Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XI

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Milo era un soldado, nada más.

Hay gente que puede ser definida por su profesión, pero en el caso de Milo, la vida militar no sólo era su trabajo, era la razón misma de su existencia. Ostentaba el cargo de centurión de la VI legión

Victrix y era uno de los pocos que había ascendido desde abajo.

Había logrado su posición a base de matar pictos, caledonios, germanos, sármatas, godos, dacios y suevos, y por cada uno de los hombres que había matado, había recibido una herida. Las cicatrices de los combates cruzaban su cuerpo con una profusión de tajos que le daban el aspecto de la tabla de un carnicero. Y, para completar su aspecto, tenía unos ojos refulgentes como ascuas, y unos brazos que parecían jamones cocidos. Recientemente tuvo una pelea en una taberna con un individuo enorme, borracho, con unas barbas descomunales, que le dio un puñetazo en plena mandíbula. Cuando terminó la pelea, el matón tenía tres nudillos rotos por el golpe propinado al centurión y un brazo roto. Durante la reyerta Milo ni pestañeó y, a juzgar por la expresión de su rostro, no le hubiese importado matarlo.

Milo tenía treinta y cuatro años. Dentro de seis se retiraría licenciado y buscaría una bonita chica bretona en edad casadera, con buenas y redondas caderas que le diese hijos, para convertirse en granjero. Podría establecerse en el Rhenus o en los ricos viñedos de la ribera del Danuvius; sin embargo, prefirió Britannia, porque, según sus propias palabras, no había mejor tierra para tener una granja aunque la comida fuese una mierda. Hasta entonces aún le quedaban casi seis años de servicio, lo cual no le representaba ningún tipo de problema.

Probablemente se licenciaría en Britannia, en la fortificación de Londinium, o quizás en la de Eburacum, el antiguo campamento base de la orgullosa VI legión

Victrix. También cabía la posibilidad de que fuese en la gélida Vindolanda, junto al Muro. No le importaba lo más mínimo. Pero los tiempos estaban cambiando. El ejército completo se estaba reestructurando y la palabra de moda era «movilidad»... lo cual era una solemne tontería, puesto que, como todos sabían, no había soldados lo bastante preparados como para defender adecuadamente las fronteras. En consecuencia, debían depender de tropas auxiliares, mal entrenadas, que en una marcha no llegarían a tiempo ni de salvar a sus propias madres. Así no había manera de sostener un imperio.

Al igual que todos los soldados romanos, Milo rememoraba los viejos tiempos con nostalgia. Los días de los grandes emperadores, que a su vez eran grandes militares, como Séptimo Severo, cuyo único error fue conceder a los legionarios permiso para casarse, una estupidez; los Antonios y el más grande de todos: Trajano. En cambio, en estos días reinaba la confusión y el desorden. Para empezar, había dos emperadores. En Oriente estaba Constancio II, un hombre que parecía cumplir muy bien con su cometido, y en Occidente imperaba Constante, una acémila. A Milo tampoco le parecía adecuada la idea de sustituir las tropas de frontera por unidades móviles, lo cual consideraba un craso error desde el principio. Antes las cosas eran mucho más sencillas, pues en Britannia se encontraban tres legiones acantonadas permanentemente: en Eburacum, la VI

Victrix, cuyos destacamentos controlaban el Muro; en Chester, la XX

Valeria; y en Carleon, la II

Augusta, siempre preparada para aplastar a cualquier partida de celtas occidentales que cometiesen el error de atravesar la frontera. Luego llegaron las reformas y de esas tres legiones, de campamentos de seis mil soldados de elite (sin contar las tropas auxiliares), no quedó más que un triste recuerdo, ya no llegaban a mil. El resto fue destinado a las unidades móviles de

comitenses por orden del divino emperador. La misión de estas unidades era recorrer las vastas fronteras del imperio, cubriendo cualquier espacio que no estuviese controlado y destruir, allá donde se encontrasen, cualquier banda de bárbaros harapientos que osasen cruzar la frontera. El tiempo mostraría si fue una resolución acertada o no. De momento debían admitir dos hechos: el primero es que la VI

Victrix ya no era lo que antaño; el segundo es que no sabías adónde podrían destinarte.

