Julia

Julia


Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XX

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Las noches siguientes, acampados en cuevas o en los bosquecillos de las cárcavas, al amor de la lumbre, compartieron sus impresiones, confiando en poder vencer así a sus intangibles enemigos: la ignorancia y el miedo. Hicieron frente al pánico del único modo que conocían, esto es, aumentando la camaradería entre ellos mediante bromas y chanzas. Si había que morir, morirían, pero lo harían hombro con hombro, juntos hasta el final. Marco y Julia apenas hablaron, y lo poco que lo hicieron, fue para rememorar su infancia. Una época en la cual, como bien dijo Marco, siempre brillaba el sol. Casi perdidos en algún recóndito lugar al norte del Muro, los expedicionarios no tenían la sensación de pertenecer a otro lugar; la impresión les resultaba mucho más plena, pues más bien consideraban que eran habitantes de otro mundo, un mundo lleno de dicha, diversiones y comodidades. Recordaban al imperio como el paraíso encantado que parecía prometer la plateada luz que iluminaba el horizonte.

Julia y Marco hablaron poco, sí, y lo poco que dijeron comenzaba siempre de la misma manera: «Cuando todo esto termine...».

Un día, descendiendo una empinada ladera, sintieron el salado aroma del mar; también podían sentirlo en sus fríos y resecos labios. Sabían que ya estaban cerca de su destino, ya no verían nuevas atrocidades como pueblos masacrados y árboles adornados con despojos humanos que jalonasen el camino. Estaban aproximándose a la guarida de los asesinos.

Cabalgaron hasta la costa, trotando sobre la arena. El cielo brillaba como si fuese de plata y las gaviotas eran las dueñas absolutas del firmamento, llenando el aire con sus graznidos. Continuaron la marcha a lo largo de la costa hasta que por fin divisaron en la distancia señales de un asentamiento humano: volutas de humo elevándose hacia el cielo. La humareda procedía de un poblado situado sobre un risco y rodeado por una empalizada de madera. Entonces supieron, no sin cierta inquietud, que la búsqueda había terminado.

Sobre una duna cercana hallaron a un guerrero montado sobre su poni pío que estaba esperándolos. En cuanto los vio, se dirigió cabalgando tranquilamente hacia ellos. Vestía unos pantalones de montar de ante, una tira de piel de oso sobre los hombros y en su mano derecha portaba una lanza. Tenía el rostro, el pecho y la espalda pintados con extraños motivos de color azul y no parecía sentir el frío. Se detuvo ante ellos y asintió con la cabeza antes de hablar.

—Sólo recuperarás a tu padre pagando un alto precio —tradujo Branoc.

—Oh, por favor, guíanos hasta él —contestó Marco con una sonrisa servil dibujada en el rostro.

*

*

*

Un sendero conducía directamente hasta el poblado de los atacotos a través de una alfombra de algas. El camino lo habían bordeado de estacas y cada una de ellas estaba ornamentada con una cabeza humana, al más puro estilo del lugar. Por todas partes había pájaros crucificados; espeluznantes símbolos de magia negra; máscaras de madera con ojos humanos y las bocas abiertas chillando ante la vista de un horror indescriptible, y también muñecos hechos de piel con plumas clavadas en ellos. Branoc avanzaba por el sendero mirando fijamente al frente, pues temía contaminar su espíritu con tales abominaciones y que la mancha de su alma se trasmitiese hasta alcanzar a sus bisnietos.

Marco se detuvo en la entrada del poblado y entró escoltado por Milo y Branoc.

El jefe de la tribu los esperaba sentado sobre una tosca plataforma. Esperó hasta que estuvieron frente a él y entonces habló.

—Desmontad —ordenó.

Obedecieron. Entonces el reyezuelo se levantó y se acercó a ellos. Tenía una mirada dura, los ojos inyectados en sangre, y portaba un rudo bastón con remaches.

—Así que sois vosotros los cabezas de hierro que nos habéis seguido durante tanto tiempo... Debéis sentir un gran aprecio por el hombre poderoso.

—Sí —contestó Marco.

—Nosotros también —espetó el personaje—. ¡Firmamento Desgarrado, Medianoche Sangrienta! —dos guerreros se acercaron—. Traed al hombre poderoso.

