Katrina

Katrina


CAPITULO IX

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LOS oficiales del zar habían preparado el Gran Salón del palacio del alcalde para el banquete con que había de celebrarse la victoria. Algunos, como el príncipe Menshikof, habíanse mudado de ropa, luciendo las más gayas guerreras regimentales y estaban sentados a la mesa como brillantes aves tropicales, mientras que otros aún usaban con orgullo los uniformes manchados en la lucha. Muchos tenían heridas vendadas de cualquier manera.

Katrina, enfundada aún en su uniforme de húsar, estaba sentada entre Menshikof y el mariscal Ogilvy, hombrecillo de pelo pajizo, renegado de Inglaterra, resplandeciente ahora en el uniforme plata y fresa de la Guardia Rusa. Condecoraciones y cintas le cubrían el delgado pecho, y estaba contemplando a Katrina con curiosidad, porque aquélla era la primera vez que veía a la nueva favorita del zar.

Entre los otros oficiales se hallaban las pintadas favoritas de entre las que seguían al Ejército, con los dientes como negras perlas y las mejillas teñidas de remolacha. Charlaban incesantemente y con voz aguda, saboreando, sin la menor vergüenza, los placeres de la orgía. Aquí y allá, pálida y con los ojos enrojecidos, se veía alguna que otra superviviente de la matanza del día. Casi todas estas mujeres tenían magullada la boca y destrozado el vestido, y algunas lloraban suavemente al zarandearse y bromear entre sí los que las habían hecho cautivas.

El propio zar, con los toscos pantalones de caballería aún puestos, estaba sentado a horcajadas sobre un taburete tallado, en medio de la asamblea. Con típica y torpe modestia, el zar había dejado libre la presidencia de la mesa para quien quisiera ocuparla, y el mariscal Sheremetief se había sentado sin vacilar en aquel puesto, con su pintada Veda, arrogante como una emperatriz, a su lado.

El zar no llevaba guerrera. Le habían alisado, como una cataplasma, sobre las heridas espaldas una de las valiosas camisas holandesas de hilo del príncipe Menshikof, empapada en aceites medicinales, atándosela al cuello con las manos.

El duelo a látigo le había hecho poco más daño al fuerte cuerpo al parecer del que hubiese podido producirle una caída entre las zarzas. Se estaba divirtiendo, radiante de borracha jovialidad, bramando de risa sin fundamento. Interrumpía a los músicos, tiraba comida a los enanos y bufones que no hacían más que saltar por entre las sillas y cruzar a veces corriendo la propia mesa, pisando las cargadas fuentes. Alguna que otra vez, algún comensal turbulento o exasperado le arrojaba una pesada copa de plata a uno de los saltarines. Pero rara vez hacía blanco porque los caprichosos payasitos

calmucos andaban muy alerta siempre en las fiestas. Cuando las copas tocaban a alguien, era, generalmente, a otro de los comensales que aullaba de angustia y de sorpresa. A Katrina la habían protegido Menshikof y Ogilvy contra la posibilidad de que la alcanzara alguno de estos proyectiles, clavando sus espadas de enjoyada empuñadura en la mesa de suerte que las hojas se cruzaran delante de su cara.

—Ogilvy —dijo el zar, de pronto, con la pesada solemnidad del borracho—, ¡nuestros muchachos han luchado muy bien hoy!

El mariscal sonrió bobamente, con orgullo, y Sheremetief, que se había incluido a sí mismo en la alabanza, se puso tan colorado como un colegial.

—La mar de bien —repitió Pedro pensativo—. Todo el mundo se portó la mar de bien…

Le interrumpió un rugido de bulliciosa aprobación, y golpeó la mesa con su copa de plata hasta aplastarla por completo.

—Vuestra Majestad luchó bien también —dijo Menshikof, que sabía cuándo mostrarse osado—, ¡tan bien con la espada como con el látigo!

Hubo otro rugido de aplausos y, para cuando el zar logró dominarlo, había dejado otra copa en forma de aplastada seta de plata.

—La cosa es —insistió el zar con voz espesa—, que todo el mundo luchó la mar de bien… hasta mi propio hijo… Yo le vi,…, a mi hijo…, le vi luchar la mar de bien…, ¿no?

Miró, retador, a los comensales.

—¿No? —bramó.

