Kalashnikov

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Capítulo 8

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Abrió el frasco, dejó caer dos gotas sobre el pañuelo y lo agitó muy despacio cerrando los ojos y aspirando profundamente.

La salida contenía sin duda sanguina, coco, una pizca de pimienta y bergamota; en el corazón se percibía un leve aroma a jazmines y azahar, mientras que el fondo debía de estar constituido por almizcle, un toque de salitre, madera de roble y un inconcreto rastro de un aroma que aún no alcanzaba a aislar.

Tal vez la Nariz Cosaca podría haberle proporcionado más detalles e incluso ella misma se sentía capaz de llegar al fondo del misterio del perfume que tan rotundo éxito estaba alcanzando, pero para ello hubiera necesitado un tiempo y unos medios de los que en aquellos momentos carecía.

Un año atrás aquel hermoso y delicado frasco en forma de cañón antiguo que contenía Bounty-La Rebelión, la última y ciertamente revolucionaria creación de la exclusiva firma Fashion-Look, hubiera constituido para ella un fabuloso reto; una especie de gigantesco crucigrama al que consagrar semanas de esfuerzo con el fin de diferenciar sin apenas margen de error la proporción de las diferentes esencias que lo conformaban, pero ahora no.

Desde muy niña se había acostumbrado a jugar al escondite con los aromas, aprendiendo a buscarlos y analizarlos en cada frasco de agua de colonia, cada jabón, cada laca de uñas e incluso cada desodorante.

Era aquélla una pasión lógica y propia de quien había nacido y se había criado en L’Armonia sin abandonar apenas los límites de Grasse.

Se aproximó aún más el pañuelo a la nariz y permaneció muy quieta contemplando el mar en la distancia, ensimismada en su propio mundo e incapaz de asimilar que muy pronto aquella habitación, aquella casa, aquellos jardines y aquellos inimitables olores ya no serían suyos.

Era como si la estuvieran vaciando por dentro, como si poco a poco le despojaran del estómago, el hígado, el corazón y los pulmones para acabar por transformarla en un frasco en el que no quedaba más que un ligero recuerdo de la maravillosa esencia que contuvo algún día.

¿Adónde podría ir si la arrancaban de su cuna?

Orquídea Kanak se daba perfecta cuenta de que desde hacía meses el miedo se iba adueñando de ella poco a poco, y que ese miedo apestaba a coliflor, cebolla, ajo y sudor rancio.

Apestaba a miseria.

Distinguió la figura de su madre alejándose por el jardín en dirección al cenador en el que anteriormente no se sentaba nadie, y al percatarse de que caminaba como sin fuerzas y desmadejada comprendió que se sentía vencida de antemano, incapaz de enfrentarse a los difíciles momentos que llegaban.

Los pétalos se le estaban cayendo uno tras otro.

Cuando al poco volvió a verla, semioculta entre las ramas de los manzanos, sentada en el banco del cenador, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, experimentó la extraña sensación de que se trataba de una altiva, orgullosa y delicada palmera a la que un inesperado e irreverente rayo hubiera fulminado partiéndolo por la mitad y dejando una parte apoyada en la otra formando un dramático ángulo precursor de la muerte.

Era una mujer acabada.

Andrea Stuart no había cumplido aún cuarenta y tres años, por lo que ni siquiera había abandonado el verano de su vida cuando ya parecía como inmersa en lo más crudo de un invierno que acababa.

Orquídea recordaba que quince años atrás una imprevista helada se abatió sobre los huertos y los jardines a mediados de mayo causando una catástrofe y un desconcierto semejante al que ahora afectaba a su familia.

La gran diferencia estribaba en que la mayoría de las plantas conseguían reponerse y florecer y la mayoría de los seres humanos, no.

El primer puñetazo, la enfermedad de su marido, la había golpeado con extrema dureza, pero el segundo, la evidencia de que carecería de los medios necesarios para cuidarle e intentar su recuperación, le habían quebrado el alma.

Aún observó su desesperanzada soledad un largo rato, pero al fin cerró el frasco, dejó el pañuelo sobre la mesa y se encaminó al dormitorio de su padre, al que encontró sentado en una ancha butaca contemplando la televisión con aspecto de quien tiene la mente muy lejos de la brutal cacería de jóvenes focas que tenía lugar en esos momentos en la pantalla.

Apagó el aparato con el mando a distancia, acercó una silla y se acomodó frente a quien siempre había llenado la mitad de su corazón, que se limitó a mirarla como si sospechara que iba a castigarle por sus malas acciones sin que le quedara la menor posibilidad de defenderse.

Se observaron unos instantes y la muchacha tuvo la desagradable sensación de que se encontraban uno a cada lado de un profundo barranco y no existía otra forma de comunicarse más que por medio de gritos y aspavientos.

¡Qué triste cuando aquellas largas charlas nocturnas en las que aprendía tantas cosas tenían lugar en un tono suave, cadencioso y reposado!

Le cogió de las manos y las descubrió húmedas, frías y tan resbaladizas que únicamente un casi imperceptible temblor diferenciaba las fuertes manos que tantas veces la elevaron al aire siendo niña, de las de un cadáver.