Marco casi pudo ver a Lucio siendo arrastrado por el barro, cargado de cadenas, con marcas de golpes y los oscuros agujeros de las cuencas vacías de sus ojos. Sin embargo, su padre adoptivo apareció caminando por su propio pie, erguido y más sereno que nunca, con el brazo izquierdo oculto tras lo pliegues de su túnica, descalzo y con la mirada perdida en un punto lejano e indefinido. Marco creyó que el cuestor se había vuelto loco tras vivir tantas penurias y que, al igual que otros hombres, se habría refugiado en lo más profundo de su alma para intentar huir del perverso mundo que se extendía ante sí. Pero Lucio lo sorprendió de nuevo.

—Marco —saludó una voz suave y templada, mirándolo a los ojos.

El guerrero romano no supo qué decir y, antes de que pudiese articular ninguna palabra, un griterío recorrió el poblado. En esos momentos Julia entraba a la carrera y se abalanzaba sobre su tío. Ambos se fundieron en un tierno abrazo. Lucio la sujetó con la mano derecha, la besó en la cabeza y le susurró palabras al oído que nadie más que ella pudo escuchar. La emoción se rompió con un violento ataque de tos que Julia intentó cortar llevándose la manga del vestido a la boca, mientras su tío le daba suaves palmadas en la espalda.

El jefe atacoto fulminó a la mujer con la mirada y ordenó que la separasen del prisionero. Julia tuvo el buen sentido de no ofrecer resistencia cuando fue sujetada por dos hombres como si fuese una esclava. Parecía ignorar el peligro que corría, como si todo le diese igual ahora que estaba de nuevo con su tío.

El reyezuelo sonrió mostrando unos dientes afilados como puñales.

—Éste es el trato —anunció—. Llévate al hombre poderoso a cambio de la mujer... ¿Ha tenido hijos?

—No hay trato —dijo Marco, devolviéndole una encantadora sonrisa.

El cabecilla sufrió un monumental ataque de furia.

—¡No estás en situación de imponer condiciones, ya estáis medio muertos! —siseó con infinita hostilidad—. Haz lo que te digo, si no queréis morir todos aquí y ahora.

—No eres más que un viejo caníbal sarnoso —replicó Marco, con la mejor de sus sonrisas—. Un tipo ridículo que se afila los dientes para asustar a los niños... y, por cierto —añadió con aire afectado—, tu aliento apesta todavía más que tu cochambroso aspecto.

A su espalda pudo escuchar los resoplidos de Milo, haciendo un tremendo esfuerzo por contener la carcajada. El centurión aprovechó el instante de duda de Branoc para indicar con un gesto a los soldados de la puerta que se preparasen para efectuar una carga.

El explorador tomó una profunda respiración antes de traducir y, mientras lo hacía, sujetaba su daga preparándose para lo peor.

—¡Matadlos! —la orden del jefe atacoto no necesitó traducción.

De nuevo los atacotos comprobaron cuál era la diferencia entre matar cazadores o pastores indefensos y enfrentarse a sesenta legionarios que no soñaban con otra cosa más que acabar con ellos. Evidentemente, desde que comenzaron la persecución sabían que terminaría así, pero nadie pudo calcular los efectos del último choque... En las escasas dos horas que duró la refriega, los legionarios acabaron con todo ser vivo que se cruzó en su camino, a excepción de un insignificante grupo de guerreros que huían a toda prisa del devastado lugar junto a las mujeres y los niños. Murieron más de doscientos atacotos, diseminados aquí y allá a lo largo y ancho del poblado. Entre los cadáveres también se hallaban las bajas del bando romano. Al término de la escabechina no llegaban a cuarenta; las pérdidas totales de la expedición superaban los veinte hombres, pero nadie se lamentó. Es más, lo recordarían como un éxito porque, en primer lugar, habían logrado su objetivo, que era recuperar al prisionero y, en segundo lugar, los que sobrevivieron... sobrevivieron. Cualquier soldado hubiese aceptado esas condiciones sin dudarlo.

Entre los heridos se hallaba Milo, quien se había desplomado en un rincón del recinto y yacía medio incorporado en el suelo. Marco se acercó a él e hizo amago de darle una patada.

—En pie, soldado —ordenó burlón.

—Un momento, señor —respondió el centurión sin hacerle el menor caso.

La expresión del duro legionario casi engaña a Marco, pues era la burlona sonrisa del Milo que todos conocían, pero la voz no. La voz había perdido su aplomo. Marco sintió que se le erizaba el vello del cuerpo y un escalofrío corrió por su espina dorsal. El centurión mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y la sangre manaba profusamente, colándose a través de sus dedos.

