Katrina

Katrina


KATRINA » Capítulo XIX

Página 25 de 56

penni; pero, en cambio, no tocaba puerto sin que mandara una bonita tarjeta postal en colores. Al finalizar la trilla, Katrina recibió una carta de Erik muy distinta de las que había mandado hasta entonces: las anteriores eran optimistas y parecían rebosar alegría; en ésta contaba la verdad cruda y desnuda. Se desprendía de ella que había estado indispuesto durante todo el verano; la comida de a bordo no le sentaba bien. Por último, el capitán le había llevado a un médico de Ålborg, quien había aconsejado que le hicieran volver a su casa, «donde pudiera hacer un régimen de leche». Por consiguiente, al bajar hacia el sur, desembarcaría y volvería a Klinten.

—¡Qué delicado! No le sienta bien la comida de a bordo, y sin embargo allí se come mucho mejor que en casa —dijo Gustav en tono despectivo.

—Pero a bordo no tienen leche. Y ¿qué culpa tiene Erik si la necesita?

—No tienen leche; pero comen macarrones, y tocino, y guisado de ciruelas, y habichuelas, y sopa de guisantes, cosas que nunca ha comido aquí.

—Pues yo sé de muchos marineros que han tenido que comer gusanos, arañas, y carnes podridas.

—Eso en los buques que hacen viajes largos, porque llevan provisiones para un año; pero no en los barcos pequeños que no salen del Báltico. Además, un buen marinero ha de comer lo que se le dé, aunque sean ratas, si se presenta el caso.

—¡Vaya! ¿No te da vergüenza decir esas barbaridades? —terminó Katrina.

—¡Ja, ja, ja!

El hijo segundo de Katrina hubo de volver, pues, de su primer viaje. Estaba pálido y demacrado y continuaba sufriendo de trastornos de estómago. Katrina se veía en apuros para apaciguar constantemente a los dos hermanos, que eran ya de la misma estatura. Gustav no cesaba de mortificar a Erik con motivo del fracaso que había sufrido en el mar, y las palabras que entre los dos hermanos se cruzaban acababan generalmente a puñetazo limpio. Ella veía que el menor era el más fuerte y el que, por lo general, acababa venciendo en la pelea. Aparte de estas derrotas, Erik, amargado por aquellas incesantes pullas, empezó a volverse huraño y a rehuir el trato de los demás.

A Katrina, el locuelo de Gustav empezaba a inquietarle de verdad. Un día en que los dos hermanos se habían peleado y, caídos en el suelo, se apaleaban de lo lindo, la madre se levantó y aferró al menor por el cogote. De buenas a primeras, éste, y casi como jugando, le dió un leve golpe con una mano, mientras con la otra sujetaba con fuerza a Erik debajo de él, y la miraba, riéndose, a la cara. Pero luego, al darse cuenta de que su madre estaba irritada de verdad, la risa desapareció de sus labios. Katrina cogió en sus brazos al muchacho, que no cesaba de dar puntapiés, y lo sacó a la calle; y una vez allí, sujetándolo fuertemente por un hombro, le soltó uno, dos, hasta tres sonoros bofetones que le dejaron las mejillas rojas como tomates. Gustav, sorprendido por la severidad de su madre, se quedó mirándola perplejo.

—No volverás a pasar el umbral de esta puerta mientras no prometas tratar a tu hermano como debes hacerlo —le dijo resueltamente; y le dió con la puerta en las narices.

El otro permanecía, entre tanto, sentado en el suelo, llorando y enjugándose la sangre del rostro. De vez en cuando miraba a su madre con expresión de respeto y gratitud. Casi del mismo modo que solía mirarla Johan.

Aquel invierno Einar acudió a la casa parroquial a fin de prepararse para la confirmación. Gustav empezó su tercer curso en la escuela. El mayor trabajaba, además, en casa de Svensson. Aquel invierno fué, pues, sumamente agitado para él. Iba a dormir a casa; pero debía levantarse de madrugada para correr a la cuadra de Svensson, dar el pienso a los caballos, y ayudar luego a las mujeres a limpiar de estiércol los corrales. Luego seguía corriendo de un lado a otro por la casa, ocupado en una u otra faena, hasta la hora de ponerse el vestido de los días de fiesta y correr a casa del párroco. Por la tarde, en cuanto volvía de la escuela, se iba al bosque con los demás hombres a cortar leña para el fuego, estacas para las empalizadas, u otros maderos que pudieran hacer falta durante el año. Por la noche dedicaba unas horas al estudio de la Biblia y, por último, antes de acostarse, corría escapado por el bosquecillo de la colina hasta la cuadra de Svensson para dar el último pienso a los caballos.

Cuando, en la penumbra invernal, lo miraba sentado allí, al lado del fuego, aguzando la vista para leer a la luz de la llama agonizante, Katrina lo veía ya hecho un hombrecito. Ahora, como siempre, el muchacho se tomaba la obligación con la mayor seriedad: su rostro, de natural ya grave, aparecía adusto y reconcentrado. Pero cuando iba camino del bosque, con el hacha al hombro, volvía a ser el rapazuelo listo, de ágil andar, a quien a duras penas podían alcanzar los mozos ya hechos que le seguían por las nieves. Verdad es que se había vuelto algo huraño y reservado; pero con su madre se mostraba siempre amable y generoso; le entregaba una parte del jornal que ganaba, y la otra la metía en su hucha, en donde guardaba los ahorros destinados a la realización de sus sueños de llegar a capitán. Ya algunas veces había vaciado la hucha, y colocado el dinero en la sucursal bancaria abierta no hacía mucho en la aldea.

Ir a la siguiente página

Report Page