Katrina

Katrina


CAPITULO VIII

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La tienda era una ancha y elevada cúpula de seda y lona, tendida sobre una red de delgados soportes, Tenía amplio espacio para el gran lecho cubierto de seda adornada de flores, varias sillas, escabeles y mesas para los mapas. Por uno de los lados había un estrecho estante con carnes y frascos. Un brasero ardía en el centro de la tienda, escapándose su humo por un agujero circular del techo. Cerca del brasero y sobre un soporte chillonamente pintado, hervía un samovar de cobre con aplicaciones de oro. Katrina vio el pesado baúl del mariscal, y recordó la mala noche pasada a raíz de su captura.

El zar estaba contemplando los cortinajes de damasco, las sedas moradas y los adornos de encaje verde, arrugada en gesto de repugnancia la nariz.

—¿Es aquí dónde duermes, Majestad? —preguntó Katrina.

—Alec y yo compartimos una tienda de pieles allá abajo —repuso él, señalando con un gesto él apiñado campamento—. ¡Este lugar tan apestoso a perfume es de Sheremetief! Y… ¡él derroche de fruslerías que aquí se ha hecho, bastaría para pagar él sueldo a una compañía de dragones durante todo un año!

Escupió en el brasero, con desprecio.

—Duerme aquí con su mujerzuela sueca…

Se acordó de pronto, y preguntó, con malicia:

—¿Cómo se llama?

—Se llama Veda —respondió Katrina, muy despacio—. Me azotó y me hizo señalar al fuego.

—¿Ah, sí? —El zar dio muestras de leve interés—. Bueno, pues hay

knouts de sobra y hierros de marcar al fuego en abundancia en este campamento, pequeña, si es que quieres una noche de diversión.

Se echó a reír; pero Katrina no le imitó.

—¿Duerme ella aquí también? —quiso saber.

—Esta noche, no —respondió el zar—. Voy a echar a Boris de aquí hoy para que puedas usarla tú. Después de mañana… ¡dormiremos en Narva!

A últimas horas de la tarde, los ágiles dedos del sastre

calmuco y de sus ayudantes habían completado el uniforme de Katrina. Sin él, no se habla atrevido a alejarse de la tienda de mando, por temor a que la arrojara al suelo cualquier soldado que pasase, como a cualquiera de los centenares de mujeres que seguían al ejército en marcha y que eran consideradas propiedad común, y de las que se aprovechaban cuantos querían un momento de vida ante la posibilidad de hallar la muerte por la mañana.

Katrina depositó la guerrera color fresa sobre la cama para admirar los recamos[12] de plata que cruzaban el pecho y las hombreras de malla de plata. Se puso los pantalones blancos, cada una de cuyas perneras parecía una larga y gruesa media. El fino tejido se adhirió a las esbeltas piernas como si fuese una piel más, y la guerrera con los colores de la casa Imperial se la ciñó al pecho y a la cintura sin que sobrase un centímetro. Los eslabones de cadena de los hombros le daban un aspecto varonil que desmentían la esbeltez del cuello y los rubios rizos. En los talones de las negras botas tintineaban espuelas de plata.

En los romos y apiñados torreones de la ciudad asediada se arrió, y volvió a izarse ceremoniosamente la bandera al ponerse el sol, y las notas de las cornetas de su patria llegaron tenuemente a los oídos de Katrina, que contemplaba cómo se alzaba y volvía a bajar el emblema azul y oro de Suecia.

Los

vivaques rusos brillaron en el crepúsculo que no se convertiría, en aquellas latitudes, en oscuridad total. Lámparas de forma de colgantes cestos de metal forjado, montadas sobre largos puntales, rugieron con las llamas recién prendidas derramando una lluvia de copos de fuego sobre el suelo. Los soldados estaban reunidos, sudando y desabrochados, alrededor de las hogueras. Los cosacos estaban asando al fuego carne fresca de oveja, pinchada en los sables. Habíanse sacado barriles de vodka de intendencia y gorgotearon sin cesar hasta quedar vacíos. Algunos hombres estaban bailando ya exóticas danzas cosacas y el polvo se alzaba en torno a sus botas encamadas mientras sus compañeros gritaban y aplaudían.

