Katrina

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KATRINA » Capítulo XIV

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KATRINA tenía su vaca en el establo de Svensson, y en pago de esta atención, cada día ayudaba a ordeñar. Una tarde de otoño, cuando Lisa y Katrina sacaban la vacada del bosque para conducirla al prado de trébol, a Katrina le ocurrió un percance desgraciado. Las vacas, hambrientas después de la escasa pastura en el bosque, donde a fines de verano la hierba estaba seca hasta las raíces, se desmandaron precipitándose como locas hacia el prado. Corrían allí por entre un mar de hierba alta y jugosa que les llegaba al vientre, y arrancaban grandes bocados del exuberante trébol como si hubiesen pasado muchos días sin comer. Sabían que aquel pasto era el mejor, pero sabían también que su permanencia en aquel paraíso sería breve. En efecto: un cuarto de hora después, las dos mujeres venían ya para ahuyentarlas.

Pero sacar de allí a los tercos animales era tarea difícil. Seguían comiendo con obstinada avidez, mientras las mujeres, azuzándolos a grandes gritos, se internaban por el húmedo herbazal que dejaba empapadas sus faldas, y los apaleaban sin piedad; porque comer algunos minutos más de aquel suculento pasto, podía resultarles fatal. Y así ocurrió, en efecto, con la vaca de Katrina. Antes de que las dos mujeres hubiesen conseguido sacarla de allí, el pobre animal se desplomó al suelo con el vientre hinchado y distendido como un tambor, y pataleando desesperadamente. Ningún hombre de la aldea conocedor de lo que conviniese hacer en tales casos, pudo llegar allí con tiempo para salvar la vaca.

Katrina acababa de perder lo más precioso que poseía. Profundamente abatida, se dirigió a su casa con el cubo de la leche vacío colgado del brazo. Otra vez había de acudir a la benevolencia de sus amos para obtener un poco de leche para sus hijos. Y, además, adiós la manteca, y la crema para el café, y la cuajada que exigía el

kalvkakor, por el cual los chiquillos se mostraban tan golosos. En el próximo otoño no tendría ternera para sacrificar; por lo tanto, nada de carne, nada de hueso para caldo, cosas que en los pasados años le habían sido de tanta ayuda hasta Navidad.

 

A una mujer de la aldea se le ocurrió, con muy buena intención, iniciar una suscripción destinada a adquirir otra vaca para la pobre familia. Katrina se enteró de ello por Beda cuando ya las listas habían circulado por las cuatro aldeas de Torsö.

Con ocasión del aniversario de la muerte de su marido, Beda, como todos los años, había invitado a algunas vecinas de la parte alta de la aldea a tomar el café en su barraca, y, hablándose de una y otra cosa, la conversación recayó en el asunto de la colecta.

—Es una bendición que haya todavía en el mundo gente buena. Gracias a eso, para Navidad podrás tener otra vaca —dijo Beda.

—¿Con la suscripción de la aldea? —preguntó Katrina con voz alterada.

—¡Naturalmente! Quien más quien menos, todo el mundo ha puesto su granito de arena; porque no hay quien no sepa la triste situación en que habéis quedado. Nordkvist se ha subscrito por cinco marcos y Svensson no creo que ponga menos. Con lo recogido podrás comprar sin duda una buena vaca.

Katrina se levantó tan bruscamente de la silla que la labor que tenía sobre las rodillas se le cayó al suelo. Su cuerpo, alto y erguido, dominaba ahora la pequeña estancia; las otras mujeres la miraban asombradas. La forastera de Österbotten las sorprendía con uno de sus arrebatos. No tenía remedio: nunca llegaría a tomarse las cosas como ellas.

Los ojos de Katrina echaban chispas; su voz temblaba de ira.

—¡Creer que yo voy a consentir que la aldea me regale una vaca! ¿Y vosotras creéis que yo voy a aceptarla? ¡Nunca!

—Pero, mujer, ¿qué tiene eso de humillante? ¿Acaso tienes tú la culpa de haber perdido la vaca? ¡Si deberías estar contenta por el favor que se te hace, Katrina!

