Katrina

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KATRINA » Capítulo XVIII

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AUNQUE KATRINA se sintiese afectada aún por la pérdida de su hijita y la ausencia de su primogénito, trabajó aquel verano con mayor ardor y constancia que nunca. Jamás se había encontrado tan fuerte ni se había sentido tan libre como ahora, no teniendo hijos menores que la retuvieran en casa; y como al propio tiempo eran menos a repartirse el escaso sustento, podía ella alimentarse con alguna mayor abundancia que anteriormente.

Por la noche, cuando regresaba de su jornada en los campos, trabajaba en su propio huerto. Se había propuesto convertir en un vergel el pelado roquedal que rodeaba su casa. El sueño dorado de su vida había sido poseer manzanos; pero el destino la había sometido a pruebas tan duras que aquella ilusión se había desvanecido en ella casi por completo. Sin embargo, al ir contemplando en la aldea, año tras año, la blancura de los manzanos en flor y luego las ramas combadas por el peso de la fruta, su ensueño empezó a reverdecer. Como Eva en el Paraíso, contemplaba con ojos ávidos la hermosura de aquella fruta prohibida. De vez en cuando, alguna campesina la obsequiaba con algunas manzanas; pero por fuerte que fuese su tentación de morderlas, siempre la ganaba una tentación más fuerte todavía: la de reservarlas para sus hijos.

Una mañana de otoño Katrina había ido a trabajar en la trilla de las mieses en los campos de Erka. Esto había sucedido antes de la boda de Elvira. Ésta, al llegar, le había dicho:

—Ven, Katrina: vamos a recoger las manzanas que han caído esta noche antes de que vayan a picotearlas las urracas.

Katrina la siguió al huerto. Era todavía muy temprano —apenas las tres de la madrugada—, y el padre y los demás trabajadores no se habían puesto aún las ropas de trabajo. El campo era todo calma y soledad. Katrina y Elvira andaban descalzas sobre la hierba mojada de rocío, buscando las manzanas caídas al pie de los árboles. A la escasa luz del alba que apenas permitía descubrirlas, las recogían e iban metiéndoselas en el delantal. La hierba mojada estaba tan fría que los pies les ardían como si pisaran fuego. Pero no por eso se desanimaban; luego, en el templado granero, entrarían de nuevo en calor. Mientras Katrina iba recogiendo la fruta, le parecía que aun resonaba en sus oídos el eco de las palabras que había escuchado en su pueblo natal; aquellas palabras que tanto la habían embelesado, incitándola a partir para aquella tierra desconocida: «Allí puedes ir todas las mañanas a coger manzanas entre la hierba húmeda de rocío».

¡Sí, ahora, por fin, cogía manzanas entre la hierba húmeda de rocío! Pero ¡cuán distinta de aquel ensueño era esta realidad!, pensaba con melancolía. Y como burlándose de sí misma, se decía inmediatamente: «¡Ahí lo tienes: una mañana, por lo menos una, habrás salido a coger manzanas!» Con todo, su amargura no estaba exenta de cierta fruición: se complacía en rememorar el recuerdo de aquella mañana de otoño, y, por un momento, llegó a imaginarse que había entrado en el ansiado Paraíso.

Ahora deseaba ella tener su huerto propio. Había observado que una joven

kaptenska que vivía en la parte baja de la aldea, había sabido arreglarse un huertecillo en un punto alto y árido de la isla. Las hijas de Beda habían conseguido asimismo reunir un poco de tierra y hacer crecer algunas plantas delante de la ventana. También ella, ahora, quería intentar cubrir la roca desnuda con tierra fértil y cultivar en ella plantas que ofrecieran a la vista una alegre nota de color. Siempre había cuidado de ir amontonando en la parte sur de la barraca las barreduras, los desperdicios y las cenizas de la lumbre; y una vez había probado de plantar allí maravillas; pero la tierra sobrepuesta era tan escasa que se hacía imposible que arraigaran en ella matas ni arbustos. Sin embargo, durante el verano aquel trozo de tierra de cultivo había crecido considerablemente, tanto en extensión como en profundidad.

