Katrina

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KATRINA » Capítulo X

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ENTRE la fiesta de Todos los Santos y Navidad llamaron a Katrina a Ekön para majar y peinar el cáñamo. Las heladas se habían presentado insólitamente prematuras, y ella había podido atravesar a pie el

fjord de Torsö, llevándose consigo al niño.

El viejo Ekvall había muerto y el hijo primogénito estaba ahora al frente de la propiedad. Los hermanos menores habían obtenido colocaciones importantes en distintas localidades de Finlandia. La anciana madre regentaba la casa, porque el hijo mayor seguía soltero.

Las mujeres, al borde de la balsa, majaban el cáñamo. Aquel trabajo hacía entrar en calor los brazos y la parte superior del cuerpo; pero las piernas y los pies, inmóviles y expuestos al frío invernal, quedaban como hundidos en el hielo. La anciana madre que, según se decía, estaba muy delicada, permanecía encerrada en sus habitaciones. Pero el nuevo patrón, mozo flacucho y de escasas fuerzas, iba y venía sin cesar vigilando el trabajo. Katrina le miraba a hurtadillas. Todos sus gestos parecían confirmarle las voces que habían llegado a sus oídos, según las cuales aquel mozo era hermano de sangre de Johan. Se le hubiera podido tomar por hermano carnal. Lo único que les distinguía era que éste era todo un señor que vivía en la opulencia y Johan un pobre diablo.

Katrina estuvo en Ekön tres semanas. La última tarde, mientras se preparaba para el regreso, una de las sirvientas fué a decirle que la

kaptenska tenía deseos de verla a ella y a su hijo antes de su marcha. Katrina cogió al niño de la mano y entró en la magnífica y confortable habitación de la anciana señora.

—Buenas tardes —dijo Katrina saludando desde la puerta.

La dueña, vestida con una holgada bata de reluciente seda, estaba sentada en un diván al otro extremo de la estancia. Era una mujer corpulenta, y su enorme pecho se levantaba como un fuelle a cada respiración. Su rostro tenía una expresión triste y abatida. Hizo seña a la joven madre de que se acercara.

—Ven aquí; muéstrame el chiquillo —le dijo.

Aquel pequeño esfuerzo bastó para excitarle el asma y tuvo que apretarse el corazón con la mano. Cuando se hubo recobrado atrajo al niño hacia sí y le observó atentamente.

—¡Ah! ¿Conque éste es el hijo de Johan? Parece robusto. ¿Cómo se llama?

—Einar —contestó Katrina.

La señora hizo sonar una reluciente esquila de oveja que tenía sobre la mesa, al alcance de su mano, y al punto apareció una de las sirvientas.

—Julanda, trae una lata de bizcochos —ordenó la señora.

Al volver la muchacha, la señora cogió la caja de lata y llenó de bizcochos las manitas del niño. Los ojos azules de Einar brillaron de alegría y se escondió pudorosamente detrás de las faldas de su madre para saborear las golosinas. La

kaptenska se levantó respirando con dificultad, y, con paso tardo, se dirigió pesadamente a una mesa escritorio. De allí cogió una hucha de metal, volvió con ella y se la entregó a Katrina.

—Quiero que sea para el hijo de Johan. Esta hucha fué de mi primer hijo. En ella empezó a ahorrar el dinero para sus estudios en la Escuela de Náutica; pero hizo su primer viaje y no hemos vuelto a verle. Murió en el naufragio del

Sigyn, a la vista de Mariehamn, precisamente cuando regresaba para pasar aquí el invierno. Sólo tenía diecisiete años. Y deseo que su hucha sea para el hijo de Johan.

Katrina no sabía qué contestar.

—Gracias —fué lo único que se le ocurrió.

Intentó inducir al chiquillo a que diera también las gracias, pero Einar se obstinó en su silencio y en ocultar su carita entre las faldas de su madre.

