Katerina

Katerina


I

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I

Me llamo Katerina y pronto cumpliré ochenta años. Pasada la Semana Santa, volví a mi aldea natal, a la granja de mi padre, pequeña y ruinosa, en la que no queda en pie construcción alguna excepto esta cabaña en la que vivo. Pero tiene una ventana, abierta de par en par, que deja entrar todo el ancho mundo. Mis ojos, a decir verdad, ya no son lo que eran, pero aún late en ellos el deseo de ver. A mediodía, cuando más potente es la luz, frente a mí se extiende un paisaje abierto que llega hasta los márgenes del Prut, que en esta época tiene el agua de color azul y vibra esplendoroso.

Dejé atrás este lugar hace más de sesenta años —hace sesenta y tres años, para ser exactos—, pero no ha cambiado mucho. La vegetación, esa verde eternidad que envuelve estos montes, conserva su verdor. Si los ojos no me engañan, está todavía más verde. Algunos árboles de mi lejana infancia siguen en pie, con hojas brotando, y las colinas tienen aún ese movimiento encantador, como de olas. Todo sigue en su sitio, menos la gente. Se han ido todos, y ya no están.

Por la mañana temprano, aparto las envolturas que oscurecen los largos años y los examino, observándolos en silencio, cara a cara, como dicen las Escrituras.

Las noches de verano en esta época son largas y espléndidas; en el lago se reflejan no solo los robles, sino hasta los humildes juncos que se nutren de sus aguas claras. Siempre me ha gustado este lago humilde, pero especialmente durante esas brillantes noches de verano, cuando se difumina la línea que separa tierra y cielo y todo el cosmos queda bañado de luz celestial. Los años que pasé en tierra extraña me distanciaron de estas maravillas y me las borraron de la memoria, pero parece que no del corazón.

Ahora sé que esta luz es lo que me hizo volver. ¡Qué pureza, Dios mío! A veces siento el deseo de extender la mano y tocar la brisa que viene a mi encuentro por el camino, porque en esta época es suave como la seda.

Cuesta dormir en estas brillantes noches de verano; a veces me parece que es pecado dormir en medio de tanto brillo. Ahora entiendo lo que dicen las Sagradas Escrituras: «Él, que extiende los cielos como un tenue velo»[1]. La palabra velo siempre me sonaba rara, lejana; ahora veo ese velo.

Caminar me resulta muy difícil. Si no tuviera mi ancha ventana, abierta de par en par, que me saca de aquí y me vuelve a traer adentro, estaría encerrada como en la cárcel, pero esta abertura me concede la gracia de dejarme salir con facilidad y vagar por los prados como cuando era joven. A última hora de la tarde, cuando la luz va muriendo en el horizonte, vuelvo a mi jaula, saciada mi hambre y aplacada mi sed, y cierro los ojos. Entonces me encuentro con otros rostros, unos rostros que veo por primera vez.

Los domingos, reúno todas mis fuerzas y bajo hasta la capilla. La distancia entre la capilla y mi cabaña no es grande, un cuarto de hora a pie. De joven, yo salvaba esa distancia de un salto. En aquella época toda mi vida era como una única bocanada de aire, pero hoy, aunque cada paso me duele, ese paseo aún me resulta precioso. Las piedras me despiertan el recuerdo, más bien el recuerdo anterior al recuerdo, y veo no solo a mi madre que en paz descanse, sino a todos los que alguna vez anduvieron por este camino, todos los que cayeron de rodillas, lloraron y rezaron. No sé por qué, ahora me parece que siempre llevaban abrigos de pieles. Será por un campesino anónimo que una vez vino aquí en secreto, rezó, y luego se quitó la vida. Sus gritos me perforaron las sienes.

La capilla es antigua y desvencijada, aunque tiene encanto en su sencillez. Los puntales de madera que instaló mi padre todavía la sostienen. Mi padre no era muy mirado con el culto, pero creía que era su obligación cuidar de nuestro pequeño santuario. Recuerdo, aunque como en penumbra, las vigas que trajo a hombros, gruesos troncos, y cómo los clavó en la tierra con un enorme mazo de madera. Por entonces mi padre me parecía un gigante, y su trabajo era el trabajo de los gigantes. Y esas vigas, aunque ahora están podridas, siguen bien arraigadas al suelo. Los objetos inanimados tienen larga vida; solo el hombre es arrancado antes de tiempo.

¿Quién iba a pensar que yo volvería? Yo había borrado este primer seno familiar de mi memoria como un animal, pero la memoria de una persona es más fuerte que ella misma. Lo que el deseo no hace, se hace por necesidad, y la necesidad llega a ser, al cabo, deseo. No lamento haber vuelto. Al parecer, estaba de Dios.

