Katrina

Katrina


CAPITULO XXIII

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LOS monótonos y complicados ritos funerales por él principito Petrushkin, con todas las fatigantes formalidades de la Iglesia Ortodoxa Rusa medieval, se prolongaron días y días entre cantos fúnebres ahogados por él incienso y agotadoras postraciones sobre el desnudo suelo de la nueva Catedral de Petersburgo, que no tardó en quedar tan llena de las emanaciones de los innumerables incensarios que cada pilar forjado del Tserkvi apenas se veía desde su vecino.

El zar y la zarina, temblando de tensión, bajo el fantástico peso de sus ropas oficiales de duelo, siguieron el ritual sin interés. Katrina derivó muy poco conduelo de él, porque, para ella, el futuro parecía prolongarse sin fin, sin la alegría de tener a Petrushkin. Katrina lloró a su hijo como mujer y madre, y hubiera podido creer que ningún dolor podía ser más profundo que el suyo.

Pero Pedro estaba sufriendo un tormento que se hallaba hasta fuera de la comprensión total de Katrina. Además de echar de menos a un hijo amado que le había proporcionado verdadera felicidad, Pedro estaba llorando también a un heredero.

Para el zar Pedro, el destructor mensaje del rayo caído del cielo, no sólo era la muerte de Petrushkin, sino de toda su propia vida y sus obras.

Parecía como si se hubiese abierto el cielo para condenarle por la maldad de sus reformas modernas, y que la espada del Ángel de la Muerte había dado fin a toda esperanza del zar Pedro de que sus ideas occidentalizadas pudieran sobrevivir más de un simple puñado de años. Nadie había ahora sobre quien pudiese el zar depositar la esperanza de que continuaría sus esfuerzos por impedir que su pueblo volviese a las costumbres orientales y a los prejuicios supersticiosos de los que había empezado él a sacarle. Una vez muerto él, parecía seguro ahora que la selva de la intolerancia y de los ritos crecería inmediatamente ahogando todo cuando había él hecho o intentado hacer.

Los enemigos del zar estaban diciendo ya, aun durante la ceremonia, que Dios había hablado personalmente para declararle equivocado.

Su sucesor había de ser, lógicamente, el Gran Duque Pedro, hijo de Alexis. Mal podía haber declarado el zar ningún oteo sucesor ahora que Petrushkin había muerto, sin sumir a su imperio en inmediata guerra civil Sin embargo, también era de esperar que a su muerte, la poderosa facción de sus enemigos, capitaneada por los Lopukhins, reclamarían al Gran Duque. Pedro en nombre de su única pariente consanguíneo directo: su abuela Eudoxia. Pedro se daba amargamente cuenta de lo que sucedería. Eudoxia lo convertiría en cuestión de fanático deber destruir todo cuanto hubiese erigido el zar Pedro y pasar por el fuego y la espada a todo ser humano sobre el que hubiese sonreído él jamás o al que hubiera dispensado su favor.

Katrina vio que se hallaba completamente agotado. Sin consultarle, envió un mensaje urgente al Patriarca, pidiendo que se abreviara el ritual por bien de la flaqueante salud del monarca.

Aquélla fue la primera noticia que tuvo el Patriarca de que su viejo enemigo el zar ya no se encontraba fuerte. Tan animadora noticia le impulsó a alargar aún más las ceremonias. Fue el propio zar Pedro en persona quien puso fin a todo ello abandonando la catedral y negándose a volver.

—Dios y todos los santos me han abandonado —dijo—. ¿De qué sirven mis oraciones por mi hijo? Dios me ha dado la espalda, y yo le daré la espalda a Dios.

Era el comentario de un enfermo; pero le hizo estremecerse a Katrina.

—Has de descansar —le dijo—, y no debes decir esas cosas. Te sentirás mejor después de haber descansado.

—¡Al diablo con el descanso! —bramó el Zar—. ¡Que me traigan coñac!

* * *

El olor a coñac cargado de especias se alzó tan penetrante de los jardines del Palacio de Petersburgo, que la muchedumbre se congregó en las calles vecinas a olfatearlo.

Algunos jóvenes atrevidos se habían encaramado al muro de palacio, corriendo él riesgo de un balazo de mosquete de los centinelas, para atisbar lo que sucedía en el interior. Ahora estaban gritando excitados comentarios la mar de ávidos rostros campesinos que escuchaban sonrientes.

