Katrina

Katrina


CAPITULO XIV

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LOS cortesanos y las damas de la corte rosa, casi ninguno de los cuales había visto antes a Katrina, la miraron con curiosidad cuando entró en el comedor. El zar, ya fuera por ahorrarle un mal rato o por las fatigas del viaje, había dispuesto que se sirviese la cena en una cámara pequeña, y sólo había presentes algunos de sus amigos y sus damas, aunque —a pesar de no ser una comida de etiqueta— todos, menos el zar, se habían tomado la molestia de vestirse al estilo de la corte francesa.

El zar, sentado de cualquier manera a la mesa, comía nueces perfumadas y se hallaba, evidentemente, de muy buen humor cuando entró Katrina. La saludó agitando la mano y contuvo, con un gesto, el movimiento de varios de sus oficiales que se hubiesen puesto en pie al verla acercarse, y dijo, jovialmente:

—Ven, pequeña Kitty, siéntate conmigo y prueba un puñado de esto.

Todo resultó más fácil de lo que Katrina había esperado. Se sentó cuidadosamente, alisándose los rígidos pliegues del vestido amarillo y blanco y, con una risa que hizo que centellearan las joyas en su rubio cabello, tendió las manos ahuecadas en forma de taca para recoger la cascada de perfumados

marañones[18] que le echó él soberano.

No sólo miraba radiante a Katrina, sino que prodigaba las miradas de satisfacción a su alrededor. Era evidente que algo le había puesto muy contento aquélla tarde. Y Katrina —que era muy intuitiva— se dio cuenta de que no era sólo su presencia en el Kremlin lo que le tenía de tan buen humor.

No tardó en hacerse aparente el motivo.

—Sabes, Alec —dijo, impulsivamente—, creo que empiezo a comprender mejor a mi hijo Alexis. Se está haciendo un muchacho sensato. ¡Estoy seguro de ello!

Menshikof enarcó, cuidadosamente, una ceja.

—Le hablé este atardecer en mi estudio —continuó el zar—. Me convenció de que no sabe una palabra de la conspiración de su madre…, de Eudoxia…, contra mí. Se llevó un disgusto al enterarse de mi descubrimiento.

—Sí —observó Romdanovsky—, es de suponer.

El zar hizo caso omiso de su comentario.

—Está completamente seguro de que algunos de los oficiales Streltsi nombrados como jefes de la conspiración me son leales. Quizá no sea tan mala la cosa como habíamos creído.

El príncipe Menshikof se encogió, cautelosamente, de hombros. Sabía —como lo sabía Romdanovsky— por amarga experiencia, que el zar, perspicaz y decidido en todo otro particular, se mostraba casi infantil en su deseo de creer cualquier cuento de arrepentimiento o penitencia que le contara Alexis.

—¿Qué dijo exactamente, Majestad?

El zar se llenó la boca.

—Pues, en primer lugar, está completamente de acuerdo conmigo en que es necesario enseñarle a nuestro pueblo a vestir como los demás habitantes de Europa. Está de acuerdo en que no se le puede tomar en serio a un ruso en él extranjero mientras insista en llevar esas barbas religiosas tan absurdas.

—¿Sí, eh? —murmuró Menshikof—. Yo hubiese creído que un muchacho tan religioso como el príncipe Alexis…

—Pues te equivocaste —le interrumpió él soberano—. Ha marchado esta tarde con un grupo escogido de oficiales de la guarnición a patrullar la ciudad para advertirle a todo ciudadano que lleve barba que se la debe recortar.

Menshikof y Romdanovsky se miraron.

—Oficiales de la guarnición, ¿eh? —dijo Romdanovsky.

Y Menshikof preguntó, suavemente:

—¿Qué estás pensando, Fedor?

—Parece extraño que haya escogido a oficiales de la guarnición —contestó él otro—. Jamás le fueron demasiado fieles a Su Majestad. Todos ellos son ex Streltsi…, y Su Majestad nunca se arriesga a llevarlos en campaña.

—Ah, pero son amigos de mi hijo —dijo él zar—. Si él ve las cosas como yo, lo propio les sucederá a ellos. Pero —prosiguió, expansivo— ¡si esto puede ser el principio del verdadero final de todas nuestras preocupaciones…!

