Kanada

Kanada


Capítulo 35

Página 38 de 58

 

 

 

 

No quieren que nadie escuche el ruido que hace su locomotora. Les preocupa que los demás la usen, la toquen, la vean siquiera. Lo comprendes el día que suena por primera vez el timbre de la casa y al instante se arma un revuelo de papeles y susurros. Con el primer timbrazo se apaga la máquina, como cortada en seco; con el segundo la música y hasta las luces. Luego suenan unos porrazos en la puerta. Es entonces, en medio del silencio que viene después, cuando escuchas un chasquido metálico, casi inaudible. El ruido de un arma al amartillarse: podrías reconocerlo en cualquier parte. Alguien bisbisea unas palabras y escuchas los pasos de uno de los hombres que avanza cautelosamente por el pasillo. Los otros dos se quedan clavados donde están: los oyes respirar al otro lado de la pared.

Quién es, pregunta con voz temblorosa. Tal vez le tiemble también la mano que sujeta la pistola.

Suerte que al final resulte no ser nadie. O mejor dicho, ser alguien sin importancia: un anciano con la voz agujereada que está buscando a otro alguien, un tal János Kővári que fue dueño de la casa antes de la guerra, mi querido sobrino, quizá usted sepa decirme si vive y, si es así, dónde puedo encontrarlo. La voz suena muy lejana, como si el dueño de la locomotora no hubiera abierto todavía la puerta o se hubiera limitado a separar una rendija minúscula. No sabe nada, contesta al fin. Él no puede ayudarlo y por eso es mejor que se vaya. En su voz se percibe una tensión metálica, como la pistola que tal vez lleva escondida en la pechera. El anciano continúa hablando, hace tantos años que no tiene noticias de su sobrino, aunque por otra parte cómo podría tenerlas, al fin y al cabo ha pasado los últimos diez años en el extranjero y sólo ahora regresa a su país, para descubrir que también en la que creía su casa está solo; que todos sus familiares han muerto o se han evaporado.

El hombre de la pistola -¿tiene de verdad una pistola?parece súbitamente interesado.

¿Rusia?, pregunta, en un susurro.

Al otro lado de la rendija el anciano no contesta nada o contesta con un gesto. El caso es que tras ese silencio la voz del dueño de la locomotora se dulcifica, se hace comprensiva y pacífica, casi cómplice. Seguramente amplía un poco más la rendija de la puerta. Lástima que no pueda ayudarle, se disculpa, no conoce al tal señor Kővári y de hecho hace apenas un mes que alquila el piso, pero hasta donde sabe este apartamento ha pertenecido siempre a otra persona. ¿No es posible que se haya equivocado de dirección? Con la guerra se vinieron abajo manzanas enteras que hubo que levantar de nuevo. Por no hablar de las malas pasadas que a veces juega la memoria, sobre todo en aquellos que han sufrido mucho y han estado tanto tiempo lejos de casa.

El anciano reflexiona.

No, dice.

Y luego:

No sé.

Y al fin:

Quizá tenga usted razón.

Sí: bien pensado tal vez sea así, dice. Ha pasado tanto tiempo, y en ese tiempo tantas cosas, que es imposible estar seguro. Tendrá que seguir buscando.

Todavía intercambian algunas palabras más, también insignificantes, antes de cerrar la puerta. Luego los pasos del hombre regresan al salón. El mismo chasquido metálico.

Faltó poco, dice al llegar, en algo que parece un suspiro.

Casi me cago encima, contesta otro, y tú miras el cubo completamente lleno.

Creí que era el fin, murmura el último.

No, no era el fin. Y como para demostrarlo, la locomotora se pone en marcha de nuevo.

Ir a la siguiente página

Report Page