Katrina

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KATRINA » Capítulo VI

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DESDE la trilla hasta la cosecha de las patatas, Katrina siguió trabajando para diversos propietarios. Los capitanes Nordkvist y Svensson, los dos propietarios más importantes de la isla, parecían disfrutar de un derecho especial para el usufructo de las fuerzas de Katrina así como de las de Beda. Y en cuanto uno de los dos solicitaba los servicios de cualquiera de ellas, los demás propietarios cedían humildemente aunque la hubiesen contratado con anterioridad. Entre Nordkvist y Svensson no existía otra prioridad que la del que llegaba primero.

También trabajó Katrina para otro capitán propietario, Larsson, en la tarea de cortar las cañas que crecían al borde de un pequeño pantano situado en el centro de la isla. Los propietarios de los terrenos adyacentes tenían derecho sobre las cañas, de las cuales se servían ya para recubrir los tejados de los establos, ya como forraje para los animales. Aquellas cañas crecían lozanas y espesas, más altas que un hombre, en una amplia faja que se extendía entre la tierra firme y el agua. Como el terreno era sumamente cenagoso, adentrarse por él resultaba en extremo aventurado. Katrina tenía demasiado orgullo para manifestar su temor; pero todo el primer día que dedicó a este trabajo, nuevo para ella, se sintió nerviosa e indecisa. Con el hocino de corto mango en la mano, los trabajadores, desde tierra firme, iban avanzando y cortando, fila tras fila, por el verde y espeso cañaveral, hasta que veían el agua azul a sus pies. Allí se detenían y recobraban aliento mientras contemplaban la vasta extensión de cañas que flotaban a sus espaldas. Antes de empezar el trabajo de nuevo, trasladaban a tierra los haces de cañas desde el lugar donde habían sido cortadas.

Jadeando y salpicando agua a su alrededor, hundían de nuevo los pies en el limo, arrastrando tras sí las largas y pesadas cañas. Avanzaban sucios de agua y lodo hasta la cintura. A las mujeres, las burdas y empapadas faldas se les pegaban a las piernas. Algunas se habían puesto pantalones de hombre. Los que tenían la suerte de poseer un par de botas, caminaban sin mojarse; pero en cambio sufrían lo indecible para levantar los pies cuando se les habían hundido en el cieno. A Katrina, cada vez que daba un paso en falso y sentía que el terreno cedía bajo sus pies, la cabeza le daba vueltas. No tenía ella la destreza de los demás, muchos de los cuales estaban ya acostumbrados a aquel trabajo desde la infancia y sabían afirmar los pies sobre puntos seguros. Una vez alcanzada la orilla, cada uno de ellos dejaba sus cañas sobre la hierba; y entonces, Lydia, la hija de Beda, que tenía quince años, las liaba en pequeños haces.

Larsson se llegó hasta allí para ver cómo iba el trabajo. Era un hombre de mediana edad, de barba cerrada y con un rostro sano y colorado de hombre de mar. Firmemente plantado en tierra con sus altas botas, gritaba a la gente que se movía en el pantano:

—¿Es eso todo lo que habéis hecho? ¡Hay que darle duro, muchachos! Nunca habíamos tardado más de dos días en abatir este cañaveral.

Uno de los trabajadores contestó gritando:

—¡Es que este año las cañas han crecido como demonios!

—Bueno, bueno, como decía Boman. Más cañas, más cañas. Las mujeres están ya esperando las puntas para rellenar los colchones. Además, cuanto más espesas crecen, mejor se cortan. Katrina, no te olvides de cortar aquéllas tan hermosas que se ven allí.

Katrina se volvió e hizo un nuevo esfuerzo para alcanzar algunos tallos que se levantaban en la cima de un montículo y que, al impulso del viento, se cimbreaban hasta besar el agua; pero al notar que la tierra volvía a ceder bajo sus pies, retrocedió asustada. Sudando, acalorada por el esfuerzo que tenía que hacer para vencer el miedo que se apoderaba de ella, se abrió paso con dificultad a través del agua cenagosa que le llegaba a los sobacos. Larsson le gritaba gesticulando:

—¡Sigue adelante, Katrina, sigue adelante! ¡No temas! ¡No te ahogarás porque el terreno ceda un poco!…

—¡Pero si… si es imposible!