—¿Estar contenta? ¿Por qué? ¿Porque mi nombre va de casa en casa como el de una mendiga? Nadie tenía derecho a abrir ninguna subscripción sin consultarme antes a mí. Soy pobre, pero no una mendiga —declaró con vehemencia. Y, dicho esto, recogió su labor y se fué.

Las otras mujeres se quedaron estupefactas, con los ojos fijos en la puerta que Katrina había cerrado impetuosamente; luego se miraron entre sí.

—No sé… No hay manera de entender a esta mujer —dijo una.

Pero Beda, que por las conversaciones que había sostenido con Katrina conocía mejor sus sentimientos, dijo, dejando escapar un suspiro:

—Sin embargo, tiene razón. Es muy poco agradable tener que vivir del favor de los demás. Lo que ocurre es que nosotros, los pobres, no podemos elegir. No nos queda sino sufrir humillaciones y resignarnos.

—Claro que sí —asintieron las otras—. Y Katrina debería comprender que, aunque sólo fuera por amor a sus hijos, le convendría tener un poco más de humildad.

 

La celosa vecina que había promovido la colecta y recogido el dinero, subió un día a la casita de Katrina. Cuando ésta la vió subir por el sendero de la montaña, comprendió al punto a qué venía. Dominó, sin embargo, la indignación que le hervía en la sangre, y acogió a la mujer con la debida cortesía, invitándola a sentarse. La desconocida tomó asiento junto a la mesa. Examinó con curiosidad toda la estancia; habló a los chiquillos y preguntó por Johan. Katrina preparó café y ofreció una taza a su huésped. Entre tanto, le parecía que el sobre que aquella señora tenía junto a la taza, ardía como un carbón encendido, pues sabía muy bien lo que contenía.

Por fin, la visitante se decidió a abrir el sobre y extendió sobre la mesa la lista de los donantes, y los billetes de Banco y las monedas recogidos. Cuando se volvió hacia Katrina, sus ojos, en los que se reflejaba la piedad, estaban inundados de lágrimas.

—Es voluntad de Dios —dijo— que los hombres se ayuden unos a otros en la medida de sus fuerzas; y cuando así lo hacemos, no hacemos más que cumplir Sus mandamientos. Todos nos hemos sentido apenados por la desgracia que te ocurrió con la vaca; sabemos muy bien que la leche es el principal alimento en una casa, sobre todo cuando en ella hay niños. Por eso, como ya debes saber, hemos abierto una subscripción entre todos los habitantes de la aldea a fin de recoger el dinero necesario para comprarte otra vaca. Con gran alegría puedo decirte que no ha habido una persona en toda la parroquia que se haya mostrado sorda a nuestro llamamiento. En nombre de Dios y con su bendición vengo a hacerte entrega del dinero que te pertenece. Espero que te será más que suficiente para comprarte una buena vaca.

Katrina había escuchado pacientemente el largo preámbulo de su bienhechora. Cuando ésta hubo terminado, Katrina recogió el sobre con las listas y el dinero que estaban sobre la mesa; y mientras la visitante se levantaba para despedirse, Katrina, cogiendo el sobre, se lo devolvió con todo lo que contenía. Y, mirándola con firmeza a los ojos, le dijo:

—Le estoy muy agradecida, pero no recuerdo haber pedido la ayuda a nadie, ni haber encargado a nadie que abriera una subscripción para comprarme otra vaca. Así, pues, le suplico que vuelva a llevarse el dinero.

La mujer se había quedado estupefacta, y miraba con asombro a Katrina:

—Pe… pe… pero, ¿qué quiere decir? ¿Es que no quiere aceptar este dinero? —balbuceó.

—Sí; eso es lo que quiero decir —replicó Katrina con calma, pero con un brillo en los ojos y una vibración en la voz que dejó intimidada a su distinguida visitante.