—Déjalo, ¿qué más da? —dijo la señora—. Es tímido. Todos los niños inteligentes lo son.

Al regreso, Katrina sujetó al chiquillo al pequeño trineo que había traído y que arrastraba tras sí con una cuerda. El breve día de invierno tocaba ya a su fin. Sobre el hielo, Katrina iba siguiendo el camino a lo largo de los mojones de madera que aparecían de trecho en trecho, señalando la ruta sobre la vasta superficie helada. Al llegar al extremo del

fjord de Torsö empezaba ya a obscurecer. Miró a su alrededor. ¡Qué silencio!, ¡qué desierto todo! En el horizonte, hacia oriente, apenas alcanzaba a distinguir el confuso contorno de una isla. Los mojones clavados en el hielo se confundían con la obscuridad, y la nieve que caía silenciosamente iba cubriendo las huellas del camino. Katrina empezaba a sentir alguna inquietud. «Me parece que voy en dirección a casa», pensaba. El niño iba tan callado que ella se detuvo para mirarle. Se había dormido, y estaba inclinado, en una posición incómoda, sobre las cuerdas con que lo había sujetado al trineo. Con manos amorosas y hábiles lo acomodó en el vehículo y lo arropó bien con las mantas. Luego prosiguió el camino. La obscuridad era ya completa, y ella avanzaba insegura, fiando en el instinto, en dirección adonde creía que debía de encontrarse Torsö.

El recorrido se iba haciendo penoso. Le parecía caminar hacia el infinito por un camino desierto cubierto de nieve y envuelto en tinieblas. El peso de la hucha que llevaba en el bolsillo del chaquetón le despertó el recuerdo de

fru Ekvall y de su gesto. No cabía duda que había hecho aquel regalo a Einar con toda cordialidad, pues con él se había desprendido de un objeto que le era sumamente querido. «El hijo de Johan», había dicho. Aquella demostración de amor hacia el hijo de su marido y de otra mujer era un hermoso rasgo. Porque el parecido entre el joven Ekvall y Johan era evidente. Pero, ¡qué casa la de Ekvall! ¡Qué lujo y qué riqueza! Y, sin embargo, Johan había crecido entre la miseria y el trabajo, entregado a las crueles burlas de toda la aldea. ¿Qué significaba una hucha con cuatro ochavos en comparación con aquel abandono?

Aquellos obsequios sentimentales no podían despertar la gratitud de las gentes pobres por muy buena que fuera la intención que los guiara. A éstas, lo que les hacía falta eran vestidos, alimentos y un lecho caliente. Seguramente que

fru Ekvall no ignoraba lo mucho que Johan había echado de menos estas cosas durante su infancia. Entonces era cuando debía haber dado muestras de su generosidad, si es que realmente la tenía. ¿A qué venía ahora regalar una hucha al hijo de Johan? Seguramente veía acercársele la hora de la muerte. Katrina se sentía de más en más vencida por la indignación. «¡Hipócrita, vieja avara!», murmuraba para sí. Cogió la hucha, e hizo ademán de arrojarla contra el hielo; pero se contuvo. No; al fin y al cabo la hucha era del niño, y ¡quién sabe la utilidad que algún día podrían tener para él aquellas pocas monedas!

¡Dios mío! ¿Pero es que aquel camino no tendría fin? La nieve caía espesa, y era tanta la obscuridad, que a duras penas lograba divisar el trineo, que estaba, sin embargo, allí, a dos pasos de ella. Y la capa de nieve aumentaba, y el trineo pesaba cada vez más. Se detuvo y aguzó el oído en el silencio. Casi podía imaginarse que estaba en Österbotten, su tierra natal, en medio de una de sus fuertes ventiscas. Pero allí nunca se hubiera perdido. Nunca le hubiera faltado el brillo de una lucecita que la guiara en la obscuridad. La noche de aquí, en cambio, era impenetrable como una tumba.