Los interminables preparativos funerales habían deprimido a toda la ciudad. Los campesinos sentían una avidez infantil por alguna clase de alivio espectacular. Y el zar Pedro debió de haber experimentado la misma necesidad, porque estaba dando una fiesta. Eso era hasta entonces, lo único que la muchedumbre sabía.

Estuvieron viendo llegar a

boyardos, nobles y favoritos de la corte durante toda la tarde.

Ahora que las puertas de palacio estaban cerradas y con la llave echada, sonrientes centinelas anunciaron a la muchedumbre que la orden que había dado el soberano a los porteros era la siguiente:

—¡Qué a ninguno que no esté borracho, sea hombre o mujer, se le permita salir de palacio!

¡Ah! ¡Era un bromista aquel zar Pedro! Los soldados de la guardia le adoraban, y los campesinos se regocijaban con sus chanzas. Uno tenía que llegar alto en las jerarquías para encontrar a los enemigos del soberano.

Y ahora estaban encendiéndose las antorchas en el jardín y la fiesta había dado comienzo. Todos los favoritos de la corte, todo notorio libertino de Moscú, se paseaba por el parque enfundado en algún disfraz cómico Cada uno de ellos iba seguido de seis altos granaderos que transportaban un enorme cuenco rebosante de coñac muy cargado de especias.

Era orden del zar —recibida con aclamaciones— que debían circular por entre la multitud de invitados apoderarse de cada persona que al favorito se le antojara señalar, ya fuese hombre, mujer, boyardo o general, y echarle coñac garganta abajo.

El propio zar, vestido con el traje que siempre le había producido mayor consuelo —el de un trabajador flamenco, con blusa basta y pantalón de lona azul— estaba la mar de ocupado haciendo lo propio, rugiendo con excesiva risa, brillantes de fiebre los ojos.

Katrina, pálida en su preocupación por él, forzada su sonrisa, circulaba por entre los invitados. Si el zar, en su enfermedad y su desesperación sentía necesidad de una francachela, y no había manera de impedir que la tuviese, Katrina decidió que lo único que podía hacer ella era hallarse en pleno jaleo a su lado. Sabía que no había comido nada sólido en muchos días.

La música, la comida, la bebida y las bromas increíblemente pesadas que constituían las únicas normas de diversión que había conocido jamás la corte rusa y a las que los plenipotenciarios francés e inglés siempre habían encontrado difícil acostumbrarse, se hallaban ahora en todo su apogeo. Muchos de los participantes más débiles habían empezado ya a sucumbir y les estaban echando por encima cubos de agua fría acompañados de estrepitosas risas y gritos.

Un trozo de luna helada brillaba muy alto en la oscuridad de la noche. Se estaban congregando las nubes y las antorchas brillaban con mayor resplandor por entre los árboles de ramas desnudas del jardín. Katrina vio que el zar se había desabrochado la blusa hasta la cintura. Había bebido de una manera tremenda, inhumana, y, sin embargo, la fiebre le había mantenido casi normal. Pero mientras le observaba, le vio de pronto tambalearse y agarrarse el cuerpo por debajo del corazón.

—Pedro —dijo Katrina, urgentemente—. Pedro, por favor, deja que te lleve dentro.

Estuvo tambaleándose un instante, luego se desasió dulcemente de su mano.

—No —dijo, con voz gruesa—. No me pasará nada, no te preocupes…

Menshikof logró con dificultad abrirse paso hasta ella y dijo:

—Kitty, por el amor de Dios, llévatelo a la cama. Está enfermo.

—Oh, ya lo sé, Alec —contestó la zarina, en tensión—. ¿Qué podemos hacer? ¿Quieres irte a casa y le diré que te has ido? Quizá se serene al sabe que te has marchado.

Asintió él con un gesto. Le vio cruzar los jardines en dirección a la puerta principal y, al cabo de un momento, vio el destello de metal bruñido al abrirse la verja para darle paso.

Halló al zar en el centro de un grupo. Tenía un tambor colgado del cuello y lo estaba tocando con feroz habilidad, como para ahuyentar de si sus propios pensamientos de pesadilla con el persistente clamor.

Vio que las azuladas venas por encima de la oreja izquierda se le habían apelotonado y pulseaban. Era evidente que estaba pasando uno de sus dolores de cabeza más fuertes. Y algo de su tensión se le estaba comunicando a los que le rodeaban, aun a través de las brumas de coñac y vodka que les oscurecía el cerebro.

Katrina corrió a su lado y se apretó contra él. Notó que le ardía de fiebre el cuerpo.

