Katrina

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KATRINA » Capítulo XVI

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No intentó siquiera preparar una velada fúnebre. Nadie podía esperar que una familia pobre como aquélla pudiera ofrecer algo más que una taza de café a los que asistieran a los funerales. Pero ni siquiera esto podía brindarles Katrina, por la sencilla razón de que no tenía café ni azúcar. Carecía también de harina y especias para elaborar pasteles, y de dinero para comprarlas. El entierro, sin embargo, se vió muy concurrido. El capitán Nordkvist en persona conducía el carro fúnebre; y como la niña fué enterrada un sábado por la tarde y hacía un magnífico tiempo de primavera, fueron muchos los aldeanos que se sumaron al cortejo hasta la iglesia.

El carro iba completamente cubierto de ramas de pino, y el blanco ataúd desaparecía casi en aquel verde lecho vegetal. El capitán Nordkvist ocupaba el asiento del cochero. Johan y Katrina, uno junto a otro, presidían la comitiva. Ella llevaba puesto su viejo vestido negro y un chal de seda. El vestido estaba ya muy raído y le iba excesivamente estrecho, ya que Katrina había engordado mucho desde que, muchacha de veintitrés años, había salido de su pueblo natal. Los zapatos —los mismos que llevaba para las faenas del corral y los trabajos del campo—, a pesar de haberles dado una mano de grasa, aparecían sucios y destaconados. Johan no tenía siquiera un traje negro. Con sus amarillentos pantalones de fustán y su mugrienta chaqueta azul, estaba más propio para caminar junto a una carreta de estiércol que para figurar en un cortejo fúnebre. Cubría su cabeza una descolorida gorra de marinero, que, como de costumbre, llevaba ladeada. Él era quien llevaba en brazos la corona de ramas de enebro tejida en casa, y en cuyas largas cintas, que colgaban hasta el suelo, Elvira había escrito en tinta: «Descansa en paz» en una, y «Último adiós a Sandra de sus padres» en la otra. Caminaba con solemne gravedad y se esforzaba en adoptar un aire adecuado a las circunstancias; sin embargo, su deseo quedaba totalmente frustrado: su pueril empaque tras el carro fúnebre, más movía a risa que infundía respeto. Katrina, por el contrario, llevaba impresa en el rostro una expresión de callada melancolía; veíase que lo que menos la preocupaba era el aspecto que pudiese ofrecer o lo que de él pudieran pensar los demás.

La fosa había sido cavada en el extremo del «cementerio nuevo», es decir, en el punto más alejado de la iglesia, espacio que había sido agregado desde hacía poco al camposanto. En aquel lugar veíanse todavía pocas tumbas. La gente rica se disputaba la posesión del espacio libre que quedaba en el «cementerio viejo»: allí había tierra de mantillo, buena para la siembra de flores, y altas encinas protegían del viento y daban fresca sombra cuando quemaba el sol. La parte nueva era un puro arenal, expuesto a los vientos que soplaban del

Langsundet. En verano se requemaba toda la vegetación, la arena ardía. Pero aquella parte del camposanto era suficientemente buena para la gente de pocos recursos, para pescadores y marineros pobres; y la hija de Katrina dormiría el eterno sueño al lado de sus hermanos de fortuna.

El viejo sacristán de blancas barbas invocó con su voz tonante la bendición del cielo sobre el alma de la pobre criatura; el pequeño Gustav se aferró a las faldas de su madre, y estuvo llorando atemorizado mientras duraba el canto. El párroco echó las rituales tres paletadas de tierra a la fosa y recitó los textos funerales, terminado lo cual los acompañantes rellenaron de nuevo la hoya. Luego depositaron las coronas y los ramos de flores sobre el pequeño montículo y se dió por terminada la ceremonia. Nordkvist emprendió la vuelta a casa al trote largo, con la carreta repleta de chiquillos, mozos y mozas, entre un alegre alboroto. Los que volvían a pie, se despedían de Johan y de Katrina a medida que llegaban a la puerta de sus casas, y entraban al punto en ellas para comenzar los trabajos nocturnos. La hijita de Katrina y el entierro no tardaron en quedar olvidados; y pronto los padres se encontraron solos en el camino, subiendo silenciosos la senda que conducía a su casa. Sus hijos iban delante en la carreta de Nordkvist.

Johan, después del funeral, pareció sentir más vivamente la falta de la niña; al anochecer, el hogar le parecía desierto; los chiquillos andaban correteando por la colina y por el bosque. Katrina le sorprendía con frecuencia sentado en un rincón con la mirada fija en el suelo; y ya no charlaba con la facilidad de antes. En cuanto a ella, sentía la desaparición de la niña casi como un dolor físico. Había perdido a la criatura en una edad tan tierna, que sentía como si su cuerpecito se estuviera desprendiendo aún de sus entrañas. Le dolían los senos, y sus manos se agitaban como movidas por el ansia de palpar la blandura de aquel endeble cuerpecito. Pero los días se sucedieron inexorables: llegó la primavera y empezaron las labores en campos y prados. Katrina se llevaba a sus trabajos campesinos a Einar y a Erik; el más pequeño jugueteaba no lejos de ella. Johan, como de costumbre, había emprendido su viaje de aquel verano, y, lejos de los suyos, no tardó, entre la turbulenta gente de mar, en olvidar a aquella hijita suya cuya breve vida había tenido tan triste fin.

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