¡Ah! ¡Cuánto deseaba encontrarse en compañía de otras gentes, volver a la vida, a la luz! Aquella soledad le parecía espantosa. Katrina hizo un último esfuerzo, y arrastrando tras sí el trineo aceleró el paso por la nieve alta y blanda. Al poco rato el esfuerzo la hacía jadear; estaba inundada de sudor, y sentía escalofríos por todo el cuerpo. Pero ¡debía seguir adelante!

De pronto, como brotado del hielo y de la obscuridad, un hombre surgió ante ella. Katrina, que no había visto ni oído venir a nadie, dió un paso hacia atrás asustada.

—¿Eres tú, Katri? —gritó el hombre.

Era la voz de Johan.

—¡Ah! —exclamó ella. Y se sintió profundamente aliviada—. ¡Qué contenta estoy de haberte encontrado!

—¿Dónde está el pequeño?

—Ahí, durmiendo. ¿Cómo has sabido que iba a volver esta noche?

—No sabía nada. Ya salí a recibirte ayer y anteayer. Solo en casa, me aburro.

Johan cogió la cuerda del trineo de manos de Katrina y empezó a arrastrarlo con ligereza por la nieve. Katrina le metió una mano en el bolsillo de la chaqueta para seguir más segura la peligrosa ruta, y se confió a la guía de su seguro instinto de marinero. La compañía de su marido le comunicaba una sensación de felicidad. El mundo no estaba tan sumido en tinieblas como había imaginado, cuando un ser pensaba en ella, la añoraba, deseaba tenerla junto a sí. ¡De modo que su Johan había venido todas las noches a esperarla entre el hielo para ver si ella regresaba! En aquel momento casi se avergonzaba de lo poco que había pensado en él.

Siguieron avanzando en silencio. Katrina volvió a sumirse en el recuerdo de

fru Ekvall y de la hucha, y en el pensamiento de la triste infancia de Johan. Y de nuevo se sintió invadida por una cálida ola de ternura. Sabía ella muy bien que desde el día en que había puesto el pie en las islas Åland y había visto desvanecerse todas sus ilusiones juveniles y toda la admiración que sentía por su marido, nunca más podría abrigar por él los sentimientos que entonces la animaran; pero en lugar de aquéllos, iba germinando en ella una especie de ternura maternal que, con el tiempo, había de revelarse más fuerte que un simple amor de esposa. Este nuevo sentimiento la llevaba a olvidar todos sus defectos y a perdonar todas sus debilidades. Y cada prueba de bondad y solicitud recibida de él, por el hecho de haberle negado ella en un principio toda buena cualidad, despertaba en el alma de Katrina una sorpresa tanto más agradable cuanto inesperada. Era como si hubiese empezado a descubrir perlas entre un montón de inmundicias. De una cosa estaba ahora cierta: de que la vida de Johan y la suya estaban indisolublemente unidas, en las penas como en las alegrías, y de que de ellos dependía que esta unión fuese lo más llevadera posible. Lo que Johan pensaba y sentía en su interior, ello lo ignoraba; pero sí estaba convencida de que a él le alegraba su presencia en casa. Y la mejor prueba de ello fué que de pronto se puso a cantar una de sus tonadas marineras:

 

Soy un joven marinero

que vive alegre y feliz…

 

Katrina sonrió en silencio. «Éste es el verdadero Johan», pensaba.

Casi sin darse cuenta, habían recorrido el camino de Batviken a la aldea y de la aldea a su hogar. Katrina se sintió dichosa al verse de nuevo en su humilde vivienda, que, contrariamente a lo que ella había esperado, estaba caliente y adornada. No se le ocultaban los desesperados esfuerzos que Johan habría debido de hacer para mantenerla limpia; ¡y había incluso preparado la mesa para la cena! Mientras ella acomodaba el niño en la cama, Johan se apresuró a encender el fuego para el café. Luego los dos se sentaron a la mesa y compartieron una cena frugal.

