Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 48. Una canción trunca

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También oímos desde niños, pero necesitamos aprender a escuchar.

Mi experiencia como tripulante de placares me preparó tempranamente para valorar los sonidos. Percibí pronto con cuánta facilidad me engañaba al registrar un ruido determinado y determinar su procedencia; con sorpresa, descubría que lo que me había parecido el rasgueo de las patas de un insecto contra la madera era en verdad el ruido de mi madre al barrer, y que por supuesto no provenía del interior del placard, como había creído con convicción, sino de la distante cocina.

Lo que oímos depende de la agudeza de la audición, y es mensurable por una serie de tests que resultan en números comunes a todos. Lo que comprendemos, en cambio, depende de nuestra forma de escuchar, que es siempre personal e intransferible. Escuchamos desde la experiencia, desde el temor y el deseo, desde lo más profundo del inconsciente. Y escuchamos desde el lenguaje, que es común a todos los que participan de él pero es, también, un lenguaje privado: si son cinco millones los que hablan en español, significa que hay cinco millones de versiones personales de español, con su propio vocabulario, estructuras, errores y silencios; cualquier monólogo identifica a su autor con la precisión de las huellas digitales.

En pocos lugares quedan tan claras las triquiñuelas de la percepción como en la letra de las canciones. Envueltas por la música, las palabras bailan. A veces se rinden en nuestros brazos y a veces se alejan para dar un giro, dejándonos con la mano extendida. Y entonces entendemos no ya lo que dicen, sino lo que imaginamos. Uno de mis compañeros del San Roque, el petiso Rigou, se reía solo en cada misa, al llegar el mismo punto de la misma canción, porque no oía el verso

por nosotros Él se dio, que subrayaba la voluntad de sacrificio de Jesús, sino

por nosotros Él cedió, lo cual le pintaba a Jesús viniéndose en banda con cruz y todo. Otra, que decía

el hoy nos llama, nos parecía escrita para subrayar la función de Eloy, nuestro preceptor. Y las canciones patrióticas funcionaban como un Rorschach de cada cantante. Ottone, que era grandote y ya fumaba en los baños, cantaba a los gritos

con valor, Subín culos rompió, sin que la identidad del misterioso Subín le produjese curiosidad alguna y por ende sin enterarse de que el verso original decía

con valor sus vínculos rompió.

El Enano era virgen en materia de historia argentina. Tenía apenas una vaga idea de quiénes eran Sarmiento (el pelado), San Martín (el narigón) y Belgrano (el que usa calzas), y no estaba en condiciones de recordar versos de canciones patrias como aquel que dice

el áureo rostro imita. Pero percibía la energía de las marchas y los himnos, que le encantaban aunque no entendiese nada de lo que decían. Le ocurre a gente más grande: en

Gilda, la película de Rita Hayworth que transcurre en un casino argentino, la turba que celebra el fin de la Segunda Guerra rompe a cantar

La Marcha de San Lorenzo, honrando al mismo tiempo al ejército aliado y al sargento Cabral. Lo importante no eran las palabras, sino el espíritu: sonaba alegre y victoriosa, y eso era todo lo que hacía falta. El Enano procedía de la misma forma, sin saberlo. Cuando estaba contento, le daba por cantar el Himno Nacional.

Y esa noche estaba muy contento, en parte por el baile y en parte por el vaso de vino que bebió, muerto de sed por la veda líquida que le había impuesto para evitar que se mojase al dormir. Terminamos de bailar, levantamos la mesa, nos lavamos los dientes, dijimos buenas noches, nos fuimos a dormir y el Enano seguía cantando:

Oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad. No me molestaba, porque yo estaba muy ocupado tratando de sonsacarle información a Lucas. Mientras me dejase proseguir con el interrogatorio, el Enano podía seguir cantando y brincando sobre la cama todo lo que quisiera. En la penumbra del cuarto, el despliegue de sábanas, pijamas y bolsas de dormir invitaba a la confidencia.

«¿Cuántos años tenés?»

«Dieciocho.»

«¿De dónde sos?»

«¿No lo oíste a tu viejo? Cuanto menos sepas de mí, mejor.»

Sean eternos los laureles.

«¿Capital o Gran Buenos Aires?»

«Ni una cosa ni la otra.»

«¡Sos polaco!»

«¿Y eso, de dónde lo sacaste?»

«Tu remera es polaca.»

«Me la trajeron mis abuelos.»

«¿Y el bolso de Japón también?»

«También.»

Que supimos conseguir.

«Tenés abuelos. ¿Tenés papás?»

«Tengo.»

«¿Viven acá o en Polonia?»

«Acá.»

«¿Dónde?»

«Pregunta incorrecta.»

«Dónde, dale.»

«En La Plata. Pero basta.»

«¿Vivís con ellos?»

«Pregunta incorrecta.»

Que supimos conseguir.

«Te echaron.»

«Te volviste loco.»

«¿Y entonces qué hacés acá?»

«Estoy en una misión secreta.»

«¡Mentiroso!»

«¿Ves? Cuando te digo la verdad no me creés.»

«Te fuiste a vivir con tu novia.»

«¿Qué novia?»

«No te hagás el pavo. Yo la vi.»

«¿La viste?»

«En la foto. ¡Tenés novia y yo le vi las tetas!»

Coronados de gloria viva…

Bonk.

Cuando giramos la cabeza, el Enano ya no estaba más. Todo lo que se veía era el lecho de su cama revuelto por los brincos, pero ni señales de mi hermano. Era como si hubiese sido víctima de combustión espontánea, al igual que la condesa Cornelia de Bandi Cesenate en Verona, a comienzos del siglo XVIII: se prendió fuego sola, puf, por sus propios calores, consumiéndose de inmediato. Me pregunté si ese sería el motivo por el cual se les prohíbe tomar vino a los chicos.

Pero el Enano no se había desintegrado. Su cabeza asomó del otro lado, en el hueco que había quedado entre la pared y la cama desplazada por tanto salto. Se rascaba la cabeza en el punto que le picaba por el golpe, y parecía a punto de llorar. Lucas y yo lo estaríamos mirando con expresiones muy graciosas, mezcla de ansiedad y de asombro, porque de inmediato sonrió y dijo me maté. Después de lo cual trepó a la cama y volvió a saltar mientras concluía a los gritos su versión del Himno, personalísima:

O curriemos con Gloria Muñiz, o curriemos con Gloria Muñiz…

En ese instante irrumpieron papá y mamá, alarmados por el golpe. El espectáculo los dejó sin habla. Yo les dije que el Enano estaba borracho, papá preguntó qué significaba el verbo

curriar, mamá quiso saber quién era Gloria Muñiz (en la guía de teléfonos hay una Gladys, pero Gloria, ninguna) y terminamos todos cantando el Himno, matándonos de risa, con mamá comiéndose a besos al Enano y explicándole que el Himno dice

o juremos con gloria morir y papá que la interrumpe, dejá, si esa versión es genial, y con razón, pienso yo para adentro, a los cinco es mejor

o curriemos con Gloria Muñiz que

o juremos con gloria morir porque a los cinco uno es muy chico para entender ciertas cosas.

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