Katrina

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KATRINA » Capítulo XXX

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JOHAN iba perdiendo rápidamente las fuerzas. Ya no podía permanecer sentado en la cama mucho tiempo. Los pómulos sobresalían, duros, en su rostro enflaquecido. En la boca no le quedaban más que un par de dientes, y sobre el cráneo aparecían sólo cuatro pelos lacios, semejantes a los cabellos de un recién nacido. Sus grandes ojos brillaban con dulzura, con expresión ausente, como si ya se hallara a mitad del camino hacia otro mundo.

Un silencio y una paz dominicales reinaban en la pequeña casita durante aquellos días de primavera, radiantes de sol, en que las gotas de agua que caían del tejado fundían la nieve e iban dejando el suelo al descubierto. Con Johan en la cama y los muchachos trabajando, la limpieza de la casa era cosa de un instante. Gustav estaba en el puerto, ocupado en las faenas de a bordo. Katrina, sentada en el sillón mecedora, suspiraba, mientras componía medias para el equipo de Gustav. El recuerdo del tiempo en que los tres chiquillos correteaban por la casa y traían cortezas de árbol con las cuales se tallaban sus barquichuelos, la llenaba de melancolía.

Johan hablaba tan poco, que Katrina volvía a menudo la cabeza y le miraba con inquietud. ¿Qué quedaba de aquel empedernido charlatán y de sus alegres canciones? ¡Qué indecible expresión la de su rostro cuando, a través de la ventana, sus ojos se fijaban en la superficie blancoamarillenta del agua, cubierta aún por los hielos, que asomaba en el horizonte del valle! Parecía que, poco a poco, se fuera alejando del mundo para alcanzar una mayor sabiduría, una comprensión del verdadero sentido de la vida más alta que la que creía poseer el común de las gentes.

Katrina estaba contenta de tener a Gustav en casa. Aquella primavera se mostraba singularmente bueno para con su padre y jugaba con él como con un hermanito. Se procuraba cajitas pintadas y le compraba caramelos, a pesar de que Johan no los probaba desde hacía tiempo: pero le gustaba tener aquellas cosas en la cama y manosearlas de vez en cuando. Gustav tocaba también el violín, cosa que encantaba a Johan. Pasaba éste horas y horas inmóvil como un ratón, escuchando los valses y polcas que formaban parte del repertorio de Gustav.

Al bribonzuelo menor de Katrina —como ella le llamaba—, le había gustado siempre la vida al aire libre y sabía mil cosas sobre las plantas y animales que poblaban las islas. Cuando los campos estaban aún cubiertos de nieve, exploraba los ribazos soleados que cerraban los estanques, y una vez, curioseando en un pequeño soto de alisos, descubrió una planta de hepática. La trasplantó a un tiesto y la colocó en la ventana para que recibiera el calor del sol. La hepática empezó pronto a florecer, y Gustav, a ratos, la llevaba a la cama de su padre.

—Parecen los ojos de Sandra… Pronto iré a verla —decía Johan.

—En cuanto el tiempo mejore, vas a ver cómo te alivias y te pones fuerte, Johan —decía Katrina.

—Claro que sí. Todavía bajarás a Batviken a ver los buques antes de que yo embarque, papá —añadía Gustav, animándolo.

—¡Quia! Allá arriba, a Langsundet, es adonde voy a ir —insistía Johan.

Katrina alternaba los cuidados a su marido con la limpieza y recompostura de la ropa de verano de Gustav. Hacía tiempo que le habían prometido que embarcaría en la misma goleta del año anterior.

En la iglesia se celebró una gran fiesta de primavera en honor de los marinos, y, por aquella vez, Katrina dejó solo a Johan y acudió a la ceremonia con Gustav. Lydia, la hija de Beda, daría de vez en cuando una ojeada al enfermo. Johan estaba tan débil que apenas podía levantar un vaso de agua, y Katrina no quiso dejarle solo.