Todo el mundo se mecía sentado en el suelo y cantaba a coro, hasta el propio zar. Katrina oía claramente la voz de Grog por encima de todas. Estaban entonando la canción que solían cantar los cosacos del Don en las francachelas:

Al diablo tu hidromiel y tú cerveza se pudra,

que yo quiero vodka, mi vodka, mi dulce y rica vodka

no en vaso, no en tarro, no en copa, no en jarro

que quiero saborearla de un cubo a grandes tragos.

Katrina se sentó junto al zar y bebió rojo vodka que le quemó la lengua cual dulce fuego. Un oficial de cosacos le ofreció un trozo de camero asado en la punta de un

yatagán[13] turco capturado, y la muchacha lo aceptó y clavó en la tierna y caliente carne sus fuertes dientes. El zar le rodeó los hombros con los brazos, y ella sintió una oleada de salvaje y emocionante felicidad.

Él la miró, riendo.

—¿Qué tal: te gusta ir a la guerra, mi husarillo?

Ella echó hacia atrás la cabeza y rió a su vez, encendidas de vodka las mejillas.

—¡Es bueno! —repuso—, ¡bueno!

El fuego arrancó destellos a los ojos verdes febriles. Pedro se inclinó, impetuosamente, y tomó los labios cálidos y dulces con un beso. Los soldados que lee rodeaban no hicieron caso alguno de ellos. Muchos estaban riendo y rodando por el suelo con sus mujeres. Pero otros ojos observaban a Katrina y al zar. Veda, con la rolliza mano del mariscal Sheremetief sobre el desnudo hombro, no se fijaba en otra cosa al mirar, por encima de la hoguera, a Katrina. Danzaban las cálidas llamas, reflejadas en sus blancas mejillas; pero el pálido azul de sus ojos era frío como el viento siberiano.

La otra persona que observaba era el hijo del zar, Alexis, que se mantenía apartado, revestido del uniforme verde de coronel de la fabulosa Guardia Simenof. Al flaco y huesoso cuerpo del príncipe, aquel uniforme le iba mal. Sostenía entre los delgados dedos un libro de misa, y no estaba bebiendo. Miraba torvamente a Katrina desde las sombras, y sus labios se movían en oración.

—Santos del Cielo —rezaba—, ¡dejad muerto a mi padre de repente!

Pedro asió de pronto a Katrina y echó a andar hacia su tienda, llevándola pataleando y riendo entre sus brazos. Otro rostro se volvió, con envidia en los ojos, para verles marchar. Sten’ka, el enorme jefe cosaco, contempló las piernas de Katrina, enfundadas en los ceñidos pantalones de húsar, y se pasó la lengua por los barbudos labios. En cuanto el zar estuvo demasiado lejos para oírle, el príncipe Alexis alzó la voz en quejumbroso tono para que le oyera quien quisiese escucharle.

—Mi santa madre —dijo— sufre atormentada esta noche, mientras que esa bruja, esa hija de Satanás marcada, se revuelca con mi maldito padre. ¿No hay justicia en Dios?

El mariscal Sheremetief y algunos de los otros oficiales que se hallaban cerca, fingieron no oírle. Pero Veda volvió rápidamente la mirada hacia el príncipe y le observó, pensativa, cuando se alejó.

—¿Bruja? —exclamó Sten’ka, con voz de borracho—. ¿Es cierto que es una bruja?

Alexis no se detuvo a contestarle; pero Veda se libró del abrazo del mariscal lo más aprisa que pudo y se acercó al cosaco, que la miró cautamente al reconocer como de Sheremetief la capa que llevaba la muchacha.

—Es cierto —susurró Veda, vengativa—. Tiene la marca de bruja en el cuerpo, y Satanás, que se halla del lado de los suecos, la ha enviado para robarle el seso al zar.

