Kalashnikov

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Capítulo 2

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Capítulo 2

¿La elección de su nombre resultó premonitoria o se convirtió en lo que acabó siendo debido a su nombre?

Pregunta sin respuesta, pero lo cierto es que si alguna mujer se ganó alguna vez el derecho a llamarse como la más sofisticada, exquisita y exótica de las flores, ésa era sin duda Orquídea Kanac Stuart.

Sus padres se amaron desde el momento en que se conocieron y continuaron amándose hasta la muerte, por lo que fue concebida con auténtica pasión, su gestación fue cuidada y placentera, nació sin esfuerzo y desde el primer momento se sintió inmersa en una especie de acogedor y lujoso invernadero concebido con el exclusivo propósito de convertirla en la criatura más feliz que hubiera abierto los ojos sobre la faz de la tierra.

Y cuando esos ojos comenzaron a distinguir con claridad cuanto le rodeaba, se enfrentaron a millones de formas y colores debido a que el inmenso jardín de la mansión de los Kanac tenía justa fama de ser el más hermoso, perfumado y variado de la capital mundial de las flores.

A causa de una feliz peculiaridad climática que permitía recibir la cálida brisa del Mediterráneo y el fresco viento de los Alpes Marítimos a una tierra de extraordinaria fertilidad y abundancia de aguas muy puras, la región de Grasse, en la Provenza francesa, estaba considerada desde hacía más de mil años como el lugar más placentero a los sentidos que pudiera encontrarse en Europa.

Color, olor y silencio, eso era Grasse.

En una palabra, armonía.

No resultaba extraño, por tanto, que, pese a que empezaba a ser considerada una excelente pianista de prometedor futuro, cuando Andrea Stuart abrigó la seguridad de que durante sus apasionadas noches de amor entre las flores de una acogedora villa de las afueras del pueblo se había quedado embarazada, aceptó de inmediato la propuesta de olvidarse para siempre de las giras y los conciertos con el fin de disfrutar de una eterna luna de miel allí donde la miel tenía la obligación de ser más dulce.

Y es que a Jules Kanac le daba igual dirigir sus negocios desde Suiza que desde Francia, puesto que lo único que necesitaba eran teléfonos o aviones, y el aeropuerto de Niza se encontraba a quince minutos de la puerta de su nueva casa.

Esa nueva casa era en realidad un macizo palacio de finales de mil setecientos, que respondía al acertado nombre de L'Armonia, rodeado de bosques, jardines y viñedos, y que adquirió a base de ir apilando fajos de billetes de quinientos francos sobre la mesa de un renuente propietario que se resistía a abandonar un lugar en el que habían nacido y se habían criado un gran número de sus antepasados.

Incluso los recuerdos suelen tener un precio.

Y resulta curioso que sean los olores lo que con mayor rapidez despierten las memorias más perezosas.

Cuando la brisa llegaba del mar la mansión se veía invadida por el aroma de los jazmines del lado sur, cuando el viento soplaba de las montañas predominaba el perfume de las rosas, y en cuanto oscurecía se adueñaba del porche la densa y pesada esencia de los galanes de noche.

Un imaginativo y respetuoso arquitecto dotó al viejo palacio de los modernos adelantos que estaba necesitando sin que nadie fuera capaz de asegurar que se hubiera movido de lugar una sola piedra, mientras la mejor empresa de seguridad lo convertía en un inexpugnable bastión, porque Jules Kanac necesitaba saber que durante sus múltiples viajes las mujeres a las que adoraba no corrían peligro.

Los muy ricos suelen tener muy peligrosos enemigos.

Miedo y dinero acostumbran ir de la mano.

Debido a ello, desde que tuvo uso de razón, Orquídea Kanac se acostumbró a la idea de que su sombra fuera la de un hosco y silencioso gigantón que respondía al nombre de Slim, que dormía en la estancia contigua, la acompañaba cada mañana a la escuela y se pasaba las horas de clase sentado a una mesa de la ventana del café que se encontraba al otro lado de la plaza sin mover un músculo ni beber más que agua.

