Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO VII

Página 18 de 51

C

A

P

Í

T

U

L

O

V

I

I

Julia entró en el atrio con el corazón en un puño. Allí estaba, bajo y encorvado sentado en la caja de caudales situada al fondo, balanceando ridículamente sus cortas piernas, tan cortas que no le llegaban al suelo. Julia intuyó que debía ser el pedagogo.

El aspecto del educador no podía ser más deplorable. Cuando las vio entrar, el hombre bajó de la caja de un salto y se dirigió hacia ellas. No sólo tenía las piernas cortas, sino también arqueadas como si caminara sentado a horcajadas en un barril. Se acercó a ellas con paso torpe y, cuanto más se acercaba, más repulsivo le parecía a Julia. Aparte de sus piernas cortas y torcidas, tenía ojos acuosos, la nariz respingona, uñas mugrientas y lucía una barba negrísima, de esas que no han sido peinadas jamás y conservan entre las hebras muestras de las últimas cinco o seis comidas del dueño, así de espantosa era. Julia no daba crédito a lo que veían sus ojos.

—Buenas tardes, señoras —saludó sorbiendo por la nariz, al tiempo que hacía una profunda reverencia—. Soy el nuevo pedagogo. Han contratado mis servicios para educar a la joven señora de la casa, una joven llamada Julia Valeria. Hija del difunto Marco Julio Valerio, una gran pérdida para todos, y de la... bien, de su esposa Amelia... hermana de Lucio Fabio Quintiliano, dueño de esta mansión. Como sugieren los gentilicios de ambos progenitores, desciende de una estirpe de ilustres antepasados, tales como...

—Gracias, señor, es suficiente. Conozco sobradamente el papel desempeñado por mis ancestros.

Julia había cortado la verborrea del pedagogo usando un tono altanero impropio de una niña de tan sólo nueve años de edad, lo cual ya era en sí una muestra de orgullo nada despreciable.

—Sí, sí, claro. Bien —prosiguió el extraño hombrecillo—. Sin duda los conoce, algo bastante común entre gente de buena cuna y mejor educación, como es su caso. Mi nombre es Hermógenes de Orchomenus. Me refiero, naturalmente, a la ciudad de Orchomenus, en Beocia. El gran rapsoda Homero, el bardo de los dioses, la llamaba Minyan Orchomenus, para distinguirla de otra población homónima pero no tan cosmopolita y famosa que se encuentra en Arcadia. Esta última la menciona Publio Ovidio Nasón en su obra

Metamorphoses. Sin embargo —añadió con sorna—, confío en no ser uno de los típicos beocios, patosos y totalmente carentes de ingenio y gracia para la música y las narraciones.

«Dios nos bendiga, nos ampare y tenga misericordia; este hombre está loco», pensó Bricca.

Julia necesitaba compartir la experiencia con

Ahenobarbus; la primera impresión del hombre al cargo de su instrucción no podía ser peor.

—¡No lo puedo creer! —apuntó la niña mostrando sus mejores modales—. A la vista está que es usted un hombre educadísimo.

—Gracias, joven señora —contestó Hermógenes—, pero me temo que hay varias obras de cierta importancia que, de momento, son desconocidas para mí.

Se hizo un incómodo silencio y Julia, deseando salir de allí, aprovechó para anunciar que necesitaba ver a su gato y abandonó el atrio corriendo. Allí dejó a Bricca, con la boca abierta de estupor, para que se las entendiera con Hermógenes el Pedagogo, natural de Minyan Orchomenus.

*

*

*

Encontró a su mascota en el peristilo. Lo cogió en brazos y le narró todas las experiencias vividas en su primer contacto con la ciudad de Londinium. Mientras se dirigía a la cocina, pues tenía un hambre atroz, le contó todas sus impresiones, desde el encuentro con los groseros trabajadores de Lutecia, hasta los pequeños santuarios situados a lo largo del arroyo, pasando por la adquisición de su nuevo gorro de lana roja, el charlatán de botas rojas y labia fácil y los ruegos y maldiciones escritos en las tablas de los dioses. El animal parecía entender las palabras de su dueña y abría los ojos como si estuviese maravillado ante tales sucesos.

Entró en la cocina, se sentó en la mesa balanceando despreocupadamente las piernas y se dispuso a compartir un buen montón de chucherías con

Barbus. Cennla salió de un rincón; el chico estaba trabajando muy duro, limpiaba las cacerolas de hierro frotándolas enérgicamente con piedra pómez hasta sacarles brillo.