Buscó a su padre al otro lado de aquel rostro inexpresivo y aquellos ojos sin brillo y no pudo encontrarlo.

—Mario me lo ha contado todo… —musitó al fin sin dejar de mirarle con fijeza—. Y nada más lejos de mi ánimo que censurarte, porque no soy quién para ello. Tus razones tendrías para hacer lo que hiciste y como sin duda la más importante se refería a nosotras, lo único que puedo hacer es agradecer el que nos hayas cuidado.

Le acarició ahora las muñecas, aspiró profundamente y no hizo pausa alguna con el fin de no dar tiempo a que las emociones se apoderaran de alguien a quien lo único que le quedaba ya era emociones.

—Ahora ha llegado el momento de pagar mi deuda… —añadió—. Supongo que nunca conseguiré saber si te sentías a gusto contigo mismo por lo que hacías, y tampoco sé si conseguiré sentirme a gusto con lo que voy a hacer, pero es mi obligación. Me habéis traído al mundo, me habéis dado mucho amor, me habéis proporcionado una vida maravillosa y admito que debo pagar por ello…

Resultaba difícil saber si la expresión de Jules Kanac mostraba sorpresa, horror, incomprensión, o no sentía nada y tan sólo estaba intentado procesar con desesperante lentitud el significado de las palabras que acababa de escuchar.

Al cabo de un tiempo que a su hija le pareció infinitamente largo negó una y otra vez con la cabeza al tiempo que conseguía balbucear:

—¡No! ¡Eso no…!

—¿Por qué no? —quiso saber Orquídea.

No obtuvo respuesta; tan sólo el mismo gesto negativo.

La muchacha, que se tomó un tiempo para reflexionar; extendió la mano, acomodó la bata de su padre, le alisó el cabello que le caía sobre la oreja y, por último, le habló sin dejar de mirarle a los ojos como si confiara más en que pudiera leer en sus labios que escuchar sus palabras.

—Si no lo hago, mamá y tú acabaréis en un asilo y yo en un cementerio, porque te juro que prefiero colgarme del roble del jardín que abandonar la paz de L’Armonía para enfrentarme al hediondo y escandaloso mundo de ahí afuera… —Hizo una pausa, le acarició de nuevo las manos y al fin añadió remarcando mucho las palabras—: No tienes derecho a haberme acostumbrado a este tipo de vida y pretender que lo deje porque imagines que no soy capaz de hacer el mismo tipo de sacrificios que te viste obligado a hacer.

La respuesta resultó sumamente trabajosa.

—¡Nnnnnnn… o!

—Sí, papá… —insistió ella—. Pienso averiguar cuál es la clave de todos esos números de tu libreta de teléfonos, a quién pertenecen y quiénes son esos proveedores y compradores a los que denominas Buda, Tarzán, Carlomagno o cosas por el estilo…

Jules Kanac se limitó a elevar el dedo índice hasta la altura del cuello de su hija con el fin de cruzarlo con un gesto brusco de un lado a otro.

—¿Qué pretendes decirme con eso? —fue la tranquila respuesta—. ¿Que me degollarían? ¡No digas bobadas! Has estado treinta y tantos años en ese negocio y nadie te ha tocado un pelo. Sin embargo, quien te ha llevado a esta situación ha sido un banquero estafador, por lo que deberías aceptar que quienes están asesinando al mundo son los ejecutivos de chaqueta y corbata, no los terroristas o los guerrilleros.

Aguardó con la evidente intención de que tuviera tiempo de captar la esencia de lo que pretendía hacerle comprender, y cuando consideró que así era, continuó en el mismo tono pausado de quien pretende convencer a un niño para que se tome un purgante:

—He intentado negociar con el director del banco fórmulas que nos permitan conservar la casa, y pese a los millones que has ingresado en esa sucursal durante todos estos años, he llegado a la conclusión de que no nos ayudará. Me han dicho que está en tratos con el fin de vendérsela a la Fashion-Look, que tiene intención de establecer la sede de su sección de cosmética en Grasse, y parece ser que concretamente en nuestra casa. O sea que si me veo obligada a tratar con canallas, prefiero hacerlo con canallas que produzcan beneficios.

Lanzó un hondo suspiro como si aquélla fuera la decisión más importante de su vida, y no cabía duda de que lo era, acarició de nuevo con un gesto de profundo amor la blanca barba de quien formaba una parte tan importante de su vida y cuando habló de nuevo lo hizo en un tono de indiscutible firmeza:

—Necesito esos nombres y esos números de teléfono —dijo—. Y no descansaré hasta que los consiga.

Orquídea Kanac había sido sin duda una muchacha de extraño comportamiento, pero en muy poco tiempo había pasado a convertirse en una mujer de ideas muy claras.

A partir del momento en que la desgracia se había precipitado de forma tan inesperada sobre su familia, hizo suya una máxima que le había impresionado cuando era todavía una simple adolescente: «Pocos son tan inteligentes como se creen, y pocos tan estúpidos como los demás les creen».

Y lo ocurrido a su padre no hacía más que reafirmar sus creencias.

