Kalashnikov

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Capítulo 14

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Se puso en contacto con la mayor parte de los amigos internautas que había acumulado a lo largo de años de pasarse horas ante el ordenador, y al día siguiente le informaron de que efectivamente nadie había conseguido atravesar nunca «La Gran Muralla China» puesto que era cosa sabida que quien en realidad se encontraba detrás de tan insalvable obstáculo informático era el gobierno de Pekín.

Entre los del gremio se aseguraba que ante el más mínimo asomo de agresión a sus defensas, los chinos lanzaban un furibundo contraataque que llegaba como un enjambre de abejas desde una docena de países de los cinco continentes destruyendo de forma implacable al enemigo en una feroz guerra virtual, que no por incruenta resultaba menos destructiva.

Nunca existía lógicamente derramamiento de sangre, pero se acababa perdiendo mucho poder y mucho dinero, por lo que incluso los más osados piratas informáticos preferían mantenerse lo más lejos posible de tan impresionante fortaleza.

Un conocido especialista canadiense se lo advirtió muy claramente:

Resulta menos peligroso violar los archivos del Pentágono o la Casa Blanca que los de ciertas empresas chinas. Cuídate de ellas porque suelen ser tapaderas de su gobierno.

No hacía falta ser demasiado inteligente como para comprender que el desorbitado aumento de la influencia china en el mundo a través de millones de inmigrantes, en su mayor parte clandestinos, al igual que la invasión de productos de bajo coste que colapsaban los mercados internacionales arruinando a la competencia, debía de estar orquestada o al menos respaldada por unos astutos políticos que habían sabido transformar su país en un tiempo récord.

Del mismo modo que en sus grandes ciudades la arquitectura parecía haberse saltado «tres generaciones», pasando de la choza de barro al rascacielos, en el mundo de los negocios habían pasado del puesto callejero a los sistemas informáticos de última generación.

Por si ello no bastara, su ancestral forma de escribir acababa por desconcertar a unos

hackers que parecían haber llegado a la conclusión de que lo que años atrás había dado en llamarse «El Peligro Amarillo» resultaba mucho más peligroso cuando colocaba sus amarillos dedos sobre el teclado de un ordenador; muchos de ellos dominaban el inglés, mientras que resultaba muy difícil encontrar un informático que tuviera nociones de cantonés.

Y lo que no se podía ignorar era que China llevaba camino de convertirse en el primer fabricante mundial de teléfonos móviles y ordenadores personales, lo cual traía aparejado que se convertiría de igual modo en el principal consumidor de coltan.

La prueba irrefutable estaba en que a los pocos días de que el gobierno chino firmara un multimillonario contrato con el gobierno congoleño con el fin de que le abastecieran de todo el mineral que necesitaba, las empresas fabricantes de aparatos electrónicos de muy distintos países que temían que dicho contrato les llevara a la ruina se apresuraron a provocar que renaciera un viejo conflicto armado en la región sin otro propósito que continuar extrayendo coltan de contrabando.

No era de extrañar por tanto que al advertir que las negociaciones oficiales no llevaban camino de hacerse realidad a causa de las interminables guerras internas, empresarios como Chin Lee decidieran entrar a formar parte de un juego ilegal pero mucho más práctico.

Y Orquídea Kanac había optado por imitarles pese a que su madre le hiciera notar lo mucho que le desagradaba semejante actitud.

—Tal vez por ignorancia, o más bien por desidia, permití que tu padre actuara de una forma que no puedo por menos que reprobar, pero ahora no sería capaz de perdonarme a mí misma si volviera a guardar silencio. Considero que traficar con armas es un crimen y me duele el alma al comprender que pareces decidida a seguir ese camino.

—No nos han dejado otro.

—Siempre existe otro, querida —fue la segura y amarga respuesta—. ¡Siempre! Adoro L'Armonía y cuanto significa, pero no me parece que sea un buen negocio pasarse la eternidad en el infierno a cambio de vivir unos cuantos años en el paraíso.