Julia ya conocía el nombre de todos los esclavos de la casa. Tío Lucio no tenía muchos, los suficientes para cuidar de su hacienda. Conocía, por supuesto, a Bricca, la esclava bretona autodesignada como matrona de la joven ama; al pedagogo de barba repelente, Hermógenes, quien afortunadamente no dormiría bajo el mismo techo que ella, sino en una de las islas o casas baratas de alquiler del otro lado de la ciudad; al leal secretario y representante de tío Lucio, Valentino, un hombre que supervisaba las labores de los demás esclavos y era, al contrario que Bricca, la personificación de la discreción; Bosonio, el holgazán y ocurrente cocinero; Sannio, el encargado de los establos y caballerizas, y Silvano, el jardinero. Por último, también contaba con dos esclavas; una de ellas era una jovencita que se reía tontamente, llamada Vertissa, y la otra era Grata, una niña de seis años con quien había considerado jugar alguna vez, pero le parecía demasiado joven. Y, naturalmente, también estaba Cennla, el marino reconvertido en ayudante de cocina. La mayor parte del tiempo su antiguo compañero de fuga era tan invisible como el resto de esclavos. Para el muchacho, Julia representaba el resplandor del sol y la beldad de la luna.

No eran muchos esclavos para tan grande mansión.

Una vez saciada el hambre, la niña se quedó adormilada sobre la mesa, preguntándose cuánto faltaría para la cena cuando una tremenda algarabía se escuchó apagada en la distancia. Al principio creyó que serían los seguidores de algún equipo de cuadrigas celebrando la victoria de su auriga, pero descartó la idea, pues no había visto ningún cartel anunciando carreras para aquella tarde.

Poco después, también bastante lejos de la casa, volvió a escuchar el estruendo de cientos de gargantas bramando salvajemente, organizando un algarada tal que la niña quedó paralizada de miedo durante un segundo. Julia se levantó, acabó con la leche que había dejado en el cuenco y corrió al atrio para intentar enterarse de algo. Allí encontró a Valentino jadeando, mientras informaba puntualmente a Lucio, quien había salido de sus habitaciones privadas, transmitiéndole a toda prisa los detalles de la situación. El funcionario imperial lo escuchó sin interrumpirlo, luego giró sobre sus talones para dirigirse a la puerta que llevaba a los establos y mientras se alejaba ordenó por encima del hombro:

—Informa también al defensor de los cristianos.

—Me temo que el prefecto está al corriente de todo, señor. Se encuentra presente en el lugar de los hechos —replicó Valentino respetuosamente.

Lucio se detuvo y comenzó a volverse lentamente.

—Supongo... que no habrá hecho nada por atajar los incidentes.

Su secretario negó con la cabeza.

Julia, aun estando al otro lado del atrio, pudo ver claramente cómo su tío realizaba un titánico esfuerzo de voluntad para calmar su ira.

—¡Sannio! —tronó su voz, encaminándose de nuevo hacia la caballeriza—. ¡Mi caballo, rápido!

En cuanto desapareció por la puerta, Julia se apresuró a interrogar al secretario.

—Valentino, dime, ¿qué está ocurriendo?

—Ha estallado una revuelta, mi señora. Los cristianos, como es habitual —contestó mirándola a los ojos. Su enjuto rostro parecía tallado en piedra—. Han sido muy prudentes en regresar a tiempo.

Éste era el peligro al que se había referido su madre cuando arrojó la moneda al arroyo. Un monstruo de muchas cabezas que se arrastraba por las calles de Londinium, destruyendo todo lo que se encontraba a su paso en nombre de un judío muerto en la cruz.

Tan pronto como le pusieron las bridas a la yegua blanca, la favorita de Lucio, y antes de colocarle un trapo para el sudor, el dueño de la mansión la montó subiéndose a un escalón, impaciente por salir de allí. Lucio espoleó furiosamente al corcel y salió al galope. Giró a la izquierda y pronto el traqueteo de los cascos sobre el empedrado se fue haciendo más y más lejano. En el atrio quedaron Julia, Valentino y Sannio, este último con la boca abierta y el trapo de la yegua en la mano.

A lo lejos, hacia el barrio del norte, el jinete pudo ver cómo crecía una humareda, fruto seguramente de algún incendio.