Hasta una mente tan brillante como la de Jules Kanac podía fallar permitiendo que le engañaran como a un imbécil, al tiempo que dos años antes había escuchado de labios de una analfabeta criada peruana: «El mundo se está comportando como si la plata no se fuera a acabar nunca, e incluso en mi pueblo, Potosí, se agotaron las mayores minas que jamás hayan existido. La riqueza se encuentra en la cima de una montaña y la miseria en el fondo de un barranco; siempre ha sido más fácil precipitarse a un barranco que ascender a una montaña».

Siendo sincera consigo misma se veía obligada a admitir que su familia se había comportado «como si la plata no se fuera a acabar nunca».

Y de hecho estaba convencida de que en realidad no se había acabado y quedaba mucho más en el filón que su padre había explotado durante años, por lo que de lo único que se trataba era de volver a encontrar la veta.

Debido a ello, a la mañana siguiente y aprovechando que su madre había tenido que bajar a Niza, se situó de nuevo frente a su padre mostrándole una hoja de papel en la que había dibujado con grandes caracteres todas las letras del abecedario.

—Vamos a hacer una cosa muy sencilla… —le explicó—. Para saber el nombre de tus clientes y proveedores te iré señalando letras y tú te limitas a asentir cuando marque la correcta. Empecemos por el tal Buda, que Mario asegura que es quien te proporciona las armas. ¿Su apellido empieza por A? —Ante la negativa colocó el dedo índice sobre la segunda letra al tiempo que insistía…—: ¿Por B?

Fue una larga y dura semana de trabajo, pero al finalizar las difíciles sesiones la muchacha había conseguido anotar en una nueva libreta los auténticos nombres y los auténticos números de teléfono de la veintena de personas distribuidas por una docena de países con los que Jules Kanac había hecho millonarios negocios a lo largo de casi treinta años.

Con semejante tesoro en las manos se reunió de nuevo con Supermario, al que le espetó sin el menor miramiento:

—¿Continúas queriendo ganar dinero?

—Siempre que respetemos las normas establecidas.

—Lo que ha funcionado bien no tiene por qué cambiarse… —fue la segura respuesta—. A todos los efectos continuaremos comportándonos como siempre lo ha hecho AK-47, puesto que nadie tiene por qué saber que el verdadero AK-47 se encuentra postrado en una silla de ruedas.

—¿Tienes idea de lo que va a suceder si te implicas en esto? —inquirió el italiano mirándola directamente a los ojos.

—Tal vez no, pero lo que sí tengo es una clara idea de lo que sucederá si no me implico.

—Es que se trata de tráfico de armas.

—Respóndeme a una sencilla pregunta, Mario —puntualizó la muchacha—. ¿Dejará de existir el tráfico de armas por el hecho de que mis padres acaben en un asilo y yo me cuelgue de un árbol?

—Supongo que no.

—¡Seguro que no! —recalcó ella—. El puesto de AK-47 lo ocupará otro que probablemente se gastará los beneficios en drogas, putas y juego. Sin embargo, tú y yo lo dedicaremos a sacar adelante a nuestras familias.

—Conozco ese argumento… —le hizo notar su interlocutor con un asomo de sonrisa—. Me lo he aplicado a mí mismo miles de veces: alguien tiene que hacerlo y, por lo tanto… ¡qué más da! —Hizo una pausa y observó con indudable cariño a quien había visto nacer y crecer al añadir—: El problema no se centra en el tipo de disculpa que utilicemos a la hora de justificarnos; el problema estriba en si tú misma la aceptas como razón válida.

—Ya la he aceptado.

—¿Con todas sus consecuencias?

—Con todas sus consecuencias.

Ante la firmeza de la respuesta a Supermario no le quedó otra opción que encogerse de hombros, con lo que parecía querer evidenciar que a partir de aquel momento el tema se le escapaba de las manos, y cambiando el rumbo de la conversación, comentó:

—¡De acuerdo! Se trata de tu vida y ahora eres quien manda. ¿Qué piensas hacer?

—Por lo que he podido deducir tenemos un cargamento depositado en un almacén de las afueras de El Cairo y su destinatario, el denominado Tarzán, las necesita con urgencia.

—Tarzán es de los que pagan con coltan… —le hizo notar su interlocutor—. Si conseguimos hacerle llegar esas armas habrás resuelto tus problemas para los dos próximos años.

—¿Y cómo se las hacemos llegar?

—Por medio del que siempre ha sido nuestro transportista en África. El problema estriba en que tiene la mala costumbre de cobrar por adelantado.

—¿Aceptaría quedarse con el diez por ciento del cargamento?

—¡Ni de broma! Arriesga mucho y, por lo tanto, tan sólo acepta cobrar en dinero contante y sonante.

—¿Cuánto?

—Doscientos mil euros.

—Tendré que buscarlos.

—Intentaré ayudarte, pero ya que me voy a meter en esto hasta el cuello, prefiero estar al tanto de todo. ¿Quién es ése al que tu padre llama Tarzán?

—Un tal Joseph Kony.

—Hace tiempo que me lo temía…

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