—Este paraíso es real, madre, mientras que a mi modo de ver el infierno no es más que una absurda fantasía inventada por unos curas fanáticos —señaló la muchacha convencida de lo que decía—. Y si negociar con armas es un pecado que conduce al infierno no cabe duda de que se encuentra abarrotado. Recuerda lo que nos contó Mario: casi uno de cada cuatro americanos vive de que alguien mate a alguien.

—Como disculpa no me basta, cariño; una disculpa no es más que la aceptación de que se está actuando mal, y en el mundo deben de existir sesenta mil millones de disculpas, calculando un mínimo de diez por habitante. Siempre he creído que eras tan diferente que nunca tendrías que justificar tus actos.

—Quizá sería así si tan sólo dependiera de mí, pero son los acontecimientos los que me obligan a actuar como lo hago —replicó con desconcertante calma la muchacha—. Estoy de acuerdo en que se duerme mejor con la conciencia limpia que teniendo que recurrir a un somnífero, pero supongo que para eso se inventaron los somníferos. La decisión está tomada y lo lamento.

—¿Y la has tomado sin contar ni con tu padre ni conmigo?

—Papá tomo su decisión el día que se metió en este negocio y siempre he tenido muy claro que tú te opondrías, pero si eres capaz de darme una solución mejor la aceptaré encantada. Nunca imaginé que tuviera que salirme del marco de la ley ni me apetece en absoluto la idea. Estoy segura de que cuando yo era una niña indefensa tanto papá como tú no hubierais dudado en matar por protegerme. En compensación yo ahora debo estar dispuesta incluso a matar por protegeros.

Andrea Stuart no parecía dispuesta a ceder en sus pretensiones, pero fue en ese momento cuando la única muchacha de servicio que les quedaba subió a comunicarles que había llegado una inesperada visita.

Se trataba del director de la sucursal local del Banco del Sena, que venía acompañado por la vicepresidenta general de Fashion-Look, la todopoderosa multinacional que estaba ganando millones con su fascinante perfume Bounty-La Rebelión y que por lo visto había decidido instalar cuanto antes la central de su sección de cosmética en Grasse, y más concretamente en la fabulosa finca L'Armonia.

La firme respuesta de Orquídea Kanac no admitía discusión:

—No les dejes entrar; que esperen en el porche.

Cuando se hubieron quedado de nuevo a solas su madre no pudo por menos que inquirir alarmada:

—¿No pretenderás enfrentarte a ellos? No estamos en condiciones de hacerlo.

—Mientras L'Armonia siga siendo nuestra, lo estamos, y pienso luchar por ella hasta el último suspiro.

Se tomó su tiempo a la hora de bajar a encararse a la desconcertada pareja:

—¿Qué quieren? —inquirió en un tono abiertamente hostil y sin permitirles cruzar el umbral.

—Visitar la casa.

—Esta casa nadie la visita sin haber sido previamente invitado, y que yo sepa, nadie les ha invitado.

—Pero…

—¡No hay peros que valgan! El día que un juez se presente con una orden de desahucio que nos obligue a marcharnos, podrá traer a quien quiera, pero hasta que eso ocurra, y espero que no ocurra nunca, no son bienvenidos.

—Sabe muy bien que tiene una deuda con el banco que…

—Las deudas pueden pagarse y en ello estamos. O sea que vuélvanse por donde han venido y le aseguro que me quejaré a su director general por lo que considero una injustificable muestra de falta de respeto y consideración hacia mi padre, que ha sido un magnífico cliente de su banco desde mucho antes de que usted naciera.

Les cerró la puerta en las narices y apenas lo hubo hecho lanzó un sonoro reniego:

—¡Estos hijos de mala madre van a enterarse de quién soy yo!

Se encerró en su habitación, se pasó la mayor parte de la noche sentada frente al ordenador, y con la primera claridad del alba e infinidad de discretas consultas a varios de los mejores y más expertos «corresponsales» que había ido acumulando durante años tenía muy clara cuál debía ser su forma de actuar.

