Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO X

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Lucio también notó su disgusto, pero fue lo bastante prudente como para no intentar consolarla y mucho menos animarla, claro. En vez de eso, Marco y él se dedicaron a hablar, con sus voces profundas y solemnes, de las vicisitudes del imperio, la reorganización del ejército y otros temas igual de tediosos. Entonces escuchó que la voz de Lucio se suavizaba un poco y supo que se estaba dirigiendo a ella.

—Lo único que pervive es el cambio —decía.

Ella lo miró a los ojos; nunca había visto en ellos tan complicada mezcla de sentimientos. Lucio se estiró, tomó un bollo de pan y lo partió en dos.

* * *

Todo cambió.

Unos días más tarde Julia se despertó sintiendo el contacto del amuleto de Isis sobre su piel. Se levantó de la cama y descubrió que Grata, la esclava más joven de la casa con quien Julia solía jugar, y a la que últimamente despreciaba, se había levantado con una fortísima fiebre, con los carrillos y ojos hundidos por la deshidratación. Julia sufrió un ataque de pánico, pensando en acercarse a «maldita la gracia» y sanarla. Pero nadie tiene ese don. No, una cosa era la religión y otra la superstición. Nadie podía curar a las personas simplemente por desear hacerlo, ¿o sí se podía?

Lucio mandó llamar inmediatamente al médico, pero éste, cuando supo que no era más que una esclava, se tomó su tiempo. Antes atendió un caso más lucrativo, aunque no tan serio, en la zona oriental de la ciudad. Un importador de vinos que tenía problemas con las uñas de los pies. Cuando llegó a casa del cuestor, la niña estaba en estado de coma; murió con el día, al anochecer.

Julia se pasó la tarde entera paseando por el jardín, muy apenada por Grata. Cierto es que sólo era una esclava, pero pasaron buenos ratos juntas, casi como iguales. Llegó al nogal que estaba en una de las esquinas del huerto; allí descubrió una pequeña tumba con la tierra fresca y una lápida diminuta. Corrió a toda prisa a las cocinas.

—Bricca, ¿habéis enterrado a Grata en el jardín? Yo pensaba que no se permite enterrar a nadie dentro del recinto amurallado.

La esclava se volvió a ella con los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto; se sintió una miserable.

—Joven ama —dijo Bricca intentando controlar la voz—. La pobrecita adoraba ese árbol, se encaramaba a él, en vez de trabajar y cosas así —sonrió mientras nuevas lágrimas le surcaban las mejillas—. El amo también lo sabía... el amo cono ce a sus esclavos mejor que cualquiera de los patricios que conozco. Él ordenó que fuese enterrada allí y no hubo más que hablar.

—¿Y mi tío mandó hacer una lápida para ella, para una esclava?

Bricca asintió con la cabeza; quiso hablar pero no pudo. Julia lo comprendió.

Regresó bajo el nogal andando muy despacio y se quedó de pie mirando la lápida durante mucho tiempo. Sobre la losa de piedra podía leerse:

Posaos, tierra y rocío, con suavidad sobre ella.

Pues muy poco fue el peso que posó sobre vosotros.

Julia lloró. Lloró y pensó en su tío, a quien a veces había odiado, y que era un hombre tan notable como sorprendente.

* * *

El día que Marco tuvo que marchar, Julia corrió a buscar a Bricca llorando desconsoladamente, pues temía morir, al igual que Grata.

—¡Esto lo demuestra! —exclamó mostrándole sus sábanas manchadas de sangre.

—No, no te estás muriendo —dijo con una carcajada—. Más bien al contrario, amita. Estás convirtiéndote en una mujer. Pronto podrás tener hijos, podrás dar vida.

—La sangre —le explicó mientras cambiaba la ropa del diván— puede significar tanto vida como muerte. Así de misteriosas son las razones de Dios nuestro Señor.

Julia pensaba más en los bebés que en el Dios de los cristianos. Ella no quería hijos, nunca. Bricca se reía tocándole el vientre.

—Todo a su tiempo, joven ama —le decía riéndose—. Primero has de casarte, luego te hincharás como una manzana en un árbol.

«Qué asco», pensó.

Bricca sacó las sábanas y las quemó, luego recogió con esmero las cenizas y las guardó en una pequeña vasija de arcilla y la tapó cuidadosamente. A la mañana siguiente, bien temprano, tomó un desvío antes de llegar al mercado y se acercó hasta la ribera del Tamesa. Allí alzó una plegaria a la Dama del Río, para que concediese a su ama una vida larga y fértil, tan fértil como los huertos de Kent o los trigales de Norfolk. Tal ruego no era muy cristiano, a decir verdad, pero algo tenía que hacer la buena mujer para señalar un evento tan importante como aquél.

Y después del rezo, la esclava tomó la vasija con las dos manos y la arrojó al río, donde flotó unos instantes para luego hundirse y no volver a ser vista jamás.

* * *

Marco se fue al amanecer, con todas sus posesiones envueltas en el saco de cuero que llevaba a la espalda, cuyas heridas todavía le escocían con furia. Lucio tuvo que asistir esa misma mañana a una sesión en los tribunales de la ciudad, pues era magistrado, por lo tanto sólo Cennla, Bricca y Julia estuvieron presentes para despedirse de él.

—¿Tendré noticias tuyas de vez en cuando? —preguntó preocupada Julia.

—No sé si tendré tiempo para escribirte mientras dure el período de instrucción —contestó sin darle importancia—. Pero seguro que te haré llegar un mensaje desde Eburacum, o desde el Muro.

Bricca se secaba las lágrimas con su delantal, Cennla lo miraba fijamente y Julia estaba simplemente rabiosa.

—Sí, claro, nosotros también estaremos muy ocupados —respondió, y quiso añadir «cosiendo y pariendo bebés», pero se abstuvo.

—Bien, debo irme.

—Oh, joven amo, tenga cuidado —espetó Bricca de repente.

—No te preocupes por mí, estaré bien —dijo dirigiéndose a la puerta. Allí miró a Julia por última vez—. Te escribiré en cuanto pueda.

Ella le frunció el ceño y él le devolvió una sonrisa. El gesto de Julia valía más que cualquier cosa que pudiera decir.

«Está destrozada con mi partida», pensó él alborozado.

Luego cerró la puerta y se fue.

* * *

Y así terminó la infancia de ambos. Marco y Julia fueron separados para vivir cada uno su madurez a su modo, cargados con sus responsabilidades, sus competencias y la complejidad de las cosas. El precio que tuvieron que pagar fue la pérdida de innumerables mundos imaginarios.

Se habían ido para siempre los mundos de los juegos... los piratas sedientos de sangre, las sibilas de ojos verdes que vivían en las cavernas, los domadores de leones, los gladiadores, las princesas escitas con sus dorados vestidos nupciales y panteras uncidas a sus carros, los músicos celtas...

De ahora en adelante sólo existiría un mundo, el mundo real, un lugar que no se parece en absoluto a los lugares que imagina un niño pero que es duro, afilado y duele terriblemente si dejas que tu corazón choque contra él.

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