Katrina le puso el sobre en las manos y, muy cortésmente pero con actitud firme, se colocó junto a la puerta para señalarle la salida. Muda de asombro, la señora atravesó el

förstuga y salió. Y, con la cabeza baja y bulléndole en el cerebro multitud de confusos pensamientos, desanduvo el camino de la aldea. Al llegar a la plaza se detuvo y, pensativa, empezó a dar vueltas al sobre que contenía las listas y el dinero recaudado. De pronto, emprendió decidida el camino que conducía a casa de Nordkvist. Y refirió al soberano de la isla aquel caso inconcebible de una pobre trabajadora que había rehusado el auxilio de la isla entera. El capitán guardó el dinero en custodia y prometió que se ocuparía personalmente del asunto. Y la piadosa señora se marchó a su casa con la conciencia tranquila.

A la mañana siguiente, cuando Katrina bajó a la aldea para segar avena en un campo de Nordkvist, le dijeron que el capitán la llamaba a su despacho. Un tanto sorprendida, siguió a la sirvienta a través de las suntuosas estancias hasta llegar al despacho, de reducidas dimensiones pero que, con su caja de caudales, sus altos estantes de libros y el macizo escritorio, imponía respeto. De las paredes colgaban cuadros al óleo representando navíos con las velas desplegadas.

El capitán levantó la mirada del escritorio. Encima de la mesa tenía el sobre con el dinero de la subscripción.

—De modo, muchacha, que, a lo que parece, se te ha ofrecido el dinero necesario para comprarte otra vaca, ¿es o no es así? —empezó diciendo.

—Sí —respondió Katrina.

—Bien. Entonces, ¿puede saberse lo que te ocurre? ¿Es que esa otra vaca no te hace falta? —siguió preguntando, mirándola severamente.

—Sí, me hace falta —repitió Katrina.

—¿Y te has negado a aceptar el dinero?

—Sí.

—¿Y por qué te has negado? ¡Si tú misma confiesas que necesitas la vaca!

—La necesito, sí; pero no se la he pedido a nadie.

La voz del capitán, calmosa y fría como la de Katrina, adquirió un tono más duro y severo.

—Y eso, ¿qué quiere decir? Que te consideras demasiado importante para aceptar limosnas, ¿no?

Katrina sostuvo sin pestañear la altanera mirada del capitán. Y con la cabeza erguida, repuso:

—Exactamente; eso quiero decir.

—Conque lo reconoces, ¿eh? ¡Lo reconoces!

Al capitán se le enrojecieron la frente y las mejillas; se sentía de tal modo dominado por la indignación que sólo acertaba a repetir las mismas palabras. Katrina empezaba a sentirse atemorizada. Hasta aquel momento no había visto nunca que aquel hombre altanero perdiera el dominio de sí mismo. Sabía que no era hombre para dejarse avasallar o permitir que le echaran por la puerta como Svensson. Se trataba de un adversario más peligroso, más sereno y más inteligente. Y de súbito, un instinto combativo se despertó en ella; y allí, de pie frente al capitán, con las manos cruzadas sobre el delantal de algodón, irguió su cuerpo robusto y levantó la frente. Ahora había dado con un contendiente digno de ella. El capitán podía empezar cuando quisiera. Ella estaba dispuesta.

—¡Conque te consideras demasiado importante para aceptar limosnas, tú, la más pobre y mísera de todas las trabajadoras de la isla! Aquel rincón entre rocas donde tú vives, es mío y de Svensson. ¿De dónde sacas esas pretensiones? ¿Qué es lo que posees tú? Un monigote por marido y cuatro hijos desastrados. ¡Y con eso levantas la cabeza y te niegas a aceptar los socorros que se te ofrecen! Eres una mujer terca y obstinada, y no mereces que nadie se apiade de ti; pero, aunque sólo sea por tus hijos, te pregunto por última vez: ¿quieres aceptar ese dinero?

Y cogiendo el sobre se lo alargó a Katrina; pero ésta no se movió siquiera.

—No —repuso con más firmeza que nunca—; no quiero aceptarlo.

La frente y las mejillas del capitán se tiñeron de un color amoratado.

—Está bien…, está bien —dijo repetidas veces; y, levantándose por fin del sillón, añadió:

—Hoy no te necesito para la avena.

—Como usted guste, capitán —dijo Katrina casi en tono de desafío.