Nunca fue capaz de imaginar qué era lo que pasaba por su mente, si es que pasaba algo.

Tal vez por influencia de su «sombra», o tal vez porque ése era su auténtico carácter, la niña tampoco se mostraba derrochadora en palabras, excepto cuando se encontraba en presencia de sus padres.

Prefería dedicar su tiempo a estudiar porque cabría imaginar que su único afán era saberlo todo.

Había heredado de su madre una notable sensibilidad para la música, y de su padre una inteligencia natural, lo que hacía que se la pudiera considerar poco menos que una superdotada.

A los quince años se había convertido en una atractiva adolescente de figura espigada, ojos de color uva y cabellera cobriza, obsesionada con la idea de que hasta el último detalle fuera exquisito, equilibrado y minuciosamente perfecto en un mundo que se diría limitado a los muros de L'Armonia o las recoletas plazas y las empinadas calles del pueblo.

Aborrecía bajar a Niza e incluso a la aún más cercana Cannes argumentando que el humo de los coches le irritaba los ojos al tiempo que la «hediondez» que emanaba de los restaurantes le embotaba el olfato.

Su conocimiento del mundo exterior se limitaba, por tanto, a cuanto veía a través de la televisión, ya que según ella le permitía visitar hasta el último rincón del planeta incluyendo el interior de los museos sin tener que sufrir incomodidades ni insoportables pestilencias, y de igual modo se relacionaba con miles de internautas a los que en cuanto le aburrían hacía desaparecer con el simple gesto de apretar una tecla.

Para Orquídea Kanac no existía placer comparable al de sentarse tras el ordenador a la caída de la tarde, abrir el balcón de par en par con el fin de que la envolviesen los perfumes de millones de flores y conectarse con alguien que se encontraba en cualquier país muy lejano mientras observaba cómo el sol se ocultaba en el horizonte lanzando a la postre un destello verdoso.

Una hora más tarde se daba una ducha, se acicalaba como si fuera a una fiesta y bajaba a cenar con sus padres, porque aquellas cenas y las posteriores sobremesas en el porche en verano o frente a la chimenea en invierno constituían una amada costumbre familiar durante la que se comentaban las noticias del día o se discutía, con educación y sin acritud, sobre lo divino y lo humano.

El cocinero, natural del pueblo mallorquín de Andraitx, en el que habían nacido algunos de los mejores chefs europeos y hacía honor a tan honrosa y apetitosa tradición, les preparaba cada noche un delicioso menú siempre diferente, con lo cual cabría asegurar que aquél constituía el reino de los cinco sentidos en la más selecta y mesurada de sus acepciones.

Sobre las once la dueña de la casa les deleitaba al piano demostrando que conservaba intacta la fabulosa habilidad que le había hecho famosa, y antes de la medianoche todos dormían porque el amanecer sobre Grasse, con los rayos de sol hiriendo la torre de la catedral de Notre Dame del Puy, constituía un espectáculo de luz, color y sutiles aromas que nadie deseaba perderse.

El día que Jules Kanac decidió que había llegado la hora de que su hija conociera algo del mundo exterior, empezando por París, la muchacha aceptó de mala gana con la condición de no hacer el viaje en avión, convencida de que no soportaría permanecer encerrada durante una hora en un lugar tan estrecho.

Partieron, por tanto, en dos enormes automóviles, uno conducido por Slim y el otro, por un segundo guardaespaldas, pero cuando aún no habían llegado ni tan siquiera a Marsella, Orquídea comenzó a dar evidentes muestras de ansiedad hasta el punto de que a los pocos minutos se vieron obligados a detenerse en un área de descanso con el fin de que pudiera vomitar.

Al salir del baño se la advertía pálida, desencajada y como ausente.

Aspiró como un perro perdiguero, observó los humeantes camiones y las rugientes motocicletas que parecían volar por la autopista con el fin de perderse rápidamente de vista en la distancia y se tambaleó hasta el punto de tener que buscar apoyo en el brazo de su padre.

—Ése debe de ser el camino del infierno… —murmuró con amargura.