En el banco que hay a la entrada de la ermita me quedo sentada una o dos horas. Aquí el silencio es muy grande, quizá gracias al valle que rodea el lugar. Cuando era pequeña correteaba detrás de las vacas y las cabras por estos senderos. Qué ciega y maravillosa era entonces mi vida. Yo era como uno de esos animales a los que guiaba, fuerte como ellos, y como ellos muda. De esos años no queda visible rastro alguno, solo yo, los años que se han ido acumulando en mí, y mi vejez.

La vejez le acerca a uno a sí mismo y a los muertos. Los muertos bienamados nos acercan a Dios.

En este valle oí una voz que me hablaba desde las alturas por primera vez; de hecho, fue en una de las laderas más bajas de este mismo valle, donde se abre y se expande en una pradera llana. La recuerdo con gran claridad. Yo tenía siete años, y oí de repente una voz, que no era la de mi padre ni la de mi madre, una voz que me decía: «No tengas miedo, hija mía. Encontrarás la vaca que se ha perdido». Era una voz muy segura, tan calma que me quitó todo el miedo del corazón en un segundo. Me quedé sentada, sin moverme, mirando. La oscuridad era cada vez más densa. No se oía sonido alguno, y de repente la vaca salió de lo oscuro y vino hacia mí. Desde entonces, siempre que oigo la palabra salvación veo esa vaca parda que había perdido y que volvió a mí. Aquella voz se dirigió a mí solo una vez, nunca más. No se lo conté a nadie; guardé el secreto en mi corazón y me regocijaba en él. Por aquella época yo tenía miedo de todo; de hecho, fui presa del miedo durante muchos años y solo me libré de él cuando llegué a cierta edad. Si hubiera rezado, las oraciones me habrían enseñado a no tener miedo. Pero mi destino se determinó de otra manera, si se puede decir así. Aprendí la lección años más tarde, inmersa en muchas experiencias.

Cuando era joven, no sentía inclinación alguna ni a la oración ni a las Sagradas Escrituras. Lo que decían las oraciones que recitaba me sonaba ajeno; iba a la iglesia solo porque mi madre me obligaba. A los doce años, tenía visiones obscenas en mitad de las plegarias, unas visiones que me oscurecían enormemente el espíritu. Un domingo tras otro fingía estar enferma y, por mucho que mi madre me pegara, no servía de nada. Tenía tanto miedo a la iglesia como al médico del pueblo.

Sin embargo, gracias a Dios, no me aparté del todo de los manantiales de la fe. En mi vida ha habido momentos en que me olvidé de mí misma, en los que caí a lo más bajo, en los que perdí hasta la imagen de Dios, pero, incluso en esas épocas, era capaz de ponerme de rodillas y rezar. Señor, recuerda esos momentos, porque muchos han sido mis pecados y solo Tú, en Tu inmensa misericordia, conoces el alma de Tu sierva.

Ahora, como dice el dicho, las aguas han vuelto a su cauce, el círculo se ha cerrado, y yo estoy aquí otra vez. Los días son largos y espléndidos, y paseo a placer. Mientras mi ventana esté abierta y mis ojos despiertos, la soledad no me pesa en el alma. Qué pena que a los muertos no se les permita hablar; tienen cosas que contar, estoy segura.

Una vez a la semana el ciego Jamilio me trae comestibles del pueblo. Yo ahora no necesito gran cosa: tres o cuatro tazas de té, pan y queso de granja. Aquí hay fruta de sobra; he probado ya las cerezas nuevas, vino puro.

Jamilio ya no es ningún jovencito, pero sus andares de ciego son firmes. Tantea el camino con su grueso bastón, y su bastón nunca le engaña. Cuando se inclina, me sorprende la fuerte curvatura de su espalda. Según me cuentan, cuando era joven las chicas se le pegaban como lapas, y no me sorprende porque fue muy guapo. Pero mira en lo que le han convertido los años. Primero se quedó sordo, luego perdió la vista y ahora de él solo quedan los restos. Cuando le veo acercarse a mi cabaña con mis provisiones a cuestas, no sé por qué le veo un aire cansino y sumiso, pero es solo una apariencia.

Cuando yo me fui del pueblo él era un recién nacido, pero he oído muchas habladurías sobre él, no siempre favorables. Después de años de soltería viviendo a salto de mata, se casó. La novia era rica y guapa, y aportó una dote considerable, pero no era fiel. Se dijo que era su castigo por tantas mujeres a las que él había engañado, pero también ella tuvo su pena por infiel: en mitad del campo sufrió el ataque de un enjambre de avispones, que la mataron. Por una vez, pareció que el delito y el castigo se habían unido en este mundo, pero quién soy yo para juzgar ese misterioso equilibrio.