La iglesia había sido adornada con ramas de abedul y flores de hepática; parecía que el hálito de la primavera hubiera penetrado a través de los fríos muros de piedra del templo. Asistía a la fiesta un capellán de navío y era él quien había de pronunciar el sermón. En el pórtico de la iglesia se vendían

El amigo del marinero y otros opúsculos de literatura religiosa. La solemnidad había empezado por la mañana, y, tras una pausa de dos horas, durante la cual las mujeres de la Asociación de Misiones vendían café en el horno del párroco y repartían gratuitamente refrescos a los marineros, prosiguió la ceremonia con una comunión en la que participaron los marinos y sus allegados más cercanos.

Gustav, mientras iba al lado de su madre, camino de la iglesia, le preguntó:

—Mamá, ¿vendrás también a la comunión?

—Pero, ¿es que vas a comulgar?

—Sí; todos mis compañeros van, y yo he pensado ir también. Ayer fuí a la casa parroquial a dar mi nombre.

Katrina reflexionó un momento y repuso:

—Entonces iré yo también. ¡Sabe Dios el tiempo que hace que no he comulgado!

Antes de empezar la ceremonia, entró en la sacristía y dió su nombre a fin de que quedara registrado el acto de su comunión. Siguiendo a los demás fieles, avanzó hacia el altar al lado de su hijo, y se arrodilló entre los marineros, sus mujeres y sus familiares.

Cuando, por la tarde, madre e hijo llegaron a Klinten, Lydia estaba sentada con su hijita en el regazo, y cantaba a media voz

El arpa de Sión a Johan, que la escuchaba con recogimiento. Katrina hubo de apresurarse a ordeñar y a cumplir las labores vespertinas de la casa.

Así concluyó el día.

Al siguiente, cuando Katrina se sentó para hacer calceta al lado de la cama, Johan le dijo:

—Oye, Katrina, ¿quieres cantarme algo? ¡Me gustaron tanto las canciones que ayer me cantó Lydia!

—Bien: ¿qué canción te gustaría?

—Si tú quisieras, aquella que dice:

En el cielo hay un tesoro: es de los niños

Katrina la cantó. No tenía una voz limpia y cálida como la de Lydia, pero su timbre grave y dulce complacía más aún al pobre enfermo.

—Katri… —dijo Johan cuando ella hubo terminado.

—¿Qué quieres?

—¿Sería mucha molestia que llamásemos al párroco para que viniera a darme la comunión? Ya sabes… —parecía intimidado y perplejo— que cuando uno va a morir es costumbre recibir la comunión.

—Johan: el párroco vendrá si tú lo deseas; pero no debes hablar como si estuvieras a punto de morirte.

—Es que ahora estoy preparado… Y sería hermoso ver cómo es.

—¿Cómo es qué?

—Morir.

—Oye… ¿y no podrías hablarme de otra cosa?

—¿Ahora?… Es muy difícil pensar en otra cosa cuando uno ha de prepararse para un viaje tan largo… Quiero decir que este año no tendré necesidad de equipo… ¡Quién sabe si no partiré antes yo que Gustav!

—Tú, por ahora, no vas a hacer ningún viaje, y lo sabes muy bien.

—¡Bah! Eso mientras el patrón de allá arriba no me llame… Si me llama, tendré que ir.

Vino el párroco, se sentó a la cabecera del enfermo, y pronunció un pequeño sermón, a propósito para él. Habían acudido Lydia y Johanna, las hijas de Beda; también estaban Elsa y Janne de Erka, que había ido a buscar al párroco en coche, y, finalmente, Katrina y Gustav. El pequeño grupo escuchaba con recogimiento la grave voz del pastor y le acompañó cuando entonó el cántico. Katrina había hablado al párroco al oído acerca del himno predilecto de Johan; y, así, cantaron:

 

En el cielo hay un tesoro: es de los niños

Que el Señor llama a juntarse a su grey.

Visten todos de blanco como lirios,

coronas de oro les ciñen la sien.

Cantan loas a Dios en el coro de ángeles

Al dulce concierto de un arpa celestial

Y ven al Corderillo, blanco como ellos,

Que vino a lavar el pecado mundanal.