Regresaron a L'Armonia y durante dos días se sintió incapaz de abandonar la cama, aquejada de una insoportable jaqueca.

A la semana siguiente, y aprovechando que su marido se encontraba en uno de sus frecuentes viajes de negocios, Andrea Stuart le hizo notar a su hija que comenzaba a ser tiempo de enfrentarse al hecho de que existía una vida más allá de los límites del horizonte que se divisaba desde el balcón de su dormitorio.

—Lo sé, pero no me interesa… —fue la suave respuesta carente de cualquier rastro de acritud—. No soporto la velocidad, la fetidez, el estruendo y mucho menos la agresividad que emana de unos conductores que parecen crispados como si les fuera la vida en el hecho de adelantar o ser adelantados. ¿Por qué les importa tanto llegar unos minutos antes a un lugar que siempre ha estado allí y allí seguirá estando? No lo entiendo; en Grasse el tiempo tiene su justa medida.

—Pero no todo el mundo tiene la suerte de vivir aquí, querida, y en la sociedad del siglo veintiuno la gente suele tener mucha prisa.

—Pues en ese caso, madre, si me habéis proporcionado la inmensa suerte de vivir aquí, ¿qué necesidad tengo de desafiar a la fortuna? Nada de lo que me pueda ofrecer ninguna gran ciudad puede compararse al hecho de sentarme a leer a la sombra de un manzano tras haber nadado un rato en la piscina, y no cambio el placer que me produce escuchar cómo tocas el piano por el mejor espectáculo del Moulin Rouge aunque supiera que iba a tropezarme con el mismísimo Toulouse Lautrec pintando a las bailarinas de cancán.

—¿Cómo puedes saber que algo no te gusta sin haberlo conocido?

—Del mismo modo que sé que no me gustaría que mi caballo me coceara; eso de que las experiencias son buenas lo inventó alguien que había tenido muy malas experiencias.

Andrea Stuart observó a su hija con aquella extraña expresión mezcla de sorpresa y perplejidad que solía acudir a su rostro la mayor parte de las veces que mantenían una conversación: la había traído al mundo, apenas se había apartado de su lado salvo en las contadas ocasiones en que acompañó a su esposo en sus viajes más cortos, se pasaba el tiempo pendiente de cuanto pudiera pensar o sentir, pero demasiado a menudo no conseguía entenderla.

En cierta ocasión incluso tuvo la tentación de consultar con un especialista sobre la posibilidad de que padeciese la extraña enfermedad mental que había leído que aquejaba a ciertas personas impulsándolas a permanecer encerradas por miedo a los espacios abiertos, pero desechó la idea frente a la evidencia de que su hija pasaba más tiempo paseando a caballo o leyendo entre los manzanos que en el interior de la casa.

—No todas las experiencias son malas —argumentó al fin.

—Pero estarás de acuerdo conmigo en que de momento no las necesito —fue la tranquila respuesta—. Tan sólo los tontos se aventuran a cambiar lo que es perfecto, y de momento mi vida es perfecta. El día de mañana, Dios dirá.

Resultaba difícil razonar con una criatura que tenía las ideas tan claras, por lo que la buena mujer optó por dar por concluida la conversación, lo cual no evitó que días más tarde le expusiera a su marido cuánto le preocupaba.

—¿Qué será de ella cuando ya no estemos? —quiso saber.

—Confío en que aún falte mucho y entonces quizás haya cambiado de opinión —señaló Jules Kanac sin darle gran importancia al hecho—. Sobre todo si conoce a un chico que la obligue a comprender que la vida es algo más que leer o conectarse con la gente a través de un ordenador.

—Me preocupa.

—La primera obligación de los hijos es hacer que sus padres se preocupen.

—No le veo la gracia a esa respuesta.

—Es que no es graciosa… —puntualizó él—. Es realista. Y de lo que puedes estar segura es de que te preocuparías mucho más si no supiera dónde anda y con quién.

—¿Y si invitaras un fin de semana al hijo de Martinon? Es un muchacho muy guapo y educado.