Todos los jueves, Jamilio viene a traerme mis provisiones; solo Dios sabe cómo se orienta para llegar. A mí me parece un ser de otro mundo; sin él, yacería en el polvo. «Gracias, Jamilio», le digo bien alto, aunque dudo de que pueda oírme. En cualquier caso, hace un gesto como apartando una idea. Cuando yo le dejo algo en la palma de la mano, golpea el suelo con su grueso bastón murmurando entre dientes y luego se va. Su ropa huele a hierba y a agua; da la impresión de que se pasa gran parte del día al aire libre.

«¿Cómo estás?», digo, y casi de inmediato caigo en lo estúpido de la pregunta. Él hace su tarea lenta y firmemente. Primero coloca los comestibles en la despensa y luego trae madera cortada y la deja cerca de la estufa, todo ello en silencio y a conciencia. Trabaja durante casi una hora, y en esa hora me deja la cabaña llena de aromas del campo, un perfume que se me queda flotando alrededor durante toda la semana.

Me encanta sentarme y seguirle con la mirada mientras se va a paso lento, en una lenta partida que a veces dura otra hora entera. Primero baja hasta la ermita, se postra de rodillas en la entrada y reza. A veces me da la impresión de que oigo su silencio. De repente, sale de su ensimismamiento, sin gestos bruscos, sin aspavientos, como si se diera la vuelta, se levanta y baja andando hasta el lago. Cerca del agua, se detiene en seco y se queda allí parado.

A veces creo que se demora allí para poder oler el aroma del agua. En esta época, el agua tiene fragancia; de hecho, Jamilio se aproxima al borde del agua y se inclina, pero no se queda allí mucho rato, enseguida baja hasta al sendero y los árboles se lo tragan.

Cuando desaparece en el bosque, vuelve a aparecer ante mí con una claridad diferente, robusto y atractivo, y empiezo a añorarle. La oscuridad me hace olvidarme de él súbitamente, y solo el jueves por la mañana llega a mi nariz el olor del agua, me acuerdo y un estremecimiento expectante me recorre la espalda.

La mayoría de los días me siento en mi sillón, un sillón de madera bien mullido con cojines gruesos. Los años no lo han dañado: aún se compadece de los huesos de la gente. Aquí es donde mi madre se sentaba los domingos, con los ojos cerrados, con todo el cansancio de la semana grabado en el rostro, el pelo ralo y gris. Yo ahora tengo cuarenta años más que ella entonces. Han cambiado las tornas: la madre es joven y la hija vieja y así, al parecer, seguirán ya para siempre. Cuando los muertos vuelvan a la vida, seguramente se quedará impresionada: ¿es esta mi hija, Katerina? No obstante, cuando rezo por mí también rezo por ella: estoy segura de que nuestras madres nos protegen, de que, sin ellas y sin sus virtudes, los malvados ya habrían acabado con nosotros hace tiempo.

Me paso gran parte del día sentada, observando. Ante mis ojos el lago centellea en su esplendor; en esta época su luz es intensa. Hubo un tiempo en que aquí bullía la vida, pero ahora solo queda silencio. Cuando estoy atenta al silencio, se levantan de los prados visiones lejanas y me llenan los ojos. Ayer tuve una visión muy clara: yo tenía tres años, estaba sentada en la hierba y nuestro perro pastor, Zimbi, me lamía los dedos. Padre estaba sentado bajo un árbol, emborrachándose lentamente con una botella de vodka, feliz y contento. Papá, le llamo yo, no sé por qué. Él está tan embebido en su botella que no me contesta. Yo rompo a llorar, pero mi llanto no le mueve de su sitio. Mi madre sale como una tormenta de la casa, y yo me callo de inmediato.

Mi madre, Dios bendiga su memoria, fue una mujer desafortunada y todos la temíamos, hasta mi padre, que era tan robusto. Ni las vacas se atrevían a llevarle la contraria. Recuerdo que una vez sometió a una vaca desbocada con sus propias manos. Sus manos, Dios me perdone, están impresas en mi cuerpo hasta hoy. Me pegaba por cualquier cosa, seria o fútil, furibundamente y sin piedad. Solo en Pascua dejaba de pegarme. En Pascua le cambiaba la cara, y los ojos se le llenaban de un recogimiento secreto, como un río cuyas aguas se remansaran. Durante la Pascua la luz de su rostro irradiaba por toda la casa, con una piedad que no parecía de este mundo.