No hacía falta ser un genio en la materia para llegar a la conclusión de que pese a su indiscutible fama e incuestionable imagen de sofisticado

glamour a nivel mundial la Fashion-Look disponía de un programa informático tan accesible para un buen

hacker como pudiera serlo la cerradura de un utilitario para un vulgar ladrón de automóviles.

El programa de la sede central del Banco del Sena en París resultaba, sin embargo, algo más difícil de violar. Había sido diseñado con tanto mimo y dedicación que resultaba absolutamente imposible robar, estafar, «distraer» o cambiar de lugar un solo céntimo, pero al parecer sus creadores no habían tenido en cuenta el absurdo e improbable caso de que alguien tuviera el estúpido capricho de entrar en tan complejo sistema con el único fin de joder la paciencia a base de organizar un inimaginable caos administrativo.

Sus creadores estaban convencidos de que nadie intentaría una locura de semejante calibre a sabiendas de que se le podía seguir el rastro de tal forma que por ese simple capricho diera con sus huesos en la cárcel, pero desde luego nunca contaron con el hecho de que el virulento ataque proviniera desde un ordenador protegido por la impenetrable «Muralla China».

Desde sus no demasiado lejanos inicios, uno de los mayores problemas de la informática se centraba en la incuestionable evidencia de que la tecnología se desarrollaba a tal velocidad que en lo referente a la seguridad lo que un día parecía perfecto al mes siguiente no servía para nada.

El problema tenía su equivalencia en el mundo de las armas; cada vez que un tanque o un acorazado aumentaba el grosor de sus planchas de protección, alguien fabricaba un nuevo obús capaz de atravesarla.

La noche siguiente Orquídea Kanac dejó por tanto a un lado el ordenador de mesa que solía utilizar sustituyéndolo por el inabordable Lee-33, por lo que cuatro horas más tarde todos los informes internos, todos los patrones de los vestidos, todos los pedidos e incluso todas las fórmulas químicas de los productos de belleza de la multinacional Fashion-Look habían sufrido algún tipo de alteración.

Dos días más tarde el Banco del Sena se enfrentó al impensable hecho de que alguien se había entretenido en trastocar miles de documentos, retrasar fechas de cobro, adelantar fechas de pago, cambiar direcciones, modificar declaraciones y enviar cientos de mensajes contradictorios de una sucursal a otra provocando una confusión de tal magnitud que cabría asegurar que, menos obtener dinero, se había hecho cuanto se le hubiera ocurrido a una mente enferma.

Todo ello sin contar que al propio tiempo se les había introducido una variante del virus familiarmente conocido como «troyano», que permanecería dormido y oculto en el sistema central hasta que el creador decidiera activarlo y almacenar en su propio ordenador toda la información existente en la central.

Orquídea Kanac sonreía satisfecha por su incontestable victoria sobre quienes la habían ofendido, en el momento en que por medio de su ultraligero Lee-33, recibió la noticia de que medio millón de euros habían sido depositados en un banco de las islas Caimán.

Lo primero que hizo fue llamar a Supermario con el fin de que se reuniera con ella en el cenador del jardín, y en cuanto se supo lejos de oídos indiscretos le espetó sin rodeos:

—Me he puesto en contacto con el transportista que ha aceptado un primer pago de trescientos cincuenta mil euros ahora y otro igual dentro de un mes, visto que le he simplificado las cosas hasta el punto de que no correrá peligro a la hora de entregar el coltan.

—¿Está de acuerdo con la idea de dejar caer los sacos en la ensenada?

—¡Está encantado! Se evita el riesgo de que le atrapen al aterrizar, se evita el gasto de camiones con los que tenía que recorrer el último tramo, y se evita la posibilidad de una desagradable sorpresa en el momento de la entrega. Lo único que tiene que hacer es abrir la puerta del avión, empujar unos cuantos sacos y volverse a casa.

—Evidentemente le has facilitado mucho el trabajo tanto a los egipcios como a los chinos.