 

Johan escuchaba beatamente, con mirada lúcida. Para él, aquélla no era una pura alegoría piadosa; para su mente inocente y crédula como la de un niño, no tardarían mucho en abrirse realmente las puertas de oro del Cielo a fin de dar paso al cansado viandante. Sí, así debía ser: todos llevarían allí coronas de oro en las sienes, escucharían música de arpas divinas, y vestirían ropajes de cándida blancura con que errarían entre coros de ángeles… Pero todo tenía sus leyes, sus condiciones. Ante todo debía comulgar; luego vendría la muerte, y el sacristán, con sus cantos, allanaría el viaje de su alma.

Arrimada al lecho, Katrina sostenía a su marido mientras el párroco le administraba los Sacramentos. Los demás estaban en torno, callados, la cabeza inclinada, las manos juntas, inmóviles. Terminada la breve ceremonia, el sacerdote posó la mano sobre la cabeza de Johan y pronunció estas palabras:

—¡Que Dios te bendiga y te acoja en su seno!

Luego saludó a todos los presentes y se fué.

Katrina se había resignado a la firme resolución de su marido de emprender aquel último viaje. Al principio había creído que su propia voluntad, unida a la de Johan, bastarían para retenerle aún en esta tierra, y acaso por mucho tiempo todavía. Pero veía ahora que un poder superior al suyo mandaba a Johan levar anclas y hacerse a la vela. Y por grande que fuera el afecto que él tenía a Katrina, obedecía; porque un patrón es siempre un patrón y hay que obedecerle.

Toda la atención de Johan se hallaba concentrada en el largo viaje que iba a emprender, y no se cansaba de hablar de aquel tema. Katrina asentía y, entre suspiros, le seguía en la descripción de la fantástica ruta que debía conducirle al puerto de destino.

—Katri —le dijo cierta vez—: ¡si un día llegáramos a ser lo bastante ricos para adquirir una tumba familiar! ¡Qué bien me encontraría allí si supiese que había de llegar un tiempo en que vinieras a reunirte conmigo!

—¡Qué importa dónde descanse nuestro cuerpo, Johan! —repuso Katrina con dulzura—. Si vamos a vivir en otro mundo, allí nos encontraremos, sea como sea.

—Lo sé, lo sé: si en aquel mundo hay mar y hay buques, navegaré de puerto en puerto hasta que te encuentre —le prometió Johan.

—Y yo estaré mirando.

—¿Hasta que avistes mi buque?

—Sí.

—Katri…

—¿Qué quieres?

—Allí seré otro hombre…, quiero decir más fuerte, más enérgico; sabré hacerlo todo mejor que aquí…

Katri ocultó el rostro para enjugarse una lágrima.

—Preferiría que siguieras siendo como has sido, Johan; de lo contrario, correría el peligro de no reconocerte —dijo con voz emocionada.

—Quisiera que nunca más tuvieras que avergonzarte de mí.

—Nunca me he avergonzado de ti, Johan. Sé perfectamente que en muchas cosas vales más que yo. ¡Cuántas veces he deseado poder ser tan honrada y tan sincera como tú…!

—¿Tan sincera

como yo? —repitió Johan levantando la cabeza sorprendido—. ¡Yo!… ¡El mayor embustero de la parroquia!

—Así, tal vez, lo ha creído la gente. Pero los que hemos vivido contigo más de veinte años, sabemos que no es verdad. Has sido más sincero que un hombre que no haya dicho una mentira en su vida.

—Yo he creído siempre que no sabía hacer otra cosa que contar mentiras y fanfarronadas —contestó Johan, con una carcajada que sacudió todo su frágil cuerpecillo.

Katrina sonrió.

—Has sido siempre un pésimo embustero. Y yo debo haber sido la única persona en el mundo que me he dejado engañar.

—Y, ¿hubiera podido conseguirte de otro modo?

—Quizá no. Pero si hubieras mentido mejor, acaso hubieses salido ganando.

—¿Y no debía haber…?

—No, no —repuso Katrina con lágrimas en los ojos—. Si hubieses obrado de otro modo, quizá nuestra vida de esposos habría acabado mal. Si he podido olvidarlo todo, es porque siempre has mentido tan torpemente.