Le interrumpió un mensajero que llegó con un despacho, precipitadamente escrito, para Romdanovsky.

El Jefe de la Policía Imperial, tras dirigir al soberano una breve mirada solicitando su permiso, abrió el despacho y lo leyó. Palideció intensamente y, cuando alzó la vista, el zar quiso saber:

—¿Qué pasa, Fedor? ¿Qué sucede, hombre de Dios?

Romdanovsky habló con forzada calma.

—Majestad —repuso—, parece ser que el príncipe Alexis y sus amigos entendieron mal las instrucciones. Esta tarde, durante el Oficio de Vísperas, los soldados de la guarnición irrumpieron en más de trescientas iglesias de la ciudad, gritando que obraban por orden del zar. Arrancaron de raíz las barbas de los fieles y de los sacerdotes del Señor. Cayeron sobre las mujeres y les arrancaron la ropa hasta la cintura…

—¡Santo Dios! —murmuró Menshikof.

El zar nada dijo; pero Katrina vio que le había palidecido el rostro y que empezaba a contraérsele espasmódicamente la mejilla.

Romdanovsky continuó:

—Los soldados echaron a las mujeres de las iglesias y las persiguieron por la calle en su semidesnudez. Y ahora, Majestad, se han iniciado motines por todos las afueras de Moscú. ¡La gente anda diciendo que el zar ha muerto y que el Demonio, disfrazado de Pedro, ha venido a Moscú!

La pesada silla del soberano cayó con estrépito al ponerse éste en pié. Le brillaban los dientes en rictus de rabia asesina.

—Morirán todos en la horca —anunció, con vos ronca—. Morirán…, morirán todos. Arrasaré Moscú… ¡Todos los que lleven barba! Romdanovsky…, quiero que se construyan mil balsas con una horca en cada una. Para cuando el hielo se deshaga, el Volga será un bosque flotante de cadáveres. «Cadáveres», ¿has oído?

La sonora voz se convirtió en bramido, quebrándose luego. Cayó hacia delante sobre la mesa, rompiendo a sollozar con la cabeza sepultada entre los brazos.

—Un río de cadáveres barbudos —repitió, conmovido de dolor, pero firme en su terrible decisión—. Si mi pueblo no quiere permitirme que le ayude a vivir, entonces ¡yo me encargaré de verle morir!

Katrina se agitó inquieta en su endoselado lecho.

El zar, rechazando todo ofrecimiento de solaz, se había retirado hecho una furia a su estudio después de la cena. Katrina, preocupada por él, le aguardó hasta cerca de medianoche; pero él no se presentó. Cuando se hallaba de un humor así, era como un niño a solas con su dolor. Y, sin embargo, también tenía entonces algo de la amenaza de un animal herido. Como hombre corriente, hubiese resultado digno de compasión en su angustia y desencanto. Pero como zar, con el poder de vida o muerte a su capricho, era peligroso también. A Katrina le costaba trabajo acordarse siempre de esto.

Las velas chisporrotearon. Tomó una manta de armiño de encima de la cama, se la echó sobre los hombros, y, con vacilante paso, pasó por las enormes puertas talladas que daban acceso a las habitaciones del zar, para buscarle.

Un rayo de luz amarilla se escapaba por el agujero de la llave de la puerta de su estudio. Corredor abajo, un centinela impasible, apoyado sobre su albarda, la observaba por entre los entornados párpados. Katrina abrió con cuidado la puerta, y una ráfaga de aire frío le agitó el delgado camisón.

El zar se hallaba solo y de pie junto a la abierta ventana. Se había arrancado el corbatín, y ofrecía el desnudo pecho a la cruda noche rusa, como si intentara aliviar un calor febril.

Le vio el rostro, y aún lo encontró obsesionado por la ira. Mejor sería, decidió, impelida por la prudencia en parte, y no poco por un brusco respeto, dejar al zar hasta que sus pensamientos iracundos le hubiesen agotado y hubiera hallado alivio en el sueño.