—Ve tú, Augusto. Katrina tiene miedo. —Y se puso a reír con desprecio.

El mozo avanzó a grandes pasos y alargó el hocino para cortar las ondulantes cañas; pero, de pronto, perdió pie y retrocedió a gatas presurosamente.

—¡Diablo! No hay fondo aquí.

Larsson se volvió a la niña, que estaba en la orilla.

—Ve tú…, tú eres pequeña. A ver si me cortas aquellas cañas.

Pero Beda se rebeló:

—¡Lydia! ¡No te muevas de la orilla! —gritó—. ¡Por el amor de Dios, Larsson! ¿No tienen acaso bastante pienso tus vacas para que te hagan falta esos hierbajos?

—No quiero que se queden allí; estropean la vista.

—¡Estropean la vista! ¿Habéis oído? —dijo uno con sorna.

Y Augusto añadió, gritando:

—¡Pues si tanto te gustan las buenas vistas, entra tú ahí y te cortas tú mismo esas malditas cañas!

—¡Anda! ¡Ve tú! ¡Con tus botas nada tienes que temer! —añadió Beda.

Larsson se marchó a escape, pálido de ira. Nunca le había ocurrido cosa igual. ¡Verse maltratado de aquel modo por tristes trabajadores y mujerzuelas, y soportar que le tratasen de tú! ¡A él, un capitán y propietario de los más opulentos!

Katrina siguió trabajando todo el día taciturna y silenciosa. Aquel esfuerzo no podía ahora sentarle bien. De vez en cuando sorprendía a Beda mirándola con ojos escrutadores. Luego, cuando las dos mujeres se encontraron en la orilla llevando sendos haces de cañas, Beda, con la autoridad que le conferían los años, dijo a Katrina:

 

—Ahora tú te quedas en tierra, y Lydia ocupará tu lugar.

Katrina, sorprendida, se ruborizó; sintió, sin embargo, profunda gratitud hacia aquella mujer; por lo demás, la chiquilla se mostró muy contenta con el cambio. Pero Augusto refunfuñó:

—¿Qué es eso de que las mujeres más altas y robustas hayan de quedarse en tierra atando haces?

—¡Tú calla el pico! Y no te metas en lo que no te importa… —le dijo Beda en tono de cariñoso reproche.

Por la noche, cuando las dos mujeres subían fatigosamente la cuesta que conducía a sus barracas de la colina, Beda dijo a su compañera.

—Parece que estás esperando un bebé, ¿verdad, Katrina?

—Así es.

—¡Ay, Santo Dios! —suspiró Beda para sí, como si recordara aquel trance de su propia juventud; y acto seguido añadió—: No es ninguna pena tener hijos cuando puede una darles de comer; pero cuando la casa se te llena de chiquillos hambrientos, se le encoge a una el corazón.

—Lo creo, lo creo —dijo Katrina.

—Y ¿para cuándo lo esperas?

—Para abril —repuso Katrina ruborizándose.

—Por lo menos tendrás la satisfacción de tener a tu marido en tierra para entonces.

Katrina la miró con ojos interrogativos:

—Hasta que vuelva a embarcarse en verano.

—Ah, sí; claro…

 

El otoño transcurría lento y sombrío. Hasta entonces los días habían sido claros y asoleados; pero con la época de las patatas llegaron los fríos y las lluvias, y a las siete de la tarde era ya noche obscura.