Se alzó inmediatamente un clamor de asentimiento el príncipe Alexis había luchado bien. Era cierto que Alexis, de mala gana, grisáceo el rostro de miedo y asiendo él libro de misa con más fuerza que la espada, había tomado paste en la última carga de caballería contra las puertas de Narva. Pero nadie sabía en realidad si lo que había hecho era simplemente mantenerse a caballo, o si había ensangrentado su espada, aunque todos creían saber a qué atenerse. Esto no les impidió a los cortesanos hacer uso de su imaginación. Y una compasión nueva suavizo los verdes ojos de Katrina al ver con qué satisfacción y orgullo inhalaba el zar tan burda adulación de su hijo. Fue Menshikof, como de costumbre, quien tuvo el gesto mayor. Se quitó de su propio pecho la cinta y la estrella de la Orden de San Jorge concedida al valor, y se la ofreció, can una sonrisa, al zar, que la tomó con ebrio grito de satisfacción.

—Sí, el pequeño Alec, mi hijo, será condecorado por su valor esta noche… ¡En este mismo instante! —Miró a su alrededor, parpadeando—. ¡Que el príncipe Alexis se ponga en pie para recibir la Orden de San Jorge!

Hubo un embarazoso silencio. El príncipe Alexis no se hallaba a la mesa. El zar, decidido a no dejarse quitar el buen humor, rió forzadamente.

—El muchacho debe de estar recitando sus interminables oraciones —dijo—. Que le traiga alguien.

Un capitán joven de la Guardia Simenof —que se dio cuenta a través de los vapores del vino que, si algún oficial estaba de guardia, ese oficial era él— salió apresuradamente en busca del príncipe Alexis. Transcurrió media hora antes de que regresara, sobrio y pálido de embarazo. Volvía solo.

Un instinto hizo que él ebrio zar contuviera el gran bramido de impaciencia e ira que estuvo a punto de soltar al ver al oficial sin el príncipe Alexis. Le llamó a su lado con un gesto, y él mensaje que recibió fue pronunciado en tan vacilante tono que Katrina, sentada cerca, sólo con dificultad logró oírle, si:

—Majestad…, encontré al príncipe Alexis de rodillas en la capilla. Su Alteza dice…: imploro el perdón de Vuestra Majestad…, dice que prefiere compartir una cruz de gloria con su santa madre a recibir una cruz al valor de… —La voz del emisario tembló.

—¿De qué? —exigió el zar.

Y el oficial continuó:

—De… las ensangrentadas manos de su… ¡malvando padre, dijo, señor!

—¡So maldito imbécil! —exclamó el príncipe Menshikof.

Se había puesto en pie y le propinó en la mejilla un formidable puñetazo. El príncipe le salvó la vida al capitán sin duda alguna porque el zar, que estaba crispando convulsivamente los dedos, le hubiese matado.

El rostro de Pedro empezó a contraerse espasmódicamente, dejando al descubierto las muelas en gesto inhumano. Katrina se alzó de su asiento y corrió a su lado. Durante un instante, pareció como si el zar fuese a pegarle; pero no llegó a hacerlo. Se echó hacia delante sobre la mesa y hundió el rostro entre los brazos. Se le estremecieron los retorcidos músculos al sollozar y Katrina le tocó él cuello con dulzura. El banquete se desbandó en aprensiva y ebria confusión. Nadie quería hallarse cerca del zar en uno de sus demoníacos accesos. No tardó en quedar la gran sala vacía, salvo por unos cuantos borrachos caídos, y Menshikof y Katrina, que se quedaron junto a Pedro para consolarle.

Katrina introdujo los dedos por entre el negro cabello del soberano y le frotó dulcemente las sienes, apaciguándole con suaves palabras. Menshikof, al observarla, se maravilló para sus adentros ante su aplomo y confianza. Él había sido compañero del zar desde la infancia y, sin embargo, hubiese vacilado en tocarle en semejante momento. Al cabo de un largo rato, los estremecimientos disminuyeron y, aunque el zar sollozaba aún, se había convertido su acceso en algo más suave y desahogador.

Menshikof le hizo una inclinación de cabeza a Katrina entonces y, tras vacilar un momento, dejó a los dos solos. Katrina continuó acariciándole la cabeza al zar.

—Oh, mi Pedro —susurró, y se corrigió en seguida—. Majestad…, ¿qué clase de mujer es esa… que ha podido envenenar la mente de su hijo contra su propio padre?

Los sollozos del soberano se cortaron de pronto. Hubo una larga pausa. Pero, cuando alzó el lacrimoso semblante, la contracción de los labios que implicaba enfermedad se había convertido en poco más de una sonrisa triste… Posó una mano sobre la de Katrina y dijo:

—Cuando hayamos terminado aquí, Katrina, mi Katia…, cuando vayamos camino de Moscú dentro de unas semanas quizá, te llevaré al Convento de Monjas de Susdal y verás por ti misma qué clase de mujer es.

—¿Tu esposa? —inquirió Katrina.

Y el zar exhaló el aliento en un suspiro.

—Mi esposa —repuso—, según la Santa Iglesia… pero ¡según nadie más!

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