—Y un pazguato… —fue la inmediata respuesta—. Estoy seguro de que bastará con que Orquídea sospeche que intentamos emparejarla con alguien para que lo mande a paseo de inmediato. Lo primero que hará será preguntarle qué opina sobre las posibilidades de éxito en los experimentos sobre la fusión fría o algo por estilo con el fin de dejarlo frío… o fusionado.

—¿Y Rene Taillez?

—Es homosexual.

—¿Homosexual…? —se sorprendió ella—. ¿Estás seguro?

—En realidad es más bien «reversible».

—¿Y eso qué significa?

—Que unas veces va de un color y otras de otro.

—¡Nunca lo hubiera imaginado! Estaba convencida de que lo único que le interesaba era el deporte.

—Le interesan más los deportistas, o sea que olvídate de él y de cualquier otro. Cuando llegue el momento Orquídea sabrá elegir al hombre que le conviene. Es más inteligente que tú, que yo y que cualquier persona que conozca, o sea que te repito una vez más que no te preocupes por su futuro.

—¿Y si no me preocupo por mi hija por quién demonios me voy a preocupar? —fue la hasta cierto punto lógica pregunta.

—Por nadie, querida, por nadie —insistió Jules Kanac acariciándole amorosamente la mejilla—. Los que vivimos en un lugar como éste no tenemos derecho a preocuparnos cuando tanta gente tiene tantas auténticas preocupaciones.

No obstante, incluso viviendo en L'Armonia, una madre tenía derecho a preocuparse por su hija, sobre todo al advertir una forma de comportarse que cabría considerar cuando menos excéntrica y no presentaba visos de cambiar a medio plazo.

Orquídea Kanac Stuart lo leía todo, lo analizaba todo y lo estudiaba todo llegando al extremo de que podría considerársela una experimentada perfumista, una cocinera que hubiera merecido dos estrellas Michelin y una astuta pirata informática capaz de penetrar en el sistema de seguridad de cualquier banco.

Perfeccionista hasta la exasperación, estaba siempre atenta a que ni una silla, ni un jarrón, ni un cenicero se encontraran fuera de lugar, al extremo de que las noches en que se fundían los plomos era capaz de recorrer la casa a oscuras con el fin de bajar al sótano y cambiarlos sin rozar un solo mueble.

Las tardes de primavera le gustaba sentarse a leer en las terrazas del Jardín du Loup mientras paladeaba sus famosos siropes de menta, y fue allí donde, al poco de haber cumplido dieciocho años, se reencontró con uno de sus condiscípulos de la escuela, Gigi Malatesta, que al parecer había dedicado los últimos años a la ardua tarea de crecer sin descanso.

Superaba con holgura los dos metros, lo que le había convertido en una emergente estrella del baloncesto internacional, y en cuanto la vio se apresuró a contarle que se encontraba pasando una temporada en el pueblo con su madre mientras se reponía de una dolorosa lesión en el tobillo.

Hijo de un poderoso empresario de la construcción italiano, Gigi siempre había dividido su vida entre Grasse y Milán, dado que sus padres se odiaban a muerte, hecho este que nunca pareció afectarle anímicamente puesto que desde que medía la cuarta parte de su actual estatura estaba considerado como el «trasto» más alborotador y desvergonzado del colegio.

Continuaba siendo un muchacho alocado y parlanchín que de inmediato comenzó a contar chistes al tiempo que recordaba divertidas anécdotas sobre los viejos tiempos, por lo que quedaron en reunirse allí mismo a la tarde siguiente visto que apenas podía andar, por lo que tenía que depender de que su madre le trajera y llevara.

La escena volvió a repetirse por tercera vez y todo fue muy agradable hasta el momento en que al desaliñado Gigi se le ocurrió la nefasta idea de quitarse las zapatillas de deporte con el fin de levantar la pierna, colocarse el maltratado tobillo sobre el muslo y comenzar a masajeárselo con el evidente propósito de aliviar sus molestias.

