Julia

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Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO IV

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CAPÍTULO IV

—Julia —dijo una voz de mujer—, niña, ¿tú eres Julia?

La voz le llegaba desde muy lejos, mientras una mano amiga le sacudía el hombro. La sensación de ser tratada con amabilidad le parecía algo nuevo, casi extraño tras la amarga experiencia de la travesía. Se incorporó frotándose los ojos a la vez que lanzaba miradas confusas a su alrededor intentando recordar dónde estaba. Una mujer regordeta, de nariz respingona y cara resplandeciente, le sonreía con afección maternal.

—¿Julia?

—Sí, yo... yo soy Julia —respondió.

—Bien —la mujer colocó sus manos gordezuelas y agrietadas en las caderas, en una sólida posición de brazos en jarras—. Hay que admitir que tienes un aire a la familia, sí. Entonces tú eres la sobrina del amo, ¿no? ¿Qué ha sido de tu niñera?

—Murió —contestó con la aplastante franqueza de los niños—. Murió y la arrojaron por la borda, pero sospecho que estaba viva cuando la tiraron al mar. Eran unos hombres malvados en su mayoría, sobre todo el capitán. Él era el peor, un personaje horrible, con los dientes podridos y tan mellados que parecían una sierra de carpintero; era asqueroso y olía muy mal. Ese chico de ahí pertenecía a la tripulación —dijo señalando a su compañero. Su discurso resultaba inconexo, necesitaba contarlo todo como si las palabras tuviesen la potestad de conjurar sus pesadillas—. Es sordomudo, no creo que sea útil para desarrollar labor alguna. He intentado deshacerme de él pero ha sido imposible, incluso le he dado alguna patada, pero ni por ésas me ha dejado... Maldije al capitán. El muy cerdo le pegó a un marino negro llamado Víctor por ser amable conmigo. Una mañana, la cubierta del barco apareció con una fina capa de arena africana, al menos eso decía Víctor, pero a mí me parecía arena corriente, no muy distinta a la de cualquier otro lugar. Incluso llegué a probar un poco de ella cuando el capitán estaba despistado para ver si notaba alguna diferencia, pero no, era arena, sólo arena. Anoche dormitamos fuera de las murallas hasta que el relente me despertó y llamamos a la puerta de la ciudad, donde nos abrió un desabrido legionario, un hombre muy gruñón. Y pasamos cerca de Burdigala, un lugar famoso por sus vinos. El mejor según el paladar de algunos.

Su nueva niñera no supo muy bien cómo reaccionar ante semejante torrente de información, casi incoherente a causa de la cantidad de acontecimientos que la niña intentaba sintetizar en unos pocos segundos. La mujer no hizo nada, simplemente se limitó a chasquear la lengua con disgusto, asentir con la cabeza e indicarle a Julia que debía bañarla antes de presentarla a su tío.

—¿Sabe tío Lucio que estoy aquí?

—Bueno, sí, por decirlo de alguna manera —titubeó la esclava—. Tu padre, antes de morir, escribió una... una carta a tu tío, rogándole que te cobijara si llegabas a necesitarlo, claro. También pidió que se hiciese cargo de tu niñera si fuese necesario. Lo importante es que ya pasó todo y por fin has llegado a casa sana y salva —dijo forzando un tono optimista—, gracias a nuestro señor Jesucristo. Por cierto —susurró frunciendo el ceño hacia el marino—, ¿cómo se llama?

—No lo sé —contestó—. Como ya te he dicho, es sordomudo. No creo que tenga nombre.

—Está bien —dijo la niñera señalando al marino con el dedo—, quédate aquí hasta que el amo decida qué hacer contigo, pero, te advierto, no creo que te quiera en casa. No le gusta tener esto lleno de esclavos.

—Yo pensaba que tío Lucio tenía miles y miles de esclavos, ¿no es así? —preguntó Julia consternada.

—Me temo que no conoces aún a tu tío, joven ama. Él no es un hombre al que le agrade en modo alguno la mera ostentación, por decirlo de una manera suave.

Julia asintió con la cabeza simulando entenderla perfectamente mientras se preguntaba qué diablos había querido decir con eso de «mera ostentación». La esclava se volvió hacia la puerta y salió de la sala con una celeridad sorprendente para alguien con las caderas tan anchas como ella. La niña la siguió casi a la carrera.

—¿Cuál es tu nombre, niñera? —preguntó Julia corriendo tras ella.

—Bricca —respondió sin volverse.

—¿Eres una de aquí? Quiero decir, ¿eres bretona?

—Exacto, joven ama —respondió con remarcado orgullo—. Eso es lo que soy, tan bretona como el mismo Caractatus, como suele decirse. Bretona y orgullosa de ser romana, por supuesto.

Julia la seguía maravillada a través de un largo pasillo flanqueado por las puertas de los numerosos dormitorios. ¡Ante sí, andando apresuradamente, tenía a una auténtica bretona! Julia examinó con disimulo el cuello, los brazos y las pantorrillas de la afable Bricca. No pudo detectar el menor rastro de los célebres tatuajes azules británicos.

* * *

La mansión no era tan grande como la que había dejado atrás, en Hispania, donde se crió. No era tan impresionante, cierto, pero estaba ricamente decorada y amueblada con muy buen gusto y, además, poseía el encanto de lo desconocido. A Julia le parecía grandiosa. Tras caminar durante horas, esa era la sensación de Julia, llegaron a una puerta semioculta en un oscuro rincón de la casa. Bricca se detuvo un instante y la abrió con cuidado. Entraron a un pequeño dormitorio muy bonito, con el suelo teselado cubierto de pieles de cordero y una pequeña cama con varios cobertores de lana.