Era a primeros de abril; avanzaba la primavera. Crecía la hierba y retoñaban los abedules. Los estorninos volaban de una parte a otra buscando brizna para tejer sus nidos en los

kolkar de Gustav; y en Batviken las embarcaciones se preparaban para la partida. Johan estaba ahora tan débil que pasaba las noches sin dormir, y hasta el respirar le costaba tal esfuerzo, que tenía la frente bañada de continuo en sudor. Estaba siempre con los ojos entornados y apenas hablaba. Katrina le cuidaba día y noche; le daba de beber y le enjugaba la frente. Algunas veces, Gustav hacía una escapada en mitad de su jornada de trabajo. Permanecía un rato sentado en casa, contemplando pensativo a sus padres, y luego volvía tranquilamente a su obligación.

—Katri… —susurró una vez Johan.

—¿Qué quieres?

—Ahora seremos tres aquí y tres allá.

—Sí, sí, Johan; claro que sí…

El lunes de Pascua la navecilla de Johan se aprestó a recorrer su último trecho en el mar de esta vida y a trasponer el brumoso horizonte de la muerte. Durante todo el día se había ido alejando; y, al llegar la noche, la lucecita de su vida brillaba tan débil, que era de esperar que se extinguiera de un momento a otro.

Katrina estaba sentada junto a la cama. Gustav, de pie, permanecía junto a ella.

Johan abrió a medias los ojos y dirigió a Katrina una mirada de indecible amor y gratitud.

—Adiós, Katri —susurró. Luego levantó la mirada hacia Gustav y quiso decirle algo, pero le faltaron las fuerzas. Volvió a mirar a su mujer y cerró los ojos. Unos breves estertores dolorosos, y todo terminó.

Katrina y Gustav continuaban inmóviles y callados. El sol de la tarde se posó sobre la colcha del lecho a través de los cuatro pequeños cristales de la ventana; el áureo polvillo de su luz cruzaba danzando la habitación.

Katrina se levantó, pasó suavemente la mano por la cabeza de su marido, le besó y murmuró:

—¡Gracias, Johan!

—Mamá, ¿qué debo hacer? —preguntó tímidamente Gustav.

—Tendrás que ayudarme —dijo Katrina, serena—. Vete a buscar agua para que lavemos a papá.

Gustav cogió el cubo y se fué a la fuente. Mientras tanto, Katrina buscó la ropa para amortajar a su marido. Juntos, lavaron piadosamente el cuerpo del difunto y le pusieron una camisa limpia. Luego colocaron una tabla sobre dos sillas y depositaron encima el cadáver, cubierto con una sábana. Katrina cortó una flor de geranio y la puso entre las manos del muerto. Después se volvió hacia Gustav y le dijo:

—Ve a casa de Beda, y diles que papá nos ha dejado.

Gustav fué a dar la noticia a los vecinos, y poco después entraban Lydia y sus hermanas. Levantaron la sábana y dieron el último adiós a Johan; luego, todas a coro, entonaron un salmo.

Gustav y Kalle Seffer construyeron el ataúd, y Katrina cosió la mortaja. Gustav fué al bosque a buscar ramas de mirto y de enebro, y Katrina tejió dos coronas, una por ella y otra por sus hijos.

El día del entierro invitó a todos los vecinos a tomar café con bizcochos. Janne de Erka condujo el cadáver al camposanto. Katrina y su hijo caminaban, uno al lado del otro, a la cabeza del cortejo, con sus coronas colgadas del brazo. El maestro de escuela, con su hermosa voz, cantó el himno favorito de Johan; y Katrina se preguntaba si Johan habría llegado ya a la otra orilla y llevaría ya ceñida su corona de oro.

Una vez terminada la ceremonia, los acompañantes volvieron a sus hogares respectivos, y, como siempre, cada uno iba abandonando el cortejo a medida que llegaba a su propia casa. Katrina se sentía cansada al subir el sendero que conducía a su hogar, cansada como si hubiese cumplido la labor de una vida entera y sólo deseara echarse y descansar en paz ahora que la noche se avecinaba. No era sólo el cuerpo: también sentía fatigada y dolorida su alma. Pero, ¿qué haría durante aquel dilatado crepúsculo? Ella, como Beda, había olvidado también cómo se descansa, y no sabía qué hacer de sus robustas manos, avezadas al trabajo, ahora que no tenía a nadie que reclamase su ayuda.

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