El propio Milo había servido en la frontera del Rhenus y en Dacia, pues su cohorte fue desplazada hasta allí para reforzar las tropas de choque en una serie de campañas puntuales. Supo apreciar la experiencia, pero deseaba que no se repitiese, ya que Londinium, Eburacum y el Muro eran los territorios que mejor conocía. Las noticias provenientes del imperio oriental no eran tampoco alentadoras, precisamente. El emperador Constancio II tenía un montón de problemas, ocasionados todos por aquel rey persa, Sapor II, un hombre duro. En breve, el emperador de Oriente le pediría a su hermano menor unos cuantos miles de veteranos experimentados, pero, considerando que ambos habían estado en guerra no declarada en bastantes ocasiones, no parecía probable que Constante cediera, aunque con los emperadores nunca se sabe.

Por supuesto que el juramento de fidelidad de Milo se dirigía al emperador, claro... ¿A quién si no? Todas esas tonterías de juramentos y sacrificios de bueyes primogénitos, blancos e inmaculados, iban dirigidas a su distante divinidad el emperador Constante. Una comedia sin gracia, es lo que pensaba Milo. Nunca entendió qué tendrían que ver sus legionarios con cualquier mariquita de Roma, Rávena, Mediolanum, Treviri, Spalatum o dondequiera que estuviese Constante. Ese pusilánime de sonrisa idiota, maquillado, con peluca, rodeado de un séquito de perfumados holgazanes, cuya corte era sinónimo de corrupción... Roma era un remedo de su esplendor, donde los cortesanos se movían como seres fantasmales entre espaciosas salas de mármol y oro, sin conocimiento alguno acerca de la realidad.

En realidad, el auténtico juramento de lealtad de Milo estaba dirigido a sus hombres y a su legión... y su segunda prioridad consistía en no tener segunda prioridad.

Milo era un soldado y eso era todo.

La mayoría de las veces estaba contento con su trabajo; en cambio había otras en las que se planteaba ciertas cosas. Como le ocurrió entonces, justo después del desayuno, cuando se le presentó un imberbe y pálido colegial de dieciséis años con el firme propósito de alistarse. Milo preguntaba a la divina Luz por qué alguien querría alistarse tan joven, si hasta los dieciocho no podría ni limpiar las letrinas correctamente... y ni aun así. El chico presentaba una recomendación firmada por un chupatintas, un recaudador de impuestos, el cuestor provincial en persona, y hablando del

praepositus, el centurión se preguntaba qué habría sido del salario de sus hombres correspondiente al mes de septiembre.

El muchacho se llamaba Marco o, más exactamente, Marco Flavio Aquila, los nombres por triplicado, como le gustaba a la gente de buena cuna. Y, sin duda, la vida militar se le iba a presentar muy, pero que muy dura.

—Está bien, ¿ya te has alistado como pisahormigas? —ladró Milo.

—¿Pisahormigas? —preguntó Marco desconcertado.

—¿Pisahormigas y qué más? —inquirió golpeándolo en el hombro derecho con su fusta de sarmiento.

—Pisahormigas... señor.

Otro golpe.

—¿Señor? Eso se lo puedes llamar al culo de mi abuela. ¿Cuál es mi rango, soldado?

—Centurión, señor.

—Entonces hazme el maldito favor de llamarme por mi rango y, si te digo que vengas, vendrás, y si te ordeno irte, te esfumarás en el acto.

—A la orden, centurión.

—¿Y qué harás si me da por decirte que te pongas a cuatro patas y gimas como un asqueroso cachorro?

—Me pondré a gatas en el suelo y gemiré como un asqueroso cachorro, centurión.

—Aprendes rápido, soldado. Ahora, escúchame bien, eres un pisahormigas. Tienes el honor de calzar nuestras

caligatae, las mejores botas para pisar hormigas. ¡Formas parte del cuerpo imperial de marchas forzadas, eres un guripa de la puñetera infantería! —rugió—. ¡Los portadores de las jabalinas, la línea de hierro, las mulas de Mario... eso es un pisahormigas, y tú eres uno de ellos!

—Sí, centurión.

—Serás una basura, la maldita escoria de la sociedad, lo más bajo entre lo bajo, ¿y sabes por qué? Porque sólo la escoria como tú puede llegar a ser el tipo de guerrero capaz de mantener la posición y repeler el embate de una caterva de desgreñados y harapientos cuando te aventajan en un número de diez a uno. ¿Comprendido?