—Toda la casa posee calefacción central —informó Bricca alzando el mentón con orgullo—. No es necesaria durante los meses de verano, por supuesto. Pero has de saber que no hay más de veinte casas en toda la capital que cuenten con tan práctico y confortable servicio. A veces me pregunto —apuntó la niñera bajando el tono de voz hasta imprimirle un aire confidencial— si al amo le agrada la comodidad de la calefacción. Muchas veces, en lo más crudo del invierno, ordena que se bloqueen los conductos térmicos de su habitación. Bueno, así es el amo y así hay que hacerlo. Ahora vamos al baño, he de asearte bien —dijo dirigiéndose a la puerta—. Apuesto a que tanta suciedad sólo puede acumularse por capas, por lo menos media docena... tendremos que frotar duro.

Al no obtener respuesta, buscó a la niña con la mirada y la vio, tan sucia y harapienta como estaba, dormida bajo los suaves edredones de lana. La niñera no tuvo valor para despertarla.

—Está bien, duerme tranquila, mi joven y huérfana damisela —murmuró—. Ya habrá tiempo cuando despiertes de lavarte y vestirte conforme a tu rango, de secarte las lágrimas y quitarte de encima toda esa dichosa arena africana, pajarito, duerme, mi niña.

Cerró la puerta muy suavemente y salió.

* * *

Julia se despertó justo cuando Bricca llamó a la puerta, casi al anochecer. La buena mujer entró en la habitación portando un cuenco lleno de un guiso humeante y apetitoso. Julia dio buena cuenta de él, engulléndolo con una voracidad canina.

—Come despacio o te quemarás la boca —advirtió la esclava.

Julia hizo caso omiso de la recomendación y, después de devorarlo, se relamió como un cachorro de raposa y cayó de espaldas profundamente dormida.

La niña durmió durante veinticuatro horas seguidas. Durmió como un leño, sin inquietudes ni pesadillas, hasta casi el atardecer del día siguiente y se despertó, un poco amodorrada, por el trajín de los esclavos en el peristilo y el murmullo de la fuente del atrio. Al poco rato escuchó el repiqueteo de las pezuñas de un caballo anunciando la llegada de una visita o la del tío Lucio en persona. Julia cayó dormida de nuevo, mucho más tranquila esta vez, pues al menos sabía dónde estaba y, por añadidura, se encontraba acostada en una cómoda cama de sábanas limpias y agradables cobertores de lana. Tan sólo unos días antes, hubiese jurado que el destino le había negado para siempre aquella reconfortante sensación de seguridad. Después de haber pasado por el horrible trauma de la peste en su hogar, la muerte de sus padres, unos padres cariñosos de los que ni tan siquiera se pudo despedir adecuadamente, las riñas, los malos presagios vislumbrados durante la travesía y la diabólica sonrisa del capitán. ¡Qué lejos le parecía todo aquello! La niña concebía la casa de su tío como el paraíso al que tanto había anhelado llegar.

* * *

A la mañana siguiente, Julia se levantó y salió al peristilo. El sol brillaba bajo un cielo azul pálido, no tan luminoso pero tan vivificante como en Hispania. Se sentó al borde del estanque, para remojar sus roñosos pies en él. En su tierra natal todo el mundo le había repetido hasta la saciedad que Britannia era una tierra brumosa, anegada por sempiternas lluvias; hasta ahora no había visto ni una cosa ni otra. Ni lluvia, ni niebla, ni aborígenes pintarrajeados de azul ni nada de nada; la niña no podía evitar cierto sentimiento de frustración. Pensándolo bien, el primer contacto con Britannia había sido harto satisfactorio, pues el aire era suave, fresco y la gente, incluido el rudo legionario de guardia, parecía contener un fondo de bondad bajo su apariencia un tanto flemática.

De pronto intuyó, más que vio, una presencia severa a su lado. Era Bricca. La niñera la tomó de la mano y sin más preámbulos la sacó del impluvium para llevarla hasta los baños.

—No sólo debes lavarte los pies, niña —dijo al llegar al baño—. Ahora vas a meterte ahí, en el caldarium, antes de zambullirte en el agua fría. Saldrás de aquí con la piel mucho más clara, ya lo verás.

Julia quedó gratamente sorprendida al comprobar que su tío poseía un completísimo balneario doméstico. Julia estuvo un buen rato sudando en la humeante sala caliente, después se puso a remojo en el pequeño caldarium y finalmente se zambulló varias veces dentro del frigidarium, la piscina de agua fría. Estaba a punto de vestir de nuevo sus viejas ropas cuando entró Bricca con una nueva túnica, blanca y de tacto amoroso, que la niñera misma le vistió pasándosela por la cabeza. Después le llegó el turno al pelo.

—Para empezar, vendría bien dar un buen corte a esas guedejas —afirmó Bricca muy decidida, con la cuchilla de cortar el pelo en las manos.

De nada sirvió la enconada resistencia de Julia, ni sus violentas protestas; la niñera cortó lo peor de aquella nudosa maraña. A continuación peinó la corta mata de pelo y miró a la niña satisfecha del resultado, pues ya estaba casi presentable. Se levantó suspirando y trajo una pequeña ánfora con aceite de oliva para abrillantarle el cabello.

—Ah, por cierto, y antes de que se me olvide —dijo la niñera.

Inclinó la cabeza de la niña hacia atrás y le limpió los dientes, frotándolos con un trozo de esponja empapada en vinagre, sujeta al extremo de una fina ramita de avellano. Después le ordenó enjuagarse la boca con una misteriosa infusión a base de menta, anís y resina. «Tu aliento será fresco y aromático como el de una paloma», le había dicho la niñera, y Julia, que no tenía ni idea de cómo era el aliento de las palomas, no tuvo más remedio que creerla.

—Ahora estás muchísimo mejor —aseveró Bricca volviéndole con ambas manos la cara hacia la luz procedente del atrio.

La esclava tomó de nuevo a la niña de la mano y la condujo a la cocina para desayunar.

Allí, sentado en una de las esquinas, se encontraba el chico sordomudo. Al pobre se le veía tan andrajoso y famélico como siempre. El pobre le dirigió a Julia una paciente mirada no exenta de admiración. La esclava puso sobre la mesa, ante la niña, una cestita de pan fresco, manzanas y un buen jarro de agua.