—Gracias a ello he podido transferir cien mil euros a tu cuenta con el fin de que los entregues personalmente en el banco puntualizando que se trata de un préstamo que le haces a tu jefe como prueba de afecto y agradecimiento. De esa forma me dejarán en paz al menos durante un mes, y para entonces espero que nuestros problemas hayan quedado solucionados.

—Ese cargamento tan sólo te proporcionará el dinero suficiente como para mantener L'Armonia dos años más, y lo sabes.

—Habrá otros.

—¡No me jodas, niña! —protestó visiblemente alterado el italiano—. ¿No estarás pensando en seguir los pasos de tu padre?

—¿Y por qué no? —replicó ella con naturalidad—. Como le dije a Chin Lee, él continuará necesitando coltan y Joseph Kony continuará necesitando armas. Lo único que tenemos que hacer es mantener en pie una infraestructura que a lo largo de casi treinta años ha funcionado a la perfección.

—Los tiempos cambian.

—Pero he sabido adaptarme a esos cambios, querido —le mostró el pequeño ordenador que guardaba en el bolsillo trasero de sus pantalones tejanos—. Mi padre nunca dispuso de un aparato tan perfecto y tenía que basarlo todo en llamadas telefónicas o complejas claves fáciles de olvidar. Con este ordenador me comunico al instante con cualquier lugar del mundo sin miedo a que intercepten mi mensaje, y su memoria es cien millones de veces más fiable que la de cualquier ser humano.

—Supongo que lo es.

—Bastó una ligera presión aplicada en el momento oportuno para que mi padre confesara sus secretos, pero te puedo garantizar que ni siquiera la más sofisticada tortura conseguiría que un Lee-33 cuente lo que sabe. Lo he programado de tal forma que existen infinitas posibilidades de que se destruya toda la información que contiene en cuanto un extraño intente manipularlo.

—Me asombraría que seas tan lista si no fueras hija de quien eres… —no pudo por menos de admitir Mario Volpi.

—No es que sea más lista; es que he dedicado la mayor parte de mi vida a prepararme a conciencia y he llegado a la conclusión de que vivimos unos tiempos disparatados, en los que se da el absurdo caso de que una chica como yo puede conocer los secretos de un banco o una multinacional, mientras que ni ese banco, ni esa multinacional ni el mismísimo gobierno son capaces de acceder a los secretos de mi ordenador.

—¿Pretendes hacerme creer que has conseguido introducirte en el sistema informático del Banco del Sena?

—Hasta su mismísimo corvejón.

—¿Y puedes acceder a cualquier tipo de información?

Su interlocutora asintió con un gesto de la cabeza y una encantadora sonrisa.

—Lo único que no puedo hacer es sacar dinero —dijo.

—Pues hay algo que siempre me ha traído de cabeza y que tal vez nos produzca algún beneficio; tanto la cuenta corriente de tu padre como la mía tienen unos determinados números que pudiéramos considerar «normales». Sin embargo, las dos cuentas «opacas» de tu padre, una en la central de París y otra en la sucursal de Niza, al igual que la mía en Roma, terminan «321». Siempre me he preguntado si el banco no tendrá asignado ese número final a clientes que mueven dinero negro.

—¡Curioso! —admitió ella—. Curioso y muy interesante.

—Está claro que si el banco ha manejado dinero nuestro, quiere decir que normalmente lo hacen con fondos opacos de quién sabe quién. Si encontraras la forma de alterar los números de esas cuentas les pondrías en un grave aprieto y más tarde estarías en condiciones de hacerles comprender que eres la única que está en disposición de arreglar el entuerto.

—Tengo la ligera impresión de que lo que me estás proponiendo es una especie de chantaje.

—¿Acaso es peor chantajear a un banco hijo de puta que negocia con dinero ilegal que traficar con armas? —fue la respuesta—. Si como aseguran los gobiernos van a comenzar a presionar a los paraísos fiscales, los inmensos capitales que esconden tendrán que buscar dónde refugiarse, y si por lo que sabemos el Banco del Sena ya es de los que se prestan al juego sucio podemos hacernos de oro conociendo sus números de cuenta.

