Kanada

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Capítulo 7

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Aunque por otro lado salir para qué. En qué lugar te espera algo que no conozcas o quieras conocer. Aquí dentro todo es mucho más sencillo. Si tienes hambre buscas en los estantes de la cocina. Si tienes sed bebes del mismo vaso. Orinas en el mismo retrete. Duermes en el mismo colchón. Resistes tus ganas de salir por la única puerta. Te asusta pensar que el mundo pueda ofrecerte opciones nuevas, alternativas para saciar tu hambre, tu sed, tu sueño. Si salieras tendrías que escoger entre esta o aquella taberna, enfilar la calle que sube o la que baja, tomar un tranvía o hacer el camino a pie, decidir dónde ganar dinero para más tarde decidir dónde gastarlo, abrazar esta o aquella creencia, comprometerte con una idea o con la opuesta. El pulso se te acelera sólo de imaginar que existan tantas posibilidades; que baste con abrir la puerta para dejarlas entrar en tu casa.

Te asomas a la ventana. Sientes piedad por esos batallones de mujeres y ancianos, de hombres y niños que se afanan en avanzar entre codazos hacia alguna parte. Los ves viajar asidos a los correones de cuero del tranvía, sacudidos por el traqueteo sobre los rieles; los ves subir y bajar, aturdirse un instante cuando se cruzan en los andenes, cuando el revisor les apunta con su lapicero, cuando una señora gorda tropieza. Personas que saben adónde van o al menos fingen saberlo, que toman decisiones imposibles -a la derecha o a la izquierda, bajarse en esta parada o en la siguiente- en un abrir y cerrar de ojos. Te asombra la disciplina con que sus cuerpos se suceden cada mañana, como bielas oscuramente engranadas hacia algún propósito. No necesitas reloj, para qué, ellos son el reloj, ellos las agujas y los números y hasta la misma sustancia del tiempo. Son la arena del reloj de arena, el sol del reloj de sol, el agua que llena o vacía la clepsidra. Les tienes un poco de lástima. Si tú no eres libre, entonces ellos lo son mucho menos aún. Siempre tienen prisa, siempre llegan tarde a algún lugar o sufren cumpliendo quién sabe qué clase de obligaciones. No comprenden que son ellos mismos quienes echan a andar ese tiempo que los aplasta; que si todos convinieran no levantarse, no ir a la escuela, no accionar la palanca de la fábrica, el reloj simplemente se detendría, no sería ya nunca tarde ni nunca tampoco temprano. Pero son débiles y al final se levantan de sus camas y salen a la calle, aunque les cueste, aunque estén enfermos o cansados o sean demasiado viejos o demasiado niños; unos y otros se contagian las prisas, se disciplinan, se dan ejemplo, y se dirigen sin quererlo hacia el próximo día.

Otras veces ese mismo tiempo parece detenerse y retroceder ante tus ojos, como un trozo de playa devuelto por la marea. Cada tanto se interrumpe el suministro eléctrico y las ventanas de los edificios próximos se llenan de candelas y lámparas de petróleo. A ciertas horas falla también el teléfono y los recaderos del telégrafo tienen que pedalear furiosamente en sus bicicletas. Los albañiles despejan los escombros, preparan artesas de cemento y andamios de madera, y es como si construyeran la ciudad de nuevo, quién sabe si por vez primera. Apenas quedan automóviles: la calle está tomada por carromatos miserables, por potros cuyos cascos resuenan hasta bien entrada la noche. Hombres con las ropas gastadas, vistiendo pellizas que les quedan demasiado pequeñas o demasiado grandes, caminando con una gallina en el regazo o con un costal de harina cargado al hombro. Como si el mundo hubiera retrocedido un siglo pero no quedara nada de su opulencia de antaño, ni caballeros con pelucas ni calesas reales, y los mendigos fuerais los últimos herederos de la tierra.

Te esfuerzas en contarlos. Todos esos mendigos que pasan bajo tu ventana: necesitas saber cuántos son. Nunca lo logras, igual que no podrías contar las estrellas observables a simple vista -unas dos mil quinientas, según recuerdas haber leído en uno de tus libros- y estar seguro de que no repites ninguna. En cualquier caso, hay muchos más mendigos que estrellas. Unos siete mil por la mañana, cinco mil quinientos por la tarde; no menos de mil entre que se encienden las farolas y se apagan al alba. Unos centenares menos si hace demasiado calor o demasiado frío. Apenas la mitad los días lluviosos. Claro que podría tratarse todo el tiempo de la misma persona, obstinada, infatigable, regresando una y otra vez sobre sus pasos, tropezando en las mismas esquinas y subiendo y bajando de los mismos vagones. No llegarías a darte cuenta, porque no miras sus caras. Juegas, de hecho, a despiezarlos; a contar las piernas, los trajes de pana, los sombreros. Sólo sabes que tienen hambre, desde el primero al último, y lo sabes sin necesidad de mirarlos. Imaginas que compartes con ellos tu hogaza de pan blanco. Comienzas a deshacerla entre los dedos, así, una miga por cada mendigo que pasa, migas que parecen polvo o lluvia, cada vez más pequeñas hasta que las cuentas salen. Podrías alimentar al mundo con un solo mendrugo y escoges comértelo tú; el pan que se acaba y la gente que no se acaba nunca. Piensas que a tu alrededor todo se mueve mientras tú permaneces quieto. Piensas en el número de años necesarios para ver desfilar a la humanidad entera bajo tu ventana. Si todo el mundo se mueve, para viajar basta con quedarse quieto, con no moverse en absoluto, y tú quieres estar ahí cuando eso suceda: cuando el mundo acabe de pasar.

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