Katia

Katia


Capítulo VII

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Nuestro viaje a San Petersburgo; una semana de permanencia en Moscou; las visitas a los parientes de Sergio y a los míos; la instalación de la casa; el viaje una ciudad nueva; panoramas nuevos; todo esto pasó ante mí como en un sueño. Todo era tan variado, tan nuevo, tan alegre; todo era para mí tan caluroso, tan vivamente iluminado por su presencia, por su amor, que la vida pacífica del campo me pareció algo lejano, una especie de vacío. Con gran sorpresa mía, en lugar del orgullo mundano, de la frialdad que esperaba hallar en las personas, todos me acogieron con una afabilidad tan espontánea (no solamente los parientes, sino también los desconocidos), que no parecía sino que me hubiesen estado espirando y se regocijaran de mi llegada.

Al propio tiempo, contra lo que suponía, descubrí que mi marido tenía muchas relaciones entre los círculos de la alta sociedad, y hasta entre los más distinguidos, de las cuales no me había hablado nunca, y a menudo, resultábame extraño e incluso desagradable oírle emitir juicios severos contra algunas de las personas que tan buenas me parecían.

No llegaba a comprender por qué las trataba tan duramente, ni por qué se esforzaba en evitar algunas relaciones que yo consideraba agradables. Creía que cuantas más personas honradas se conocen, tanto mejor, y que todas eras personas honradas.

—Veremos cómo vamos a arreglarnos —me había dicho al dejar el campo—; aquí somos pequeños Cresos, y allí estaremos muy lejos de ser ricos. Por otra parte, nos conviene quedamos en la capital hasta Navidades, y no frecuentar la sociedad, pues de lo contrario nos veríamos en algún apuro. No quisiera para ti…

—¿Por qué frecuentar la sociedad? —repasaba yo—; iremos solamente al teatro; a visitar a los parientes; a oír buena música; a la ópera, y después de todo, antes de Navidad estaremos ya de regreso.

Mas apenas habíamos llegado a San Petersburgo, cuando todos estos buenos propósitos quedaron relegados al olvido. Yo había sido lanzada de pronto a un mundo tan nuevo, tan dichoso; me rodeaban tantos placeres y tantos objetos de interés hasta entonces desconocidos, que de golpe, y sin tener conciencia de ello, me hallé en contradicción con todo mi pasado, y tergiversé todos los planes que aquel pasado había visto nacer. Verdaderamente, hasta entonces todo había sido pueril; la vida no había empezado; la verdadera era aquélla.

Las angustias, los principios de aburrimiento que me perseguían en el campo, desaparecieron pronto y como por encanto. El amor a mi marido volvióse más tranquilo, y por otra parte, nunca, en este nuevo ambiente, me asaltó la idea de que no me amara más que antes. Y, en efecto, no podía dudar de este amor; todos mis pensamientos eran pronto comprendidos por él. Compartía todos mis sentimientos; satisfacía todos y cada uno de mis deseos. Habíase desvanecido aquí su inalterable serenidad, o no me ocasionó al menos, los enojos de antes. Advertí que al lado del viejo amor que siempre me había profesado, experimentaba otro encanto junto a mí.

Con frecuencia, después de una visita, cuando acababa de trabar una nueva amistad, o por la noche, en nuestra casa, donde temblando interiormente de miedo de cometer algún error, había cumplido los deberes de mi papel de dueña de casa, me decía:

—¡Muy bien, querida! ¡Bravo! ¡Ánimo, que esto va bien!

Yo estaba radiante de satisfacción.

Poco después de nuestra llegada, Sergio escribió a su madre, y al pedirme que añadiera yo algo, no quiso dejarme leer lo que había escrito. Ni que decir tiene, que fue precisamente aquello lo que quise hacer, y finalmente lo conseguí.

«No reconocerías a Katia —escribía—. Y ni yo mismo la reconozco. ¿Dónde ha aprendido esa alegre y graciosa seguridad, esa

afabilidad, ese inteligente trato social y ese aire tan amable?, y todo tan simplemente, con tanta gentileza y bondad. Todo el mundo está encantado, y yo no me canso de admirarla, y si fuera posible, la amaría más aún».