Le dirigió a Sten’ka una prolongada y elocuente mirada por entre pestañas maquilladas con cera y carbón vegetal.

—Yo puedo enseñarte a combatir su brujería —le susurró—, si me sigues con discreción.

Veda se deslizó hacia las sombras de detrás de la línea de tiendas de campaña de los cosacos y, al cabo de un momento de vacilación, Sten’ka soltó su tazón de cuero y la siguió. El mariscal Sheremetief continuó con la vista clavada en el fuego, sin fijarse en nada, mientras intentaba desalojarse con la lengua un trozo de carne que se le había metido entre las muelas.

Las antorchas de la tienda de mando se habían ido consumiendo mientras dormía Katrina. Estaba a punto de rayar la aurora, cuando despertó con brusco temor al posarse sobre ella manos rudas. El zar había desaparecido de su lado, y ahora llenaba la tienda una docena de hombres altos que la miraban riendo. Se dio cuenta, con sobresalto, de que llevaban el uniforme azul de Suecia.

Se incorporó, con los ojos desmesuradamente abiertos y, arrancando una antorcha de su soporte junto a la cabecera de la cama, estaba a punto de arrojarla contra el grupo, cuando vio entre aquellos hombres a Menshikof. Vaciló, sin saber si se trataba de una pesadilla, y el zar Pedro apartó a los que la acosaban. Estaba estallando de risa.

—¿Ves, pequeña Kati? —dijo—. No hay suecos suficientes para luchar; conque… ¡nos fabricaremos unos cuantos más!

Katrina, reconociendo ahora el rostro de una serie de oficiales de la Guardia del Zar, se abrochó, precipitadamente, la arrugada guerrera roja.

—Es una estratagema del pastelero —explicó el zar, riendo—. La última vez que intentamos tomar Narva, los suecos nos sorprendieron por la espalda. Esta vez nos ocurrirá lo propio; pero… ¡se tratará de nuestros propios hombres disfrazados de suecos!

Estaba encantado con la estratagema, y el príncipe Menshikof agregó, con modestia:

—Creo que Narva abrirá las puertas a estos uniformes, Katrina.

La muchacha parpadeó, aturdida y soñolienta. El zar le mesó el cabello con rudo afecto y luego fue a reunirse con sus oficiales, que se habían agrupado en torno a la mesa de los mapas. Escuchando el murmullo de sus voces, Katrina volvió a dormirse.

Los cañones asediadores empezaron a rugir en cuanto rayó la aurora, y la atronadora salva despertó violentamente a Katrina. El humo flotaba por entre las almenas de Narva y, en un punto, junto al contrafuerte occidental, se estaban haciendo claramente destrozos. Un buen trozo de muro se había hundido y setenta cañones rusos estaban disparando proyectiles de dieciocho libras contra aquel punto débil a razón de docenas por minuto.

—Todos los oficiales, hasta el propio zar, se encontraban junto a las baterías, corriendo de un cañón a otro, porque el artillero ruso, si le dejaban que se las arreglara por sí solo, tenía muy mala puntería. Los oídos de los servidores goteaban sangre por la continuada y atronadora conclusión de las explosiones, cuando el zar encontró la brecha lo bastante grande para su gusto. Se irguió entonces, y se limpió la ennegrecida cara.

—Bueno está, Alec —dijo—. ¡Da la señal!

Unos momentos más tarde, se oyó crepitar fuego de mosquetería entre los árboles de la lejana ribera occidental del río Narova, y no tardó Katrina en ver una columna de caballería sueca desplegada en abanico bajo él fuego, aparentemente asesino, de la infantería rusa, galopando a través de los cuatrocientos metros de terreno despejado en dirección al santuario que las murallas de Narva ofrecían. Pero el desigual terreno hacía difícil la puntería y los suecos se hallaban casi a tiro de pistola de Narva, cuando una compañía de infantería rusa cercana que había estado agazapada en una zapa avanzada, cargó contra ellos a la bayoneta.

