Kanada

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Capítulo 51

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Un tanque detenido en mitad de la calle. Un tanque que no está hecho de oro; su coraza es de un hierro sucio y polvoriento. Rechina con cada sacudida de la torreta, ronronea cuando prosigue su avance y cascabelea cuando repican sobre él las balas. Los muchachos disparan desde todas partes, ocultos tras los sacos de tierra y las esquinas de los portales, desde las ventanas de los apartamentos y lo alto de las azoteas, y todos esos disparos parecen perderse en el fondo de la calle. También desde tu casa -¿tu casa?- hay alguien que hace fuego. Si te asomas a la calle ves la punta de una carabina asomar desde la ventana contigua. Una escopeta antigua con el cañón herrumbroso, que no parece disparar desde el salón, sino desde el pasado.

Una explosión. Un sector de la barricada que vuela por los aires y tú que no te apartas de la ventana. La casa parece cobrar vida con cada detonación -las ventanas que tiemblan, el chasquido de una viga o el tintineo de la vajilla; una ráfaga de polvo que arrecia contra los cristales-. Hay algo familiar en la escena. Una sensación de tiempo que se repite, de rollo de película rebobinada, de recuerdo que vuelve hasta ti como en uno de los bucles de Schneider. Tú ya has visto pasar esos mismos tanques por esta misma calle. Entonces no había barricadas ni disparos. Los tanques no eran verdes sino grises y no tenían una estrella roja sino una cruz blanca pintada en el chasis. Por lo demás, eran el mismo tanque y su destino era también idéntico, y las personas que los veían pasar desde las ventanas, con rifles o sin ellos, también tenían miedo. Sólo tú has cambiado. Sólo tú tienes la memoria suficiente para comprender que la Historia se repite, y estás condenado a permanecer a salvo. Te apoyas en el marco de la ventana y asomas medio cuerpo fuera, exponiéndote con los brazos abiertos al fuego de los fusiles y las ametralladoras. Conoces muy bien las balas que disparan. Son las mismas que viste al llegar, aún incrustadas en la fachada: sabes que mellarán los ladrillos y trizarán los cristales y reventarán las molduras de escayola y que eso será todo. Así que puedes permanecer apoyado exactamente dónde estás, oyendo silbar a tu alrededor esas balas que no están destinadas a hundirse en tu cuerpo.

Entonces ves a los rusos. Salen corriendo de todas partes. Reptan por la calzada cubierta de polvo o toman posiciones en los portales vecinos. Se hacen gestos de un lado a otro de la calle, dedos levantados para indicar números, posiciones, tiempos. Se parapetan tras la mole del tanque y desde ahí hacen fuego contra los últimos defensores de la barricada, o contra el trozo de calle donde una vez hubo una barricada. Ves a una mujer que corre hacia a ellos con una botella llameante en la mano -la trenza golpea rítmicamente su espalda-; cómo tropieza demasiado pronto y no vuelve a levantarse. Ves a un grupo de niños que buscan el amparo de las calles próximas y para mejor encontrarlo tiran sus pistolas y sus rifles al suelo y luego alzan las manos. Ves la cara del Vecino asomar desde la ventana del salón, imperturbable, abrazando su escopeta. Ves cómo recarga. Cómo maldice. Cómo entrecierra el ojo izquierdo para apuntar a la torreta del tanque. Cómo el cañón del tanque se alza lentamente para apuntarlo a él.

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