«He aquí, pues, lo que yo soy», pensé. Y esto me produjo tal placer, me hizo tanto bien, que me pareció asimismo amarle todavía más. Mis éxitos entre todas nuestras relaciones fueron algo absolutamente inesperado para mí. En unos sitios, se me decía que había agradado particularmente al tío; en otros, que una tía no sabía dónde ponerme; algunos afirmaban que en San Petersburgo no había mujer alguna que me igualase; y otros aseguraban que sólo dependía de mi voluntad ser la mujer más buscada de la sociedad. Había sobre todo una prima de mi marido, la princesa D., mujer del gran mundo, entrada en años ya, que se prendó de mí inesperadamente, y me prodigó los más apasionados cumplidos y elogios, capaces de trastornarme la cabeza. Cuando por primera vez me propuso esta prima que asistiéramos a un baile, y manifestó este deseo a mi marido, Sergio volvió la cabeza hacia mí, sonrió imperceptiblemente, no sin malicia, y me preguntó si quería ir. Respondí afirmativamente con la cabeza y me ruboricé.

—Diríase que eres una criminal confesando sus apetencias —observó Sergio riéndose bondadosamente.

—Tú me dijiste que no nos convenía, frecuentar el gran mundo, y que no te gustaba —repliqué, sonriendo también.

—Si lo deseas, iremos.

—Verdaderamente, vale más que no vayamos.

—¿Tienes ganas, muchas ganas de ir? —insistió.

No respondí.

—El gran mundo, en sí, no es el peor mal —prosiguió—; lo malo, malsano, son las aspiraciones mundanas insatisfecha. Nos conviene ir, ciertamente; iremos —terminó sin vacilar.

—A decir verdad —expliqué—, no hay cada en el mundo que me apetezca tanto como el ir a este baile.

Fuimos, y el placer que experimenté superó todas las esperanzas. En el baile, más que en ninguna otra parte, me pareció que yo era el centro alrededor del cual giraba todo; que la gran sala estaba iluminada para mí sola; que la música tocaba para mí sola, que sólo para mí se había congregado aquella multitud que me contemplaba extática. Todos, empezando por el peluquero y la doncella del tocador, hasta los bailarines y los mismos ancianos que paseaban por los salones, parecían decirme, o darme a entender, que estaban locos por mí. La impresión general que produje en aquel baile, y que me comunicó luego mi prima, resumíase en decir que yo no me asemejaba en nada a las otras mujeres, que en mí había algo de particular que evocaba la simplicidad y la alegría de los campos. Tamaño éxito me apasionó de tal modo, que manifesté con franqueza a mi marido mi deseo de asistir aún a dos o tres bailes más en el transcurso del invierno, «y esto —añadí a pesar mío— con objeto de saciarme bien de una vez».

Mi marido consintió de buen grado, y al principio me acompañó de buena gana, satisfecho de mis éxitos, y olvidando completamente (al menos así lo parecía) o desvirtuando lo que antes estableciera como principio.

Más tarde empezó evidentemente a aburrirse y cansarse de la clase de vida que llevábamos. Mas, sin embargo, esto no aparecía suficientemente claro a mis ojos para que cuando a veces me miraba con severa atención, comprendiese el significado de ello. Estaba de tal modo embriagada por aquel amor que creía haber despertado súbitamente en el corazón de tantos extraños, con el perfume de la elegancia, del placer y de las novedades que allí respiraba por primera vez, que la influencia moral de mi marido, hasta entonces abrumadora para mí, habíase de pronto desvanecido; me resultaba tan dulce, no sólo andar en aquel mundo al nivel suyo, sino sentirme colocada allí más alta que él, para en seguida amarle con más fuerza e independencia, que no podía comprender que Sergio me viera disfrutar con desagrado de aquella vida mundana. Sentía en mí misma un nuevo sentimiento de orgullo y satisfacción, cuando, al entrar en el baile, todos los ojos se volvían hacia mí, y Sergio, como si tuviera conciencia de enarbolar ante la multitud sus derechos de posesión sobre mi persona, se apresuraba a dejarme, e iba a perderse entre la masa de los fracs negros, «¡Espera!», pensaba yo a menudo buscando con la mirada su figura casi inadvertida y a veces muy indiferente. «¡Espera! Cuando volvamos a casa, sabrás y verás por quién he querido ser tan noble y brillante; sabrás a quién amo por encima de todo cuanto me ha rodeado esta noche».