Cuando regresó a su propia alcoba, olió tabaco de pipa no bien abrió la puerta. El príncipe Menshikof estaba sentado en el borde de su cama, aguardándola. Tenía las largas piernas cruzadas en su favorita postura de indolencia; pero fruncía el ceño.

—¿Cómo está el zar? —preguntó, en cuanto la vio entrar.

Katrina cerró la puerta.

—No está mejor. —Tiritó, y se arrebujó más en la manta de armiño—. Tiene la ventana abierta de par en par, y la corriente corta más que el látigo de Dakof.

Volvió a tiritar, y Menshikof dijo, con dulzura:

—Métete en la cama, Kitty. Tienes carne de gallina recién desplumada.

Apartó la cálida ropa del lecho y Katrina se introdujo en él, agradecida.

Al cabo de un momento, dijo:

—¿Está bien… eso de que estés en mi alcoba. Alec?

Menshikof hizo un gesto de impaciencia.

—He de hablar contigo, criatura. Tú y yo somos los mejores amigos del zar. Hemos de impedir esa matanza que proyecta. Si se empeña en llevarla a cabo, quizá pierda el trono.

Katrina abrió desmesuradamente los ojos:

—¿Puede llegar a eso?

Menshikof buscó a tientas la pipa.

—Es la cosa más peligrosa que pudiera suceder —repuso—, y la cosa más astuta…, eso de hacer correr el rumor de que el zar ha muerto y que es él diablo disfrazado el que ocupa su lugar. ¡El zar es sagrado, pero el diablo no!

—¿Qué podemos hacer?

—Hemos de intentar conseguir que él zar cambie de opinión.

—¿No puede Romdanovsky aplazar la construcción de los patíbulos unos cuantos días hasta que tenga tiempo de pasársele él humor al zar?

—¿Fedor? ¡Quia! Ya le conoces. Una orden es una orden. Aunque le cueste a él la vida o al zar el trono. Pero ahorcar a quien lleve barba… ¡Habrá una rebelión!

—¿No podría el zar obligarles a pagar por llevar barba —sugirió Katrina—, y sacarles así dinero en lugar de ahorcarles?

Los fatigados ojos grises de Menshikof brillaron.

—Un impuesto sobre las barbas —murmuró esperanzado—. Y continuar subiendo él impuesto…

Le temblaron los dedos al acercar una paja a la vela de la cabecera y encender la pipa.

—Kitty, ¿puedes persuadirle?

Se estremeció de brusca fatiga, bostezando al producirse la reacción nerviosa.

Katrina movió, afirmativamente, la cabeza.

—Lo intentaré…, si el zar quiere escucharme —respondió.

—Es nuestro único recurso —dijo Menshikof Dios te bendiga, Kitty. Volvió a bostezar.

—¡Estoy tan cansado! —agregó—. Y, sin embargo, esta noche no me es posible dormir. ¿Hay vino aquí?

—¡Pobre Alec! —Katrina saltó de la cama y corrió, descalza, hacia una alacena.

—Hice poner aquí vino y vodka de cerezas para él zar —dijo—. A veces le gusta beber algo si se despierta durante la noche.

Depositó dos garrafas y dos copas sobre la mesilla de noche, y volvió tan apresuradamente a la cama y tan sin aliento, tiritando por el frío que hacía en el cuarto, que Menshikof rió, con regocijo.

—Pareces tan criatura para estar discutiendo asuntos de Estado… —dijo, contemplándola.

Se sirvió una buena cantidad de vodka y se la bebió de un trago. Katrina tomó un ardiente sorbo del suyo y susurró:

—Échame vino, por favor. El vodka sólo hace que me dé vueltas la cabeza.

Menshikof tomó la garrafa y, al servir el espeso vino color ámbar, la sonrisa volvió a aparecer en sus labios.

—Hidromiel —murmuró, suavemente—. Fue este vino él que te mareó la primera noche que nos conocimos.

Y Katrina se turbó al ver el brillo de los grisáceos, ojos que la observaban. Se humedeció él los labios bajo él rizado bigote castaño.

—Eso fue hace mucho tiempo —añadió precipitadamente—. Casi lo he olvidado.