—Niñera, ¿ha comido algo? —preguntó Julia señalando a su compañero de fuga.

—No lo sé, de verdad —admitió Bricca con un suspiro—. Cristo, nuestro Señor, nos ha exhortado a dar de comer al hambriento y cobijo al necesitado, pero desgraciadamente no podemos alimentar ni cobijar a todos los indigentes que actualmente viven aquí, en Londinium. Son legión. Ya le he dado una manzana, algo es algo —suspiró—. Sinceramente, no sé qué va a hacer el amo con él. Da de comer al hambriento y de beber al sediento, solía decir mi anciana abuela.

Esas sabias y piadosas palabras hicieron reflexionar a Julia, aunque para ella un razonamiento como aquél no tenía ni pies ni cabeza.

—¿Cuándo vendrá el amo, quiero decir mi tío, a verme? —preguntó la niña cambiando de tema.

—Bueno, supongo que te verá a su regreso de Colchester —contestó Bricca limpiando concienzudamente la mesa con un paño húmedo—. Verás, no hay dinero para pagar a las tropas acantonadas allí. Las reservas se limitan a un puñado de ases que, ni en el mejor de los casos, pueden afrontar la demanda de salarios. Las legiones exigen ser pagadas con oro, no les culpo por ello, y esa es una de las funciones de tu tío, pero las arcas del Tesoro están más vacías que el vientre de un indigente en pleno invierno y evidentemente mi amo, tu tío, o sea el responsable del Tesoro, no puede sacar oro de donde no lo hay —sacudió la cabeza disgustada—. Son tiempos difíciles, tiempos de confusión, joven ama. Tu tío fue a visitar las tierras de los sajones y supervisar el estado de las fortificaciones de Kent.

»No sé si has oído hablar de las incursiones de esas jaurías de paganos, dicho sea sin ánimo de ofender, joven ama, pero no son sólo lobos de mar, sino paganos y crueles piratas, saqueadores allá donde los haya. Y menudo aspecto el suyo, con esas trenzas que más bien parecen rabos de cerdo. ¿Acaso esos pelos los luciría un hombre adulto y civilizado? Dame tu opinión —Julia guardó silencio, pues era una pregunta retórica—. Y no hablemos de su lenguaje, una especie de jeringonza ininteligible compuesta de ceceos y gruñidos cada vez más frecuentes en las calles de Londinium. Cuanto más tiempo pasan aquí, más descarados se vuelven. Fíjate, uno de esos extranjeros, un sajón o un anglo o una cosa rara de ésas, con más cara que espalda, regenta una tienda en una de las esquinas que dan al foro y ¿sabes lo que dice? ¡Ja! Pues que es un ciudadano romano de pleno derecho, como el que más. El canalla se dedica a vender joyas de ámbar, figurillas talladas en madera de tilo y qué se yo cuántas cosas más.

Y su número aumenta sin cesar; se instalan con sus familias allá, en las islas del río Lea, el afluente del Tamesa, pescan nuestros peces, nuestras anguilas y vete a saber qué más. Que conste que a mí todo eso me parece muy bien, pero no es agradable la idea de que nos invadan de ese modo, ¿verdad, ama? ¡Por no mencionar los precios de sus comercios! —exclamó ofendida—. Al doble que en el mercado, te lo aseguro, y, si me permites un consejo, joven ama, vigila el cambio cuando hagas negocios con ellos. Uno a uno quizá no sean malas personas y no cabe duda que han sido unos magníficos guerreros al servicio de Roma, a nuestro servicio —admitió, recalcando la palabra «nuestro»—, pero no podemos admitirlos en tal cantidad, ¿tú que opinas? Porque, como dice mi esposo —se rió entre dientes—, a este paso Britannia dejará de llamarse Britannia y se conocerá como la Tierra de los Anglos. ¿Tú crees que se puede consentir algo semejante?

Bricca continuó riéndose y farfullando entre dientes mientras escurría el paño con el que secaba la vajilla y siguió rezongando al abandonar la cocina con sus andares de pato. Julia se quedó cavilando acerca de los problemas causados por la inflación durante el Bajo Imperio romano, el futuro de la diversidad étnica y cultural dentro de la provincia de Britannia y, sobre todo, tratando de averiguar dónde guardaría Bricca la leche en aquella descomunal cocina.

No tardó mucho en encontrarla; un ánfora de cerámica casi llena de leche fresca de cabra. Estaba sirviéndose un buen tazón cuando entró Bricca. La niñera sonrió con indulgencia y le mostró a Julia algo que había traído de la habitación del frío: un plato con un pequeño bloque de una sustancia amarilla y brillante.

—¿Se puede saber qué es eso? —preguntó extrañada.

—Mantequilla para que untes tu pan, ¿qué otra cosa podría ser? —respondió la mujer, más extrañada aún—. ¿No me dirás que no conocías la mantequilla?

Julia, la niña que llegó de la tierra del aceite de oliva, negó con la cabeza. La niñera se quedó sin habla, petrificada por saber que había tierras extrañas y lejanas donde no se conocía la mantequilla. Pensó en decírselo a su esposo, según regresara de las tierras del amo, tras la recolección; sonrió divertida imaginando la cara que pondría su marido cuando se enterase de la noticia.

Se colocó al lado de la niña y le enseñó a untar la mantequilla en el pan. Al principio, Julia receló de llevarse a la boca aquella cosa amarillenta, pero una vez la probó y sintió cómo se fundía en su boca, inundándola de un sabor exquisito, dio buena cuenta de casi todo el plato. Finalmente, saciada tras haber comido pan con mantequilla, leche y dos manzanas, se volvió al marino y le dio la mitad de la tercera manzana que había empezado a comer.