—Pedro —imploró—, ¡para, por favor!

La miró con ojos aturdidos, desenfocados.

—Kitty —murmuró vagamente—, echa un trago de coñac.

Se le arrasaron los ojos de lágrimas, y el zar las vio.

—¿Qué pasa? —le preguntó, rodeándola con un brazo—. ¿Qué pasa?

—Alec se ha marchado —dijo ella, sencillamente—. Se ha ido a casa.

El rostro del zar se nubló. Tiró el tambor, rompiendo la gruesa correa de que colgaba.

—Conque se ha ido, ¿eh?

Miró como loco a su alrededor, cerrados los puños.

Katrina vio que varios de los favoritos más leales del zar le estaban contemplando con desconcierto y con naciente aprensión. Los ojos de ella les imploraron, silenciosos:

—¿No os dais cuenta? Está enfermo… Ayudadle…, ayudadle…

De Villebois sintió intuitivamente la suplicante urgencia de su mirada y dio un paso hacia ella. El principe Romdanovsky empezó a abrirse paso por entre la muchedumbre.

Pero fue el conde Tolstoi quien reclamó la atención del zar. Los ojos grises de Tolstoi eran los únicos que estaban completamente alerta entre los de todos los que rodeaban al zar. No tenía encendido el rostro por el coñac y el mero hecho de que hubiese podido lograr aquel milagro era una prueba de su ingenio.

—Señor —llamó—, ¿por qué no castigamos a nuestro pobre y engañado amigo Menshikof? ¡Prohibámosle la entrada a toda taberna de Petersburgo! Llevemos jarras de cerveza a su casa y sentémonos alrededor de su cama a beber hasta que le hagamos enloquecer de sed. Le haremos volver arrepentido antes de que rompa el día.

Se alzó una carcajada entre los que le escuchaban, y el zar sonrió de mala gana. Era una broma burda, pero a la corte del zar le gustaban las bromas de esa clase.

—Vamos —gritó De Villebois—. ¿Quién se ofrece voluntario para cruzar el Neva esta noche como misionero de Baco para luchar por el alma sedienta del pobre Alec contra los horrores de permanecer sereno?

Hubo sonrisas. En un instante, la tensión que se había desarrollado en el jardín se desvaneció. Al zar casi lo arrastró la presión de sus amigos hacia donde la barca real se mecía en la marea. La muchedumbre corrió a su alrededor y por detrás. Fenómenos y enanos bailaron. Los músicos hicieron sonar sus instrumentos. El conde Tolstoi le habló a Katrina al oído. —Hemos de empezar a dispersar al grupo en cuanto lleguemos a casa de Alec— dijo. —Creo que el zar está demasiado enfermo para que esta broma se lleve adelante.

Ella asintió con un movimiento de cabeza, que expresaba su agradecimiento, y le dio un apretoncito en el brazo.

Los más privilegiados de los juerguistas se apiñaron en la ancha embarcación de quilla plana. Había llovido en las colinas más allá de Petersburgo y el río bajaba rápido y gris, arrastrando ramas de árbol.

Romdanovsky contempló con aprensión la veloz y gorgoteante corriente.

—¿No habrá peligro, señor? —osó decir.

—Y ¿qué importa eso? —rugió el zar. Los remeros habían perdido toda esperanza de poder remar por los costados y se habían retirado a popa con dos remos largos.

La embarcación empezó a apartarse de la ribera y en aquel instante, Katrina vio a Grog en él muelle. El enano había estado decidido a ir en la barca, pero le había sido imposible abrirse paso a través de la desordenada y ebria muchedumbre. Se hallaba ahora en el borde del muelle, con él rostro compungido, contemplando la distancia entre ribera y embarcación.

—¡Grog! —llamó Katrina. Y le agitó una mano, en gesto de consolación.

El hombrecillo interpretó mal su gesto. Intentó saltar. La distancia no hubiese resultado excesiva para él en otros tiempos; pero los años le habían hecho más lento. Cayó de cabeza en el alborotado río.

Su voz, incongruentemente profunda y musical, sonó en grito de desesperación y Katrina vio durante un instante su aterrada faz al cubrirle el agua.

El zar se irguió. El grito del enano y el de Katrina habían logrado traspasar la fiebre que le consumía el cerebro. Se abrió paso brutalmente hacia el costado de la barca. Su tremenda voz dominó los gritos y el clamor de barca y tierra.

Allá lejos, los gritos del zar fueron contestados por otros tan profundos, pero quebrados por una tos ahogada.