Katrina pasó días muy duros. Nordkvist y Svensson se la disputaban; ella trabajaba para los dos, y alguno que otro día iba también a los campos de otros propietarios. Comprendía que le hubiera sido conveniente quedarse en casa algunos días, o poder descansar cuando menos alguna mañana. A medida que la gestación adelantaba, iba ella sintiéndose más pesada, más incómoda, y se fatigaba con más facilidad. Pero se le echaba encima el invierno que, aquí, le ofrecía una perspectiva enteramente desconocida y constantemente amenazadora; lo mejor era hacer como las ardillas: almacenar algunas provisiones. La trilla le había proporcionado unos cuartillos de centeno; tenía también un octavo de barril de arenques salados que había comprado a un pescador. Ahora había traído unas cuantas patatas que constituían el pago de su trabajo en la recolección. Pero no tenía despensa en la cual poder guardar aquellos pobres alimentos tan fatigosamente ganados. Las patatas las depositó en una caja de madera que le habían dado en la tienda; era preciso guardarlas en casa a fin de que las heladas no las estropearan. Mucho más difícil era tener a buen recaudo la preciosa harina, expuesta siempre a la voracidad de las ratas. Tras mucho pensarlo, Katrina resolvió colgarla del techo con una cuerda. El barril de las sardinas lo colocó detrás de la puerta de entrada, en el obscuro

förstuga; los arenques eran excesivamente salados para el fino paladar de los ratones: allí, pues, los tendría a salvo.

Los días se iban acortando. Los vientos otoñales soplaban cada día con mayor ímpetu, agitando violentamente los árboles amarillentos, cuyas hojas caídas se arremolinaban errando de uno a otro lugar. Los campesinos abandonaban todos los trabajos que tenían entre manos y se apresuraban a acudir a los molinos de viento para moler el grano recogido. En lo alto de las rocas, las grandes aspas rojas o grises, giraban, ora lentas ora rápidas, con un áspero chirriar que resonaba siniestramente en los crepúsculos otoñales.

Y, súbitamente, la mayor parte de las mujeres de la isla se hallaron poseídas de una misma aflicción, de una misma inquietud: la salvación de los maridos y de los hijos que se hallaban en el mar. Nordkvist se veía agobiado de angustiosas preguntas: ¿tenía noticias de tal buque?, ¿sabía si llegaría pronto éste o aquel otro? Beda se mostraba también angustiada y a cada instante salía a mirar la veleta que giraba en la punta del asta de la bandera. Su hijo mayor estaba también en el mar, y ella sabía que por aquellos días su barco debía de encontrarse en algún punto del Báltico.

Katrina comprendía que su deber hubiera sido compartir aquella inquietud general; pero, muy a pesar suyo, sentía una absoluta indiferencia, como si nada de todo aquello le atañera. No sabía dónde estaba Johan ni cuándo volvería a casa; no lo sabía ni le importaba saberlo.

La recogida de nabos y legumbres había terminado ya; ahora el ganado pasaba las noches en los establos. Llegó la época de la matanza de las reses y algunos propietarios llamaron a Katrina para elaborar salchichones, morcillas, ristras de salchichas y poner en salazón carnes y grasas. Esto le recordaba la matanza otoñal en la casa paterna; y su pensamiento evocaba los grandes barreños de grasa y manteca de cerdo y las hileras de lonjas de carne seca que colgaban en la despensa invernal. Los preparativos que aquí se hacían para la estación fría no eran muy distintos de los de allí. La única diferencia para ella estribaba en que ahora todos sus trabajos eran para los demás. Y en su pobre hogar actual, ni por milagro aparecía uno solo de aquellos barreños repletos de alimentos con que hacer frente al invierno.

 

Ya entrado el otoño, cuando había nevado un par de veces, los propietarios se fueron a sus

holmar [6] para recoger las ovejas y llevarlas a los corrales. A Katrina la llamaron para que fuera con la gente de Svensson al

holme propiedad de éste.

El día era de los más fríos; ella se había puesto una pesada saya y una chaqueta corta traídos a Åland de su casa paterna. Estaba contenta de haber conservado por lo menos aquellas prendas de Österbotten. Partieron todos: Svensson y sus dos mozos Gustav y Peter, la pequeña Lisa y Katrina. Los dos hombres empuñaron los remos de la enorme barca, y Svensson, que a pesar de su grueso gabán y de su gorra de piel parecía helado, se sentó en el timón. Las mujeres iban sentadas en la popa arropándose cuanto podían con sus vestidos.

