Julia

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—¿QUÉ?

A la mañana siguiente, Julia se hallaba sentada en el estudio de Sebastian y disfrutaba con gran placer al ver cómo los ojos azul celeste del conde se oscurecían presagiando tormenta al darle la noticia de sus esponsales.

—No seas absurda —continuó Sebastian, mientras encendía uno de sus puros y se recostaba en el sillón para mirarla a través de las volutas de humo—. Por supuesto que no vas a casarte con Carlyle. Si me crees tan tonto como para tragarme esa trola...

—Te aseguro que me ha pedido que me case con él, y yo he aceptado. Vendrá a verte mañana para pedirte mi mano, por pura formalidad, y para hablar de los acuerdos o de lo que hablen los caballeros en estos casos.

Disfrutaba al cargar sus palabras con toda la gélida dignidad de la que era capaz, aunque hacerlo requería un considerable esfuerzo por su parte. Lo que de veras hubiera deseado hacer era gritar a Sebastian, abofetearle ese rostro hermoso e irritante y darle un par de arañazos en las mejillas. ¡No podía dejar de pensar en él besando a aquella furcia descocada!

Pero, claro, el conde no tenía ni idea de que ella había presenciado aquella desagradable escena y no estaba en su ánimo sacar ese asunto a colación. Como era un hombre tan engreído, seguro que suponía que su enfado estaba motivado por los celos.

—¿Me pides que crea que Carlyle te ha pedido matrimonio? Pero si hace poco más de un mes que lo conoces.

Julia sonrió con dulzura, aunque para sus adentros los dientes le rechinaban de furia. No iba a perder la dignidad; con él siempre parecía a punto de volver a ser Jewel Combs. Pero se juró que nunca más, ¡nunca más!

—¿Te cuesta creer que un caballero desee casarse conmigo?

Los ojos de Sebastian brillaron con el repentino destello de una luz azul e intensa mientras la miraba a través del remolino que formaba el humo de su puro.

—Lo dices en serio, ¿verdad? De algún modo has conseguido que ese palurdo aburrido se te declare.

Julia tensó los labios.

—Para tu información, milord, el palurdo aburrido te considera un... sinvergüenza. Y para más información, lord Carlyle está enamorado de mí. Considera que le hago un honor al aceptar que sea su esposa.

Sebastian soltó una risotada.

—Carlyle se cree enamorado de Julia Stratham, vaya. ¿Y qué vas a hacer cuando se entere de lo de Jewel Combs?

Julia lo miró iracunda.

—¿Y cómo va a enterarse? He dejado muy atrás esa parte de mí.

Sebastian sonrió lentamente. No era una sonrisa agradable.

—¿De verdad? Pues yo puedo ver con claridad en ti restos de aquella barriobajera, sobre todo en ciertos momentos. En la cama, amor mío, no eres ninguna dama.

Julia soltó chispas por los ojos y casi se levantó de su asiento.

—¡Y tú no eres un caballero en ningún momento!

—Siéntate.

Sebastian nunca alzaba la voz, pero la fría autoridad con la que podía cargarla cuando se le antojaba hizo que ella se hundiera en su asiento antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. No fue hasta que vio el destello de satisfacción en los ojos del conde cuando se dio cuenta de que, de nuevo, lo había obedecido como si fuera una niña mala a la que acaban de castigar. Eso la enfureció aún más, así que se puso en pie de un salto, lanzándole rayos dorados por los ojos.

—¡No voy a sentarme! —gritó, olvidándose de la dignidad mientras le miraba con los brazos en jarras. Y luego, con más moderación, añadió—: No soy una niña a la que puedas dar órdenes a capricho.