No muy lejos de la casa, en la ribera este del arroyo, se encontraba el pequeño templo de Mitra, un lugar de entrada restringida sólo a los fieles. En dicho lugar, los soldados, mercaderes y patricios como Lucio, acudían a adorar la muerte y resurrección de un dios cuyo culto se había extendido por todo el imperio desde Persia hasta Britannia. Los iniciados en su devoción se bautizaban con la sangre de un toro sacrificado al dios y a continuación juraban llevar una vida de moral y honestidad estrictas, absolutas e inflexibles, tanto que muchos ciudadanos renegaban de los preceptos de Mitra y se dedicaban al cumplimiento de los fundamentos de las religiones politeístas griegas, celtas, romanas o una amalgama de todas, pues sus normas eran infinitamente más llevaderas que las del severo dios persa.

Desgraciadamente para los seguidores de la Luz, y Lucio era uno de ellos, el culto a Mitra parecía una copia casi idéntica al de los cristianos, aunque en realidad era al revés, pues el mitraísmo databa de muchos siglos antes del nacimiento de Cristo. El caso es que los seguidores de Cristo veían tanto en los templos como en el culto a Mitra una amenaza contra su incipiente poder e influencia en el manejo político y económico del imperio, y hacían de ellos el blanco de su miedo.

Al doblar la siguiente esquina, Lucio vio el templo de su dios envuelto en llamas. Allí, rodeado de una aullante turba de fanáticos estaba el santuario, o lo que quedaba de él, pues los cristianos arrojaban adoquines, ladrillos y cualquier objeto que les caía en las manos contra las ya casi derruidas paredes del edificio. A un lado de la plaza se encontraba un correligionario, mirando discretamente las voraces llamas en silencio, sin poder hacer nada por evitar tal destrucción.

—Es demasiado tarde para salvar el edificio, Lucio —le dijo—. Al menos Sicilius pudo esconder los bustos de Mitra nuestro Señor, y también los de Serapis, el dios egipcio. Los ha enterrado en lugar seguro para librarlos del populacho. Estas bestias ya han destruido las estatuas del templo de Júpiter y Marte.

Lucio tuvo que agarrar fuertemente las crines de su yegua para recuperar el control sobre sí. El desprecio que sentía por la vociferante morralla allí reunida no conocía límites. De haber tenido una espada se hubiese lanzado contra ellos sin pensarlo dos veces y... y él sabía que debía encontrar otro modo de solucionar las cosas.

Unas ráfagas de viento vespertino aclararon la plaza de humo y allí, a caballo entre la multitud, estaba la alta y sólida figura del prefecto en persona, Decio Claudio Albino, tal como le había comunicado su leal secretario. El prefecto estaba allí, efectivamente, sentado en su caballo, impasible en lo que respecta a los atroces actos de la plebe, consintiendo todo aquello con su silencio. Albino, el cristiano. Albino, un hombre muy rico, hecho a sí mismo, duro soldado profesional en el pasado y prelado de toda Britannia en el presente. El honorable Albino estaba tranquilamente en medio del tumulto «in la protección de la legión ni de su propia guardia. No hacía falta, nadie hubiese osado tocarlo.

Lucio espoleó suavemente a su yegua en dirección al lugar donde se encontraba Albino.

—Hola, Quintiliano —saludó sin pestañear; sus ojos parecían no sentir el escozor del acre humo del incendio.

Su apelativo, Albino, no podía ser más adecuado. Tenía el pelo casi blanco, las cejas casi invisibles de claras que eran y, bajo éstas, un par de ojos azules inexpresivos que le daban a su aniñado rostro un aire de infinita crueldad. Tenía los hombros anchos y poderosos, al igual que sus masivos antebrazos. Se decía que tiempo atrás, cuando servía en la frontera de Germania, había matado a hombres con las manos desnudas y todavía sería capaz de hacerlo si alguien se interpusiese en su camino. He aquí el hombre encargado de anunciar la religión de los mansos y los abnegados, cuya máxima ante la violencia era ofrecer la otra mejilla.

Albino, por su parte, despreciaba profundamente al tesorero de la región. No entendía su falta de ambición, su modestia y su negativa a enriquecerse él mismo, y sus amigos, mediante la malversación de los fondos del imperio. Para él, alguien que tuviese acceso a las ingentes cantidades de dinero que manejaba Lucio y no se aprovechaba de ello, debía de ser un eunuco o algo por el estilo. No concebía tal honestidad en un hombre.

—Señor —dijo Lucio—. Debo protestar ante esta absurda destrucción.

—Las tropas están en camino.