Y, dando la vuelta, salió del despacho con un movimiento de cabeza que era casi un reto.

Sin volver la mirada a derecha ni a izquierda, apretados los labios, cruzó la cocina y se fué seguida por las curiosas miradas de la servidumbre.

Los propietarios de la aldea, siguiendo el ejemplo de Nordkvist, formaron una especie de tácita alianza contra Katrina. Ni en la siega, ni en la trilla, ni en la recolección de patatas, ni en la matanza de las reses, fué requerida su ayuda. El otoño, a ella que nunca había estado acostumbrada a permanecer inactiva, se le hizo interminable. Con verdadero terror pensaba en el invierno a punto de llegar y durante el cual ella y los suyos carecerían de leche, de pan y de patatas. Pero no había manera de hacer que se doblegara. Las campesinas y sirvientas de la aldea que veían el mal paso en que se había metido, aunque comprendían que era culpa suya y la admiraban, no dejaban de compadecerla. Con verdadero temor esperaban el día en que la orgullosa österbottiense se vería obligada a humillar la frente ante los omnipotentes señores de la isla. Porque nadie ponía en duda que aquel día había de llegar.

Pero Katrina apretaba los dientes y seguía, solitaria, su camino. Cuando se fué aplacando en ella la irritación de los primeros días, le asaltaron las dudas y el remordimiento. Nadie podía imaginar la dolorosa lucha que sostenía consigo misma. Lo único que la hacía vacilar era el pensamiento de sus hijos. Cuando veía la mirada hambrienta de los niños al volver de sus juegos al aire libre, se le encogía el corazón. No quedaba otro remedio: sería preciso doblegarse ante la voluntad de aquellos que tenían poder sobre su cuerpo y sobre su alma, pensaba. ¿Para qué obstinarse por más tiempo en llevar aquella vida de miseria si había de acabar por ceder ante aquellas gentes? Cada noche, en el momento de acostar a la pequeña, sentía agotadas ya sus energías. Se sentía vencida. «Mañana —pensaba—, mañana iré a hablar al capitán Nordkvist.» Pero cuando a la mañana siguiente, desde la ventana, veía a Beda que se iba al trabajo con la espalda inclinada y el pecho hundido, volvía otra vez a apretar los dientes y se decía: «¡No! Así quisiera verme él: inclinada, con la frente baja, para poder ponerme el pie sobre el cuello. Pero verá al menos a una mísera trabajadora que no se doblegó a su antojo… ni siquiera por amor a sus hijos».

Mas cuando volvía la noche y Katrina se acostaba al lado de Sandra, mientras sus demás hijos dormían no lejos de ella y en la casita reinaba el silencio, y el tictac del reloj resonaba en la obscuridad como una voz acusadora, el temor volvía a asaltarla. Y lloraba y ocultaba su rostro entre las sábanas, y se tapaba la boca para que su llanto no despertara a los niños.

«Soy una mujer terca y orgullosa, y no tengo el derecho de hacer lo que hago. Tengo que acabar con mi orgullo por amor a mis hijos», pensaba.

Pero iban transcurriendo las semanas, y cada día que pasaba se sentía menos dispuesta a humillarse.

«Debía haberlo hecho en seguida; ahora es demasiado tarde; ya me es imposible volver atrás», se decía.

Trabajó unos pocos días para Seffer. Pero éste tenía hijos e hijas ya mayores que trabajaban en los campos, y los terrenos que poseía eran de poca extensión; así es que la llamó más por compasión que por necesidad. Pero muy pronto, advertido por Nordkvist, ni siquiera Seffer se atrevió ya a darlo más trabajo.