Los uniformes azules se mezclaron en el destructor torbellino con los color fresa de la Guardia del Zar. Los sables entrechocaron y despidieron chispas. Se vieron de pronto nubecillas de humo blanco y cayeron varios hombres. Allá, en las murallas, los suecos suspendieron el fuego por temor a poner en peligro a sus camaradas al abrirse paso la caballería sueca hacia la puerta occidental, cerca de la destrozada pared. Los rusos fueron cayendo a su alrededor. Rodaron por tierra uniformes fresa y, al vacilar los supervivientes, los hombres de azul dieron un viva y corrieron o galoparon hacia las macizas puertas que se les estaban abriendo, como si se hendiera parte del propio inexpugnable muro para darles paso.

Inmediatamente, los rusos que habían yacido supuestamente muertos ante las puertas, se pusieron en pie de un brinco y corrieron tras ellos mientras lo más escogido de la Guardia del Zar, que se había disfrazado con uniformes de la caballería sueca, luchaba con frenesí para mantener abiertas las puertas y sin defensores la brecha abierta en los muros… Con un grito enorme, toda la falange de infantes rusos se echó hacia delante como enorme ola y, desde el flanco del río, a la izquierda, los escuadrones cosacos cruzaron al galope. Los muertos se fueron amontonando contra las gruesas y grises puertas al ir éstas cediendo lentamente para dar paso a las aullantes hordas del zar.

Antes de haber transcurrido tres horas, la guarnición de Narva se había rendido y estaba siendo liquidada metódicamente. El zar Pedro, en mangas de camisa y con la espada desnuda en la mano, se apoyó en la barandilla del balcón que daba a la plaza principal de Narva y bostezó bajo el cálido sol.

Había sido una mañana atareada. Él, personalmente, había matado por lo menos a treinta suecos y estaba salpicado con su sangre. Había abofeteado el rostro al valeroso gobernador de la fortaleza «Rudolf Hora» y ahora ocupaba su palacio.

La angustia y el terror se cernían sobre Narva como una neblina de pesadilla. Gritando «

Netchai! Netchai! ¡Cortad, pinchad!». La impetuosa caballería cosaca aún galopaba por las empedradas calles, sedientos de destrozar y arrojando antorchas encendidas por las ventanas de las casas. Otros cosacos se habían apeado y estaban echando abajo las puertas en busca de botín y de víctimas.

Los impasibles infantes rusos habían conducido a centenares de los ciudadanos indefensos de Narva a las iglesias y, sin más emoción en el rostro que la leve sonrisa de satisfacción, estaban la mar de ocupados trasladando barriles de alquitrán para quemar vivos a sus prisioneros.

Los delgados y pequeños

samoyedos[14] de rostro amarillo e Inescrutable, estaban disparando sus flechas cortas contra las mujeres que, sacando a sus pequeños por las ventanas superiores, se habían refugiado en los tejados piara librarse de las rapaces manos de los cosacos. Una salvaje tropa de cosacos del Don, tremolando su enseña de cola de caballo, cruzaron por la plaza a un galope suicida y, detrás de cada caballo, arrastraba una muchacha sujeta por los tobillos con una larga cuerda a la silla, y casi sin ropa ya. Muchas de ellas estaban muertas, pero aún quedaban algunas que se debatían y exhalaban gemidos. De un balcón de mármol del otro lado de la plaza colgaba un grupo de hombres de edad. Eran algunos de los ediles de Narva, y se sacudían espasmódicamente, estrangulándose muy despacio. Hasta a los viejos les costaba trabajo morir bajo el brillante calor del mediodía.

El zar miró a Katrina, que estaba de pie a su lado.

—Esos cosacos son unos salvajes —dijo, tranquilamente—. Siempre se desmandan un poco en ocasiones como ésta. Le deben lealtad al zar sólo hasta donde les da la gana.

