Katerina

Katerina


V

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V

Volví, y me sumergí en el trabajo como si lo hiciera en el olvido. Extraña es la vida de los judíos. Con el paso de los años, aprendí a observarlos. Son temerosamente diligentes. Tras las plegarias de la mañana, el hombre de la casa se va a trabajar a su almacén, no una tienda grande, en un extremo del mercado, y más tarde su esposa se reúne con él y trabajan juntos sin una sola pausa y sin siquiera un trago hasta última hora de la tarde. Yo estoy en la casa, limpiando y ordenando. Aún no me he acostumbrado a los olores del hogar judío. La casa está llena de libros como un convento. Mi prima María me reveló una vez que al octavo día circuncidan a los bebés varones, para incrementar su virilidad cuando maduren. No hay por qué creerse toda palabra que sale de la boca de María; casi siempre exagera o se inventa cosas, pero no es una mentirosa completa. Por ejemplo, no tiene miedo de los judíos. Ella me aseguró que ningún mal caería sobre mí estando con ellos.

El viaje a Moldovitsa estaba ya olvidado. De no ser por lo que soñaba de noche, mi vida de entonces se hubiera desarrollado sin sobresaltos. En sueños, todos mis pecados se desplegaban ante mí, de esa forma en que solo los pecados se exponen al aire, con todos sus detalles al rojo vivo. Más de una vez oí la voz de Ángela: «Mamá, mamá, ¿por qué me has abandonado?». Pero, a la luz del día, se borraban todas las cuentas. Aprendí a trabajar sin hablar mucho. En el pueblo la gente dice que los judíos son unas cotorras, buscando siempre tres pies al gato para intentar engañar. No conocen a los judíos. Solo se habla para cosas prácticas; lo de hablar por hablar no existe entre ellos. Hay algo compulsivo en su forma industriosa de trabajar.

¿Es una buena vida la suya? ¿Son felices? Me lo pregunté más de una vez. «Cada uno debe cumplir con sus tareas sin esperar recompensa», me dijo una vez la señora. Y sin embargo, ellos aspiran a la grandeza. No se privan de los placeres de este mundo, pero no ponen avidez en buscarlos. Los judíos son dueños de tabernas, pero ellos mismos no se emborrachan.

No solo yo estaba observándolos, parece. También ellos me seguían los pasos de cerca. Se fijaron, por ejemplo, en que ya no salía a divertirme los sábados por la noche. La señora estaba contenta, pero no expresó su aprobación con tantas palabras. Decir las cosas abiertamente no es lo habitual entre ellos.

Mis horas más felices eran las que pasaba con los niños. Los niños son niños; aunque es verdad que poseen una dosis de inteligencia mayor, no son demonios.

Al cabo de unos pocos meses me rendí a la tentación y volví a la taberna. Mis conocidos se quedaron estupefactos: «¿Qué te pasó, Katerina?».

—Nada, ¿qué me va a pasar? —trataba yo de disculparme.

Sin embargo, algo había cambiado en mi interior. Me tomaba un par de tragos, pero mi alma no se remontaba. Todos a mi alrededor, los jóvenes y los no tan jóvenes, me parecían bastos y patosos. Seguía bebiendo, pero no me emborrachaba.

—¿Dónde estás trabajando?

—Con los judíos.

—Los judíos tienen una mala influencia sobre ti —me dijo una joven.

—No tengo otro trabajo.

—Podrías venir conmigo. Trabajo en una cantina.

—Ya estoy acostumbrada.

—No deberías acostumbrarte a ellos.

—¿Por qué?

—No lo sé. Tienen mala influencia. Al cabo de un año o dos, se te pegan sus gestos. Conocí a una chica, una buena amiga mía, que trabajaba para los judíos. Al cabo de dos años, perdió el aspecto de persona sana. La cara se le puso pálida, y sus movimientos carecían de libertad… tenía como un temblor en la mandíbula. Nuestra vida es diferente. Yo no trabajaría para ellos ni por todo el oro del mundo.

En aquel tiempo, no voy a ocultar la verdad, yo sentía una intensa atracción hacia el señor de la casa. No sé qué es lo que me excitaba de él: su altura, su cara pálida, sus oraciones de buena mañana, el abrigo, o quizá el ruido de sus pasos por la noche. Mi joven cuerpo, que había conocido ya el oprobio y el dolor, se despertaba. En secreto, esperaba que llegara la noche en que se acercaría a mi cama.