Milo intuyó en la expresión de Marco que éste había calibrado correctamente su situación y asintió complacido; el veterano soldado no parecía muy preocupado por ello, más bien se diría que estaba contento.

—Aquí me despido de ti, cálido reino de la luz. Aquí me presento a ti, fría eternidad —murmuró Milo, recordando espontáneamente unos versos que había escuchado siendo niño.

Nunca tendría esa ansiada granja en las praderas del sur de Britannia, ni se casaría con una muchacha baja y gordita, como le gustaban a él. Ni tendría gota, ni parálisis o cualquier otra dolencia que lo llevase poco a poco a la fría tumba. Moriría tal y como había vivido, empuñando valerosamente su espada, como un soldado. Sí, morir como un soldado...

—Dioses, o quienquiera que seáis, tomad mi alma.

Julia llegó corriendo, se arrodilló a su lado y extendió un brazo para tocarlo, pero apenas lo había rozado cuando lo retiró como si quemase... aunque en realidad lo notó mortalmente frío.

—Señora —dijo haciendo esfuerzos por respirar—, no malgaste su poder conmigo.

Marco quería animarlo, decirle que luchara, que pronto se restablecería y podría regresar a su amado campamento de una pieza, pero no lo hizo. Hay situaciones en que las palabras de aliento deshonran la dignidad de un hombre enfrentándose con valor a su propia muerte, por eso el

optio se limitó a posar su mano sobre el hombro de su amigo.

—Ha sido un auténtico placer trabajar junto a ti, soldado —susurró con voz a duras penas audible—. Siempre has tomado las decisiones adecuadas... bueno, casi siempre —vio el brillo de las lágrimas en los ojos del joven oficial y añadió—: No seas blandengue —fueron sus últimas palabras, y Marco le cerró los ojos.

—¿Estás herida? —preguntó a Julia señalándole el brazo.

La mujer negó con un gesto.

—¿Y eso qué es?

No se atrevía a contestar. Negó con la cabeza, sonrojada de vergüenza por habérselo ocultado, y entonces tuvo otro fortísimo ataque de tos. Julia se tapó la boca de nuevo con una de las mangas y, cuando se le pasó, la ropa estaba manchada de sangre. Marco la miraba con la boca abierta.

—Esto es lo que los médicos llaman

phthisis —explicó con dulzura.

Sus palabras cayeron como un cubo de agua fría sobre él. «En griego, me está hablando en griego con su delicada vocecita de... como si yo no lo hablase mejor que ella... como si no supiese que eso es tuberculosis, maldita sea... Tuberculosa y me lo oculta por su empecinamiento en venir...», pensaba Marco temblando de rabia. En esos momentos la odiaba más que a nada en el mundo. El oficial se levantó y, soltando un tremendo grito que desahogó en parte su ira, ordenó:

—¡Incendiad el poblado y pongámonos en marcha!

*

*

*

Amontonaron los cadáveres de los atacotos en el centro del poblado, arrancaron las estacas que rodeaban el poblado y las echaron también a la pira central. Luego los soldados apilaron un buen montón de leña alrededor de la empalizada, cerraron el portón y le prendieron fuego al odioso poblado.

Una vez que el lugar estaba siendo pasto de las llamas, cavaron una fosa para sus compañeros. Marco ordenó que traerán una piedra plana de considerables dimensiones y la colocaran sobre el túmulo arenoso del enorme sepulcro. El

optio grabó con su daga los nombres de todos y cada uno de los legionarios que allí habían perecido y luego, él mismo, llevó una piedra que le pareció adecuada y grabó en ella:

Aquí murió Decio Milo

Soldado

Montó en su poni, mandó formar a la compañía en la playa y ordenó el regreso.

Marco abría la marcha junto a Branoc; tras ellos avanzaban Lucio y Julia. Apenas hablaban el uno con la otra, pero no parecía que les hiciese falta, sus silencios estaban cargados de significado. Cabalgaban tan juntos que Marco se sintió casi celoso, pero desechó semejante sentimiento de él y oró a Mitra por ambos; por su amado padre, quien cabalgaba tranquilamente, como si no hubiese pasado nada, con la mano izquierda permanentemente oculta bajo los pliegues de su túnica para que nadie supiese de su dolor y por la mujer que amaba, la mujer que amaban los dos, cabalgando tras él con los ojos brillantes, los carrillos ardiendo de fiebre y una recia tos que no parecía importarle en demasía, pues se la veía feliz acompañando al hombre que cabalgaba a su lado.

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