Creía, muy sinceramente, que mis éxitos no me satisfacían sino por él, y porque me permitían también sacrificarlos a él solo. Únicamente una cosa, pensaba, podría ofrecerme algún peligro en esta vida mundana: que alguien de los que me trataban en el gran mundo, concibiera una pasión por mí, y que mi marido sintiera celos; pero Sergio me tenía tanta confianza, parecía tan tranquilo e indiferente, y todos los jóvenes me resultaban tan insignificantes a su lado, que este peligro, único en mi concepto, que pudiera acecharme en la vida de sociedad, no me espantaba en absoluto. Y a pesar de todo, la atención que tantas personas me prodigaban en los salones me daba un placer, una satisfacción de amor propio, que me hacía hallar cierto mérito a mi amor por mi marido, imprimiendo mayor seguridad en mis relaciones con él, y; en cierta manera, mayor negligencia.

—He observado que hablabas de una manera muy animaba con N. N. —le dije un día al regresar del baile, amenazándole con el dedo, y nombrándole una de las damas más conocidas de San Petersburgo, con la cual, efectivamente, había estado conversando aquella tarde. Quería irritarle un poco, porque en aquel momento estaba particularmente silencioso y tenía el aire de hallarse algo mohíno.

—¿Por qué dices semejante cosa? ¿Y eres tú, Katia, quien lo dice? —exclamó, apretando los labios y frunciendo las cejas, como si experimentara algún dolor físico—. No te está nada bien. Deja las habladurías para las demás; podrían alterar nuestra armonía, y espero aún que esta buena armonía volverá.

Me sentí confundida, y callé.

—¿Volverá, Katia? ¿Qué te parece? —me preguntó.

—No se ha alterado en absoluto —repliqué; y entonces, en efecto, estaba convencida de ello.

—¡Dios lo quiera! —añadió Sergio—. Pero ya es hora de que regresemos al campo.

Ésta fue la única ocasión en que habló así; y durante el resto del tiempo, me pareció que todo iba tan bien para él como para mí, y me sentía contenta y alegre. Si alguna vez llegaba Sergio a aburrirse, me consolaba pensando que durante mucho tiempo me había aburrido yo por él en el campo; si nuestras relaciones experimentaban algún cambio, pensaba que recobrarían todo su encanto cuando, en el verano, volveríamos a encontrarnos solos en nuestra casa de Nikolski.

De esta manera transcurrió para mí el invierno, sin que me diera cuenta de ello, y a pesar de nuestros planes, permanecimos en San Petersburgo incluso durante las fiestas de Navidad. El domingo siguiente, cuando por fin nos disponíamos a partir y teníamos ya el equipaje listo, mi marido, que había terminado las compras de regalos, mostróse en una disposición de espíritu de las más tiernas y alegres. Entonces, nuestra prima vino a vernos inopinadamente, y nos rogó que aplazáramos aún la partida hasta el sábado siguiente, con objeto de poder asistir a la fiesta de la condesa R… Me dijo que la condesa R… me había invitado ya otras veces; que el príncipe M., a la sazón en San Petersburgo, había manifestado en el último baile que le gustaría conocerme, y que con este objeto, asistiría a la fiesta en cuestión. Este príncipe decía en todas partes que yo era la mujer más hermosa de Rusia. Toda la ciudad asistiría a la fiesta y, en una palabra, la reunión sería incompleta si faltaba yo.

Mi marido se hallaba en el otro extremo del salón, hablando con no sé quién.

—Así, pues, ¿vendréis, Katia? —preguntó mi prima.

—Queremos partir pasado mañana al campo —contesté, mirando al lado en que se hallaba mi marido. Nuestros ojos se encontraron, y Sergio se volvió vivamente.

—Yo le convenceré de que os quedéis —insistió mi prima— y el sábado irás a trastornar muchas cabezas, ¿no es eso?

—Echaremos a perder nuestros planes; ya tenemos preparados los equipajes —aduje, empezando a rendirme.

—Sería mucho mejor aún que ella fuera a cumplimentar al príncipe esta misma tarde —dijo entonces mi marido desde el otro extremo de la estancia, irritado y en un tono categórico que jamás había oído en él.

—¡Vamos; se nos pone celoso! Es la primera vez que le veo así —exclamó con ironía—. No era solo el príncipe, Sergio Mikailovitch, sino por todos nosotros que la invito. Es en este sentido que la condesa R. entiende invitarla.

—Esto no depende de ella —concluyó fríamente mi marido, y se marchó.

Yo pude notar que estaba más agitado que de costumbre, lo cual me molestó, y no di ninguna respuesta a mi prima. Tan pronto como ésta se hubo marchado, fui al encuentro de mi marido. Se paseaba nerviosamente por la habitación, en todas direcciones, y no me vio ni me oyó cuando entré de puntillas.