El zar se arrojó al río en la oscuridad y desapareció al instante arrastrado por la corriente.

* * *

El enano estaba muerto cuando le sacó Pedro a tierra. Su deformado cuerpecito estaba exangüe y su boca vertió oscura agua del río sobre lee planchas de madera.

Las irisas y gritos de borrachera de los que se hallaban en la barca y en él muelle se habían apagado, haciéndose un silencio lleno de intranquilidad. Algunos de los cortesanos se reunieron ahora alrededor del zar, y Romdanovsky le echó, en silencio, una capa sobre los hombros.

—Me encuentro perfectamente —dijo.

Y parecía estar hablando consigo mismo.

Romdanovsky no llegó a tiempo para asir al zar cuando éste se tambaleó y cayó, con un hilillo de espuma en la boca y los ojos vueltos hacia adentro. Aún estaba sin conocimiento cuando le depositaron sobre la cama.

Katrina había mandado un mensajero urgente a Menshikof, llamándole a palacio. Llegó éste al poco rato y le dijo:

—He mandado llamar a los sacerdotes.

Tenía muy seria la mirada.

—Has de cambiarte de vestido —dijo.

Y Katrina se dio cuenta por primera vez que tenía empapada la ropa.

Marchó, sumisa, y regresó con el vestido verde que siempre había sido el favorito de Pedro entre los centenares que ahora llenaban su guardarropa.

El zar seguía en estado comatoso, respirando fuerte y secamente, contraída la cara en rígido espasmo, e inyectados en sangre los fijos ojos. Parecía estarle mirando de hito en hito a Katrina; pero era evidente que no la veía.

Durante tres días la zarina permaneció junto al lecho de Pedro. Le cuidó con sus propias manos, como siempre había hecho, y, de vez en cuando, el zar parecía salir a la superficie del mar de tinieblas en que se hallaba sumido. Se le movían los labios, y su mirada erraba por la vasta y melancólica estancia, como buscando algo que no lograba encontrar.

El Patriarca había acudido a toda prisa de la Catedral. Se alzó una capilla especial en el cuarto contiguo a aquél en que yacía Pedro moribundo, y Katrina pudo oír noche y día el monótono murmullo de los cantos de los popes.

Sabía que el zar iba a morirse. Esta vez no cabía la menor duda de ello. El gran zar de todas las Rusias estaba a punto de dar su vida por amor al pobre y contrahecho Grog. Hubiera sido al enano a quien se hubiese vuelto Katrina en busca de consuelo a su dolor por el estado de Pedro. Y ahora estaba muerto el valeroso pequeño, y el grande se estaba muriendo también.

Y Katrina comprendió que pronto se encontraría sola. No simplemente como se encuentra sólo un ser humano, sino en esa soledad mayor que sólo las viudas de los grandes hombres pueden conocer, la soledad de las esposas de los reyes muertos.

Pero no empezó a llorar hasta que vio descubrir los miembros del zar para ungirlos con los Sagrados Oleos.

Cuando los sacerdotes le dejaron al descubierto, y vio cuán delgado había quedado su poderoso cuerpo en los últimos días, las lágrimas le quemaron los ojos y no pudo contenerlas más.

Los sacerdotes, de lento movimiento y oscuro ropaje, no paraban un instante ni dejaban de cantar sus ritos, y Katrina temió que ello sólo sirviera para agotar aún más aprisa al zar y para quitarle cualquier probabilidad que pudiese tener de quedarse dormido y obtener un poco más de fuerzas.

—Dejadle en paz —ordenó con firmeza—. Ya se le ha ungido y rezado bastante.

Y echó a todos los altos dignatarios de la Iglesia del cuarto, cerrando ella misma la puerta tras el último.

Fue entonces cuando durmió y cuando volvió a despertar con sobresalto al producirse un movimiento en la cama.

Pedro estaba despierto. Oyó el roce de su mano sobre la cubierta. Tenía los ojos abiertos y se dio cuenta de que la reconocía. Le besó la húmeda frente.

—Kitty —dijo, y su voz no era más que un susurro sibilante—, gracias por estar aquí… Oh, Dios… Reza por mí, Kitty… No permitas… que Eudoxia… lo destruya… todo…

—Te prometo que no destruirá nada. —Le tocó los labios con los dedos, como para sellar en ellos la chispa de fuerza que tan bruscamente había surgido—. Has trabajado demasiado. Dios comprende. Él está vigilando. Me dará a mí fuerzas para ver terminada ta labor. —Las palabras la estaban ahogando—. Yo protegeré todos tus sueños de Rusia —dijo, y vio desaparecer la tensión de su semblante.