—¿Quieres decir con eso —inquirió Katrina, que estaba haciendo esfuerzos por no vomitar—, que no puedes poner… fin… a esta terrible… matanza?

—¿Terrible? —exclamó el zar—. ¡Si esto siempre ha sido la recompensa de la victoria!

Luego agregó, con cierto desasosiego:

—Supongo que no es muy occidental, ¿verdad, Kati?

Katrina se tambaleó, y el zar hubo de agarrarla para que no cayese.

—Por favor —imploró—, por favor…, páralos…

Los cosacos se iban congregando ya a centenares en la plaza, cargados de víctimas y de botín. Los prisioneros que se hallaban aún ilesos fueron separados para dedicarlos al prolongado deporte cosaco de costumbre que acabaría, como en Marienburgo, con la colocación de las víctimas medio muertas sobre el suelo, para servir como blanco a las lanzas de los jinetes borrachos que cruzarían entre ellos al galope. Todos los jefes cosacos se hallaban allí, entre ellos Sten’ka. Podría pertenecer al Estado Mayor, pero Sten’ka no tenía tiempo aquel día para desempeñar su cargo. El cabello, húmedo bajo la pesada gorra de piel, se le pegaba a la frente en rizos. Tenía la guerrera desabrochada, y salpicado el pecho de sangre sueca. La expresión de triunfal alborozo que le adornaba el rostro se veía claramente desde el balcón, y parecía un tigre salvaje.

—Es cierto —anunció el zar, de pronto—, esto no es lo que consentiría un monarca occidental. Tienes razón, mi pequeña Katrina.

Reunió en torno suyo a sus oficiales con un gesto y bajó apresuradamente la escalera para salir a la plaza.

Casi junto a la puerta tropezó con un grupo de artilleros rusos que rodeaban a un muchacho sueco rubio. Le habían partido la espina dorsal y le estaban atormentando de una manera incalificable con sus espadas cortas de artillero.

—¡Basta! —gritó él zar.

No le hicieron caso. La plaza era como una prolongada explosión de sonido discordante y quizá no le habrían oído.

Derribó al artillero más cercano de un tajo, y tiró del hombro de otro.

—¡Basta! —ordenó, jadeando de furia. El soldado se encontró con la mirada enfurecida del zar, y rió estúpidamente. En el rostro cubierto de barro y sangre se observaba una expresión de atolondrada y casi hipnotizada fatuidad. Continuó pinchando al muchacho moribundo con su espada y sólo cuando el acero del zar le atravesó el cuerpo recobró un poco de cordura antes de doblarse hacia delante y morir.

El príncipe Menshikof iba detrás del zar con la espada desenvainada, y Katrina le seguía entre la medía docena de oficiales del Estado Mayor. La muchacha no quería bajar y meterse entre los horrores de la plaza; pero tampoco quería quedarse sola en el balcón desde el que se veían.

—¡Basta!, ¡basta!, ¡basta!

A cada orden, dada a voz en grito, la espada del zar se alzó y cayó. Los oficiales de Estado Mayor siguieron ayudándole a abrir paso a través de sus propias tropas hasta el centro de la plaza donde se hallaban los caudillos cosacos, Katrina se vio arrastrada entre sus compañeros.

Gradualmente, los enloquecidos cosacos se fueron dando cuenta de la presencia de su zar. Un silencio vigilante e inquieto se fue extendiendo por la plaza como círculos concéntricos en un estanque. La cabeza del zar sobresalía entre todas. Alzó la espada…

—¡Esta matanza ha de cesar! —bramó—. Esta sangre que tiñe mi espada…, ¡mirad…!, ¡es rusa y no sueca! ¡Mis hombres no se portarán como turcos en una ciudad conquistada!

Mazeppa, el jefe cosaco —

hetmán[15] de todos ellos— contempló al zar con ojuelos sin expresión. No le dio la gana ser él quien diese el primer paso. Fue el torpe Sten’ka quien habló, casi como si otra persona le hubiese metido la idea en la cabeza. Estaba recordando lo que había aprendido la noche anterior entre las sombras de las tiendas.