«Se acuerda de su querida casa de Nikolski —pensé al verle—; recuerda el café de la mañana en el luminoso salón, los campesinos, la velada en la sala y la misteriosa cena de la noche. Yo daría todos los bailes del mundo y los cumplidos de todos los príncipes para volver a hallar su alegre animación y sus dulces caricias».

Me disponía simplemente a decirle qué no iría a la fiesta, y que no tenía deseos de semejante cosa, cuando de pronto se volvió hacia mí. Al verme frunció las cejas, y la expresión suavemente meditabunda de su fisonomía cambió por completo. De nuevo noté en su rostro las huellas de una sagacidad penetrante y de una calma protectora. No quería dejar entrever la simple naturaleza humana; pretendía seguir siendo para mí el semidiós sobre un pedestal.

—¿Qué tienes, amiga mía? —me preguntó, girando la cabeza negligente y pacíficamente.

No respondí. Provocaba mi despecho que se ocultara de mí y no quisiera ser a mis ojos tal como yo le amaba.

—¿Quisieras asistir a la fiesta del sábado? —preguntó.

—Tenía deseos de ir —le respondí—, pero no puede ser. Además, ya está todo en las maletas —añadí.

Jamás me había mirado tan fríamente; jamás me había hablado con tanta frialdad.

—No marcharemos antes del martes, y daré órdenes de deshacer los equipajes —repuso—; por lo tanto, no partiremos hasta que tú lo quieras. Hazme el favor, pues, de asistir a esa fiesta. Yo no me marcharé.

Como siempre que le atormentaba alguna agitación, se paseó por la estancia con pasos desiguales, y sin mirarme.

—Decididamente no te comprendo —le dije, saliéndole al paso y siguiéndole con la mirada—. ¿Por qué me hablas así? Estoy muy bien dispuesta a sacrificarte este placer, y tú, con una ironía desconocida para mí, me exiges que vaya.

—¡Ah, vamos! Tú te sacrificas —acentuó fuertemente esta palabra—, y yo también me sacrifico; ¿para qué más? Combate de generosidad. Aquí tenemos, me parece, lo que se puede llamar la felicidad de la familia.

Era la primera vez que oía salir de su boca palabras tan duras y burlonas. Su sarcasmo no me llegaba al corazón, y su dureza no me espantó, pero se me contagiaron. ¿Era, en efecto, él, siempre tan enemigo de las frases en nuestras conversaciones, siempre tan franco y tan simple quien me hablaba de aquel modo? ¿Y por qué? Precisamente porque yo había querido sacrificarme para satisfacción tuya, por encima de la cual no podía yo ver cosa alguna; pues en aquel mismo instante, ante aquella idea, había comprendido cuánto le amaba. Nuestros papeles se hallaban cambiados; él era quien había abandonado toda franqueza y toda simplicidad, y yo quien las había hallado.

—Estás muy cambiado —le dije, suspirando—. ¿De qué soy culpable a tus ojos? No es precisamente esta fiesta lo que te indigna; debes de tener alguna queja de mí. ¿Por qué no hablas con sinceridad? Habla claro, ¿qué tienes en contra mía?

«Vamos a ver lo que dirá» —pensé, recopilando mis recuerdos con secreto agrado de mí misma. «No tiene derecho a reprocharme nada por mi conducta de este invierno».

Me situé en medio de la estancia para que se viera obligado a pasar junto a mí, y hubiera de mirarme. Me decía: «se acercará, me abrazará, y todo habrá terminado». Esta idea atravesó mi espíritu, y sin embargo, me pesó un poco no haber podido demostrarle que estaba en un error. Pero Sergio se detuvo en un extremo de la estancia, y mirándome, dijo:

—¿No lo comprendes?

—No.

—Pues… ¿cómo he de decírtelo?… Me da horror, por primera vez, me da horror lo que siento y lo que no puedo dejar de sentir.

Se detuvo, espantado evidentemente de la ruda entonación de su voz.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, con los ojos llenos de lágrimas de indignación.

—Me horroriza la idea de que, habiéndote encontrado linda el príncipe, hayas querido correr a su encuentro, olvidando a tu marido, olvidándote de ti misma y de tu dignidad de mujer; lejos de esto, acabas de decir a tu marido que querías sacrificarte, que es como decir: Agradar a vuestra Alteza sería mi mayor felicidad, pero, gustosamente, la sacrifico.