Será cuestión de pensarlo.

—¡Piénsatelo! Y ahora lo único que necesitamos es un poco de suerte y que ese mal nacido de Joseph Kony continúe haciendo de las suyas.

—Si hasta ahora no han conseguido pararle los pies no tenemos por qué temer que las cosas vayan a cambiar en breve —fue la segura respuesta.

—Chin Lee pasó todo un día en la Costa Azul, pero salvo un encuentro casual con una puta de carretera y un ligero intercambio de opiniones sobre los números que salían en la ruleta con un vecino de mesa que parece libre de toda sospecha, no mantuvo contacto con nadie —señaló Tom Scott—. Pasó más de una hora esperando en un café de Moulins, pero su supuesto contacto, quienquiera que fuese, no hizo acto de presencia.

—Extraño que alguien se desplace desde Hong Kong para nada… —comentó una malhumorada Valeria Foster-Miller—. Y sobre todo alguien de la importancia de ese chino. ¿Qué se sabe de la puta?

—Nada.

—¿Nada? —se sorprendió Sacha Gaztell, alias Hermes—. ¿Ninguno de tus amigos ha hablado con ella?

—No han conseguido encontrarla.

—¿Cómo que no han conseguido encontrarla? —Ahora era Víctor Duran quien demostraba su perplejidad—. Normalmente las golfas de carretera suelen establecerse en un mismo sitio; es como su coto de caza particular…

—Lo sabemos… —admitió el interrogado—. Preguntaron a los vecinos y a quienes frecuentan la zona, pero nadie recordaba haberla visto ni antes, ni después.

—Lo cual invita a pensar que dicho encuentro pudo no ser tan «casual» como aseguras.

—Me temo que así es. Los encargados de vigilar al chino se limitaron a seguirle suponiendo que la puta carecía de importancia y sin que se les pasara por la cabeza que todo estaba meticulosamente planeado. Cuando la recogió se alejaron por una carretera que impedía seguirles de cerca sin que lo notaran, y pasaron un rato entre los árboles en lo que parecía un simple apaño de «aquí te cojo, aquí te mato», pero a estas alturas se han visto obligados a admitir que les tomaron el pelo.

—¡Pues vaya una mierda de espías que tenemos! —masculló Sacha Gaztell—. Razón tiene Román Balanegra al asegurar que seríamos incapaces de atrapar a los criminales de guerra de la antigua Yugoslavia ni aunque los tuviéramos ante las narices. A lo mejor resulta que se disfrazan de colegialas.

—El presidente de Sudán se ha dedicado a pasearse por Egipto, Eritrea, Libia, Qatar y Arabia Saudí desde que hace menos de un mes la Corte Penal Internacional emitiera un mandato de arresto contra él por crímenes contra la humanidad —intervino de nuevo Tom Scott—. Con tanto viaje lo único que pretende es demostrar que se pasa por el forro de los cojones a la justicia internacional, que lo único que ha sido capaz de responder a semejante burla es que «La Corte sabe esperar».

—Ya lo creo que sabe… —admitió Víctor Duran—. Lleva casi treinta años esperando capturar a Kony. Con tal ejemplo no tenemos por qué extrañarnos de que ese cerdo ande por ahí paseándose en un coche descapotable mientras tiene sobre su conciencia cientos de miles de muertes.

—Ten en cuenta que no podrá ser llevado ante la Corte mientras continúe en el poder… —le recordó Valeria—. Lo mismo ocurrió con Milosevic, Karadzic o el liberiano Charles Taylor. Sin tener en cuenta que detenerle ahora entorpecería las conversaciones de paz de Darfur y provocaría un desastre humanitario aún mayor. La única parte buena es que sus delitos nunca prescriben.

—¡Lindo consuelo!

—El mejor que tenemos porque la justicia internacional no funciona como las demás; cuando se dicta una orden de captura contra un delincuente, en especial si es un genocida, las policías de todo el mundo lo buscan incluso enfrentándose a quienes pretendan oponerse. Pero intentar ponerle ahora la mano encima a Al Bashir provocaría un baño de sangre inadmisible.