Se miraron en silencio un largo rato. Las arrugas se le hicieron más profundas a Menshikof alrededor de los ojos.

—Yo fui el primer hombre en poseerte —dijo. Katrina sintió la presión de su mano a través del cobertor de piel. Se agitó, turbada.

—Alec, pertenezco al zar. Va a casarse conmigo… Tenía la voz ronca y seca.

—Lo sé —repuso Menshikof. Le asió la barbilla, obligándola a alzar la cara—. Yo le encontré y le entregué al zar… porque yo también le pertenezco, de todo corazón, como tú sabes. —Entonces, no debemos…

Sería cosa de una hora más tarde cuando la puerta de la alcoba se abrió con violencia, apareciendo el enfundado en enorme camisón de seda y con una vela alzada. Escudriñó el cuarto y vio, confusamente, el endoselado lecho.

—¡Kitty! —llamó, con aspereza—. ¿Estás despierta?

Katrina se despertó bruscamente, latiéndole el corazón con violencia, y saltó de la cama en él preciso momento en que la llama de la vela del zar se arqueó, se retorció y acabó apagándose por la corriente establecida entre la habitación y corredor.

El príncipe Menshikof, junto a ella, se puso rígido de aprensión.

—Sí, señor, sí… —respondió la muchacha, apresuradamente—. ¿Qué ocurre?

—Ven —le contestó con aspereza el soberano—. No puedo dormir solo. El cuarto está lleno de sombras… Veo rostros en ellas. Ven, Kitty…, ¡te necesito!

Corrió ella hacia él, descalza.

—¡Oh, Majestad! ¡Cómo me has sobresaltado!

—¿Sí?

Hablaba abstraído, sintiendo sus propios terrores y soledad con demasiada vividez para distinguir él dejo de temor en la voz de Katrina. La rodeó con el brazo.

—Ven —dijo—, ven a mi cama y ahuyenta mis sombras, criatura, porque me temo que tú eres la única que puede hacerlo.

La habitación del zar estaba brillantemente iluminada con velas y un gran fuego, recién encendido, chisporroteaba en él hogar.

—Estuve de pie ante la ventana entregado a mis pensamientos —dijo— y me helé hasta los huesos.

Soltó el candelabro y le apoyó las manos en las esbeltas caderas.

—Pero, Kitty —dijo—, ¡si has estado llorando! Tienes la cara húmeda de lágrimas.

Tragó ella saliva.

—¡Oh, Pedro! —Alzó los brazos para intentar abrazarle—. Oh, Pedro, te quiero… con toda mi alma. Si que te pertenezco, ¿verdad?

Durante un instante el surco de ira de la mejilla le desapareció en naciente sonrisa. Pero el dolorido recuerdo aún le daba un brollo duro a los ojos y Katrina comprendió que el zar no había olvidado todavía la perfidia de su hijo cuando respondió:

—¿Qué si me perteneces, Kitty? Si no lo sabes ya, adquirirás la certeza antes del amanecer. Porque te necesito, te necesito, ¿me oyes?

Pronunció las últimas palabras con los dientes apretados.

La trasladó a la cama y yacieron allí juntos, viendo bailar las sombras sobre las paredes.

Katrina empezó a hablarle del plan que ella y Menshikof habían discutido. No mencionó al príncipe.

El zar la escuchó, medio impaciente al principio, luego con creciente atención.

—Y así —terminó diciendo la muchacha— conocerás a tus enemigos por la barba, y al propio tiempo aumentarás tus rentas a su costa.

Echóse él a reír estrechándola contra sí.

—Kitty —dijo—, pequeña, a veces creo que eres aún más perspicaz que Menshikof.

—A veces, Majestad, dos cabezas son mejor que una.

* * *

El zar no había corrido las cortinas y e] primer rayo de luz del nuevo día le despertó bruscamente, como siempre le solía suceder. Jamás dejaba de despertarse al rayar la aurora, como si hubiese sonado una corneta en su habitación.