De inmediato Orquídea Kanac arrugó la nariz y experimentó la misma sensación de invencible ansiedad que le asaltó en la autopista, por lo que se alzó de un salto, tartamudeó a duras penas que había olvidado que su padre llegaba esa misma tarde y se perdió de vista como alma que lleva el diablo.

Meses más tarde el pobre muchacho comentó a sus amigos con un loable sentido del humor que había perdido una de las mejores ocasiones de su vida, no por haber sido un Malatesta, sino por haber sido un «Malapata».

—Todo el mundo huele… —puntualizó Andrea Stuart cuando su hija le explicó la razón por la que había dejado de acudir por las tardes al Jardín du Loup.

—Una cosa es oler y otra apestar.

—Tus caballos apestan.

—¡No! No apestan… —fue la segura respuesta—. Huelen a lo que tienen que oler y me acostumbré a ello desde niña; a lo que no estoy acostumbrada es al hedor de unos calcetines mugrientos.

—Sugiérele a Gigi que se los cambie más a menudo.

—Cuando una persona es puerca no basta con cambiarle los calcetines —sentenció la muchacha en un tono que no admitía discusión—. Es preferible cambiar de persona.

Y esa persona hizo su aparición dos meses más tarde en la atractiva figura de Yuri Antanov, quien, pese a no haber cumplido aún los treinta años, era ya famoso por el singular apodo de la Nariz Cosaca, lo cual no hacía referencia en absoluto al tamaño de su apéndice nasal, sino al hecho de que estaba considerado como el hombre de olfato más fino del siglo veintiuno.

Hacía ya mucho tiempo que se había convertido en el alma máter de la empresa líder de la cosmética francesa, hasta el punto que se aseguraba que era el único que tal vez algún día conseguiría diseñar un perfume que desbancara al mítico Chanel n.º 5, y había llegado a Grasse a principios de mayo, mes perfecto a la hora de encontrar inspiración para una nueva esencia en el lugar que habían inspirado por tradición a los míticos genios de la profesión.

Y lo más sorprendente de su visita fue que a las pocas horas de instalarse en Grasse telefoneó a L'Armonia solicitando que Orquídea Kanac Stuart tuviera la amabilidad de recibirle.

—Me han asegurado que eres quien mejor conoce cada rincón de esta región… —dijo yendo directamente al grano en cuanto hubo saludado a los dueños de la casa—. Y que por lo visto entiendes mucho de esencias. Necesito tu ayuda.

—No soy más que una simple aficionada… —se apresuró a responder la muchacha pese a que se sentía sinceramente halagada por el hecho de que alguien de tan bien ganada reputación hubiera pensado en ella—. Pero lo que sí es cierto es que creo conocer la zona como pocos; nunca me he movido de aquí.

—¿Nunca?

—En alguna ocasión he bajado a la costa, pero con tanto ruido y tanta gente me siento incómoda.

—Raro en una muchacha.

—No, si la muchacha es rara.

—¿Te consideras rara?

—Eso es lo que dicen en el pueblo… —replicó ella con naturalidad—. Y de tanto oírlo acabas por creértelo, aunque a mi modo de ver más raro es quien, pudiendo disfrutar en paz de cuanto le rodea, busca otra cosa. ¿Por dónde quieres empezar?

—Por donde pueda encontrar aromas naturales y diferentes.

—Aquí todos son naturales; y todos diferentes. Pero creo que sé lo que buscas. Regresa cuando falte una hora para el amanecer y te enseñaré alguno de mis rincones predilectos.

A la hora convenida, noche cerrada aún, iniciaron la marcha, ella delante alumbrando el camino con una potente linterna y él unos pasos detrás, y resultaba curioso y gratificante descubrir cómo la Nariz Cosaca hacía honor a su fama ya que incluso entre tinieblas era capaz de adivinar si se cruzaban con manzanos, naranjos o melocotoneros, o si se encontraban cerca de un parterre de rosas, nardos o jazmines.

