfaceros en lo que esperáis con tanto afán!»

 

En la siega del grano, Katrina trabajó por cuenta de Svensson, y entonces hubo de pasar por momentos más duros aún. A menudo hubo de recordar las palabras de Johan: «El hombre más avaro de toda la aldea»; y tenía que convenir en que, por una vez al menos, había dicho la verdad. La mujer del capitán, menuda, flaca y con una nariz de lechuza, no le iba a la zaga a su marido en cuanto a avaricia. Mientras él rondaba por el campo vociferando porque los segadores dejaban el rastrojo demasiado largo o habían olvidado alguna espiga, ella rondaba por la casa para asegurarse de que la manteca, el azúcar y los huevos estaban seguros bajo llave. Con sus manos de ave de rapiña cortaba rebanadas de pan delgadas como hojas de papel y contaba los terrones de azúcar; la manteca la extendía en un plato de cristal, y la batía fuertemente con una espátula estriada, de modo que quedase espesa y hermosa; lo que ocurría era que luego, cuando los trabajadores plantaban en ella el cuchillo, se deshinchaba como un globo pinchado por un alfiler.

Por la cara que ponían los hombres al levantarse de la mesa, Katrina comprendía que se marchaban con el estómago a medio llenar; tampoco ella se iba con el hambre del todo satisfecha. Esto, al menos, le parecía que debía haber establecido lazos de unión entre ella y los demás trabajadores. Pero no era así. Cuando al terminar el trabajo intentaba sumarse a los alegres grupos que formaban mozos y mozas —hacia los que se sentía atraída porque también ella era joven— advertía que se la consideraba como a una extraña y que se apartaban de ella.

Hubiera podido tener una amiga: Beda Andersson, su vecina, que tantas veces la acompañaba en el camino que llevaba de la rica aldea a las pobres barracas situadas en lo alto de la colina. Pero por más que Katrina pudo, ya al poco tiempo, comprobar y comprender todas las amarguras y penalidades de su compañera, no se decidía a confiarle sus sentimientos. Aquella tristeza y aquel infinito desconsuelo en que vivía, atemorizaban su animoso espíritu juvenil. Ella se sentía todavía extraña entre aquel nebuloso mundo nuevo; pero, aun así, su espíritu marchaba espontáneamente al encuentro de la parte más alegre y luminosa de la vida. Trataba a su vecina con la mayor simpatía y cordialidad, pero al propio tiempo se mostraba con ella cauta y reservada.

Por eso Katrina se encontraba siempre sola: no sólo entre las paredes de su casita sino también cuando estaba entre los demás.

Katrina acabó por temer y odiar a aquel menudo Svensson, rechoncho y de voz plañidera, casi tanto como a Nordkvist, frío y rudo, con sus burlonas carcajadas. Svensson, cuando no chillaba o maldecía por los despilfarros de sus trabajadores, se aproximaba al equipo de las mujeres, a las que parecía devorar con sus ojos ávidos. A veces se permitía dar una palmadita al hombro de alguna de ellas o hacer una caricia al brazo desnudo de otra. Katrina le miraba siempre con ojos de espanto y confusión. Ella era todavía una mujer joven y sin experiencia y desconocía muchos de los aspectos obscuros de la vida.

Al quedar concluida la trilla del centeno y cuando se iba a proceder al pago a razón de cierta medida de grano por día de trabajo. Katrina se enteró por otros, y pudo confirmarlo por sus propios ojos, de las infinitas astucias de que se valía Svensson para escamotear un pellizco de grano de cada medida. Cuando, con su saquito de centeno colocado sobre su hombro dolorido, emprendió el camino de su casa, notó que un sentimiento de amargura iba invadiendo su espíritu. Mientras tanto, Svensson, de pie junto a una carreta cargada, vigilaba, con una sonrisita satisfecha, a los trabajadores que descargaban los pesados sacos y los trasladaban al granero.

Una vez almacenado el centeno, vino la recogida de la avena y del trigo. ¡El trigo, aquel dorado presente del sol y de la tierra a los hombres, de que tanto le habla hablado Johan! Katrina experimentaba una especie de temor sagrado cada vez que su hoz se hundía en la espesura de dorados tallos. Y mientras, solitaria y absorta, iba avanzando por el campo, su mente no cesaba de forjar planes y más planes. El trigo era más caro que el centeno. Y aunque no fuera mucho, no dejaría de tocarle un saquito de toda aquella bendición que ella ayudaba a segar y a recoger. Pediría a Eriksson o a Seffer que se lo molieran cuando ellos molieran el suyo. Y luego, con la harina de su propio trigo, se amasaría pan fresco y sabroso. Ya le parecía aspirar el rico aroma que despediría al salir del horno. Verdad era que su horno estaba casi inservible: ¡pero ella ya se las compondría!

Resultó, sin embargo, que al llegar el día de la paga, se vió que Svensson había cambiado de sistema. En vez de pagar a su gente en especie, lo hizo esta vez en dinero contante y sonante. Aunque antes Katrina había deseado cobrar en dinero, ahora sentía una decepción. Al ir a emprender el camino de su casa, se detuvo indecisa ante la verja de Svensson. Quedóse pensativa mientras removía las monedas con los dedos. ¿Por qué no? Ahora tenía dinero. Svensson le vendería sin duda trigo. ¡Compraría trigo! Tomada esta resolución, dió la vuelta y deshizo lo andado resuelta y alegremente. En el

förstuga encontró al que buscaba.

—Capitán Svensson —dijo con desenvoltura—: quisiera comprar un poco de trigo.

El hombre se quedó mirándola como si viera un fantasma.

—¡Trigo! ¡Señor, adónde hemos llegado! ¿Es que en estos tiempos el centeno no es ya bueno para esos palurdos? ¡Santo Dios! ¿Cuándo se ha oído desvergüenza semejante?

La

kaptenska había metido su afilada nariz en el

förstuga y soltó su rápida y acerada lengua:

—¡Ésta sí que es buena! ¡A lo que parece, no hay nada bastante exquisito ni para los que viven en las rocas! ¡Ayúdales, dales leche, dales patatas, y cuando se te ven con cuatro ochavos en la bolsa, se les suben los humos a la cabeza y ya te los tienes ahí pretendiendo comprar trigo!

Katrina se estaba allí sin moverse, como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría. Nunca hubiese podido imaginar que su propósito había de merecer semejante acogida; al fin y al cabo su intención había sido comprar un poco de trigo con un dinero que había ganado honradamente al precio de ásperas fatigas. Sin contestar palabra, volvió la espalda y se marchó.

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