—Pobre hombre —murmuró Bricca—, pensar que ni siquiera tiene nombre. Podríamos llamarlo Surdus, el chico que no puede oír.

—Surdus, Surdo —reflexionó Julia—, no sé.

El chico pareció entenderla y se desabrochó el fino cinturón de cuero que sujetaba sus harapos. Les hizo una señal para que mirasen una pequeña hebilla de hierro. Julia se levantó de un salto y fue a inspeccionar la chapa.

—Qué curioso —dijo tendiendo el cinto a su niñera—. Aquí pone Cennla. Es una palabra rara para ser un nombre, ¿no crees?

—Vaya, quién lo hubiera imaginado —contestó la mujer—, el chico es un celta, ni más ni menos. No hay nada de extraño en ese nombre, joven ama, es más; es un nombre muy bonito entre los celtas. Incluso creo que entre mis familiares hay algún Cennla, si no recuerdo mal.

—¿De dónde sois?

—De más allá de Exeter, muy al suroeste, en Dumnonii —explicó Bricca con orgullo—. Por allí había muchos hombres llamados Cennla.

Ambas miraron al chico en silencio durante un rato.

—Pues bueno, Surdo, Cennla o como quiera que te llamemos —dijo finalmente la niñera—, estate aquí quieto y cuidado con lo que haces, ¿eh? Voy a enseñarle a la niña el resto de la mansión de mi amo, así que, como hagas alguna trastada, te llevaré a palos desde aquí hasta los gigantescos acantilados de Dover. ¿De acuerdo?

Una vez advertido Cennla, Bricca tomó a Julia de la mano y la condujo a través de toda la mansión, mostrándole la casa de su tío o, para ser más exactos, la residencia del administrador imperial del Tesoro Público para el distrito de Flavia Caesariensis, en la provincia de Britannia.

Salieron por la puerta trasera y rodearon la casa hasta llegar a la puerta principal. Lo primero que vería un visitante sería un fiero perro de color negro, representado en un mosaico junto a la puerta principal, algo que ni Julia ni Cennla pudieron apreciar la noche de su llegada. Bajo la figura había escrito: Cave canem.

—La típica advertencia romana —dijo la niña, y leyó lentamente—: Cuidado con el perro.

—Vaya, yo no lo sabía —respondió la niñera, que era analfabeta—. Pensaba que era el nombre de la casa.

Atravesaron la puerta principal y entraron en el atrio, un hermoso patio con el suelo multicolor, alicatado de teselas, y el impluvium en el centro. En un extremo había una caja fuerte muy grande, maciza, pesada, construida con gruesas planchas de roble y rematada en hierro; en el otro lado, unas escaleras que conducían al piso superior. Aquella disposición del hogar era algo realmente nuevo para Julia. Los dormitorios que en su casa de Hispania hubieran estado a ras de suelo, aquí estaban a la altura de un primer piso, lugar al que daban acceso las escaleras, alineados en un estrecho corredor. Dichas alcobas eran en su mayoría modestas habitaciones orientadas hacia el sur y amuebladas con una cama doble o individual, dependiendo del tamaño del cuarto.

—La razón —como le explicó Bricca mientras subían las escaleras— es eminentemente práctica; la casa se encuentra dentro del recinto amurallado de la ciudad, y aquí el espacio es todo un lujo. Bajo estos dormitorios están los establos, la bodega y el almacén.

Tras una breve visita a las habitaciones, bajaron las escaleras y pasando frente a un modesto triclinium, el comedor, llegaron junto a las cocinas, a la zona norte de la casa donde estaban situados los aposentos de los esclavos.

Detrás de las cocinas había una puerta de madera entreabierta, Bricca salió por ella, Julia la siguió y juntas llegaron a un hermoso jardín adornado por infinidad de flores. Más allá del jardín había un huerto. Si intramuros el espacio era un lujo, entonces Lucio Fabio Quintiliano debería ser un hombre muy acaudalado; la niña buscó la confirmación de sus sospechas.

—Mi tío es rico, ¿verdad?

La esclava soltó una carcajada espontánea.

—Eso es algo que nadie sabe y él menos que nadie —contestó muy seria—. Pero no creo que sea muy rico porque es demasiado generoso con su dinero y gasta escandalosas cantidades de dinero en libros. Tú no te las arreglas para leer más de un libro a la vez, ¿verdad? Pues tu tío se las apaña muy bien. Como responsable del Tesoro Público es recaudador y pagador, ambas cosas. Tu tío controla una cantidad ingente de dinero. Un hombre de menos valía que él no podría resistir la tentación de malversar los fondos del imperio, pero el amo es un hombre recto. Sí, claro, tiene una casa enorme, con atrio, peristilo, baños y muchas estancias. ¿Cómo se hizo con ello? —Bricca exhaló un suspiro—. Quizá sepas que en los últimos años, mucho terreno del interior de la ciudad quedó como tierra baldía, sólo apta para cerdos, burros y otras bestias. Tu tío compró una buena parcela de terreno —la esclava hizo un amplio gesto con las manos, señalando las cocinas, el jardín y el huerto—, por una miseria, sin duda supo aprovechar la ocasión. Deberías ver las flores de este jardín en pleno verano, cuando están en todo su esplendor, son hermosas... Desgraciadamente, ahora ya es un poco tarde, aunque todavía puedes ver digitales y escabiosas por aquí. En primavera hay narcisos, primaveras y jacintos, y en verano florecen varios tipos de anémonas, de ambas variedades, rosadas y pálidas, así cómo campanillas, prímulas y margaritas. He visto al amo en persona, aquí, a cuatro patas, desherbando de maleza el jardín.

»No importa lo bonito y elegante que sea el peristilo, joven ama —sonrió—, es aquí, entre sus hortalizas y sus flores, o quizás un poco más allá, paseando entre los cerezos o las moreras, o quizá sentado a la sombra de aquel viejo nogal. Aquí puedes encontrar al amo la mayoría de los atardeceres estivales, dándole vueltas a sus asuntos, pensando en Dios sabe qué cosas. Supongo que en algo triste, a juzgar por su expresión.