Minutos antes de que el sol anunciara su presencia en el horizonte, cuando una ligera neblina cubría el paisaje volviéndolo casi fantasmagórico y la primera brisa anunciaba a las flores que llegaba el momento de despertarse y permitir que el agua del rocío se diluyera sobre sus pétalos lanzando al aire sus mejores esencias con el fin de atraer al mayor número posible de insectos, estallaba sobre los campos una prodigiosa sinfonía de olores que parecía tener la virtud de embriagar a un hombre de las especiales características de Yuri Antanov.

—¡Esto es el paraíso! —exclamó en el momento en que el primer rayo de luz avanzó muy despacio destapando a su paso un millar de tonalidades de colores muy suaves desde la inmensidad del mar a las lejanas montañas.

—Y estúpido quien lo abandona por una ciudad —puntualizó ella—. ¿Empiezas a entenderme?

—Acabo de entenderte.

Se sumergieron en un océano de esencias sin otra compañía que el canto de las alondras, al que se sumó poco a poco el de infinidad de aves matutinas y la acuciante llamada de un gallo, sin una voz discordante o el traqueteo de un motor intruso, de tal modo que tan sólo el lejano repicar de una campana les permitió recordar que existían otros seres humanos.

Sentados sobre un muro de piedra aspiraron con ansia conscientes de que estaban disfrutando de una especie de largo orgasmo de los sentidos que muy pronto comenzaría a descender de intensidad.

Una hora más tarde desayunaron, tal como Orquídea tenía por costumbre, café muy fuerte y pan recién horneado con mermelada de jazmín y rosas en un acogedor local de la pintoresca calle Jean Ossola, momento que la muchacha aprovechó para satisfacer la curiosidad que sentía sobre si su acompañante realmente era cosaco.

—De pura raza.

—¿Y eres bueno sobre el caballo?

—Lo soy mejor sobre los trescientos de un Ferrari —fue la sincera respuesta—. Debo admitir que la única vez que me decidí a subirme a uno apenas duré tres minutos sobre la silla. ¿Decepcionada?

—Mucho. Tenía entendido que los cosacos son unos jinetes legendarios, osados guerreros amantes de la libertad que siempre están luchando y galopando sin más leyes que la que ellos mismos se imponen.

—Los tiempos cambian… —le hizo notar el perfumista con un esbozo de amarga sonrisa—. Durante la revolución rusa, esos míticos jinetes de que hablas se enfrentaron abiertamente a los bolcheviques, por lo que cuando éstos triunfaron ejecutaron a miles de ellos y los demás se vieron obligados a emigrar. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Stalin, que aún los odiaba, pidió a los ingleses que le enviara a cuantos quedaban en Europa pese a que casi ninguno había sobrevivido a la Gran Guerra. Cincuenta mil cosacos provenientes de Serbia, Italia, Holanda, Alemania o Francia fueron concentrados en Austria con el fin de enviarlos de inmediato a la zona alemana controlada por Rusia. La llamaron Operación Keelhaus, y la mayoría fueron fusilados en la masacre más salvaje que ha tenido nunca lugar en tiempos de paz. Como entre ellos se encontraban tres de mis abuelos, cuando consiga un perfume en verdad diferente lo llamaré Keelhaus-3 en su memoria.

—Te ayudaré a encontrarlo.

—Empiezo a creer que si alguien puede hacerlo eres tú.

Te espero mañana a la misma hora.

—Allí estaré.

Allí estuvo, en efecto, y en esta ocasión la muchacha le condujo en otra dirección, como si se tratara de la guía de un museo ansiosa por mostrar al visitante cada cuadro o cada estatua, con la diferencia de que en esta ocasión se trataba de un inmenso jardín en el que las obras de arte aparecían dotadas de vida propia.

El amanecer les sorprendió en un punto muy concreto en el que se concentraban la mayor parte de las variantes existentes de La Flor, ya que para los habitantes de Grasse el jazmín siempre había sido y seguiría siendo La Flor entre las flores.

Durante casi media hora Yuri Antanov no hizo otra cosa que aspirar moviendo apenas la cabeza de un lado a otro como si rebuscara en aquel caudaloso río de maravillosos efluvios una pepita de oro entre los guijarros, aquella que con el tiempo convertiría un simple frasco de esencias en una auténtica joya.

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