Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 50. Un escándalo

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Ya sea por resignación, o bien porque me adaptaba al nuevo ritmo que me habían impuesto, mi asistencia al San Roque dejó de ser la tortura que era en los comienzos. La escuela no estaba tan mal. Me entretenían sus diferencias con el colegio del barrio de Flores, «mi» colegio: el rezo que abría cada mañana, las clases de catequesis, la recurrencia a un maestro para cada materia en lugar de la maestra única que lo enseña todo y el hecho de que entre esos maestros no hubiese una sola mujer. Algunos eran religiosos, además de maestros; y de entre esos algunos eran curas y otros eran hermanos, una distinción que, con el Enano, nunca terminé de entender. Un hermano es como un médico que se recibe pero no quiere hacer la residencia: tiene el título pero no puede ejercer.

De a poco dejé de observar el boicot que yo mismo había declarado al conocimiento. Al principio registraba lo mínimo indispensable, para evitarme problemas; los Vicente debíamos ser discretos y no había mejor escondite que la mediocridad académica. Pero el entusiasmo de los maestros era contagioso y la atmósfera, siempre amena, invitaba a participar. Un día descubrí que levantaba la mano para formular una pregunta. El maestro elogió mi curiosidad y me instó a preguntar cada vez que quisiese. Desde entonces el Ahorcado quedó reservado para los recreos, cuando Haroldo Vicente buscaba las sombras y volvía a encerrarse en sus votos de silencio.

El personal del colegio constituía la más colorida de las faunas. El secretario González circulaba en medio de una nube de polvo de tiza, que parecía respirar como el dragón respira fuego. Era el primero en llegar y el último en irse, si es que en realidad se iba; su vida empezaba y terminaba en el San Roque. (Una vez un chico de séptimo le preguntó por la marca del grabador que estaba en la Secretaría y González le respondió «autostop».) El maestro de Naturales, que pedía que lo llamásemos don Francisco, tenía una visión antropológica sintetizada en la frase

el hombre es un tubo que come y descome. El de Matemáticas, Llamas, vestía siempre igual: un guardapolvo blanco y nada debajo que no fuese la camiseta musculosa, incluso en las mañanas de escarcha; ya no sé si Llamas era su verdadero nombre o un comentario sobre la media de su temperatura personal. El señor Andrés, maestro de Lenguaje, tenía una forma particular de tomar lección. Nos hacía levantar a todos y ubicarnos con la espalda contra la pared, ocupando el perímetro completo del aula. Formulaba una pregunta y si dudabas siquiera un instante decía

siguiente y le pasaba la pelota al de al lado, mientras uno regresaba cabizbajo a su asiento; una variante intelectual del juego del quemado, aterradora y divertida a la vez.

Era el más joven de aquellos maestros y el más inteligente. La mayor parte de la gente emplea su capacidad como un arma; el señor Andrés, en cambio, tenía la inteligencia de aquel que, pudiendo apuntar alto, prefirió una vida simple. En consecuencia, estaba siempre de buen humor y le complacía sorprendernos con datos curiosos, adivinanzas e historias con enigmas que dejaba fermentar en nuestros cerebros. Decía que el lenguaje es el tamiz de la experiencia humana, y que sólo entendemos algo cuando lo hemos verbalizado. Ahora que cuento esta historia, estoy tentado de creerle.

Lo que más me intrigaba del señor Andrés era la forma en que me miraba. Como si supiese de mí más de lo que yo mismo sabía. Entrecerraba los ojos y sonreía, con un gesto de complicidad. En aquel entonces creía que el señor Andrés estaba al tanto de mi secreto, y que esa mirada era su forma de comunicármelo; una forma extrañamente no verbal, para venir de él. El modo en que toleró mi aparente desinterés parecía confirmar mi sospecha: el señor Andrés sabía que mi circunstancia era excepcional y por eso no me exigía como a los demás. Ahora que mi historia se vuelve verbo, que la convierto en palabras y me la oigo decir, me pregunto si el señor Andrés no sabría también que el tiempo ocurre todo junto y me miraba entendiendo, ya, no sólo quién era entonces sino además quién sería; si no veía a Haroldo pero también Kamchatka.

En otras épocas los maestros eran venerados. La gente peregrinaba desde sitios remotos para oírlos hablar, en busca de conocimientos sobre el mundo físico y las leyes de la lógica, sobre los humores del cuerpo y la esfera celeste, sobre los ciclos de la naturaleza y la historia antigua, atesorando cada una de sus palabras con el celo de quien entiende que, a diferencia de los poderes seculares, la sabiduría no se corroe con el tiempo. Otros maestros, como los monjes de Kildare, se dedicaban a la conservación del saber, con la certeza de que nadie puede levantar un edificio si pierde sus pilares, y copiaban cada idea y cada intuición de sus antepasados, sacra o pagana, en libros a los que llenaban de exquisitos marginalia. (La circulación del saber en tiempos oscuros, de los maestros griegos a los árabes y de los árabes a los copistas medievales, dice algo de la tolerancia entre hombres, tiempos y culturas que no debería ser ignorado.) Otros, con celo misionero, llevaban sus enseñanzas allí donde las imaginasen requeridas, en mula, nave o carruaje, como quien lleva el don del fuego a una tierra que sólo conoce el frío. Muchos acompañaron empresas colonizadoras, pero no puede hacérselos responsables de la destrucción; no sería justo acusar a Aristóteles, que fue su maestro, de las conquistas de Alejandro Magno.

Mi país natal, Argentina, vive su Edad Media. La tierra está manejada por señores feudales, que se quedan con la parte del león y envían su diezmo a un rey distante. Las calles son el dominio de bandidos en busca del sustento que no pueden obtener de otra forma y de los soldados que dicen protegernos. Las ciudades están sucias y malolientes, y en sus rincones más oscuros anidan los gérmenes de futuras epidemias. Un ejército de menesterosos hurga las basuras, detrás de un bocado y de algún objeto que valga en el trueque. Y cientos de miles de niños comen poco y mal, creciendo frágiles, sus cerebros prematuramente cansados, mientras ven que del otro lado de las cercas se cosechan los granos que irán a dar a bocas lejanas.

En estos días pienso mucho en aquellos maestros del San Roque. Eran más bien grises, pero levantaron efectivas barricadas contra la violencia del mundo exterior, que jamás traspasó los umbrales del colegio; sé por testimonios que en la misma época otras escuelas se volvieron salvajes, articulando el único lenguaje con que el poder sabía expresarse. Estoy seguro de que ninguno de aquellos maestros (acaso el señor Andrés, pero no lo juraría) imagina el efecto que tuvo en mí. Pero yo sí los recuerdo y los veo en los maestros de hoy, cuyas barricadas exhiben las marcas de una arremetida más grande e insidiosa. El hecho de que sigan trabajando día tras día es una afrenta para los poderes de este mundo, que alientan la ignorancia de las mayorías porque saben que es condición de su supervivencia: nos necesitan torpes, aletargados, dóciles. Creo, de todos modos, que la principal causa por la que hoy se combate a los maestros con sueldos magros y tareas quiméricas es otra, más miserable y por eso inconfesa. Un maestro es alguien que decidió pasar su vida encendiendo en otros la chispa que encendieron en él cuando niño; devolver el bien recibido, multiplicándolo. Para los poderosos de este mundo, que de niños lo recibieron todo y ahora lo arrebatan todo, la lógica de esa decisión es obscena, un espejo en que no quieren mirarse y por eso lo rompen, huyendo del escándalo.

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