—¡Vuestra Majestad ha sido embrujado!

Dio dos pasos hacia delante hasta encontrarse junto a Katrina.

—¡Esta bruja vestida con uniforme de húsar! —dijo, con desprecio, escupiéndole a la muchacha de lleno en la cara.

—¡Nuestro zar se ha convertido en mujer también —rugió—, vestida con uniforme de soldado!

Con una exclamación de ira, Pedro alzó la espada. Pero Menshikof contuvo él movimiento.

—Aguarda —dijo, con urgente susurro—. Si matas a Sten’ka ¡todos los cosacos podrían arrojarse sobre nosotros!

El zar miró a su alrededor, y vio los enfurecidos rostros de los cosacos, y oyó un gruñido de rabia que iba aumentando en volumen como pudiera sonar el primer rumor de un alud de nieve antes de convertirse en incontenible desastre. Él también sabía pensar aprisa, ya que no siempre con serenidad, en los casos de urgencia. Se enfundó la ensangrentada espada y miró a su alrededor un instante como halcón iracundo y amenazador. Un instante después, le arrancó del cinturón el látigo al cosaco más cercano y le dio a Sten’ka en el antebrazo un trallazo que sonó como el brusco chasquido de una gruesa rama de árbol.

—Sten’ka, so cerdo —gritó—. Yo soy el zar y podría matarte. Pero lucharé contigo como hombre, ¡cómo soldado! ¡Lucharé contigo con el látigo, al estilo cosaco!

Se volvió hacia Mazeppa.

—Trae dos látigos y comprueba su longitud y su anchura —ordenó, con aspereza—. Luego, despeja un espacio en la plaza para un duelo. ¡Veamos si un cosaco del Dnieper sabe desenvolverse tan bien con el látigo como sus hermanos los cosacos del Don, o si toda su fuerza la tiene en la lengua!

La matanza se olvidó inmediatamente. El zar, con una perspicacia digna de Menshikof, había dividido a los rebeldes cosacos, la mitad de los cuales eran altos y aristocráticos jinetes del Dnieper, y los demás, que eran los que más abundaban en la plaza, pertenecían a las tribus más salvajes del Don.

Sten’ka se frotó la roncha del látigo con un gruñido de ira. Se veía el desconcierto en sus ojos.

—Está prohibido —dijo, muy despacio— alzar la mano contra el zar. Ésta es una trampa para obligarme a cometer una ofensa que merezca la horca.

—La has cometido ya —declaró el zar—; pero yo te juro por la Vera Cruz que si me vences en lucha leal ningún mal te ocurrirá.

El rostro de Sten’ka se iluminó. Entre los millares de parte del zar, cosa que le hizo exhalar un suspiro de toda plaza de Narva, él era el único que podía mirar al zar desde la misma altura. No era tan ancho de espaldas como Pedro, pero tenía el pecho más profundo y los brazos igualmente gruesos. Si acaso, el zar era el de estructura más fuerte de los dos; pero Sten’ka tenía la ventaja de cerca de diez años menos de edad. Midió al zar con una mirada que jamás hasta entonces se le había ocurrido emplear: la de un adversario. Y movió afirmativamente la cabeza con una sonrisa lenta.

—Eso me basta —dijo—. ¡Te arrancaré la piel de las costillas, Majestad!

Sonó una carcajada al oírse esto, y el zar sonrió sombrío. Un ordenanza marchó sin llamar la atención obedeciendo las órdenes que le susurró Menshikof y, al poco rato, apareció por una de las calles vecinas una columna de infantería de la Guardia del Zar, apresuradamente reunida, y serpenteó, en fila india, por entre la muchedumbre de cosacos,

samoyedos y corpulentos soldados rusos. Los tambores tocaron a Asamblea General, y otros tambores fueron deslizándose por entre la gente hasta ocupar sus puestos para hacer coro a los primeros. Algunos de ellos estaban desgreñados y otros borrachos ya; pero siguieron tocando. Se fue formando, gradualmente, un cuadro, y a los soldados espectadores les fueron empujando hacia atrás para dejar un espacio lo suficientemente ancho para los duelistas, Katrina se hallaba de pie junto al príncipe Menshikof, pálido el rostro de aflicción. De no haberle ella suplicado al zar que pusiese fin a la matanza, aquello jamás hubiera sucedido.