Julia examinó detenidamente con la mirada el huerto de hortalizas, el jardín botánico y la arboleda, y convino que, si ella tuviese que elegir un lugar de recogimiento para pensar en sus asuntos con calma, también vendría aquí.

Regresaron a las dependencias de la villa. Atravesaron las cocinas y entraron en el mejor de los aposentos de la mansión; se accedía a él por el atrio. En territorios de clima más benigno, como Hispania, el atrio o el peristilo con sus soportales habrían sido suficientes para recibir a las visitas, pero aquello era Britannia y, con soportales o sin ellos, necesitaban un lugar cerrado donde sentarse a charlar. La sala estaba ricamente decorada, con hermosas teselas de colores formando un bonito dibujo en el piso, y en las paredes lucían hermosos frescos representando motivos mitológicos; estaba circundada por una hilera de bancos y elegantes mesas bajas hechas de roble y esquisto. Como el resto de las estancias, se podía caldear en invierno mediante el ingenioso sistema de calefacción subterránea.

—Aquellas puertas del fondo —le había explicado Bricca antes de abrirlas— conducen a las habitaciones de tu tío, así como a su magnífica biblioteca y a su despacho, el lugar donde hace las cuentas. Nadie puede entrar aquí sin permiso expreso del amo —la informó bajando el tono, intentando crear una atmósfera seria y confidencial.

Para concluir la visita, la esclava la llevó al corazón de la casa: el patio interior. El de su tío era, simplemente, magnífico. El peristilo era el lugar donde se hacía la vida en verano; poseía un claustro con columnas ahogadas por rosas que ascendían por ellas como la hiedra, arriates, fuentes, relojes de sol y alguna estatua. Había varios senderos laberínticos delimitados por setos; Julia se lo pasó en grande corriendo de aquí para allá, riéndose alegremente, escondiéndose de Bricca tras el frontón y las estatuas hasta que reparó en los frescos de las paredes. Las pinturas representaban todo un elenco de dioses y escenas heroicas y cómicas. En una pared del fondo había una pintura que llamó poderosamente la atención de la niña; representaba a un hombre muy anciano dotado de un enorme pene perseguido por un pelícano.

—Bueno, no sé qué decirte —titubeó la niñera—; tampoco sé qué opinaría el obispo acerca de ello... Las pinturas que adornan el palacio del prefecto son más atrevidas que éstas, según tengo entendido —dicho esto sacudió la cabeza un tanto confusa.

Julia paró de correr, estaba exhausta, apenas podía respirar.

—Entonces... —jadeó— tú eres cristiana.

—Lo soy, joven ama —reconoció Bricca—. Soy cristiana, como el propio emperador.

—Las cosas están un poco revueltas, ¿verdad? —dijo la niña con el ceño fruncido—. Mi abuelo recordaba cuando el emperador ordenaba quemar los templos cristianos, con la gente dentro. En Corduba lo hicieron. Pero creo que era otro emperador, uno que vivió hace mucho tiempo.

—Sí, joven ama —afirmó la niñera a la vez que se santiguaba—, era la época oscura del emperador Diocleciano, maldita sea su alma. Pero esos tiempos han quedado atrás, espero, así que no hablemos de ello. Vive y deja vivir, es mi lema.

—Tío Lucio no es cristiano, ¿verdad?

—Dios bendito, no. No lo es —chilló Bricca divertida—. Para él nuestra religión es propia de esclavos y plebeyos, aun que la profese el propio emperador. No, joven ama, la única religión de tu tío son sus libros y el servicio a Roma. La Filosofía o como quiera que se llame esa extraña disciplina griega —chasqueó la lengua con desaprobación—. La verdad es que no soy capaz de entender una sola palabra de lo que dice pero no importa, estoy convencida de que él lo hace todo por su bien, y por el nuestro.

»Ahora yo tengo que regresar a mis quehaceres que no son, precisamente, sacar los trapos sucios de nadie. Quédate jugando por aquí y no hagas travesuras. Debemos esperar al regreso del amo para que él decida sobre tu destino —chasqueó de nuevo la lengua, muy disgustada, y marchó con sus graciosos andares de pato.

Y así fue como Julia, jugando en el peristilo, junto a la hermosa fuente que había bajo una pequeña encina, rodeada de estatuas de niños desnudos sentados a horcajadas sobre delfines y grotescos sátiros vigilándola medio ocultos entre la hiedra, se inventó historias protagonizadas por dioses, héroes y doncellas, y su fértil imaginación compuso la existencia de varios amigos imaginarios que no la abandonarían hasta el final de sus días.

Julia pasó media hora siendo una dríada de los bosques, volando fugaz entre los misteriosos árboles del bosque sagrado de Apolo, en Focia. Luego fue Helena de Troya, personaje del que se aburrió casi inmediatamente, puesto que esa noble espartana nunca hizo nada especial, exceptuando, claro está, sentarse a mirar por una ventana cómo se desarrollaba una de las más célebres y terribles guerras de la Historia de la humanidad, donde jóvenes guerreros encontraron una muerte tan horrible y prematura como heroica. A continuación representó durante un par de horas a la reina Cleopatra del lejano Egipto, personaje que le interesó mucho más. Recorrió el Nilo con su barco adornado en oro, rodeada de jóvenes esclavas que cumplían al instante todos sus caprichos y ponían a su disposición los más deliciosos manjares; se cambiaba de vestido todos los días (y no todos los meses, como era habitual) y todos sus esclavos la amaban, pues ella era amable y simpática con todos ellos, no como esas reinas crueles y déspotas que hay por ahí. De vez en cuando, como muestra de generosidad, regalaba alguno de sus vestidos, los representaba con hojas de nogal, a una de sus esclavas favoritas o a una que la hubiese servido especialmente bien. El juego la entretuvo durante horas y el tiempo se le pasó sin darse cuenta.