—Un poco tarde, ¿no cree, prelado?

No le pasó desapercibido el tono irritado de su interlocutor y eso le molestó.

—¿Cuestiona mi competencia, Quintiliano?

—Lo único que cuestiono... es la disposición de las autoridades para defender cualquier templo religioso exceptuando los cristianos, claro está.

—¿Te refieres a los templos dedicados a los falsos dioses y tonterías de este tipo? ¿Quieres decir... esos lugares llenos de ídolos?

—¡Los dioses de nuestros ancestros, los suyos y los míos, han sido honrados durante generaciones! —tronó la voz de Lucio, incapaz ya de controlarse más—. ¡Esos dioses han llevado a Roma a convertirse en la dueña del mundo! Habrá deshonrado a sus padres, Albino, si no...

—¡Basta! —rugió el funcionario, en un repentino estallido de violencia. Su cara, hasta entonces tan pálida como su pelo, se volvió roja de ira—. Nosotros no quemamos a los infieles dentro de sus templos, ni nos regodeamos en el hedor de la carne abrasada, como hicieron los paganos en tiempos de ese asesino de cristianos que fue nuestro emperador Diocleciano. Usted fue testigo de ello, tesorero. Si al emperador le agrada, y le aseguro que así es, ver cómo se derrumban las falsas religiones ante el omnipotente poder de la Cruz de Cristo, ¿quiénes somos para oponernos a él? —su tono de voz se había calmado de súbito—. No tiene nada que hacer aquí, Quintiliano; será mejor que regrese a su mansión y se preocupe de sus asuntos.

Albino hizo caracolear su montura y se alejó muy despacio.

—Su trabajo es hacer cuadrar las cuentas. El mío mantener el orden —añadió por encima del hombro, con el proverbial desprecio que sienten los soldados hacia los burócratas.

«¿De qué orden habla?», pensó Lucio. La ley de la calle, de las masas, de los prejuicios alimentados de ignorancia y superstición. La falsa sensación de estabilidad que está arruinando al imperio.

Hizo que su yegua se volviese hacia el sur con un único tirón de riendas y, tras lanzar un último vistazo a las humeantes ruinas del templo de Mitra, volvió a casa.

*

*

*

Aquella tarde la villa se vio envuelta en una espesa atmósfera de enfado y amargura, acentuada por el apestoso olor de la ciudad en estos últimos días estivales y la fetidez de las turbias aguas del arroyo que atravesaba la ciudad de norte a sur entre estrechas callejuelas. Para Julia, Londinium había pasado de ser un lugar agradable y vital a una ciudad ruidosa y salvaje.

—Nos vendría muy bien un buen chaparrón —apostilló Bricca—. Agua fresca para limpiar lo viejo y fortalecer lo nuevo. Hay mucho empuje aquí, en Britannia, eso es lo que pasa —afirmó Bricca con orgullo—. Los ciudadanos de Londinium son bastante cascarrabias y no se les maneja con facilidad, pero cuando unos hablan por las gargantas de otros, como es el caso, se vuelven rabiosos como hurones en un saco. Pueden reñir por cada idea, cada templo y cada pintada que encuentren por la calle —la esclava sacudió la cabeza con resignación—. Llegará el día en que Londinium sea una ciudad tan grande como Roma. Quizá llegue a superar a la propia Roma.

Julia no pudo contener la risa ante una idea tan absurda.

*

*

*

A la mañana siguiente, justo después del desayuno, comenzaron las clases de Hermógenes el pedagogo.

Valentino los condujo a una sala adyacente a la biblioteca, en el ala occidental de la mansión. La habitación contaba con dos taburetes, donde se sentaría la alumna al lado del maestro, frente a una mesa desnuda y lisa. Como material de estudio emplearían tablillas enceradas, un estilo y una especie de pergamino andrajoso fabricado por Hermógenes a partir de un retal de su propio manto.

—Considero que deberíamos comenzar la instrucción con la lectura y comentario de un texto de uno de sus ancestros, el más ilustre de los Quintiliano, joven señora —anunció el beocio resoplando por la nariz.

«Ése debe ser Hilario», pensó Julia resignada al aburrimiento.

—Empecemos, pues —Hermógenes acercó el pergamino a su nariz, intentando enfocarlo con sus estrábicos ojos—. Veamos qué nos enseña el preclaro orador —y leyó—: «Hoy por hoy, en cuanto nace uno de nuestros hijos, entregamos al vástago a los cuidados de una mediocre niñera griega la cual le regalará sus impresionables oídos con toda clase de leyendas absurdas...».