Al parecer, los judíos son muy sensibles. La señora, sin decir una palabra, me mantuvo alejada de la cocina a las horas de las comidas, y en el sabbat no me permitía entrar al comedor. La distancia no hizo menos agudo mi deseo; al contrario, lo intensificó. En el pueblo me atraían los pastores, y en la ciudad los chicos habían codiciado mi cuerpo y lo habían devorado. Ahora era un deseo distinto, pero ¿qué iba a hacer yo? ¿Morder mi propia carne? Si hubiera tenido valor, habría ido al cura a confesarme, pero tenía miedo de que el cura me hiciera reproches y me impusiera ayunos y promesas solemnes. Entonces, yo no entendía que mis deseos estaban arraigados: imperceptiblemente, me había vinculado a los judíos.

Mis amigos de la taberna tenían razón: los judíos tienen un poder silencioso y hechicero. Cuando llegué a su casa por primera vez, me habían parecido inmersos en sí mismos, tristes y muy poco interesados por aquellos a quienes no conocían. Parecían inclinados bajo un peso, como dominados por la depresión. Y a veces tenían en los ojos un brillo de arrogancia y yo parecía no existir. Pero, tras dos años de servicio, se produjo un cambio. Olas de miradas empezaron a tocarme; primero lo sentí con los niños, y luego con la señora. No son indiferentes, va a resultar. Pero mis sueños de aquellos días se tornaron vergonzosamente desenfrenados. Ya sé que los sueños hablan en vano, y sin embargo su poder era grande y maligno. En mis sueños solo existíamos yo y el señor de la casa, sentados a la mesa, bebiendo un trago tras otro. Su forma de tocar no era la de los rutenos. Me acariciaba el cuello con suavidad. Así era, una noche tras otra.

Tenía también otros sueños, más difíciles de soportar que esos, que me aterraban como la visión de la iglesia en los días de ayuno. En mis sueños, veía a una banda de judíos junto a una fosa. Les apuntaban unas luces muy intensas, pero ellos no se dejaban arredrar, no se movían. Hemos matado a Jesús de una vez por todas, y no permitiremos que resucite; había furia en sus ojos. Las luces les maceraban el cuerpo, pero ellos seguían igual, como si se hubieran convertido en una masa indistinta, cerrando el paso.

Estas visiones no se han borrado de mi memoria. Todavía hoy las recuerdo con gran claridad. En aquellos sueños, yo conocía todos mis pecados. No solo había abandonado a mis antepasados y su tierra, había abandonado a mi hija y, peor aún, estaba viviendo entre aquellos que le habían levantado la mano a Dios y a Su Mesías. Sabía que mi castigo sería imposible de soportar, no solo en el reino de la verdad, sino también antes, aquí, en esta tierra.

Valoré la idea de abandonar la casa e irme adonde mis pies me llevaran, pero fui débil, tuve miedo, y todo lo que me rodeaba me parecía ajeno, abandonado. Mis amigos de la taberna no se rendían: «Debes dejar a esa gente maldita», «es preferible pasar hambre», «tú no te das cuenta de lo que te han hecho».

—Mucha gente trabaja para los judíos —yo intentaba no alterarme.

—Pero tú has cambiado.

—No me han hecho ningún daño.

—Eso no lo sabes. Ellos trabajan en silencio, en secreto. Te cambian desde dentro. Esos felones son listos y vivos, un día irás a levantarte y ya verás: estarás infectada de la lepra judía. ¿Y qué vas a hacer? ¿Quién te va a acoger? Ningún hombre joven querrá acostarse contigo. ¿Adónde irás entonces? ¿Adónde?

Estos eran los reproches que me hacían.

Al final, ellos tuvieron razón: el miedo me fue venciendo poco a poco. No un miedo muy marcado, sino un temor que me roía por dentro. Seguí trabajando, comiendo y durmiendo, pero todo lo que hacía tenía un sesgo de miedo. Más de una vez vi con mis propios ojos la espada que se abatía sobre mi cabeza.