El cabello, de un rubio grisáceo, de Johan estaba más despeinado que nunca; sus infantiles ojos azules brillaban de alegría por encima del borde del tazón, y con la boca dilatada por una inefable sonrisa, contemplaba a su mujer sentada a la parte opuesta de la mesa. Katrina le correspondía con otra sonrisa; se sentía feliz al hacerle feliz a él. Sin muchas palabras pero con un profundo sentimiento de paz y de unión, se acostaron para el merecido descanso nocturno.

Cuando los pensamientos de Katrina retrocedían a los tiempos pasados, le parecía siempre que el invierno que iba transcurriendo era el mejor y más feliz de su vida. Johan se mostraba atento y cariñoso y su vida conyugal transcurría en una plena armonía. Pasó él una gran parte de la estación ocupado en la confección de velas para el capitán Nordkvist. Ejecutaba aquel trabajo en un espacioso cobertizo que para ello tenía destinado el capitán; el lugar era caliente y seco; no había de empaparse la ropa de agua y barro como en el bosque. Al mediodía, Katrina bajaba la comida a su marido. Siempre lo encontraba echado al suelo, sobre la tela de las velas, silbando o cantando a pleno pulmón. Alguna vez dejaba al chiquillo con Johan; la turbación que el niño mostraba en presencia de su padre, a quien no había visto en todo el verano, desapareció pronto. Y a los pocos días, a su manera infantil, empezó ya a canturrear alguna tonada marinera. El chico continuaba creciendo fuerte y robusto.

Katrina iba a cardar e hilar lana en distintas casas. Pasadas las Navidades, trabajó tres semanas en casa de los Seffer con ocasión de la boda del joven Kalle Seffer. Kalle se casaba con la hija del organista de la parroquia de Österby, una de las bellezas de la feligresía, y se consideró que los esponsales merecían ser celebrados con tres días de fiestas.

Katrina preparó malta y cerveza, y guisó innumerables platos de carne. Tuvo también que ocuparse de la limpieza.

Nunca la cocina de los Seffer había sido barrida y fregada como en aquella ocasión. El viejo Seffer no se cansaba de repetir a quien quería escucharle:

—No hay una mujer que pueda compararse a ésta de Österbotten. Ha cambiado la paja de los jergones de todas las camas.

La gente se reía y guiñaba el ojo. Todos sabían que los Seffer cambiaban la paja de los jergones cada medio año, siendo así que lo normal era renovarla todos los sábados.

Katrina descubrió que los Seffer eran tan bondadosos como sucios. Nunca había entrado en su casa tanta carne asada y pan de trigo como en aquellos días. Muchas semanas después de la boda, las hijas menores de los Seffer subían todavía de vez en cuando a Klinten para llevarle a Katrina algún jarro de leche o un pedazo de ternera asada. Y ella entendía que aquellos obsequios no se los hacían con miras a una compensación en trabajo gratuito o para imponerle obligaciones de gratitud de las cuales nunca hubiese podido librarse, sino por el solo placer de compartir sus bienes con los demás.

En el mes de abril de aquella misma primavera, cuando el «ama joven» trajo un vástago al mundo, el viejo Seffer, orondo y orgulloso de ser ya abuelo, subió a Klinten para regalar al hijo de Katrina la más hermosa de todas sus ovejas. Y quiso dejar bien sentado que la oveja era propiedad exclusiva de Einar, y la lana que produjera toda para él. Llegado el verano, la oveja iría a los pastos del

holme con el propio rebaño de Seffer.

Aquel mes el niño cumplía los dos años, y por aquellos días Katrina sintió que, por segunda vez, iba a ser madre. Aceptó su nuevo estado agradecida a la Providencia por haberle concedido la gracia, por lo menos, de haber podido atender a su primer hijo durante tanto tiempo. Pero aquel verano resultó mucho más fatigoso para ella; el trabajo la cansaba cada vez más.

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