Era notorio que los Seffer, a pesar de su carácter bondadoso, eran gente que sabían salirse con la suya: lo que no se atrevían a hacer a plena luz lo hacían a la sombra. Muchas y muchas veces, aquel otoño, el «ama joven» de los Seffer, que compartía los sentimientos de la familia de su marido, salía a la chita callando al anochecer y emprendía la cuesta con un jarro de leche y algunos panes debajo de la capa. Katrina se llevaba a casa la lana y el lino de los Seffer y se la cardaba y se la hilaba; hacía las medias para la familia y cortaba la trama para las esteras. Y también gracias a los Seffer pudo Katrina adquirir otra vaca prescindiendo del patrocinio de Nordkvist. Al viejo Seffer, convencido por las dos mujeres, que eran de corazón más bien tierno, le hubiera encantado sacar una vaca de su establo y subirla él mismo a Katrina. Pero ante el temor de despertar las iras del hombre más poderoso de la isla, desistió de sus buenos propósitos. No obstante, decidió tomar otro partido.

Las tierras del capitán Ekvall estaban separadas de Torsö por un brazo de mar de media milla de anchura. Ekvall era el único que podía tenérselas tiesas con el capitán Nordkvist. Era tan rico y tan poderoso como él y gozaba de la misma consideración en todo el archipiélago. Seffer se había impuesto el deber de influir en el ánimo del joven propietario de Ekön por todos los medios que encontrara a su alcance. Cada vez que Ekvall iba a Västerby por algún asunto, los Seffer le invitaban, obsequiándole con café, bizcochos y pan de trigo. El joven Kalle tenía mil ocasiones de trasladarse a Ekön, y no había visita en que no hablara de Katrina, aquella honrada y excelente mujer de Österbotten, tratada de una manera indigna por toda la aldea y muy especialmente por el capitán Nordkvist. Y viejas historias, que hacían muy poco honor al soberano de Torsö, eran sacadas a colación y aun adornadas y abultadas. Por fin, subió a tal punto la indignación del capitán Ekvall que acabó por jurar que no había en todo Åland canalla de peor especie que Nordkvist. Ya demostraría él ahora a aquella gente si la pobre mujer podía o no podía poseer una vaca sin que se metiera aquel individuo en el asunto.

Cuando las cosas hubieron llegado a este punto, el viejo Seffer se sonrió bajo el bigote; pero aún no había jugado su última carta.

—¡Eso! ¡Dale una vaca, Ekvall, dale una vaca! Los Ekvall han sido siempre gentes de corazón, lo sé. Pero antes dale trabajo. Katrina es una mujer pundonorosa y no quiere nada de balde. Dale una vaca, Ekvall; pero antes dale trabajo —insistía el anciano.

—Claro que sí; trabajo no falta nunca en Ekön —dijo el capitán.

Un día de borrasca, poco antes de Navidad, el capitán Ekvall subió a Klinten. Antes de que Katrina se hubiera dado cuenta de su llegada, el capitán saludaba ya en el umbral de la puerta. Katrina levantó la cabeza, y al descubrirle se estremeció. Era tal el parecido de aquel hombre con Johan, que por un segundo había creído ver ante ella a su marido.

—Katrina, ¿podría venir a Ekön por algunos días? Queda aún mucho trabajo, y convendría terminar con rapidez.

—¿Ir a Ekön? Sí, puedo ir… Pero, ¿y los pequeños? Es imposible dejarlos solos —dijo Katrina.

—¿No ha llegado todavía su marido?

—No; le espero para la semana próxima.

—¡Ah, claro…, ya lo comprendo!… A ver…, a ver…, ¿cómo podríamos arreglarlo? —dijo pensativo el capitán.

Pero en aquel momento apareció el viejo Seffer, cojeando y jadeante a causa de la rapidez con que había subido la montaña.

—Katrina… Katrina… Ekvall… ¡Los pequeños, los pequeños! —gritaba con voz entrecortada por la fatiga, mientras sacaba hacia adelante su enmarañada barba gris.

—Sí, los pequeños ¿qué? —repitió Ekvall, interrogándole.

—Podrías dejar a los mayorcitos en mi casa hasta que llegara Johan, y llevarte a los pequeños a Ekön. ¿No te parece, Ekvall?

—Por mí no hay inconveniente. Llévese a los más pequeños con usted, Katrina.

—¿Pero no les molestarán a ustedes los chiquillos? —preguntó ella indecisa.