—Bendita seas —dijo él.

Y no habló más.

Se dejó caer ella sobre su cojín y dormitaba otra vez, cuando, con un rápido movimiento espasmódico el zar se incorporó, dispersando la ropa de la cama. Con inesperada fuerza puso los pies en el suelo. Tenía la mirada fija en el vacío. Le posó ella las manos en los hombros y, al sentir su contacto, empezó a luchar en dirección al vacío que le aguardaba tras ella, y que ni sus ojos ni los de ella podían ver.

—Kitty —susurró con urgencia—, ella no debe…

Y cayó hacia atrás, sobre la cama, sin vida.

Tenía los ojos abiertos, y ella los estuvo contemplando un buen rato para ver si parpadeaban. Pero no hicieron. Le temblaron los dedos al cerrarle los párpados.

Cuando retrocedió un paso tras cumplir este deber, el lecho se vio rodeado inmediatamente de médicos, sacerdotes y correos que habían acudido llamados por el vigilante centinela de la puerta que había visto su gesto.

Menshikof se abrió paso a través del cuarto. Miró hacia el lecho, y se santiguó fervientemente, y sintió el dolor como una serpiente fría en el alma. Pero lo que había acudido a hacer, era por el hombre a quien había amado, por lo menos tanto como para sí. Y fue el saber esto lo que le dio fuerzas para seguir adelante con su propósito, para no dejarse detener por una sensación de pérdida que era como el instante antes del olvido que seguía a una herida mortal.

La asió del codo.

—Aprisa —dijo—, has de venir inmediatamente.

Estaba demasiado aturdida ella para resistirse.

Se encontraba junto a la alcoba de ella, y Menshikof abrió la puerta. No había entrado Katrina en su cuarto desde hacía tres días y la delicada fragancia de su propio perfume le refrescó el olfato tras el incienso de la cámara mortuoria.

—¡Siéntate aquí! —ordenó Menshikof, haciéndola tomar asiento sobre el escabel de su mesa de tocador.

Corrió al guardarropa y volvió con un grueso vestido de viaje.

—No hay tiempo para ninguna otra cosa —dijo—. Podremos obtener ropa en otro sitio. Vamos, Kitty, hay que darse prisa si hemos de salvarnos.

—¿Qué quieres decir, Alec? —Se pasó una mano por los cansados ojos—. Quiero volver a su lado…

Menshikof dominó su propia impaciencia respirando profundamente.

—Kitty —dijo—, de un momento a otro anunciarán ya la muerte del zar. Y anoche, en una sesión del última hora, el Consejo de Ministros decidió que el legítimo heredero al trono de Rusia era el Gran Duque Pedro…, el hijo de Alexis. Eudoxia y los Lopukhins han de constituir el Consejo de Regencia, ¡Eudoxia, Kitty! El Patriarca ha mandado ya un carruaje al Convento de Susdal en su busca. En cuanto llegue aquí, ello significará la muerte instantánea, o algo peor, para ti, para mí, y para todos los amigos de Pedro. Es preciso que huyamos en seguida.

—Y ¿luego? —inquirió Katrina.

—Lo primero es salvarnos la vida —dijo Menshikof—. Estando vivos, podemos conspirar y contra conspirar. Pero muertos no servimos para nada. Salvaremos la vida y aún tendremos alguna probabilidad.

—¿Alguna probabilidad? —repitió Katrina con amargura—. ¿Es eso lo único que nos queda ahora…, alguna probabilidad?

Se vio el rostro en el espejo y observó cuán pálida estaba.

—Alec —dijo—, sé que eres un hombre de valor. Bien sabe Dios que eso jamás lo he dudado. Pero ¿hemos de correr y salvarnos la piel, y ver toda la obra de Pedro…, todo aquello por lo que ha vivido y trabajado…, anulado? ¿Quieres que la gente de Eudoxia lo destruya todo?

Menshikof preguntó, con aspereza:

—¿Qué otro recurso hay, Kitty? ¿Qué otro recurso queda?

—Alec…, si quieres sacarme ropa apropiada del ropero, tráeme la guerrera de húsar que llevé cuando la campaña turca.

Tomó él enjoyado peine y se lo pasó por el desordenado cabello.

—Pero, Katrina… ¿Qué puedes tú hacer?