—Sí, centurión.

—Ah, y eso que llaman período de instrucción es algo muy simple —tomó aire y vociferó—: ¡Consiste en cumplir cualquier maldita cosa que se te ordene!

—Sí, centurión.

—Y si cumples cualquier maldita cosa que se te ordene durante el tiempo necesario, y si no te arranca la cabeza cualquier germano de un hachazo o te libras de que una banda de pictos astrosos te despelleje vivo y te embadurne de sal para divertirse con tus bramidos... ¿quién sabe?, quizá te asciendan a

optio dentro de cien años, y tengas la vida de ocho o diez hombres a tu cargo.

—Sí, centurión.

—¿Por qué no te has alistado directamente como un Cornelio? —preguntó leyendo la nota de inscripción.

—¿Cornelio, centurión?

—Un oficial, chico —suspiró.

—Pero... perdone, centurión, ¿por qué se refiere a los oficiales como «Cornelio»?

—¡Porque es un nombre de mariquitas, por eso! —la fuerza del berrido despeinó a Marco—. Si eres un patricio inútil, eres un Cornelio. Si eres un inútil que no tiene donde caerse muerto, eres un pisahormigas. El punto intermedio somos los oficiales sin carta de recomendación, como yo, y somos los que realmente hemos progresado en este maldito ejército. Y otra cosa, no nos gusta esa idiotez de hacer novatadas; será mejor que no lo olvides.

—Sí, centurión.

—Muy bien, volvamos a la cuestión que más me interesa: ¿por qué no te has alistado como un Cornelio? ¿Acaso tu familia no es rica?

—Mi mentor, Quintiliano, el cuestor, quiso que me enrolara como soldado ra... quiero decir como pisahormigas, centurión, para ascender por mis propios medios, sin ningún privilegio.

—Descuida, muchacho, aquí no los tendrás —proclamó Milo sonriente.

Se dirigieron al departamento de intendencia. El responsable del equipamiento, un hombre obeso, enorme, lo miró con desconfianza.

—No digas nada, ya sé que antes de ayer estaba mamando la teta, pero órdenes son órdenes, intendente —espetó Milo—. Ahora es un pisahormigas.

El intendente resopló y buscó un equipo completo.

—Quítate la ropa, soldado —ordenó Milo.

Marco obedeció.

—¿Qué son estas marcas, soldado?

—La consecuencia de mi conducta, centurión —contestó mirándolo por encima del hombro.

—No me cabe la menor duda de ello. Contesta, ¿cuál fue la causa?

—Robé —susurró Marco sintiéndose un miserable.

Hubo una pausa, Milo se acercó despacio a Marco y le susurró al oído, muy bajito:

—¿Sabes qué les pasa a los ladrones y a los desertores en la legión, muchacho? —Hizo una pausa dramática y añadió—: Se les saca al patio de armas y allí se les mata a golpes. Son sus propios camaradas quienes se encargan de ello. Procura recordarlo.

Marco asintió con la cabeza baja, totalmente avergonzado.

El intendente le entregó dos pantalones de lana; una túnica roja, mugrienta y medio desteñida por el uso, de lana también, y un jubón de cuero. Marco se vistió. La lana picaba horrores y debía tener piojos. Después le entregaron un par de botas claveteadas con remaches y un manto bien untado con grasa de ganso.

—Póntelo también —ordenó el centurión.

—Extiende los brazos —dijo el intendente.

Le dieron un serrucho, una cesta, un hacha de mano, una podadera, un cinturón de cuero con cadenas y una escudilla.

—Cárgalo todo en la cesta y sígueme, soldado.

La cesta pesaba como un buey, y eso que aún no tenía ni armas ni coraza.

Llegaron a la herrería, un lugar oscuro, con el aire atestado del humo del carbón y del insistente golpear de los martillos contra los yunques. Uno de los armeros le echó un vistazo, se fue y regresó con un casco y una coraza hecha de escamas metálicas, acolchada con lino y cuero. El casco era un pedazo de hierro negro que había conocido días mejores. Milo le ordenó ponerse el equipo completo.