Una noche salí y me escapé de la casa. Era a finales de octubre. El frío y la oscuridad soplaban por las calles desiertas. Sentí que me estaba volviendo loca, y que no podía hacer otra cosa. El miedo me condujo a cubierto, a los túneles de la humedad y el frío. Después de caminar una hora, me sentí aliviada. Tenía los pies mojados y frío en el cuerpo, pero no me arrepentía. La alegría me inundó, como si me hubieran liberado de la cárcel.

La taberna estaba cerrada aquella noche, así que me fui hacia la estación de ferrocarril. En la estación no hallé a nadie conocido: unos cuantos borrachos andaban tirados por las esquinas, gruñendo felizmente. Por un momento sentí el deseo de unirme a ellos y echar un trago.

—¿Por qué no vienes aquí con nosotros?, se está calentito —me dijo uno de los borrachos. Yo sabía que esa llamada no venía de las alturas, sino de a ras de tierra, pero aun así me alegró oír la lengua rutena, mi lengua materna. Me quedé donde estaba, sin acercarme.

—Ven con nosotros, tómate un trago. ¿Dónde trabajas, guapa?

—Con los judíos —dijo, y de inmediato lamenté haber revelado mi secreto.

—Malditos sean, menos mal que te has ido. Nosotros necesitamos la libertad igual que el aire que respiramos.

Aquel súbito y rudo contacto con mi lengua materna hizo correr un escalofrío de placer por todo mi cuerpo. Aquellos hombres gruñían, gritaban y se lamentaban a gritos. Como si obraran un hechizo, sus groseros ruidos me recordaron las tranquilas praderas de mi pueblo natal, el agua y las aisladas filas de árboles plantados en la llanura, repartiendo sus sombras aquí y allá con mano generosa.

Solo ahora me daba cuenta de lo mucho que me había alejado de la buena tierra, de mi difunta madre, de la luz de la gracia que me había rodeado en días lejanos. Los borrachos parecieron adivinar lo que estaba pensando, y me volvieron a llamar.

—Menos mal que has dejado a esos malditos. Mejor pasar hambre que cobijarse bajo su techo.

Ahora sé con claridad de qué estaban hablando. En aquel lugar descuidado y mugriento que todos llamaban la estación central de trenes sentí por primera vez que el talante judío me había penetrado en los huesos y había destruido mi alegría de vivir.

—¿Por qué no vienes con nosotros? ¿Qué te hemos hecho? —volvieron a llamarme.

—Tengo que volver al trabajo.

—No tienes que volver. De ninguna forma. Los judíos están malditos. Ya te han convertido en una esclava.

—No me han hecho daño alguno.

—Si eso es lo que crees, es que eres tonta.

Cuando me acerqué a ellos, la visión me golpeó en pleno rostro. Los borrachos estaban revolcándose entre harapos, botellas y restos de comida como animales. La idea de que pronto iba a estar entre ellos me dejó helada. Grité y traté de zafarme, como en una pesadilla.

—Niña tonta —me gritó uno, tirándome una botella—. Esos malditos ya te han convertido en su esclava. Estás atrapada en su red, tonta. Lo que tú tenías, que no era mucho, es justo lo que te han quitado. Tú no lo sabes, tonta, pero nosotros ya lo sabemos. Acabarás arrepintiéndote de tu vida.

Salí a la calle y estuve vagando toda la noche. Mi corazón gritaba: «Jesús, Jesús, sálvame como Tú siempre salvabas a las pecadoras. Llévame con ellas y no me dejes morir en pecado». La noche era fría, y yo andaba penosamente de calle en calle, de callejón en callejón, de plaza en plaza. Si el ángel de la muerte hubiera venido a llevarme, le habría dado las gracias, pero el redentor no llegó, solo oscuridad, todas las sombras de lo oscuro, todas las formas del frío.

Si nadie me quiere, volveré con los judíos. También Jesús hubiera vuelto con ellos, me dije, pero el miedo me vencía.

Por fin, la lluvia decidió por mí. La lluvia se mezcló con el granizo cuando ya casi amanecía, y me obligó a entrar. Abrí la puerta. La casa estaba sumida en un profundo sueño, y todo estaba en su sitio. A gatas, me arrastré hasta mi cama.

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