Katrina

Katrina


KATRINA » Capítulo XI

Página 14 de 56

C

a

p

í

t

u

l

o

X

I

L

A

F

A

M

I

L

I

A

A

U

M

E

N

T

A

INMEDIATAMENTE después de guadañado el heno, empezó la siega del trigo. Para Katrina no había, pues, descanso. Con los brazos aun molidos por el manejo de la pesada guadaña, tuvo que empuñar la hoz y acudir a los trigales. Aquel verano le había fallado a Nordkvist un hombre, y como ninguna de las sirvientas servía para manejar la hoz, Beda hubo de encargarse de aquel trabajo. Pero a Katrina le era imposible estar allí mirando con indiferencia la encorvada espalda de la anciana, doblada sobre la tierra, mientras una llama de fiebre encendía sus pómulos salientes y a veces la tos la obligaba a detenerse y a escupir sangre. Entonces ella le quitaba la hoz de las manos y le cedía su propio trabajo, más ligero, que consistía en recoger las mieses y atarlas en gavillas. Pero en su interior ella lloraba pensando en el hijo que llevaba en su seno.

Una noche, a fines de agosto, apenas acabada de llegar de las faenas, Katrina se sintió súbitamente acometida por los dolores del parto; y antes de dar tiempo a llamar a la comadrona nació el niño. Beda, que, como atraída por un presentimiento, había ido a la casa de su vecina, pudo prestarle sus auxilios. Era un niño: una criatura raquítica nacida seis semanas antes del tiempo. Cuando Katrina bajó la mirada para contemplar aquel minúsculo ser humano, cuya carita rugosa y amoratada apenas era mayor que un puño, sintió brotar de sus ojos amargas lágrimas.

—¡Dios mío! ¿Por qué no habrá nacido muerto? —suspiraba.

Y Beda pensaba lo mismo; pero, movida por su instinto maternal, hacía todo lo posible para proteger la llama vacilante de aquella vida.

El párroco vino el mismo día para bautizar al recién nacido. Beda preguntó a Katrina qué nombre quería ponerle.

—Erik —pronunció como un murmullo.

Durante seis semanas, hasta el tiempo en que debía el niño haber nacido regularmente, la pequeña vida pareció pender de un hilo. Nunca había vertido Katrina tantas lágrimas como en aquellos días. A consecuencia del parto había quedado muy débil; y cada vez que cogía entre sus brazos a su hijito, la pena le embargaba el corazón y las lágrimas caían de sus ojos sobre la tierna cabecita.

—¿Qué será de ti en este mundo malo e insensible? —murmuraba.

Katrina no tenía suficiente leche para alimentar al niño, y, a no ser por los constantes desvelos de Beda, tanto el recién nacido como el mayorcito hubieran carecido del alimento necesario. Beda mandaba continuamente a sus hijas con un jarro a la casa de Erka y a la de Seffer para que les dieran leche para los hijos de Katrina; hasta que

Mor [11] Eriksdotter preguntó si no había en la aldea otra casa que se la pudieran dar.

Aquel otoño Katrina no estuvo en situación de poder ir a trabajar en la trilla, y, por lo tanto, no pudo hacer la provisión de grano para el invierno. Al llegar la cosecha de las patatas estaba aún débil, y, además, no podía dejar abandonados a los niños. Tenía una hilera de patatas en uno de los campos de Nordkvist y otra en uno de Svensson, y debía prestar su ayuda en la recolección si no quería perder las que le pertenecían. Fué a trabajar durante media jornada, pero no pudo. Beda, sin embargo, cuidó de que Katrina pudiera obtener sus patatas. Entre acceso y acceso de tos, se peleaba con los capitanes y los trabajadores, amenazándoles con la azada hasta obligarles a dejar intacta la hilera de Katrina. Por la noche se llevó consigo a algunas de sus hijas, arrancó las patatas, las metió en sacos y se las llevaron a hombros cuesta arriba hasta la casa de Katrina. Ésta lloró de agradecimiento y quiso que, en recompensa, su vecina se llevara la mitad de la cosecha, pues aquel año la provisión de la familia de Beda era mucho menor que la suya.

A fines de otoño el viejo Seffer subió a Klinten y le llevó a Katrina un saco de lana.

—Ahí tienes la lana del pequeño —le dijo—. Como este otoño has estado tan delicada, dije a las mujeres que cuidaran de trasquilar tu oveja.

—¿Mi oveja? —exclamó Katrina.

—Claro, como decía Eva. Bueno, la oveja del pequeño; es lo mismo. La oveja ha parido un cordero en el

holme. Déjala que pase el invierno en casa: gracias a Dios, tenemos heno en abundancia. En cuanto al corderillo, lo puedes matar para Navidad.

