Julia

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Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO VIII

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La sensación de desasosiego se extendía a través del territorio, desde los trigales de Britannia, las doradas cumbres de Hispania y las boscosas fronteras de coníferas del Rhenus y el Danuvius hasta los fértiles viñedos de la Galia Cisalpina, las innumerables islas del Adriático, en Uiria, y las tostadas costas de África, Númida y Mauritania. La decadencia se asentaba como las arenas del desierto sobre los antiguos templos egipcios, las provincias orientales de Siria, el protectorado de Palestina y las tierras donde nació el cristianismo, en Asia. A través del imperio, de todo el imperio, se daban enfrentamientos entre la población; las causas, religiosas o raciales mayormente, no eran nada serio, pero el cariz que estaba tomando la situación sí lo era y Lucio, en su lucidez, no dejaba de advertirlo. El peligro se cernía sobre el antiguo esplendor de la eterna Roma como un veneno insípido, imperceptible pero mortal. El escudo de autoridad que tiempo atrás envolvía a la capital se estaba transformando en uno de melancolía, tristeza y desconfianza hacia otras culturas, creencias, más o menos fundadas, y valores que las testarudas, orgullosas, pragmáticas y sobresalientes cabezas del senado y pueblo de Roma2 se negaban a ver.

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