En cuanto llegaron al islote dejaron la barca en la playa y se pusieron acto seguido a buscar las ovejas.

El

holme era muy extenso; pertenecía, por partes iguales, a tres propietarios. La parte de Svensson, que se encontraba en el centro, estaba limitada al norte y al sur por sendas empalizadas, y al este y al oeste por las aguas del mar. Al borde de un bosquecillo, cerca de la empalizada, se veía un pequeño cercado.

—Bueno, procurad atrapar estas ovejas y meterlas en el cercado —ordenó Svensson.

Puestos a igual distancia uno de otro, avanzaron en fila hacia el interior del bosque. La llamada de Lisa resonaba dulce en el aire:

—¡Ovejitas, ovejitas, ovejitas! ¡Venid, venid!

Svensson se esforzaba también en levantar su voz atiplada para ayudar a reunir a los animales; pero le hacía jadear tanto arrastrar su cuerpo rechoncho y cubierto enteramente de pieles, arriba y abajo por aquellas rocas, que no le quedaba aliento para gritar. A veces resbalaba en una roca lisa o en una mata de hierba húmeda y se levantaba vomitando improperios. Gustav se ponía a reír estrepitosamente y gritaba sin el menor respeto:

—¡Anda, barrigón! ¡Mejor hubieras hecho quedándote en casa junto al fuego!

—¡Mira, mira! Allí están las ovejas —gritó de pronto Peter.

—¿Dónde?… ¿Dónde?

Y en seguida empezaron todos a correr y saltar impetuosamente por encima de las matas y por entre los árboles a fin de rodear al pequeño rebaño de las alarmadas ovejas semisalvajes y acosarlo hacia el cercado. Los tímidos animales estuvieron un momento observando a los intrusos y, de súbito, huyeron por los senderos que les eran familiares.

Lisa gritó:

—¡Cuidado! Han tomado el camino del cercado.

—¡Sí, ése es! —dijo Peter bajando la voz—. No espantarlas; no sea que se vuelvan atrás.

Se siguió acosándolas saltando por entre las matas y las piedras resbaladizas. Los perseguidores habían entrado todos en calor; Katrina, jadeante, se quitó el pañuelo de la cabeza y echó a correr con los rubios cabellos flotando al viento. Las ovejas brincaban ligeras por la maleza. Todo parecía ir a pedir de boca cuando, de pronto, el rebaño dió una vuelta en redondo y se precipitó hacia la empalizada en la parte norte, aquella cuya guardia había sido encomendada a Katrina.

—¡Katrina! ¡Katrina! ¡Por favor, no dejes que se escapen! —chilló Lisa.

Katrina corría como alocada entre charcos de agua y troncos caídos para cerrar el paso a las ovejas. Pareciéndole al fin haber logrado su objeto, empezó a bracear y a dar grandes gritos para asustar al rebaño. En efecto, las ovejas dieron media vuelta y ella respiró aliviada. Pero de nuevo volvieron a precipitarse hacia aquel lugar, y, como un alud siguieron todas adelante sin hacer caso del braceo y de los gritos de Katrina.

—¡Katrina! ¡Katrina! —le gritaban los otros a pleno pulmón mientras corrían en su ayuda.

Jadeante, con las mejillas encendidas y la frente bañada en sudor, corría ella desesperadamente para cerrar el paso a los veloces animales, cuando, de pronto, resbaló en una piedra cubierta de hielo y cayó cuan larga era, mientras el rebaño se deslizaba con la velocidad de un rayo a lo largo de la empalizada y desaparecía en el interior del bosque.

—¡Malhaya el diablo! —juró uno de los hombres.

—Asustadas como van, no va a ser posible encerrarlas —se lamentaba Lisa.

De la parte opuesta de un matorral llegó la vocecita de Svensson:

—¿Habéis encerrado ya a las ovejas?

—¡Ah! ¿Conque has sido tú quien las ha asustado? —estalló Peter—. ¡Y pensar que las teníamos ya casi en el bote!

—¿Qué?