Cuanto más hablaba, más elevaba el tono de su voz, y esta voz resonaba mordiente, dura, violenta. Nunca le había visto ni esperaba verle así; se me agolpó la sangre al corazón y tuve miedo, pero al mismo tiempo, el sentimiento de una vergüenza inmerecida y de un amor propio ofendido me trastornaban profundamente, y sentía deseos de vengarme de él.

—Hace mucho tiempo que aguardaba esta explosión —dije—; habla, habla.

—No sé lo que aguardabas —prosiguió—; yo podría aguardar algo peer aún, viéndote todos los días encenegarte en este barro, en esta ociosidad, en este lujo, en este ambiente estúpido; y yo aguardaba… Aguardaba lo que hoy me cubre de vergüenza y me embarga de un dolor como jamás había sentido; vergüenza de mí mismo, cuando tu amiga, hurgando en mi corazón con sus manos sucias de barro, ha hablado de celos, y de mis celos ¿de quién?, de un hombre que ni yo ni tú conocemos. Y tú, como si lo hicieras adrede, no quieres comprender, quieres sacrificar, ¿qué? ¡Dios mío!… ¡Qué vergüenza para ti! ¡Qué vergüenza por tu rebajamiento! ¡Sacrificio!… —repitió aún con doloroso acento.

«He aquí, pues, la autoridad de un marido —pensé—. Ofender y humillar a su esposa, que no es culpable en lo más mínimo. He aquí en qué consisten los derechos del marido; pero a esto no me someteré jamás».

—No, no te sacrifico nada —repliqué en voz alta, notando que las ventanas de mi nariz se dilataban desmedidamente, y que la sangre huía de mi rostro. El sábado iré a la fiesta; ¡ya lo creo que iré!

—¡Y diviértete mucho! Pero entre nosotros todo ha acabado —exclamó en un acceso de ira que no pudo contener—. Al menos así no me martirizarás más. Yo era un loco cuando…

Pero sus labios temblaban, y realizó un visible esfuerzo para contenerse y no acabar de decir lo que había empezado.

En aquel momento, le temí y le odié. Habría querido decirle muchas cosas aún, y vengarme de todas sus injurias; pero si hubiese abierto la boca, no habría podido contener las lágrimas y hubiera comprometido ante él mi dignidad. Salí de la estancia silenciosamente. Pero apenas dejé de oír sus pasos, me sobrecogió de pronto el miedo ante la idea de lo que acabábamos de hacer. Me pareció horrible que, tal vez para toda la vida, se hubiese roto el lazo que constituyó nuestra felicidad. Quise retroceder, pero ¿estaría suficientemente apaciguado para comprenderme cuando le ofreciera la mano sin decirle nada y mirándole a los ojos? ¿Comprendería mi generosidad? ¿Y si calificara de ficción mi dolor sincero? ¿No me daría su perdón con orgullosa tranquilidad? ¿Y por qué me había ofendido hasta tal punto, a mí, que tanto le amaba?

No fui a su habitación, sino a la mía, donde permanecí mucho rato sola, sentada y llorando, recordando con horror todas las palabras de la última conversación, substituyendo imaginariamente otras palabras, y añadiendo otras mejores; luego me acordaba de nuevo de lo que había ocurrido, con temor, mezclado con el sentimiento de mi ultraje. Cuando por la tarde fui a tomar el té y en presencia de C. que se encontraba en casa, me hallé de nuevo frente a mi marido, comprendí que desde aquel día se había abierto un abismo entre nosotros. C. me preguntó cuándo nos marcharíamos; yo no le respondí.

—El martes —replicó mi marido. Me asusté del sonido de aquella voz, cuyo tono parecía, sin embargo, el de costumbre, y miré tímidamente a mi esposo. Sus ojos se clavaron en mi semblante; su mirada estaba llena de malicia y de ironía, y su acento era mesurado y frío.

—Sí —contesté.

Por la noche, cuando estuvimos solos, se me acercó, y ofreciéndome la mano dijo:

—Olvida lo que te he dicho, te lo ruego.

Cogí aquella mano; una sonrisa helada contrajo mi rostro, y las lágrimas pugnaron por escapar de mis ojos; pero Sergio, retirando la mano, y como si temiera una escena sentimental, se sentó en una butaca distante de mí: «¿Es posible que aún se figure tener razón?», pensé; mis labios se entreabrían ya para dar una explicación cordial y pedir que no fuéramos a la fiesta.

