Katerina

Katerina


XIX

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XIX

Eso fue la mitad de mi vida. Desde ahí en adelante, el color de mi vida es rojo. También yo fui asesinada aquella noche: lo que queda de mí es un muñón. Dos hombres me arrastraron por las calles como se arrastra un saco grande. «Asesina, asesina». Oía las voces, que me resbalaban sobre el cuerpo como hielo. Luego dejé de oír, solo me llegaban unos ecos que me hacían añicos con su estruendo. Mientras me llevaban a rastras, mi cuerpo perdió el peso, y mi dolor se congeló.

Me arrastraron durante mucho rato; yo tenía la certeza de que era mi fin, pero no tenía miedo. El tipo de alivio que se siente después de seis o siete vasos de vodka me rodeaba. Si esto es la muerte, no es tan atroz, me dije. En un momento dado, los hombres que tiraban de mí se cansaron y me dejaron en el suelo, sin parar de imprecarme: «Asesina, asesina». La gente venía de todas direcciones y se arremolinaba a mi alrededor. En el tumulto, recordé a los Slavo, dos hermanos que habían proferido un grito similar después de dar caza al lobo que había devorado a su hermano menor y de traerlo a la plaza del pueblo.

—¿A quién ha matado? —preguntó un hombre que tenía voz joven.

—Ha matado y descuartizado a un hombre.

—¿Y adónde la llevan?

—A la policía.

Las voces sonaban tan nítidas como pasadas por un fino cedazo. Yo abrí los ojos y vi a una masa de gente que me rodeaba, en un negro círculo. Los hombres que me habían llevado a rastras hasta allí estaban a mi lado, jadeando pesadamente. Supe que les bastaría con hacer una señal para que la turba me aplastara.

Esa pausa no duró mucho. Volvieron a arrastrarme con fuerzas renovadas, como si trataran de arrancarme los brazos. Yo sentía cómo mi cuerpo iba en volandas, golpeado y llevado como por una tempestad, como si tuvieran miedo de que me muriera antes de que pudieran determinar que tenían un monstruo entre manos.

El cuartel de la policía resultó estar cerca de allí. «Una asesina», dijeron, dejándome en el suelo.

—¿A quién ha asesinado?

—Ha descuartizado a un hombre. Sus restos están tirados en la calle.

Según parece, me desmayé o caí en un sueño profundo. Al despertar, sentí que la sangre que me cubría las manos se había coagulado. No tenía recuerdos en mi interior, era como un cubo que se hubiera vaciado.

—No va a decir nada —dijo una voz de hombre.

—¿La golpearon?

—Yo la he golpeado.

No sentía dolor. La idea de que me habían pegado y yo no había sentido los golpes me despertó del desmayo. En la habitación de al lado, que tenía luz, se oían voces, pero llegaban a mis oídos como si vinieran de muy lejos.

Esa noche no pude dormir; me apreté con fuerza contra la pared, que estaba fría y mohosa, y sentí que el frío me penetraba todos los poros. Llevaba el abrigo desgarrado, pero el forro estaba intacto. Estiré las piernas, y entonces me di cuenta de que tenía una rodilla hinchada. La hinchazón era más grande que el dolor; eso es, me dije a mí misma, una inflamación exagerada. Las voces de la habitación de al lado no se disiparon. Al principio me pareció que hablaban de mí, pero enseguida quedó claro que hablaban de una antigua hipoteca. Una de las voces se quejaba de que esa hipoteca le estaba arruinando. Si no fuera por la hipoteca, sería un hombre libre.

Era como si mis recuerdos se hubieran hundido a lo más profundo, pero me daba cuenta perfectamente de los movimientos y de los chirridos que se producían a mi alrededor. También me fijé en que los barrotes de la celda eran gruesos, pero no estaban muy juntos.

Conseguí quitarme los zapatos. Resultó que también tenía los tobillos hinchados, pero no demasiado. Me acordé de que mi madre siempre decía: «Katerina se hace unos agujeros en los calcetines que no se pueden ni zurcir. Ya estoy cansada de decirle que no gatee por el suelo». Tenía yo entonces tres años, mis padres aún se hablaban y mi madre, no sé por qué, se quejaba de mí pero parecía contenta, y yo me sentía feliz de que mi madre me amara.

Un rato después, se me acercó un policía, que se quedó junto a la puerta de la celda. Me pareció gigantesco. Me miró como se mira a una vaca desbocada, y me dijo: «Levántate, asesina». Al oír su voz, me puse a gatas, pero no tuve fuerzas para levantarme. El hombre se dio cuenta de que yo intentaba ponerme en pie, pero pensó que no me esforzaba lo suficiente y me pegó con la porra. El golpe fue fuerte y me derribó en el suelo.

—¿Qué quiere de mí? —le dije, como suele la gente.

—No me hables como si fueras una persona.

—¿Y qué tengo que hacer?

—No te hagas la inocente. Habla como una asesina, ¿me entiendes?

Entonces llegaron dos hombres y me levantaron en vilo, llevándome a una habitación iluminada. Mi aspecto, según parece, era horrendo. Se quedaron allí, algo separados de mí, hablando entre ellos en rumano. Yo no entendía ni una palabra. Uno de los policías se dirigió entonces a mí en ruteno, y me dijo: «¿Por qué lo mataste?». No recuerdo lo que respondí. Creo que luego me dieron patadas y bofetadas. Caí, y ellos siguieron golpeándome. Yo no grité, y eso les enfureció. Al final, me llevaron otra vez a la celda. No sé cuántos días me tuvieron sin ver la luz del sol; en la celda la oscuridad era grande. Durante todo ese tiempo, sentí que me arrastraba un río ancho y profundo. Las olas negras me cubrían pero yo, que tenía agallas como los peces, conseguía no ahogarme. Cuando abría los ojos, me daba cuenta de que estaba en el río Prut; su flujo era denso y rojo.

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