—No estoy segura de lo que puedo hacer, salvo que yo no puedo huir. —Irguió con orgullo la cabeza—. Me niego a huir, Alec…, ni siquiera para poder luchar más tarde. Voy a intentar conservar el trono en memoria de…, de Pedro.

Se pintó los labios hasta que brillaron con sonrosado calor.

—Tú y yo, Alec, amigo mío… Tú y yo sabemos lo que hubiese querido Pedro que hiciéramos. Yo voy a quedarme. ¿Te quedarás tú conmigo?

Se abrió la puerta. Romdanovsky asomó la cabeza.

—¿Estáis preparados? —inquirió con ansiedad—. No hay instante que perder. El general Repnin ha ordenado asamblea general de los Húsares, la Guardia de Palacio y la Guardia de Simenof. La plaza estará llena dentro de unos minutos y no podremos atravesarla.

—No nos interesa atravesarla —anunció Katrina, con firmeza—. No nos vamos.

Menshikof le estaba poniendo ya la guerrera de húsar a Katrina por encima de los helados hombros.

Los ojos de Romdanovsky se abrieron desmesuradamente al comprender.

—¿La partida es ésa, entonces? —inquirió, vacilante.

—¿Me escucharán a mí los soldados? —inquirió la zarina—. ¿Me escucharán. Fedor? Menshikof repuso:

—Apenas escucharán a nadie. No han recibido paga alguna desde la muerte de Petrushkin. La voz de Katrina no se alteró.

—Dile al general Repnin que la paga de toda la Guardia va a ser doblada y que se les pagará esta noche.

—¿Por orden de quién?

—Dile —respondió Katrina, serena, con la mano de Menshikof aún sobre el hombro— que se ha hecho por orden de la zarina.

—Fedor —dijo Menshikof, y Katrina sintió la triunfal excitación temblar en sus dedos—, no por orden de la zarina. Dile que es por decreto de Su Imperial Majestad Catalina Primera de Todas las Rusias… y dile que puede disparar los cañones de palacio en saludo real. Y encárgate de que tenga el cañón de una pistola metido en la barriga si vacila un instante.

Romdanovsky tragó saliva. Su mirada descansó sobre Katrina un momento, penetrante, escudriñadora, Luego dijo:

—Entonces, prepárate para aparecer en el balcón, por amor de Dios, donde pueda verte la tropa.

Katrina movió afirmativamente la cabeza, no sintiéndose con fuerzas para hablar. Parecía a punto de saltársele el corazón por la boca, y se estaba preguntando si notaría Menshikof sus palpitaciones. Menshikof dijo:

—Dame unos minutos para reunir a nuestros amigos, Kitty. Están todos preparados para salir huyendo, para abrirnos paso hasta los barcos a mandoblazos si es preciso. Tengo que decírselo.

—También —ordenó Katrina, con voz ahogada— cuando yo salga al balcón colócate detrás de mí con tu pistola. Si no me aclaman, Alec, has de matarme. Pudiera salvarte a ti la vida. Aun cuando yo fracase, no hemos de darnos por vencidos.

Menshikof le dirigió una larga mirada, casi como hiciera Romdanovsky, y comprendió que aquellos dos amigos de Pedro estaban pesando las probabilidades fríamente, con todo el valor y toda la lealtad que ambos les caracterizaban, La mirada de Menshikof acabó en una sonrisa.

—Kitty —dijo— perdamos o ganemos, maldito al voy a ser yo quien te pegue un tiro. Que lo haga Romdanovsky si es que ha de hacerlo alguien. Pero ven, hemos de darnos prisa,… ¡Hay mucho quehacer!

* * *

El mariscal Ogilvy y él conde Tolstoi aguardaban en la cámara del consejo del zar, cuyas ventanas daban al balcón desde el que se veía la plaza, de Palacio.

Ogilvy estaba riendo.

—¡Escuchad eso! —dijo.

De la atestada plaza al pie del balcón se alzaban exclamaciones, gritos y vivas. No tenían él orden de una aclamación, sino que eran los gritos de tres mil hombree que se encontraban de pronto de muy buen humor.

—Acabamos de darles la noticia —anunció Ogilvy—, que la emperatriz Catalina ha decretado que se les doble el sueldo.

Escudriñó él rostro de Katrina al hablar. Ella estaba pálida e insegura; pero seguía con la cabeza erguida, llena de su nueva autoridad, y algo hizo que la sonrisa desapareciese del rostro jubiloso de Ogilvy.

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