—Precisa escribir a mamá que hemos aplazado la partida —dijo—; de lo contrario se inquietaría.

—¿Y cuándo piensas partir? —pregunté.

—El martes, después del baile.

—Espero que no será en mi obsequio —dije mirándole a los ojos; pero sus ojos me miraron también, y no me dijeron nada, como arrastrados lejos de mí por una fuerza secreta. Su rostro me pareció de pronto envejecido y de expresión desagradable.

Fuimos a la fiesta, y, en apariencia nuestras relaciones habían vuelto a ser normales y afectuosas; pero en el fondo, estas relaciones eran muy distintas de antes.

En la fiesta, me hallaba yo sentada en un círculo formado por varias señoras cuando el príncipe se me acercó, hube de levantarme para hablarle. En cuanto estuve de pie, busqué involuntariamente los ojos de mi marido, y observé que me miraba desde el otro extremo de la sala; luego se volvió. En seguida me invadió tanta vergüenza y dolor, que experimenté una turbación enfermiza, y sentí cómo mi semblante enrojecía hasta el cuello ante los ojos del príncipe, pero hube de quedarme allí, y oír lo que me decía mientras me examinaba de pies a cabeza. Nuestra conversación no fue larga; no había ningún asiento desocupado para que pudiera sentarse junto a mí, y seguramente comprendió que me sentía violenta a su lado.

Hablamos del último baile, del sitio donde había, pasado ya el verano y otras cosas sin importancia. Al separarnos, manifestó su deseo de conocer a mi marido, y pronto observé cómo se encontraban y se ponían a hablar en un extremo del salón. Probablemente el príncipe le habló de mí, porque sonrió y dirigió la vista a donde yo me encontraba.

Mi marido enrojeció en seguida, saludó profundamente y fue el primero en dejar al príncipe. Yo también me ruboricé, y me avergoncé de la idea que el príncipe habría debido concebir acerca de mi marido. Parecióme que todo el mundo había notado mi timidez y mi embarazo durante mi conversación con el príncipe, así como su singular distinción. «Sabe Dios —me decía— cómo se habrá podido interpretar; ¿no se sabrá, por casualidad, la discusión que he tenido con mi marido?».

Mi prima me acompañó a casa, y durante el trayecto hablamos de él. No pude dejar de contarle todo lo ocurrido entre nosotros con motivo de aquella desgraciada fiesta. Mi prima me tranquilizó, diciéndome que esto era una de las frecuentes rencillas que nada significaban, y que no dejaban rastro. Describiéndome desde su punto de vista el carácter de mi marido, me dijo que lo encontraba muy poco comunicativo y muy orgulloso; estuve de acuerdo con ella, y después de esto, creí comprender mejor su carácter y hasta comprenderlo con más calma.

Pero en seguida, cuando mi marido y yo volvimos a hallarnos uno junto al otro, el juicio que de él había hecho me pareció un verdadero crimen que pesaba en mi conciencia, y sentí que el abismo abierto entre él y yo se ensanchaba más y más.

A partir de aquel día, nuestra vida y nuestras relaciones registraron un cambio completo. Estar los dos solos ya no nos parecía tan agradable como antes. Había cuestiones de las cuales evitábamos tratar, y nos resultaba más fácil hablar en presencia de una tercera persona que a solas. Cuando en la conversación se hacía la más ligera referencia, fuese a la vida del campo, fuese a un baile, parecía que una especie de fuegos fatuos danzaran ante nuestros ojos, y nos sentíamos embarazados tan sólo de mirarnos. Ambos creíamos comprender hasta qué punto nos separaba el abismo, y temíamos acercamos. Yo estaba convencida de que él era orgulloso y arrebatado, y que me precisaba ser muy circunspecta para no herir su susceptibilidad, y él estaba persuadido de que yo no podía vivir lejos de la vida del gran mundo, que la del campo no me convenía, y que debía resignarse a esta desgraciada inclinación. Evitábamos también, cada uno por nuestra cuenta, toda conversación directa acerca de estos temas, y nos juzgábamos mutuamente con absoluta falsedad. Hacía ya tiempo que ante nuestros propios ojos, habíamos dejado de ser respectivamente los seres más perfectos del mundo, y establecido, por el contrario, recíprocas comparaciones con quienes nos rodeaban.

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