Finalmente, como no podía ser de otra manera, se aburrió del juego. Se sentía muy sola en el peristilo, rodeada de estatuas que hacían muy bien su papel de complacientes siervos, atentos a la menor de sus indicaciones, pero no era tan divertido como jugar con niños de verdad. Poco a poco, la niña se fue quedando quieta. Recordaba a sus padres, a su hogar de Hispania, a los castaños, cuyos frutos no tardarían en madurar, y serían recogidos por los esclavos, quienes los tostarían en los hornos de las cocinas para hacer deliciosos pasteles. Pero la dura realidad era que los esclavos habían huido, sus padres estaban muertos y nadie recogería las castañas.

Con los ojos empañados de lágrimas, la niña descubrió una estatua de Júpiter en una de las esquinas del claustro. Se levantó y dirigió sus pasos hasta ella. Era una buena escultura, un dios de rostro noble e impasible, con un torso poderoso y el brazo derecho alzado al cielo. «El Padre de los Dioses, el Padre de Roma», pensó Julia. Ella lo veía como una representación de su padre; de alguna manera sus recuerdos y las lágrimas de sus ojos habían fundido al dios y al hombre en un solo ser. Tras la estatua, sobre un frontón, se hallaba un busto finamente tallado en mármol de buena calidad, probablemente de Parian; parecía Deméter, pero la niña no podía asegurarlo. La diosa mostraba una enigmática sonrisa en su bello rostro; Julia la percibía como su madre. Corrió de nuevo al jardín con la intención de recoger algunas flores y ofrecérselas, para que supieran que ella no los había olvidado y que sus juegos y risas no implicaban, ni de lejos, que no los echara terriblemente de menos a los dos.

Encontró varias rosas, las últimas del verano, unas eran de un rojo profundo y otras blancas con un suave tono beige. Todas tenían un aspecto magnífico, frescas y con grandes pétalos. Escogió unas cuantas, las cortó cuidadosamente y se puso en pie. Justo cuando se volvía para dirigirse a las estatuas, se dio de bruces con un hombre muy alto, vestido con una larga túnica blanca.

—¿Se puede saber qué crees que estás haciendo aquí? —fue su seco saludo.

Julia alzó la vista para mirarlo bien. No le fue fácil distinguir las facciones del hombre. El desconocido estaba situado de espaldas al sol y su rostro quedaba oscurecido por la sombra, proporcionándole un aspecto siniestro. Era moreno, de pelo negro, algo encanecido en las sienes, y lucía un corte muy austero, casi ascético, con un peinado pasado de moda, profundas arrugas enmarcaban unos ojos grandes y oscuros, la nariz fina y las mejillas surcadas también con profundas arrugas de preocupación, tristeza y pesimismo, sentimiento que denotaba la severa línea que trazaban sus finos labios bajo la nariz. El hombre miraba a la niña desde arriba; era muy alto, quizá mediría más de seis pies. Su cuerpo era delgado, enjuto y rígido y la manera de señalar a las rosas con el brazo extendido no hacía sino recalcar su carácter tenaz y disciplinado. En el dedo meñique lucía un fino sello de plata. Aunque la niña encontraba su presencia poco menos que aterradora, no se lo podía imaginar gritando o hablando a voces. Le pareció el hombre más triste que jamás hubiese pisado la Tierra.

Julia, evidentemente, intuyó que aquel señor era su tío.

—Yo esta... quiero decir, he recogido un ramo de flores para ponerlas en...

—¿Acaso son tuyas para que puedas hacer eso? —la interrumpió sin contemplaciones.

Su tono seco y cortante, así como la fijeza de su mirada, hicieron que la niña empezara a sentir una incomodísima desazón.

—No sé —balbuceó con los ojos inundados de lágrimas—. Yo no sé si estas... Bueno, no, supongo que no son mías. Pertenecen...

—¿Por qué las has cortado, si no son tuyas? ¿Así es como te comportas en una casa ajena, donde no eres más que un invitado? ¿Es éste tu modo de pagar la hospitalidad recibida? No puedo creer que esos sean los modales que te han inculcado tus padres.

—¡Las flores son para mis padres! —chilló desesperada, pataleando, con las lágrimas surcándole las mejillas—. Quiero decir que iba a posarlas a los pies de esas estatuas —las señaló con la mano—, allí.

El hombre continuó con la mirada clavada en ella, sin mover un músculo de la cara.

—¿Qué estatuas? —su voz sonó vagamente amable. Se podría decir que la nueva inflexión de voz lo hacía titubear.

—La de Júpiter, el Padre de los dioses, y esa otra de ahí atrás, la Diosa.

—Ya veo —dijo.

El hombre cerró la boca con fuerza, frunciendo un poco los labios. De pronto se hizo un incómodo silencio. Julia creyó que debía estar muy enfadado con ella.

—Tú eres Julia, supongo. La hija de mi difunta hermana.

Se frotó los ojos y sorbió la nariz. Le resultaba muy duro admitir que ese hombre duro e inflexible fuese su tío Lucio.

—Mis padres murieron en Hispania —afirmó asintiendo con la cabeza, antes de caer en la cuenta de que su tío estaba al corriente de todo—. Usted debe ser... —aventuró la niña con timidez— mi tío Lucio.

—Sí —dijo volviéndose hacia la puerta—. Puedes dejar las rosas a los pies de esas estatuas, tal y como pretendías. Después de cenar ven a verme, estaré en la biblioteca. Tenemos que hablar.

Tío Lucio se dirigió a la salida sin volverse ni añadir una sola palabra más. Salió del peristilo maldiciendo en su fuero interno la estupidez y falta de tacto mostrada ante su sobrina. Lucio Fabio Quintiliano era un hombre que por severo que fuese con sus semejantes, siempre era mucho más riguroso consigo mismo.

