Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXI

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Katrina preparó la cena y llamó a Einar a la mesa. Estaba contenta, pero al propio tiempo se sentía insegura ante el carácter reservado y un tanto enigmático de su hijo. Era preciso proceder con cautela para descubrir en qué estado de ánimo llegaba ahora.

—¿Has estado bien a bordo?

—Sí.

—Toma otro pedazo de tocino… Y… ¿dónde piensas vivir en Mariehamn durante el invierno?

—Ya tengo comprometida una habitación.

—¡Ah!… Te costará muy cara…

—Todo cuesta su dinero.

—¿Dónde has desembarcado?

—En Nystad.

—¡Ay!… ¡Han pasado tantas cosas desde que te fuiste!…

—Sí, claro…

—Pero papá se marchó contento…

—Hum…

—Si quieres quitarte esa ropa, te la lavaré, y te la coseré si hace falta.

—Lo he dejado casi todo en Mariehamn.

—¡Ah, vaya!… Y, ¿cómo has venido a Bomarsund?

—En barca.

—Ya.

Todo era inútil… El muro que les separaba continuaba irguiéndose inconmovible entre los dos. El muchacho era bajo de estatura y ancho de hombros, con la espalda más bien inclinada. Conservaba el mismo semblante bronceado y el mismo bigotito de la otra vez. Pero, en conjunto, había adquirido un aire forastero, aquel aire que distingue al hombre acostumbrado a correr mundo.

Durante los pocos días que pasó en casa, Einar estuvo siempre absorto en sus libros. Se sentaba a la mesa, y pasaba allí las horas silencioso y abstraído; sólo levantaba la cabeza cuando Katrina le advertía que la comida estaba a punto. Pocos días antes de su marcha a la ciudad, Katrina se decidió, una noche, a hablarle:

—Einar —le dijo—: ¿quieres venir conmigo al cementerio a ver las tumbas? Yo voy allí de vez en cuando para regar las flores.

Einar levantó la cabeza, con la antigua expresión desapacible de cuando le incomodaban; pero, al propio tiempo, pareció algo conmovido.

—¿Cuándo quieres ir? —preguntó.

—Sería mejor que fuésemos temprano; antes de que obscureciera.

Einar cerró el libro y se levantó. Katrina se anudó el pañuelo a la cabeza y los dos salieron. Iban callados, uno al lado del otro. Katrina pensaba en lo distinto que era todo cuando la acompañaba Gustav, cuya lengua no paraba un instante.

Abrieron la verja y entraron.

En el cementerio, bajo la sombra de las frondosas encinas, reinaba el silencio y la paz de siempre. Alguna que otra silueta se movía silenciosa entre las tumbas. Katrina condujo a su hijo adonde estaban las dos humildes sepulturas del cementerio nuevo. Allí, a campo abierto, la luz era más intensa. Primero se detuvieron ante la tumba de Johan. Katrina se agachó para arrancar algunos hierbajos que crecían en el montículo; luego cogió la maceta de hierro, y vertió cuidadosamente en la tierra un poco de agua que había recogido en una fuente del camino, y que llevaba en el cubo de la leche. Entonces se dió cuenta de que Einar también estaba arrodillado y arrancaba hierbas de la sepultura.

—¿Sufrió mucho papá? —preguntó él.

—Oh, no; fué extinguiéndose dulcemente, poco a poco —repuso Katrina.

Procuraba no mirar a su hijo por temor a desazonarle y hacerle recaer en su silencio.

—Ya sabes —prosiguió ella— que papá no había sido nunca un hombre fuerte y sano; así que no se le puede juzgar como a tantos otros. Pero nunca tuvo miedo a la muerte; la muerte era para él la cosa más natural del mundo. Yo, luego, estuve también muy enferma; pero Gustav me cuidó con mucho cariño —terminó.

Einar se mantuvo callado. Cuando Katrina se levantó y se acercó a la otra tumba, él permaneció todavía un rato de rodillas donde estaba; luego se aproximó también lentamente al montículo bajo el cual reposaba Sandra, Allí, Katrina limpió igualmente la tierra de malas hierbas, y vertió agua como en la otra.

—Hermanita Sandra sería ya grande ahora —dijo él, pensativo, cuando regresaban.

—Sí. Hubiera recibido la confirmación la primavera pasada.

—¡Si vieses cómo van vestidas las confirmandas en las ciudades!

—¿Van bien vestidas?

—Sí. Tampoco Sandra habría hecho mala figura.

—Es verdad. Pero, como decía papá, es más hermoso todavía ser un ángel.

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