—¿No puedes tú pararlos? —susurró.

Menshikof se encogió de, hombros, con una leve sonrisa de desasosiego.

—Es demasiado tarde para preocuparse ya —respondió—. Y ésta no es la primera vez que el zar se bate a latigazos. Lo ha hecho en su niñez. El sabe lo que se hace.

—Pero… ¿no podría ser que le mataran?

El príncipe la miró y vio la intensa ansiedad que le brillaba en los ojos.

—Más de un hombre ha muerto en duelo a látigo —dijo—, sobre todo usándose estos látigos cosacos cargados. Pero estos dos son fuertes como toros. No creo que los látigos les maten. ¡Pido a Dios que no maten al zar por lo menos!

Y por él rostro de Menshikof pasó la misma expresión de ternura femenina que la muchacha viese en otras ocasiones.

El zar se había quitado la camisa y tomó ahora él látigo, examinando cuidadosamente cada tralla, tirando de la punta recubierta de metal para asegurarse de su firmeza, puesto que de ello podía depender su vida. Los pantalones de caballería sujetos por la cintura con un ancho cinturón de duelo para protegerle los riñones, y su pecho, parecían más abultados y formidables que de costumbre.

Sten’ka se había quitado la blusa salpicada de sangre, quedándose con los pantalones de damasco encarnado. También él se inclinó a examinar el látigo, investigando cada nudo trenzado en busca de fallos. Tiró de las trallas hasta hacer crujir el cuero. Si a uno de los duelistas se le rompía el látigo en plena lucha, no habría descanso mientras le traían otro. Significaría simplemente, que su adversario podría azotarle tranquilamente hasta dejarle sin vida, sin que él pudiera defenderse.

Los dos combatientes, aun cuando ambos tenían más de un metro noventa de estatura, no parecían anormalmente altos al acercarse el uno al otro. Era la muchedumbre la que parecía enana. Por fuera del corro de espectadores los minúsculos

samoyedos y los patizambos

calmucos corrían de un lado para otro buscando huecos por los que ver el espectáculo, y daban la sensación de ser como juguetes en contraste con los dos combatientes. El príncipe Menshikof se fijó en el rostro, lleno de ansiedad, de Katrina e intentó hallar algo que decir que le hiciese parecer estar completamente tranquilo, cosa que, desde luego, andaba muy lejos de estar.

—En estos duelos cosacos —anunció—, las reglas no pueden ser más sencillas. Se cogen ambos de la mano izquierda y el perdedor es el primero que cae o suelta la mano del otro.

Katrina se estremeció. El tambor había estado tocando un significativo redoble y, ahora, al dirigirse él zar al encuentro de Sten’ka, dio una nota solitaria que hizo que ambos hombres se detuvieran en seco. Se miraron un instante en silencio, y Sten’ka sonrió con astucia. Luego, se asieron ambos la mano izquierda con tanta firmeza, que pareció como si su intención fuese dislocarse el pulgar.

Cada uno de ellos intentó, inmediatamente, establecer su superioridad. Los músculos de brazos y hombros se retorcieron como cuerdas con el esfuerzo, y Katrina vio la carne estirada en blanca faja detrás de los nudillos de cada hombre.

Por lo demás, se hallaban inmóviles como estatuas, sin mirarse siquiera, con la vista clavada en opuestas direcciones en mirada de completa concentración. Ambos hombres estaban metiendo toda la enorme fuerza de su cuerpo en el compacto campo de batalla constituido por sus agarradas manos.

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