El hombre llegó a la puerta que conducía a la parte oeste de la mansión, el lugar donde se ubicaban sus aposentos privados, y se volvió para observar a Julia. Medio oculto tras una columna, pudo observar a una niña seria y solitaria arrodillándose con profundo respeto ante la estatua de Júpiter antes de colocar las rosas rojas sobre la arena, a sus pies. Las rosas blancas se las ofreció a Minerva, depositándolas con delicadeza ante el frontón. Luego, con los ojos brillando de puro dolor y la boca apretada, alzó las manos frente a ella, con las palmas vueltas hacia arriba, para rezar una sencilla oración infantil, rogando por sus sueños.

Julia regresó a la cocina y allí encontró a Bricca muy ocupada envolviendo unas manzanas y un chusco de pan en un hatillo mientras Cennla, mugriento y miserable, esperaba pacientemente acurrucado en un rincón. Bricca se volvió hacia la puerta intentando ocultar a Julia lo que estaba haciendo. Demasiado tarde, la niña era muy avispada.

—¿Qué es eso, Bricca? —inquirió—, ¿qué estás haciendo?

—Oh, nada —farfulló la niñera—, preparo un poco de... bueno, nada especial, algo para el pobre muchacho. No tendrás nada que objetar, supongo.

—¿Qué significa eso de «pobre muchacho»? ¿Quién es ese pobre muchacho?

—Vaya, pues ese chico sordomudo, ¿quién si no? —contestó haciendo un ademán con la mano hacia el marino—. Cennla se va y he preparado algo de comida para el viaje.

Cennla, el muchacho sordomudo, no necesitaba oír nada para comprender perfectamente la situación. Lo había visto todo y sus ojos mostraban todo el dolor que sentía.

—¿Que se va?, ¿se puede saber adónde?

Bricca suspiró.

—Dios sabe dónde, joven ama. Se marcha fuera de la casa, órdenes del amo, no hay sitio para él.

—¡Tú no puedes hacer esto! —chilló Julia con una fiereza que asustó a la esclava, muy a su pesar—. No puedes echarlo de aquí así, de ese modo. No te lo permito.

Para subrayar la tajante orden, corrió hacia la esclava y le arrebató el patético hatillo de las manos.

—¡Es sordomudo, nadie le dará un empleo! ¿Qué crees que será de él?

—He de obedecer las órdenes de mi señor, joven ama. Sabes que no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

—Tío Lucio no ha dado nunca semejante orden; seguro que hay un malentendido.

Y, sin soltar el hatillo, salió corriendo de la cocina en dirección a los jardines. Atravesó el peristilo como una exhalación y se internó en el ala oeste de la mansión, en la zona prohibida, las casi hieráticas salas del amo de la villa, su tío Lucio.

Corrió bajo el claustro y entró sin llamar al primer cuarto; estaba vacío. Allí tan sólo encontró un gran escritorio y paredes llenas de estanterías repletas de gruesos y polvorientos pergaminos. La siguiente puerta era un portón de doble hoja, un buen trabajo de ebanistería a base de roble autóctono taraceado en bronce. Se adivinaba claramente la figura de un águila peleando con una serpiente. Julia abrió la puerta y entró en la habitación como una tromba, pero aún no había avanzado dos pasos cuando se paró de golpe, atónita, impresionada por la belleza de la estancia. Era una sala magnífica, las paredes pintadas de terracota, un color oscuro y solemne muy apropiado. Los muros estaban decorados con paneles donde se exhibían valiosos frescos de distintas deidades, así como pájaros, peces y mamíferos. Al fondo de la pared oeste había un ventanal enorme, cuyo cristal estaba discretamente tintado de un tono verde pálido muy relajante. Los mosaicos del suelo, una espléndida obra artística, representaban todas y cada una de las criaturas de la amplísima mitología grecorromana, y en el centro de la habitación se hallaba una mesa baja, con el tablero de pizarra lustroso y brillante, de color gris carbón.

Así era la biblioteca de Lucio.

El brillo de la luz, suavemente filtrado por el cristal de la ventana, incidía directamente sobre la mesa iluminándola con los rayos del sol vespertino, reflectándose en millones de partículas de polvo que formaban un aura, la cual envolvía a la figura humana sentada sobre un sencillo atril de madera proporcionándole la apariencia de un estoico. A Julia le sorprendió la ausencia de otros muebles; no había ni una sola silla porque, en su opinión, nadie le podría llamar silla al espartano mueble donde se sentaba su tío a leer. Las paredes estaban cubiertas por estanterías de madera brillante y en ellas se apilaban multitud de pergaminos y también alguno de esos biblos, un invento reciente que consistía en unir láminas por un extremo y pasarlas a medida que se iba leyendo. De estos últimos Lucio tan sólo poseía unos pocos ejemplares, pues para él no eran más que una moda bárbara y decadente que pronto desaparecería, ya que nada podía competir con la práctica comodidad de los pergaminos y su incuestionable elegancia.

Lucio alzó la cabeza muy despacio y miró a la desmelenada y jadeante figura de su sobrina plantada junto a la puerta, portando un remendado hatillo en las manos.

—Quizás hubiera sido más educado por tu parte llamar a la puerta y esperar a que te diera permiso para entrar, en vez de irrumpir de un modo tan perentorio en mi cámara privada, ¿no crees?

Julia meditó un instante sobre el posible significado de «perentorio» antes de contestar.