—Bricca no es de ésas —interrumpió Julia, sin pensárselo—. Mi niñera me ha contado la historia de la reina Boudica. La palabra significa «victoria». Era una mujer pelirroja, se pintaba los ojos de color verde malaquita y arrasó Londinium a la cabeza de sus huestes como una pesadilla de muerte, fuego y venganza por lo que los legionarios habían hecho con ella y con sus dos hermosas hijas, quienes también eran pelirrojas y tenían cada una su gatito, como yo, uno se llamaba Lug y el otro Log. Además, ellas solían...

Hermógenes la miraba acariciándose su mugrienta barba sin interrumpirla. La niña continuó con su monólogo hasta finalizarlo:

—Y todo eso no es una leyenda absurda, es una historia, sí señor —aseveró triunfal.

El maestro tomó aire y lo expulsó lentamente.

—¿Qué es la Historia? —preguntó.

—Algo que ha sucedido de verdad.

—¿Y una historia?

—Algo que se ha inventado.

—¿Conoces la etimología de esa palabra, «historia»?

Julia negó con la cabeza.

A Hermógenes no le importaba en absoluto lo que una niña de nueve años pudiese o no saber, el concepto de conocimientos previos lo traía sin cuidado y eso, paradójicamente, lo hacía un excelente maestro.

—Viene de la palabra griega

istoria. De ahí el término «historia» y la expresión «una historia».

Julia miraba a su pedagogo con el ceño fruncido; allí había algo que no encajaba. Ella esperaba una aburridísima lección y, de momento, Hermógenes había logrado captar su atención.

—Herodoto el Griego —continuó— ha sido nombrado por algunos como el Padre de la Historia. ¿Has leído su obra

Los nueve libros de Historia? Está llena de las más absurdas y ridículas leyendas jamás escritas. Debería ser llamado el Padre de las historias.

—Pues a mí me gustan las historias —afirmó Julia con firmeza, cuando en realidad estaba totalmente perdida.

—Muy bien, a mí también —convino el maestro—. Pero has de aprender a caminar antes de echarte a correr, recuerda a Ícaro. Bien, hagamos un análisis de la sintaxis de esta primera oración. Dime cuál es el sujeto y cuál es el predicado.

Julia suspiró y comenzó a analizar.

*

*

*

Mientras tanto, en la biblioteca, Lucio se dedicaba a ordenar sus tesoros de conocimiento, un lote de pergaminos recogido por el fiel Valentino esa misma mañana al amanecer.

El cuestor había decidido tragarse su orgullo y embarcarse en una investigación seria acerca de la religión, Júpiter tenga misericordia, proclamada como el culto oficial del imperio; una serie de creencias que, en vez de paz, traían histeria y desolación.

Como el hombre instruido que era, conocía las bases del cristianismo. Se decía de Joshua, un judío crucificado en tiempos del emperador Tiberio, que había resucitado al tercer día de su muerte. Parece ser que el sacrificio y muerte de Joshua apaciguó al salvaje Dios de los judíos, el cual, a partir de entonces, perdonaría los pecados a los seguidores del tal Cristo y éstos, tras morir, irían al paraíso, al seno de Dios Padre. Evidentemente era una religión primitiva y, como todos esos cultos, se basaba en el miedo. No había nobleza en ella y su idea central, el sacrificio, muerte y resurrección de un dios, estaba tomada directamente del culto a Mitra y otras religiones orientales. Pero también sabía que eso no era nuevo. Todas las religiones o corrientes filosóficas, fuesen más o menos primitivas, tenían sus raíces en la sangre, los huesos y la carne de alguien 0 de algo, más que en la nobleza de las ideas o actitudes ante la vida, eso era secundario.

Desde el punto de vista del erudito cuestor, el punto más desfavorable del cristianismo era las reacciones que éste provocaba entre sus fieles. Parecía convertirlos en una turba de gente histérica, vociferante y muy violenta. Y también los hacía discutir sobre minucias tales como si su dios era de una sustancia similar al propio concepto de Dios,

homoiusion, o era la misma sustancia,

homoouision. Esta delicada cuestión teológica podía causar una lucha a muerte entre ellos. Podrían matarse a golpes por ello.