El capitán Nordkvist había mandado abrir una zanja que, atravesando varios campos y la parte norte de los pastos de su propiedad, desembocaba en el pantano. En el lugar correspondiente a los pastos, la zanja cruzaba un terreno pedregoso y poblado de alisos, y Katrina obtuvo permiso de Nordkvist para llevarse la tierra excavada en aquel lugar y que quedaba amontonada a una parte y otra de la zanja. De allí a su casa había un trecho considerable, y la tierra húmeda, por poco que se llevase y por blanda que fuera, constituía una pesada carga. Sin embargo, todas las noches, al terminar la jornada de trabajo, Katrina hacía varios viajes del pasto a la colina. Llevaba la tierra en una cesta grande, y seguía el sendero que, cruzando el soto de detrás de su casa, continuaba a lo largo de la colina. Había de cruzar campos y cercados en los que no había pasos ni caminos abiertos, por lo cual muy a menudo se veía obligada a saltar las vallas. Al cabo de unos días, Blom le prestó una carretilla. Era mucho más cómodo, naturalmente, empujar la carretilla con la cesta encima y bien atada; pero ahora, en cambio, se veía obligada a efectuar los viajes por la calzada, y el recorrido era doble que por el atajo.

 

Al principio Katrina se había propuesto llenar de tierra todo el espacio rocoso que se extendía a lo largo de la casa; pero pronto hubo de advertir que aquello sería trabajo inútil: nunca llegaría a acumular allí un espesor de tierra suficiente para que pudiera arraigar en ella árbol ni arbusto de ninguna especie. En la parte posterior de la casa, orientada al norte, jamás había crecido una brizna de hierba; y por el lado de poniente todo era roca pelada: allí la tierra y el musgo eran barridos por la corriente de las lluvias primaverales que descendía de las alturas. Katrina decidió, pues, emplear todas sus fuerzas en cubrir de tierra el pequeño espacio llano existente en la parte sur.

Cada vez que algún aldeano se cruzaba con Katrina, que iba con su cesta de tierra colocada sobre la carretilla, no dejaba de preguntarle en son de burla cuándo tendría listo su campo de patatas.

—Lo estará a su tiempo —contestaba ella.

En realidad, Katrina se había forjado planes en extremo ambiciosos con respecto a su antigua roqueda, pero los mantenía secretos, porque sabía que, si los hubiese divulgado, la gente se habría reído de ella. En un recipiente de lata que tenía al borde de la ventana, crecían unos arbolillos: eran diminutos manzanos que había sembrado con simientes de manzana madura. Cuando hubieran crecido y la tierra de su parcela tuviese el espesor necesario, los trasplantaría allí. Y entonces, podrían burlarse los demás: llegaría el día en que lo verían por sus propios ojos. ¿Por qué no iba a arraigar un manzano, uno cuando menos, si recibía el calor del sol y se hallaba protegido por la pared, si le ponía tierra suficiente y lo cuidaba como era debido? Ella había oído decir que los manzanos necesitaban mucha tierra para poder ahondar en ella sus raíces; pero a las plantas les ocurría seguramente lo que a los hombres: que acaban por adaptarse a las circunstancias. Allí, en la montaña, había visto ella pinos y abetos aferrados a un puñado de tierra y musgo, irguiéndose sobre las rocas. Cuando no podían hundir sus raíces tierra adentro, las extendían alrededor. Y esto es lo que harían sus manzanos.

Katrina iba a menudo a ver a Elvira y observaba con interés su huertecito. Urho y Elvira se habían instalado en casa de

Frun, en la casita roja situada a un lado de la calzada que cruzaba la aldea, donde por primera vez los manzanos habían aparecido ante ella como una visión de maravilla. Pero en aquel lugar no crecían sólo manzanos: había también ciruelos y cerezos, groselleros y uva espinas. Elvira no se cansaba nunca de plantar nuevos árboles frutales y de cuidar amorosamente los que ya habían arraigado. Ahora compartía, sin embargo, estos cuidados con otros más solícitos: al principiar el invierno había dado a luz a un niño; y Urho había vuelto otra vez al mar.

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