—Pero, tío Lucio —suplicó—, no puede echarlo con tan sólo este mísero paquete de comida, unas pocas manzanas y un chusco de pan. Sordomudo como es, resulta completamente inútil para todo el mundo... Surdo, bueno, Cennla, como dice Bricca que se llama... es un celta, igual que ella. Procede de una región al sureste de aquí, más allá de Exeter, creo... No es útil para nadie, está sordo como una tapia y, como dice Bricca, mudo como la silla de un lechero... Bricca hace unas comparaciones extrañas, ¿verdad, tío? Pero, bueno, lo importante es que ha de permitir que se quede o, de otro modo, quién sabe cómo terminará el pobre. Podrían encontrarlo muerto en una zanja, o ser atropellado por un carromato, pues no los oye acercarse. Quizá resulte muerto, completamente destrozado por la estampida de una vecería de toros o a lo mejor se lo lleva un águila gigante o una serpiente... bueno, una serpiente no se lo llevaría... no, una serpiente lo mordería y lo dejaría morir. Da igual, seguro que tendría un final espantoso en cualquier parte. También podría acabar, pobrecillo, en el barco de su antiguo capitán, un hombre malvado y asqueroso que le pegaba con su nudoso garrote de vid, sólo para divertirse. Tío Lucio, por favor...

Su tío se quedó perplejo ante semejante torrente de espontánea verborrea. También trataba de controlar el incómodo renacer de sentimientos que estaba teniendo lugar en lo más profundo de su alma. Las pasiones, demonios que traicionaban al hombre, siempre intentando minar y debilitar la soberanía de la razón. Se sentía algo molesto con su sobrina por haber interrumpido su lectura diaria de Séneca, pero más aún le molestaba que esa niña hubiese cuestionado los métodos de gobernar su propia casa y mucho más, si cabe, por ser consciente de que iba a doblegarse ante sus ruegos. Pero aquello no era nada comparado con la extraña sensación que le producía ser llamado «tío». Nunca nadie le había tratado con tal familiaridad, al menos desde que vistió la toga civil por primera vez. Esa mezcla de sentimientos encontrados hacía que su lengua resultase mordaz.

—¿Tus padres te educaron de algún modo, has recibido algún tipo de enseñanza?

—¡Por supuesto que sí, tío Lucio! —exclamo Julia indignada—. Mi padre me habló de África, un lugar que frecuentaba a menudo como ya sabe. También me habló de los hermosos caballos númidas... Él mismo tenía un potro de allí y aseguraba que era el caballo más rápido de todo el imperio occidental... y me contó cosas sobre los leones, leopardos y otros animales feroces. Mi madre me enseñó griego, bueno, sólo un poco porque no me gustaba mucho; a decir verdad, aprender todas esas letras raras me parecía una pérdida de tiempo y sospecho que ella era de mi mismo parecer, puesto que apenas empezaba a enseñarme esas cosas se aburría mortalmente, siempre terminábamos saliendo a hurtadillas de la casa para ir a pasear a los bosques de castaños, o a las praderas en busca de flores... sobre todo en primavera.

Todo se había complicado para Lucio. Él estaba acostumbrado a dominar a sus esclavos, delegados y contables sin necesidad siquiera de alzar la voz, pero esos eran hombres hechos y derechos, en cambio su sobrina era una niña pequeña... y él no tenía ningún tipo de experiencia en asuntos de esa índole. No sabía cómo reñir o qué decir a una criatura, cuyos padres habían muerto y que a él le recordaba constantemente a su hermana, la madre de Julia, cuando tenía su edad y jugaban juntos en la majestuosa hacienda de su padre, allá, en el hermoso Valle de las Sabinas, al sur de Roma. Cada vez que intentaba regañarla, como era el caso, se le hacía tan difícil que se bloqueaba, y para un hombre como él la situación era confusa...

Evidentemente, había sido un movimiento muy poco elegante cuestionarle a la niña el tipo de educación que le habían dado sus padres, especialmente ahora, con la muerte de ambos muy reciente en su memoria. De mortuis nihil nisi bonum, se dijo a sí mismo con severidad. Su conciencia le recordó duramente la vieja máxima: de los muertos cuenta sólo lo bueno. El carácter de su hermana había sido casi el polo opuesto al suyo; ella era apasionada, impetuosa y de risa fácil, y su cuñado aún más y, además, un excelente soldado, reconocido por todos los que habían combatido junto a él. Pero Lucio no esperaba que hubiesen criado a su hija tan... bueno, él tenía otro concepto de cómo educar a un niño.

Se levantó con dificultad de su espartano atril y pasó por encima de la mesita para coger un pequeño pergamino.

—Este... —carraspeó un tanto embarazado—, recibí ayer este mensaje. Me lo entregó en mano un mensajero del cursus imperial. Yo quería verte porque... será mejor que lo lea.

Todo esto le resultaba extremadamente difícil. Tomó una profunda inspiración y comenzó a leer:

—A Lucio Fabio Quintiliano, de Londinium Augusta. Saludos. Para contener un posible brote de peste en nuestra provincia, nos hemos visto obligados a reducir a cenizas la mansión que poseía su cuñado cerca de la ciudad de Corduba, junto a todas sus pertenencias. No hubo supervivientes. Rogaremos por las almas de los fallecidos. Firmado: Cornelio Simico, gobernador.

* * *

—Esto es... yo... lo lamento profundamente —susurró dejando el pergamino de nuevo sobre la mesita.

Hubo un largo silencio. Julia necesitaba sentirse querida, necesitaba el consuelo de alguien, pero su madre había muerto y aquí, en su nueva casa, no parecía haber nadie dispuesto a consolarla. Por un momento llegó a odiar a su tío, aparentemente un hombre tan insensible como un cadáver. También tenía la impresión de que lo ocurrido en su casa de Hispania suponía una vergüenza para él. La hacienda donde se crió había sido reducida a cenizas, según palabras textuales del gobernador Cornelio. La niña se la imaginaba como un paraje arrasado por las llamas, lleno de rescoldos humeantes y cenizas. Con sus juguetes y muñecos, y su infancia también, ennegrecidos, quemados y desparramados entre vigas y cascotes. En su imaginación, sólo la evocación de sus padres se libraba del desastre de las llamas. Sus progenitores yacían blancos, inmaculados y ocultos entre las ruinas.

¡Ocultos entre las ruinas! Sólo con pensarlo, Julia se estremeció.

—Pero, entonces... ¿quién va a pagar al barquero? —le espetó a su tío.

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