Katrina

Katrina


CAPITULO XXII

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Hacia bochorno en él cuarto a pesar de estar la ventana abierta de par en par y sujeta para que no pudiera cerrarse. Katrina sonrió al verlo. El aya era alemana. Ninguna rusa hubiese abierto una ventana estando la tempestad tan cerca.

Volvió la mirada hacia él icono que colgaba de la pared por encima de la cuna, con un racimo de velas blancas encendidas. Recordó los pececillos secos que su madre había empleado para iluminar él descolorido icono de la cabaña, para intentar disipar con luz de esperanza la temida oscuridad de sus necesarios pecados.

«Pecados del cuerpo, pero sin los cuales quizá se hubiesen muerto de hambre sus hijos», pensó Katrina.

Y no se dio cuenta de que lo estaba haciendo en alta voz hasta que notó que el centinela la miraba con curiosidad.

—Estaba pensando en mi madre —anunció sencillamente Katrina, y sin la menor sensación de vergüenza.

Al cabo de un rato regresó a su lecho. La tempestad se estaba acercando más, alargando bruscas lenguas bifurcadas de brillantes relámpagos hacia los tejados de Petersburgo. La música procesional del trueno creció en volumen.

Katrina dormitó e hizo planes para la mañana, que sería hermosa y despejada tras la tormenta. Se levantaría temprano y saldría al jardín con Petrushkin para ver laborar a los trabajadores en los surtidores y figuras que habían de alzarse a los lados de una gran avenida hasta el mar.

Se aproximaba la aurora cuando se vio él relámpago mayor. Le despertó a Katrina. Iluminó la noche fuera, y pareció penetrar de pronto en la habitación. El trueno que estalló inmediatamente le hizo silbar los oídos.

El grito que lo siguió, repercutió por las estancias vecinas. Katrina se incorporó, sabiendo que algo había sucedido, pero sin comprender aún qué. Volvió a relampaguear, y se vio reflejada en el espejo del otro lado del cuarto.

—¡Pedro! —Le sacudió hasta despertarle—. ¡Un rayo ha caído sobre palacio!

El zar se incorporó.

—Sí, algo se quema —dijo, con la voz aún espesa por el sueño—. Debe de haber dado en la viguería del tejado.

Katrina había saltado ya de la cama.

—Petrushkin se habrá asustado. Es preciso que vaya a su lado.

El zar empezó a seguirla, y luego se detuvo.

—Los criados están ya demasiado asustados del trueno. No hemos de dar nosotros la sensación de que estamos asustados también. Te seguiré dentro de unos instantes.

Ella caminó tan tranquilamente como pudo hacia el cuarto del niño.

En Los corredores se observaba gran revuelto de nerviosa excitación. Las doncellas corrían y gritaban. Loe centinelas ocupaban los puestos correspondientes, pero varios de ellos se estaban santiguando y mascullando oraciones. Al llegar Katrina a la cerrada puerta del cuarto, sonó, dentro, un prolongado gemido. No era el grito de una criatura, sino él de una mujer aterrada, y a través del miedo del pánico y del miedo del sonido, Katrina reconoció la voz del aya alemana.

Era de dentro del cuarto de donde salía tan fuerte olor a quemado, que se le agarró a la zarina a la garganta. Le temblaron las manos al hacer girar el tirador.

La habitación estaba oscura por contraste con el bien iluminado corredor. La mariposa del aya se había apagado, y Katrina sólo podía verla como confuso montón blanco en el suelo. El aire de la estancia estaba cargado de un sabor amargo, metálico, y Katrina vio que la ventana colgaba arrancada de las bisagras, como un ala tronchada.

—¡Luz! —gritó, roncamente—. ¡Luz!

Al cabo de un instante llegó uno de los centinelas con un candelabro arrancado de una de las mesas del corredor.

Al iluminarse el cuarto con el amarillento resplandor, vio a su hijo.

Yacía sobre el colchón, que no era ahora más que un montón de hollín congelado. Los ángeles de cobre bruñido se habían fundido como si fuesen de cera. Las lenguas del bifurcado rayo habían aterrizado en la cuna, destrozándola por completo. Y la criatura estaba muerta.

Quizá transcurriese un momento o fuese una hora antes de que llegara él zar y se colocase a su lado. La alzó del suelo y la estrechó fuertemente contra sí. El niño estaba, evidentemente, muerto. Ninguno de los dos hizo el menor movimiento por tocarte.

—¡Oh, Pedro! —dijo ella. Y, sin saber por qué, no podo llorar ni conseguir que tuviese dejo de dolor su voz.

—Está muerto, Pedro. ¿Qué haremos?

Los oscuros ojos de Pedro estaban rígidos de respetuoso temor al contemplar a través de la rota ventana la tormentosa noche. Pero la voz sonó llana, como en su conversación habitual:

—Es la maldición de Dios sobre nosotros. Me está castigando por mis pecados.

Tocó el ala fundida y retorcida del ángel que se había esculpido para servirle de protección a su hijo y cuyo extendido plumaje metálico había atraído el rayo. El metal aún estaba caliente. Dejó que le quemara el dedo sin sentir ninguna sensación de dolor.

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