Katrina sintió deseos de coger entre sus manos el rostro barbudo y sucio del anciano para besarlo. La carne del cordero y la lana de la oveja le vendrían en aquel duro invierno como llovidas del cielo; y la infinita bondad del viejo Seffer sería como una luz que la acompañaría en la triste Navidad que se preparaba: porque Johan, aquel año, no estaría de vuelta hasta Año Nuevo.

Atolondrado como siempre, Johan había comprado toda una serie de costosos juguetes para su hijo mayor; y aunque no pudo menos que sonreír al ver la alegría del niño, Katrina sintió que se le oprimía el corazón. Porque aquellos juguetes no servirían para calmar el hambre ni para defender el cuerpo contra el frío. Por esto no le causó sorpresa oír al capitán Svensson refunfuñar como solía:

—Dios sabe —decía— que cuando me embarqué por primera vez como patrón, a pesar de disponer de mi paga y de poseer la mitad del barco que tenía bajo mis pies, no me creía con medios suficientes para comprar a mis hijos juguetes como ésos. Pero hoy día, hasta la gente humilde le da por lo grande.

Parecía, pensaba Katrina, que la fortuna no guardara para su segundo hijo más que desazones. No había empezado la vida tan bien como el mayor; y precisamente ahora, cuando hubiera tenido necesidad de toda la solicitud materna, he aquí que Katrina volvía a sentirse próxima a ser madre por tercera vez y obligada, a causa de la nueva vida que sentía germinar en ella, a descuidar a aquella tierna criatura.

Su tercer hijo, Gustav, nació en octubre, cuando el segundo apenas había cumplido un año y se le veía inquieto y enfermizo a causa de la dentición.

Aquel verano, el viejo

Frida había tenido una avería y tuvo que interrumpir pronto los viajes, con lo que Johan estuvo ya de regreso cuando aún no había terminado la siega del heno. Y Katrina dió gracias a Dios por no haberla dejado sola en el momento de llegar su tercer hijo.

Nadie se hubiera negado a prestar una barca a Johan; así es que esta vez fué a buscar a la comadrona a Langnäs por vía marítima. Un día, estando Johan sentado en el borde de la cama en que yacía Katrina con el recién nacido, le preguntó a ella cómo se las había arreglado para ir a buscar a la comadrona el año anterior, cuando él no estaba en casa.

Y hasta entonces no le habló Katrina de que aquella vez no había tenido otros auxilios que los de Beda. Johan permaneció un rato callado, como reflexionando; a continuación contó a su mujer lo que le había ocurrido aquella madrugada de primavera, hacía tres años y medio, al nacer su primer hijo, cuando él había ido de casa en casa buscando un caballo.

—¡Y no me lo habías contado nunca! —exclamó ella.

—… N… no —dijo Johan.

Entonces Katrina se echó a reír. Y rió como no había reído en mucho tiempo, hasta correrle las lágrimas por las mejillas.

—¡Pobre Johan! —le dijo—. Siendo así, aquella vez lo pasaste peor que yo. ¡Figúrate! ¡Ir de casa en casa pidiendo que te prestaran un caballo! Johan, eso sólo se te ocurre a ti, porque eres demasiado bueno. ¿Sabes lo que yo hubiera hecho si tú hubieses estado aquí con los primeros dolores y hubieras debido ir por la comadrona? Pues entro en la primera cuadra que encuentro a mi paso y me llevo el animal.

Johan pareció confuso.

—Pero eso hubiera sido un robo… y piensa en el alboroto que se habría armado…

—¡Déjate de alborotos! Hacer algo así no siempre es robar: a veces es justicia, y nada más.

Su marido la miraba con profundo asombro y respeto. Nunca se le hubiese ocurrido discutir la mayor energía física y moral de Katrina sobre él.

Johan había regresado precisamente en la época de la trilla de primavera; terminada ésta, se fué a trabajar en los campos de patatas. No estaba acostumbrado a estas faenas y las hacía muy mal. Katrina oía como los demás se reían ahora de su torpeza como se habían reído antes de sus canciones y de sus baladronadas.

Alguna que otra vez, cuando encontraba a alguien que le quisiera prestar una barca, salía a dar una vuelta por las islas con los arreos de pesca y volvía con pescado fresco, que constituía una insólita golosina en aquella pobre casita. Otras veces, Kalle Seffer se lo llevaba para que le ayudara a pescar con redes. Seffer suministraba la barca y los arreos, y Johan se ocupaba en poner el cebo y le ayudaba a echar y a recoger las redes. Por lo general, cogían merluzas, y Katrina salaba para el invierno el pescado que recibía Johan por su trabajo.

Ir a la siguiente página

Report Page