—¡Qué! O sales de aquí pitando o tus ovejas se quedan en esta isla todo el invierno.

«Lo mejor será que vuelva a la barca», dijo para sí el capitán; y se marchó con inesperada rapidez. Estada asustado.

Katrina se levantó del suelo presa de espanto, y, vencida por el nerviosismo, rompió a llorar. Nunca le abandonaba el temor de que pudiera ocurrirle algo a su cuerpo, tan sensible ahora a causa de la nueva vida que germinaba en él. No era mujer para llorar por cualquier cosa; pero ahora, agobiada como estaba por la fatiga, los nervios la dominaban totalmente; sollozando como una chiquilla, se sentó en una piedra secándose las lágrimas con una de las puntas del pañuelo.

Las voces de los demás se iban perdiendo en la lejanía. Los árboles rumoreaban en torno suyo, y de más allá del bosque llegaba hasta ella el susurro del mar. Dos troncos abatidos por el viento crujían al rozar uno con otro; un pajarillo piaba en las ramas de un árbol. Una ardilla de un gris parduzco saltó al suelo no muy lejos de Katrina. Ella exhaló un profundo y plañidero suspiro. ¡Cuánta paz, cuánta quietud en el bosque! La suavidad del ambiente era como un bálsamo para su espíritu dolorido. ¡Ah, si hubiera podido permanecer allí sentada sobre aquellas rocas y no tener que volver nunca más entre los hombres!… ¡Permanecer allí, sin pensar, sin sentir… y dejar que el musgo la fuera cubriendo como había cubierto las piedras que veía en torno suyo!… Pero no, ella no había vivido todavía su vida. Había de seguir adelante, y había de seguir luchando y combatiendo.

Alisó el pañuelo y se lo anudó a la cabeza. Luego se levantó y, guiándose por el débil eco de las voces de sus compañeros, que le llegaban desde el interior del islote, volvió al trabajo.

Finalmente se logró reunir a las ovejas en el cercado y se cerró a toda prisa la puerta del redil. Svensson se llegó pasito a paso desde la barca y se puso a contar las cabezas del inquieto rebaño. Katrina y Lisa les ataban las patas con tiras de tela para evitar que se escapasen, y los hombres las iban trasladando a la barca, en donde las dejaban apretadas una junto a otra.

Durante el regreso llovió y se dejó sentir un frío intenso. Los hombres manejaban los remos; las mujeres no apartaban los ojos de las agitadas ovejas, que a cada instante brincaban intentando enderezarse sobre sus patas atadas. El estar sentados inmóviles después del agitado ejercicio en el

holme, hacía que el frío les penetrara hasta los huesos. Soplaba un viento fuerte, levantando salpicaduras que regaban continuamente el bote. Llegaron a Batviken siendo ya noche cerrada; el frío se había hecho casi insoportable. La carreta estaba ya esperando, y las mujeres, con las faldas mojadas, que se habían helado y crujían ahora en torno a sus piernas, iban y venían trasladando a ella las ovejas desde la barca. Tiritando y castañeteándoles los dientes, siguieron la carreta a pie hasta la aldea.

—Katrina —dijo Lisa—, ahora debes procurar entrar en calor, porque has pasado un mal día. Sécate la ropa y toma algo caliente.

—Sí —murmuró Katrina. Y luego se dijo entre sí: «¡Caliente! ¿Qué voy a calentar yo si no tengo con qué encender fuego? Antes tendría que subir al bosque y recoger algunas ramas.»

Cuando iba a doblar el camino que conducía a la parte alta de la aldea, Svensson, desde dentro, le gritó:

—Buenas noches, Katrina: vuelve mañana para ayudarme a trasquilar las ovejas. Te daré lana en pago.

—Buenas noches —dijo Katrina.

Al llegar a casa tomó unos sorbos de leche fría y comió un pedazo de pan seco con un arenque salado. Temblando de frío, se metió bajo las sábanas después de haberse cubierto con toda la ropa que pudo encontrar. Hacia la madrugada se sumió en un sueño intranquilo.

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