Pero Katrina seguía durmiendo a su lado. Al contemplarla el zar, tuvo el pensamiento que con tanta frecuencia tenía en aquellas primeras horas grises del despertar, una sensación de maravilla, al ver su fresca y nueva inocencia en el sueño tranquilo y confiado, la suave carita casi santa en su ausencia de toda expresión que no fuera de contento. Tenía las mejillas sonrosadas, y no había mácula alguna de resina bajo las largas pestañas. Katrina, dormida, parecía despedir el mismo aire de salud, de calor y de fragancia que una hogaza recién salida del horno.

La tocó con cuidado, sonriendo. A Katrina, dormida, le tenía sin cuidado que fuera una mano de rey la que la tocase. Le dio la espalda, buscando un sueño más profundo entre las calientes y mullidas plumas.

La besó en la sien, y trazó una delicada línea con el dedo sobre su blanco hombro, a lo largo del brazo luego, basta las delicadas venas azules de la muñeca.

Esto medio la despertó, como sabía él que sucedería. Al empezar a despertarse, le había turbado el sueño un fugaz recuerdo de lo que Menshikof le había hecho, y fue porque tenía intranquila la conciencia por lo que, aún dormida, se volvió hacia Pedro y repitió las últimas palabras que pronunciara antes de que Menshikof le sellara los labios y venciera su resistencia.

—Pertenezco al zar —suspiró.

Pedro, al escucharlo, sonrió. Afortunadamente, lo único que comprendió fue que lo que oía resultaba muy agradable para sus oídos.

Fue la sensación de su aliento en el cabello le que finalmente despertó a Katrina por completo y cuando, vio quién era el que la tenía en sus brazos, el alivio la llenó los ojos de lágrimas.

—Oh, Pedro… —gimió.

Y se asió a él.

* * *

La primera mañana de su regreso al Kremlin siempre estaba llena de ocupaciones para el zar. Yacían amontonadas las solicitudes sobre las mesas de sus diversos cancilleres y secretarios, aguardando su retrasada autorización. Y aquella mañana, no bien hubo tirado del cordón de la campanilla que colgaba junto a la cabecera de la cama para que le sirvieran el té, cuando un canciller que estaba al tanto hizo una señal a la cámara exterior e, inmediatamente, la alcoba del zar quedó inválida por una ávida muchedumbre de cortesanos, mensajeros y peticionarios.

Katrina, que se había sentado en la cama aguardando el té, exhaló una exclamación al verles y volvió a meterse debajo de la ropa.

Durante media hora, el zar permaneció en la cama a su lado dando órdenes, escuchando los apresurados mensajes de jadeantes correos, rompiendo los sellos de despachos, mientras un chambelán servía té perfumado caliente de un samovar de brillante cobre. Después de haberle entregado un tazón lleño hasta los bordes al zar, se acercó silenciosamente al lado de la cama en que estaba Katrina y, con rostro oriental desprovisto de expresión, hizo otro tanto en su obsequio. Katrina se incorporó, cubriéndose con pieles. Sintió que muchos ojos se clavaban en ella y se dio cuenta, con desasosiego, de la urgente necesidad que tenía de un peine y de un poco de carmín en los labios. Pero no parecía haber ni asomo de crítica en los rostros que la contemplaban sin pestañear y con franqueza.

Al cabo de un rato, el zar, demasiado impaciente para pasar un instante más en la cama, saltó de ella sin ceremonia y —desnudo como estaba— cruzó a su cuarto guardarropa, donde le aguardaban sus ayudas de cámara, su barbero, el chambelán de turno y agua caliente.

Peticionarios y cortesanos salieron en persecución suya como gallinas tras el cubo de la basura y, cuando el último hubo desaparecido, Katrina saltó de la cama y corrió a sus propias habitaciones.

Grog la estaba aguardando. En su rostro se dibujó una gran sonrisa de bienvenida.

—¡Por los Santos, Katrina! —bramó—. ¡Debes tener hambre!

Tenía la estufa al rojo vivo y, encima, brillaba una hilera de cacharros. Había tortas recién hechas al horno, fuentes de sopas y guisados, bandejas de fruta de sartén que aún siseaban.

—¡Mira! —Alzó la cubierta de plata de una de las fuentes—. ¡Sesos de ternera y ríñones de liebre guisados con leche y jengibre! ¡Deliciosos! ¿Quieres probarlos?