Él la miró de arriba abajo. Julia llevaba un bonito vestido de mañana de muselina color cereza a rayas con un lazo en la cintura del mismo tono. Con los ojos dorados destellándole y el furioso rubor que le daba a sus mejillas casi el mismo tono que el del vestido, estaba muy hermosa, para su disgusto, e iracunda. Sebastian despreciaba a las mujeres que se ponían así, se dijo a sí mismo. La pequeña alborotadora de cabello oscuro que tenía ante él necesitaba unas cuantas lecciones más sobre cómo debía comportarse una dama.

—No, ya no eres una niña —admitió sin ganas, aún observándola con una expresión que a ella le resultaba desconcertante—. Y no te vas a casar con Carlyle. —Su voz era suave, pero la fría convicción de sus palabras resultaba evidente.

—No puedes impedírmelo. Me casaré con lord Carlyle si quiero.

—Te lo puedo impedir, créeme. —Torció los labios en una media sonrisa heladora y luego habló muy bajo—: Sólo tengo que contarle a Carlyle la verdad acerca de quién eres o decirle que has sido mi amante.

Julia explotó al oírlo. El rostro se le crispó de ira y se puso a buscar cualquier cosa que le pudiera tirar a la cabeza. La mano se le cerró sobre el pisapapeles que había en el escritorio..., pero Sebastian fue más rápido que ella. Le cogió la mano y se la apretó hasta que ella se vio obligada a soltarlo. La joven estaba fuera de sí; le arañaba las manos, le soltaba palabrotas aprendidas tras haber pasado toda una vida en el arroyo. Era Jewel Combs quien le gritaba, Jewel Combs quien se sacudía, pataleaba y escupía, mientras él tiraba de ella por el lado del escritorio y se dejaba caer en la silla con ella: Julia sobre su regazo, rodeada por los brazos de él a la altura de la cintura, sujetándola para que no pudiera hacer nada con las manos. Era Jewel Combs quien lo miró con odio a la cara y vio en ésta una expresión divertida, y fue Jewel Combs quien se retorció para morderle en el cuello.

—¡Zorra venenosa! —gritó él, apartándose; pero ella no le soltaba, no podía soltarle, y en ese momento le iba a morder la oreja. Él la cogió por la mandíbula justo a tiempo y le clavó con crueldad los dedos en la suave piel de las mejillas. Los ojos del conde ardían con una furia que igualaba la de ella.

—Sucio cabrón, maldito... —Le siseó ella, pero antes de continuar con la retahíla de insultos, él apretó los dedos hasta que ella tuvo que ahogar un grito de dolor. Aun así, seguía mirándolo con los ojos ardientes por el odio y la rebeldía.

—Calla —le espetó él con brutalidad, y luego le aplastó la boca con la suya.

Era un beso pensado para hacerle daño, para insultarla, y Julia se resistió, se debatió entre sus brazos, negándose a abrir la boca hasta que él la obligó clavándole los dedos en la mejilla. Aun así, ella se negó a responder al beso mientras él le conquistaba la boca con la lengua con ferocidad. La besó con tal fuerza que le abrió el labio inferior. Julia notó el sabor a sangre; la besó hasta que ella se quedó gimiendo de dolor y sin fuerzas entre sus brazos. Y siguió besándola hasta que ella no pudo luchar más contra la feroz necesidad de su cuerpo; hasta que ella le rodeó el cuello con los brazos y abrió la boca con una pasión insensata que acabó con toda su ira y humillación en su ardiente fuego interno.

Sebastian notó la repentina respuesta incontrolable de Julia, y por un instante aflojó su presión. Luego, de golpe, apartó la cara. Ella se quedó temblando entre sus brazos, mirándolo con el corazón y la pasión en los ojos. Él le devolvió la mirada durante un largo instante, con ojos de un azul brillante y encendido y la boca formando una fina línea. Luego, mientras ella lo miraba, los ojos de Sebastian se fueron enfriando y los labios se le torcieron en una mueca burlona.

—Tienes tanto de dama como yo —le dijo con desdén; le dio un empujón y se la quitó de su regazo.

Ella cayó desmadejada al suelo.

