Katrina

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KATRINA » Capítulo XXI

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CIERTA noche, pasados algunos días, llegó corriendo a casa de Katrina una de las nietecitas de Beda.

—Mamá dice si podría venir un momento a casa, porque abuelita se ha puesto muy mala —dijo la niña.

«Muy mala —pensó Katrina—. ¿Es posible que haya empeorado aún?»

—Voy ahora mismo —dijo a la chiquilla. E inmediatamente se ató el pañuelo a la cabeza.

Beda estaba recostada en el sofá cama, y su rostro tenía una palidez amarillenta. Por su aspecto, se advertía que sufría cruelmente.

Katrina se sentó en el borde del lecho.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó en voz baja.

—Mal —murmuró Beda con voz ronca—. El viejo jaco se ha acabado.

Katrina se levantó y se acercó a Lydia, que estaba junto al fogón.

—¿Desde cuándo está así tu madre? —le preguntó.

—No hace mucho —murmuró la otra—. Había ido a buscar un cubo de agua al pozo, y al volver se ha caído en la escalera. Ha echado mucha sangre por la boca.

Katrina volvió al lado de la enferma.

—¿Dónde te duele más? —le preguntó con suavidad.

Beda hizo ademán de levantar el brazo hacia la espalda; pero ni aquel pequeño esfuerzo pudo hacer. Empezó a toser, la sangre volvió a asomar a sus labios. Katrina la sostenía amorosamente para procurarle un poco de alivio, y le enjugaba la sangre de la boca; pero poco más podía hacer por ella. El asma impedía a Beda permanecer acostada, y Katrina la hizo sentarse sosteniéndola con almohadas. Pero así y todo sufría indeciblemente y no podía hablar.

Beda continuó en aquel estado por espacio de dos semanas. Katrina repartía el tiempo entre su propia casa y la de sus vecinos, y ayudaba a asistir a la enferma; pero era evidente para todos que el «viejo jaco» había agotado sus fuerzas, como la propia Beda había dicho. Padecía una tisis galopante, decía la gente. Katrina no sabía lo que querían decir con esto; pero lo que veía era que su vieja amiga se acercaba rápidamente a su fin.

La última vez que Katrina pudo ver a Beda en vida, estaba ésta un poco más animada, y hasta tuvo fuerzas para pronunciar algunas palabras; pero su voz era ya sólo un estertor.

—Katrina —dijo—: nunca te he dicho lo feliz que he sido teniéndote por vecina. Pocas alegrías he tenido en esta vida: pero estas pocas te las debo a ti. Ahora… todo va a terminar para mí. Dios misericordioso sabrá por qué vine a esta vida; yo no lo sé. Sólo he encontrado en este mundo dolores, trabajo y miseria. Nunca he podido vivir como un ser humano. Si supiese que mis hijos tuvieran que llevar una vida igual, sólo pediría a Dios que se los llevara. Ojalá… hubiera muchas mujeres co… como tú…

Sus fuerzas no le permitieron continuar. Katrina, con los ojos arrasados en lágrimas, procuró alentarla cariñosamente.

—Soy yo la que debo estarte agradecida, Beda —dijo con voz empañada—. Tú has sido la primera y la única amiga que he tenido en Åland. El trabajo será para mí muy distinto si tú no estás a mi lado.

La enferma asintió con un débil movimiento de cabeza, y un leve destello de vida apareció en sus ojos. Luego se quedó tranquila; pero su respiración se iba haciendo más y más fatigosa. Lydia había mandado a sus hermanas menores y a sus hijos a casa de Katrina. Las dos solas velaron a la enferma durante toda la noche. A la mañana siguiente había terminado aquella dura batalla de toda una vida, y la agotada mujer gozaba del eterno descanso.

Katrina y Lydia exhalaron un suspiro de alivio. Por fin había terminado aquella horrible tortura; la paz había descendido sobre aquella pobre alma.

Se apresuraron a cerrarle los ojos, y a estirarle los miembros antes de que se volvieran rígidos. Al levantarla, la encontraron ligera como una pluma; una y otra sabían que un mismo pensamiento cruzaba por sus mentes: la muerte se llevaba esta vez una triste presa. Apenas si quedaban los huesos, porque a la carne la había devorado ya la vida.

Beda fué enterrada sin grandes ceremonias. Su cuerpo descansaba en una tosca caja y su mortaja fué la más humilde que se pueda imaginar, pues se la envolvió en una sábana vieja. Un jornalero de Larsson condujo el cadáver al camposanto. No se había preocupado siquiera de limpiar el carro, que, a pesar de ir recubierto de ramas de pino, despedía un insoportable hedor a estiércol.

Había empezado ya el deshielo; pero al sobrevenir una nueva helada, los caminos se habían vuelto resbaladizos, y, a causa de ello, los patines del vehículo resbalaban de una parte a otra del camino en su marcha al cementerio. La poca gente que figuraba en el entierro —trabajadores de la parte alta de la aldea— apretaban el paso para seguir al vehículo mortuorio, ante el temor de ver a cada instante rodar el féretro por el camino.

En el cementerio nuevo, donde Beda iba a ser enterrada entre los de su condición, soplaba un viento helado. El pobre párroco, aterido de frío como estaba, no mostraba deseos de prolongar la ceremonia. Alguien de la comitiva, afirmó que no había podido echar más de dos paletadas de tierra sobre el ataúd. El viejo sacristán estaba ronco y cantó peor que de costumbre.

En cuanto las pobres coronas de enebro hubieron sido depositadas sobre la tumba, la gente se marchó a toda prisa, y, como siempre, los jóvenes regresaron en el carro funerario. Cuando la familia de Klinten, que acompañaba a la de Beda, pasó frente al cobertizo de Larsson, el carro ya estaba en su lugar, y el caballo sin arreos. En aquel momento, la mujer de Larsson cruzaba la era y se oyó que gritaba al mozo:

—No tires las ramas de pino. Nos hacen falta algunas tiernas para la escalera. Ahora diré a las muchachas que las vengan a buscar.

Y así fué como Beda quedó olvidada.

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