Y así pasaban el tiempo, preocupándose por aspectos pueriles acerca de la sustancia divina y descuidando el servicio civil al imperio que les proporcionaba comida, trabajo, educación y protección. La razón de tal indolencia era la curiosa teoría de que el poderío de Roma estaba tocando a su fin y el mundo con él. Con cierto regocijo, no exento de sadismo, anunciaban sin empacho la inminencia del Fin de los Días, en los que todo sería consumido por el fuego y la destrucción, todo menos los seguidores de Joshua, el Cristo.

Laboriosamente, Lucio comenzó su análisis estudiando el Libro Sagrado de los judíos, donde se hallaban las raíces de la nueva religión.

En el texto sagrado de los judíos encontró la historia de un diluvio que anegó todas las tierras hasta sumergirlas; las peripecias de un pueblo perseguido por el ejército egipcio que pudo atravesar el mar sin lamentar una sola baja, porque su Dios separó las aguas; el relato de una mujer convertida en estatua de sal y la historia de una zarza parlante. Jamás había leído tal compendio de tonterías y chiquilladas, salvando las distancias; era como los elegantes y cuidados cuentos que Ovidio había escrito para los educados lectores de los foros literarios romanos. Una cosa era leerlo, otra muy distinta era creerlo. Nadie debería tener fe en tales historias.

Con gran solemnidad Lucio retomó el antiguo libro de leyes, uno llamado

Levítico. La obra proclamaba que iba contra los deseos de la Divinidad que los miembros del Pueblo Elegido, así se llamaban, comiesen gaviotas, ostras, mariscos y animales con la uña hendida, como el cerdo o el jabalí. Parece ser que también obraban contra Dios aquellos que, sabiéndolo o no, por su propia voluntad u obligados, acarreasen ciertos animales, como los búhos, murciélagos y abubillas, vivos o muertos, enteros o despiezados. Si alguien lo hacía, Lucio suponía que por accidente o descuido, debía lavar concienzudamente todas sus ropas y sería tratado como «impuro» hasta el anochecer.

El cuestor se preguntaba si este aspecto de la religión era conocido por el emperador y, en caso de no serlo, si sería adecuado informar de ello.

Luego le llegó el turno al estudio del personaje de Joshua, Jesús para los griegos, el Cristo, el Mesías. El primer obstáculo con el que se tropezó Lucio fue el horrible, tosco y descuidado griego en el que estaban escritos los últimos libros. Lucio había leído los libros de los judíos en su versión latina, y si bien tenían un estilo austero, su lectura no era en modo alguno desagradable. Pero los libros acerca de Joshua el Cristo estaban escritos en un griego vulgar, lleno de incorrecciones léxicas y sintácticas como si estuviese escrito por plebeyos semianalfabetos, el llamado

Koine, lo cual le hizo estremecer. Lucio apretó los dientes y leyó.

Así mostraban a Jesús: un hombre amable, a su manera evidentemente, solidario con la situación de los oprimidos, pero, como todos los mortales, presa de arranques de ira. Como sus seguidores, los cristianos, su odio más visceral iba dirigido contra los escribas y fariseos, a quienes llamaba serpientes, lobos con piel de cordero y sepulcros blanqueados.

Lamentablemente el sentido de la mayoría de sus enseñanzas no estaba claramente definido. Parecía una doctrina pacífica, propia de esclavos. Él llamaba a la paz; sostenía que no había nada en el mundo por lo que mereciera la pena matar, o morir. Anunciaba que el fin del mundo estaba próximo. Según sus palabras debería haber acontecido unos trescientos años atrás, antes de que muriese el más joven de sus discípulos. Lucio reflexionó acerca de ese error, el fin del mundo no había llegado. Joshua había pronunciado frases como: el mundo es un lugar corrupto y malvado, debes abandonar tus riquezas, niégate a él, bienaventurados sean los mansos, mi reino no es de este mundo...

Y también hizo milagros como caminar sobre las aguas, transformar el agua en vino y maldecir a una higuera por no tener fruta cuando él fue a buscar una breva. Tonterías pueriles.

Los comentaristas de los Libros Sagrados, los Padres de la Iglesia, eran incluso peor, si cabe. Nadie proclamaba tan abiertamente su odio hacia el mundo como ellos. Sólo ellos eran los dueños de la Verdad, eran infalibles y, si alguien dudaba de sus palabras o creencias personales, además de estar equivocado, condenaba su alma al infierno. La gente debía creer lo que ellos decían, aunque cambiasen de opinión o sus enseñanzas no fueran muy razonables.

Ir a la siguiente página

Report Page