Yo pasaba la Pascua sentada en algún escalón con Zimbi al lado. Atesoro el recuerdo de Zimbi con un grato calor. Era un perro grandote al que le gustaba la gente, los niños en especial. Si aún queda algo de calor en mi cuerpo, es el que absorbió del suyo, y aún noto su olor en las ventanas en la nariz. Cuando me fui de casa, aulló amargamente, como si supiera que nunca volvería a verle. Para mí aún está vivo, y lo están especialmente sus ladridos, unos ladridos apagados que me sonaban como un saludo amistoso. Mi alma se aferró a la suya, si se puede decir así. Desde que volví, oigo a veces sus gemidos, y añoro su cuerpo redondo y suave, su pelaje sedoso, y el olor del río que llevaba prendido en las patas.

Mi madre también quería a Zimbi, pero con un amor diferente, retenido, sin contacto. Pero ese ser mudo parecía sentir que aquella mujer infeliz le quería bien, y salía corriendo a su encuentro para saltarle encima con afecto. Zimbi sentía un miedo mortal hacia mi padre. A veces siento que estoy unida a mi madre que en paz descanse a través del cuerpo de Zimbi; nuestro amor por él nos unió en espíritu como una fuerza invisible. Solo Dios conoce los secretos del corazón, y solo Dios sabe lo que nos une, en la vida y en la muerte.

Nada más pasar la Pascua, la luz del rostro de mi madre se apagaba y volvía a nublarlo la ira. Yo era aún muy pequeña cuando oí decir: «Es una mujer muy desdichada, hay que tener compasión de ella. Sus hijos murieron en la tierna infancia». Sin embargo, yo estaba convencida de que el ángel de la muerte no pasaría sobre mí. Cada noche rezaba para no morirme y, milagro de milagros, las oraciones tuvieron efecto, y mi vida se ha prolongado más allá del plazo que se concede a los hombres.

Mi madre murió muy joven. Veo su rostro con tanta claridad como el día en que nos dejó. Veo especialmente el impulso airado de sus largos brazos. Todavía hoy, tantos años después, la recuerdo con temor y temblor, como dicen las Escrituras. Cada vez que pienso en ella, la veo viniendo hacia mí furiosa. ¿Por qué, madre —le pregunto—, te enojas conmigo? Ya he recibido el castigo por mis pecados, y seré azotada por mis faltas en el reino de la verdad. Pero mi madre sigue con lo suyo; es muy joven, y seguirá siéndolo por toda la eternidad. Si hubiera vivido tantos años como yo, se le hubiera calmado la sangre; a mi edad, ya nadie se enoja.

A veces pienso que todavía nos guarda rencor a todos porque la enterramos en hielo. El cementerio estaba blanco e inhóspito, y los dos sepultureros tuvieron que abrir la tierra para su tumba con un hacha. La gente se quedó a cierta distancia de la sepultura, temblando. El cura despotricaba contra los enterradores por su pereza, por no haber preparado la tumba a tiempo, y les metía prisa susurrándoles unas palabras que sonaban a maldiciones.

Después, cuando ya estaba oscuro, las plegarias cayeron como granizo. Yo me envolví la cabeza con la pañoleta para no ver cómo bajaban el ataúd a la tumba con cuerdas, pero el frío me penetró en los huesos igualmente, y sigo sintiéndolo hasta hoy.

En cuanto mi madre murió, mi padre se sumió en la bebida. Dejó de atender la casa y la granja, vendió los manteles bordados, y hasta el baúl de la dote de mi madre. Entonces yo empecé a tenerle miedo, como si fuera un desconocido. Volvía a casa muy tarde, y caía de inmediato sobre la cama como muerto. Pasaba la mayor parte del día durmiendo y solo empezaba a moverse cuando se acercaba la puesta de sol, para dirigirse a la taberna sin demora.

Esa primavera ya no fue al campo. Me ignoraba como si yo no existiera. A veces blandía el puño hacia mí y me abofeteaba, distraídamente, como quien espanta una mosca. La muerte de mi madre le dio libertad para beber cuanto quisiera; a veces llegaba a casa con el ánimo alegre, como un joven alocado.

Una noche se acercó a mí, Dios me perdone, y me habló con una voz que no era la suya: «¿Por qué no te acuestas con papá? Está la casa fría». Tenía los ojos vidriosos, y una especie de rojez lasciva le brillaba en ellos. Nunca me había hablado antes con esa voz. «Acostarse con papá no es malo», me dijo, otra vez con la voz que no era suya. Yo sentí en mi corazón que eso era pecado, pero no lo sabía con certeza. Me metí a gatas debajo de la mesa y no dije ni una palabra. Padre se agachó y dijo: «¿Por qué huyes de mí? Soy tu papá, no un desconocido». Entonces me agarró por los hombros con sus manazas, me atrajo hacia él y me besó. Luego se puso en pie, hizo un gesto de desdén y cayó redondo en la cama, dormido. Después de eso, no volvió a mirarme.

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