Julia se quedó ahí durante un rato, en medio de una cascada de muselina rayada color cereza y enaguas de encaje, con las piernas cubiertas por las medias blancas a la vista desde la rodilla hasta la punta de sus zapatos negros y el pecho jadeante bajo el amplio escote del vestido. La expresión de sus ojos era de incredulidad al mirarlo; la frialdad y la crueldad que vio en los de él la dejaron perpleja y aturdida.

Poco a poco, reunió lo poco que le quedaba de un orgullo que se había hecho jirones y se puso en pie. Toda su furia había desaparecido. Se sentía fría por dentro, tan fría como los azules ojos de él. Lo miró con rostro inexpresivo, aunque le temblaban las manos y las rodillas, mientras él se recostaba en el asiento y le devolvía la mirada.

—Le dices a Carlyle que no te vas a casar con él —le ordenó Sebastian con sequedad—. O se lo diré yo. Y si lo hago, disfrutaré contándole todo lo demás.

Julia le miró a la cara, al cabello platino y a los ojos celestes, que ahora no le parecían angelicales sino crueles, así como a aquella boca perfectamente dibujada que se apretaba en una fina línea. Fue entonces cuando se dio cuenta de que una ira como nunca había sentido antes se abría paso en su interior. Aquel hombre siempre estaba tan seguro de sí mismo, tenía tal control de todo... Incluso en ese momento, pensaba que lo único que tenía que hacer era amenazarla y que ella se acogería con docilidad a sus dictados.

Bueno, pues se equivocaba. En lo más profundo de su ser, Julia seguía siendo la luchadora que había sido durante toda su vida, la golfilla que había sobrevivido a más privaciones y abusos de los que él jamás conocería. Él le había hecho que reparara en ello. Al hacerlo, ya no se sintió tan avergonzada de sus orígenes. A pesar de todas sus carencias, la forma en que había crecido no la había convertido en un témpano de hielo. Era capaz de reír, llorar y amar, mientras que todo lo que él podía hacer era odiar. Por tanto, ¿quién era en realidad el más pobre?

De hecho, nunca había tenido la intención de casarse con lord Carlyle. Lo había sabido desde el momento en que había aceptado su proposición. Y lo había hecho con el único propósito de vengarse de Sebastian. Pero en ese momento aquel hombre la estaba mirando de esa forma desdeñosa que le decía que consideraba que el asunto había quedado zanjado, que ella haría lo que él dijera y punto. Pero esta vez se equivocaba. Ella se había sometido a él una y otra vez, subyugada por sus modales autoritarios y sus gélidos ojos, pero no esa vez. Veía con toda claridad que Sebastian la consideraba como un objeto de arte, algo hermoso, pero que no valía mucho; algo que era bonito tener, pero que no se consideraba lo suficientemente valioso como para mostrárselo a los amigos. Para él, ella siempre sería una barriobajera. En cambio, para lord Carlyle, era una señora. Y a Julia le gustaba ser una señora, quería que la trataran con amabilidad, consideración y respeto. Pero ¡si lord Carlyle ni siquiera le había rozado una mejilla! Mientras que Sebastian la había tratado como si fuera una ramera.

Se cuadró de hombros y las rodillas dejaron de temblarle. Con lenta dignidad le dio la espalda a Sebastian y se encaminó hacia la puerta en silencio. Luego se volvió para mirarlo.

Él seguía arrellanado en el sillón, con las piernas estiradas por el lado del escritorio, los amplios hombros reposando con comodidad contra la tapicería de cuero y aquel fino puro entre los dedos, lanzando una fina columna de humo que le rodeaba aquella cabeza perfecta.

—Eres tan frío, cruel y despiadado como dice tu madre, Sebastian —dijo Julia mirándole directamente a los ojos—. Me das pena.

Vio que él apretaba el puro con los dientes, pero antes de que pudiera contestarle, ella se volvió y lo dejó solo.

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