—¡No, mujer! De ninguna manera. En casa no faltan dormitorios… Y nos ayudarán a llevar leña y agua…

Katrina cerró, pues, las puertas de su casa y dejó que Einar y Erik se fueran con Seffer, mientras ella y los dos más pequeños seguían a Ekvall hasta Batviken y de allí por mar a Ekön.

Transcurrida apenas una semana del nuevo año, Katrina supo que el

Balder había entrado en puerto. Y el domingo siguiente, habiéndose ya el hielo endurecido, Johan y los niños le dieron la sorpresa de su visita. Katrina sentía cierto remordimiento por el hecho de que la alegría que le causaba volver a ver a sus hijos después de dos semanas apenas de separación, superase con mucho a la que experimentaba con el regreso de Johan. A pesar de todo, la familia entera era feliz viéndose reunida en la pequeña cabaña que Ekvall había puesto a su disposición. Los chiquillos estaban locos de contento al encontrarse otra vez juntos los cuatro. Einar y Erik tenían mil cosas que contar sobre su permanencia en casa de los Seffer. Describían las grandes rebanadas de pan con manteca, los asados de vaca y los quesos que comían; contaban que cada mañana y cada noche se les permitía poner el tazón bajo el caño de la máquina centrífuga; y que la tibia espuma de la leche burbujeaba y se hinchaba, blanca como la nieve, y tenía un sabor delicioso, y era divertido sorberla enseguida, antes de que la corriente que soplaba de la puerta de la lechería la enfriara y la fundiera. Contaban también que ayudaban a Kalle en la cuadra y a las sirvientas en el establo; que ellos solos habían entrado toda la leña que se necesitaba para Navidad y habían levantado la pila más alta y más bien puesta de toda la aldea: una pila que llegaba hasta el tejado de la casa de los Seffer. En la mañana de Navidad habían ido a la iglesia y se habían sentado en la parte delantera del trineo, al lado de Kalle, y los caballos llevaban cascabeles de verdad. Johan dispuso que los muchachos volvieran con los Seffer hasta que regresara Katrina. Los Seffer se mostraban encantados de Einar y no se cansaban de elogiar sus buenas cualidades; Erik, en cambio, les había dado bastante trabajo: estaba de mal humor, y continuamente lloriqueaba y quería irse con su madre.

Cuando Katrina volvió a Torsö, a mediados de febrero, lo hizo llevando consigo una vaca. Un pescador de Ekön, que iba a la aldea para la compra de provisiones, tiraba del trineo donde iban los chiquillos.

Decir que Katrina se sentía feliz conduciendo la vaca a través de Västerby, sería decir poco. Se le hacía imposible reprimir el júbilo que llenaba su corazón y le hacía erguir la frente. Sentía el orgullo del guerrero que, tras enconados combates, vuelve victorioso del campo de batalla.

En medio de la plaza tropezó con el capitán Nordkvist. Éste se quedó plantado, mirando atónito y mudo a Katrina y a la vaca. Katrina advirtió su asombro, y una sonrisa dilató sus labios. ¡Qué hermosa estaba con su cuerpo erguido, en la robusta plenitud de su feminidad, y su sonrisa de triunfo! El pañuelo se le había deslizado hasta la nuca y los rizos de su cabello rubio le caían por la frente. Tenía las mejillas sonrosadas, y en los ojos un destello de malicia. Con una mano cogió el ronzal; y la hermosa vaca, blanca y baya, se detuvo plácida y majestuosa. La mirada del capitán iba de Katrina a la vaca y de la vaca a Katrina. Por fin se echó a reír. Pero no era ya la risa sarcástica del capitán Nordkvist; era más bien la risa bonachona de un hábil jugador obligado a confesar su derrota.

—Bien, muchacha…, ¡conque al fin has conseguido tu vaca! —dijo.

—Sí —repuso Katrina ufana, sin tratar de ocultar su satisfacción.

—Te has salido con la tuya, caramba —reconoció campechano; y se adelantó para examinar la vaca—. Hermoso animal. Nada: que te has salido con la tuya, hay que confesarlo.

Y mientras Katrina se alejaba montaña arriba, él, plantado en el camino, continuaba mirándola, y murmuraba:

—Se ha salido con la suya…

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