—Lo que no entiendo —intervino ahora Sacha Gaztell— es por qué razón países como Egipto, Qatar o la misma Arabia Saudita, que tiene mucho que perder en prestigio internacional, se presten al sucio juego de un tipo de semejante calaña.

—Porque consideran que mientras no se investiguen los crímenes que el ejército de Israel ha cometido contra los palestinos, la Corte Internacional no está actuando de un modo imparcial, carece de credibilidad y por lo tanto no les merece ningún respeto. El día que dicte una orden de detención contra un general o un dirigente israelí, tal vez algunas naciones árabes se decidan a entregar a un presidente musulmán. Mientras tanto no hay nada que hacer.

—¡Pues estamos buenos! Nunca nadie se atreverá a juzgar a un genocida judío.

—Pero haberlos, haylos.

—Confiemos en que un cazador blanco armado de un simple fusil sea más eficaz que todos los mandamientos de la Corte Internacional de Justicia.

—Que lo fuera menos resultaría prácticamente imposible.

—Nos enfrentamos a otro problema… —adelantó Tom Scott con cierta timidez—. Alguien ha comenzado a hacer preguntas sobre las razones por las que vigilamos a Chen Lee, y como conozco los fallos del sistema me temo que pronto o tarde acabarán por localizarme.

—¡Vaya por Dios! —No pudo por menos que exclamar Víctor Duran—. A que vamos a pasar a ser «los espías espiados». ¡Qué ridículo, padre, qué ridículo!

—Por eso he llegado a la conclusión de que sería aconsejable que dejáramos de vernos en público. Los fabricantes de aparatos electrónicos occidentales viven aterrorizados por la idea de que chinos, coreanos y japoneses los expulsen del mercado, por lo que han dedicado ingentes cantidades a promover conflictos en torno al coltan. Me temo que si averiguan que un grupo de eurodiputados intenta acabar con uno de los principales promotores de tales conflictos se lo van a tomar a mal e intentarán jodernos.

—Pero no hemos sido elegidos para defender los intereses de un puñado de fabricantes hijos de puta que promueven matanzas que ya le han costado la vida a casi cinco millones de inocentes —protestó Valeria Foster-Miller.

—Ni para ejercer de justicieros, querida. Ni para ejercer de justicieros. Se supone que nuestra obligación es sentarnos en una butaca a escuchar plúmbeos discursos y defender las enmiendas que propongan nuestros respectivos gobiernos o partidos. Recaudar fondos con los que pagar a alguien con el fin de que le vuele la cabeza a un tipo por muy criminal y genocida que sea no entra dentro de las atribuciones que nos dieron al votarnos.

—Eso es muy cierto… —reconoció Sacha Gaztell—. Pero en mi opinión ninguno de cuantos participan en esta arriesgada aventura lo hace en su calidad de eurodiputado, sino en su condición de ser humano.

—En ciertos momentos he llegado a plantearme si para continuar considerándome un ser humano no debería renunciar previamente a mi acta de eurodiputado. En ocasiones la política nos lleva a comportarnos de una forma inhumana.

—«Ser o no ser, ésa es la cuestión»… —recitó en tono grandilocuente Víctor Duran—. ¿Qué es mejor, continuar calentando butacas indiferentes al dolor ajeno, o rebelarnos contra el cruel destino empuñando las armas dispuestos a perecer en el intento…?

—Si el pobre Shakespeare saliera de su tumba volvería a tirarse de cabeza a ella al ver cómo destrozas su obra —no pudo por menos que comentar Valeria Foster-Miller—. Aunque admito que no deja de ser una intervención acertada; tal vez haya llegado el momento de elegir qué papel debemos interpretar en esta sangrienta tragedia. Si no recuerdo mal, en

Hamlet apenas mueren una docena de personajes mientras que aquí se cuentan por millones.

—Es que ésta es la vida, querida, no el teatro, y cosa sabida es que la realidad suele superar la ficción.

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