Katrina se llenó la boca de pan blanco y asintió con un movimiento de cabeza. El enano llenó un cuenco y le dio una cuchara de plata.

—¡Una muchedumbre de chicas con los dientes ennegrecidos entró por asalto un poco después del amanecer —anunció Grog—, pidiendo ser doncella tuya, Katrimushka! Iban todas enjoyadísimas y peripuestas…, afectadas y melindrosas… No había ni una muchacha decente entre todas ellas. Las despedí con viento fresco y se marcharon chirriando como ratones. «Cuando mí señora quiera ver su alcoba llena de alcahuetas pintadas a estas horas de la mañana —dije—, ¡ya las pedirá ella!».

Katrina ahogó una risita.

—Probablemente serían las hijas de la mitad de la nobleza moscovita —rió—, que venían a presentar sus respetos como azafatas.

Después de considerar esto un momento, Grog lo desterró encogiendo los deformados hombros.

—Entonces, ya volverán otra vez mañana —dijo, filosóficamente.

Cuando la muchacha se hubo refrescado dándose un baño de vapor, se untó el esbelto cuerpo con polvos perfumados y aceites delicadamente coloreados contenidos en las docenas de frascos que llenaban sus habitaciones —reliquias de Ana Mons, tan amante de los lujos— se puso un vestido con tontillo[19], de tafetan[20] rosa con aplicaciones de cebellina[21] negra, y se estaba sujetando un minúsculo pasador de diamante rosa a la cinta de terciopelo negro que le rodeaba la garganta, cuando entró el príncipe Menshikof sin ser anunciado.

Katrina le miró, muy abiertos y vulnerables los ojos, pero con los labios firmemente comprimidos. Menshikof iba demasiado cargado de buenas noticias para observar la señal de peligro en sus labios.

—Bendita seas, pequeña Kitty —dijo, con fervor—. ¡El zar dio orden esta mañana de que se abandonara la idea de los ahorcamientos en masa, y que se limitaran a ponerle impuestos a las barbas! Kitty, ¡eres un maravilla!

—Me alegro —le respondió ella con frialdad—, que puedas ser tan feliz esta mañana.

Dijo él, apresuradamente:

—El zar…, ¿no sospechó de nosotros anoche?

—¿Estaríamos aquí esta mañana de haber él sospechado? —repuso ella.

Y Menshikof sonrió, con cierta amargura.

—Comprendo lo que quieres decir. —Vio ahora la arrogancia en su rostro, y no pudo resistir la tentación de hacerla rabiar—. Quizá no sea la cosa para tanto.

Katrina sintió que le ardía de indignación él rostro.

—Yo no he de ser compartida, ¿lo has entendido bien?

—Podrías decirle al zar que yo te había tomado a la fuerza —anunció él, sereno—. Así la culpabilidad sería mía.

Le sostuvo ella la mirada todo el tiempo que pudo, y luego bajó los ojos, confusa.

—No se lo diré —susurró—. Tú sabes que no podría. Pero no debe volver a suceder.

Hubo una embarazosa pausa. El príncipe seguía junto a ella, turbador.

El cepillo del pelo de mango largo se le escapó de entre les dedos y cayó sobre la alfombra blanca, y él se inclinó para recogerlo. Al dárselo sin pronunciar palabra, se tocaron sus dedos y Katrina cerró, impulsivamente, la mano alrededor de la de él.

—Alec —dijo, suavemente—, los dos le amamos… y a los dos nos necesita. No debe volver a ocurrir… ¡Jamás!

Menshikof se irguió, y sus labios le rozaron la frente, leve y fugazmente. No fue un beso. Apenas fue un contacto siquiera.

—Vine para conducirte al Salón de Audiencias —dijo—. El zar está recibiendo a embajadores extranjeros y me mandó en tu busca. Te necesita, Kitty, al parecer.

Le dirigió ella una rápida mirada y tropezó con sus ojos sonrientes.

—Te necesita, Kitty —repitió, y la sonrisa le llegó a los labios—. Nos necesita a los dos…, y no volverá a suceder.

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