—Míralo qué guapo está; tu mamá lloraría de emoción si te viera.

El casco le hacía daño, tenía la garganta seca y todo aquello lo estaba poniendo muy nervioso... si al menos tuviese una espada al costado podría aparentar algo de valía.

—¿No nos van a... no hay armas, centurión? —preguntó para tantear un poco el terreno.

—¿Armas? —repitió Milo con una risita sarcástica—. Carga el cesto a la espalda y ven conmigo, soldado.

Lo siguió hasta el patio de armas. Milo fijó la vista en los barracones situados al otro lado, unos edificios de dos pisos con escaleras de madera.

—Muy bien. Corre a los barracones, sube la escalera veinte veces seguidas y preséntate a mí. ¡Rápido!

Marco salió corrió como una exhalación.

Había subido las escaleras diez veces y ya estaba chorreando sudor. Casi al final supo que podría caer fulminado en cualquier momento; sentía una fuerte quemazón en las piernas y la cabeza le daba vueltas como si la hubiese coceado una mula furiosa.

Por fin pudo presentarse ante Milo. Temblaba incontroladamente, cegado por el sudor; en realidad se hallaba al borde del colapso.

—Pues muy bien, hombre —dijo Milo con satisfacción—. ¿Eras tú el que deseaba cargar con las armas?

Marco abrió la boca, bien para explicarse o retractarse, pero sólo le salían jadeos asmáticos.

—¡No tienes fuerza ni para llevar una puta cuchara de madera, crío! —rugió Milo—. Ahora vete a los barracones, coge una paleta en el bloque cuatro y preséntate ante mí de inmediato. Tienes un montón de trabajo que hacer.

—Por el sacrosanto pandero de Júpiter, sí que tiene trabajo por hacer —murmuró Milo, viendo al muchacho cruzar el patio tambaleándose.

Marco regresó casi al momento. Su primera misión sería la limpieza de las letrinas.

—Limpia los asientos, lava las esponjas y lámele el culo a todo oficial que veas aparecer por allí. A continuación dale a toda la estancia una buena sesión de aseo y, si cuando vaya a pasar revista, no están tan limpias y brillantes como los cagaderos personales de los dioses, allá en el monte Olimpo, te haré limpiarlo con la lengua, aunque tengas que estar hasta la medianoche. Vete a trabajar.

Marco se reconfortó pensando en Hércules; al menos estos «establos» no habían pasado treinta años sin limpiarse, como los de Augias.

Lo siguiente fue abrillantar la armadura de Milo.

—Podrás sacarle brillo a la tuya en tu tiempo libre —le dijo.

Casi al mediodía hubo ejercicios de instrucción en el patio de armas. No estuvo mal, ni mucho menos. Marco pudo tomarse cierto descanso entre las filas de la formación, compuesta por otros ciento ochenta legionarios. El chico se olvidó de todo, actuó como una mula, como una mula de Mario, como un pisahormigas.

Llegó la hora del rancho. Éste consistía en una espesa sopa de lentejas derramada sobre su escudilla, nunca pensó que devoraría tal bazofia, y un chusco de pan negro mal molido. Un poco más tarde Milo ya estaba ladrando nuevas órdenes a su centuria:

—¡Segunda cohorte, primera centuria! —bramó—. ¡Presentaos con los pertrechos de campaña; saldremos hacia la Puerta del Obispo para realizar los ejercicios vespertinos!

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Marco nunca supo cómo se las apañó para aguantar el ritmo de la expedición. Los legionarios realizaron una dura marcha, con los pertrechos de guerra, en la que atravesaron el puente, salieron por la Puerta del Obispo y subieron las colinas de Hampstead. Marco vio, a regañadientes, cómo Milo avanzaba a pie, con la armadura puesta, como uno más de los soldados, mientras que cualquier oficial hubiese realizado cómodamente el recorrido a caballo. Una vez llegados a las colinas, tuvieron que atravesar una de las numerosas lagunas. El agua apenas le cubría la cintura, pero los pies se le hundían en el limo del fondo y a punto estuvo de perder el calzado.

Tan pronto como salieron del agua, tuvieron que recorrer cinco millas a paso ligero campo a través, hasta alcanzar las fangosas riberas del Lea. Allí se les ordenó construir un puente sobre uno de los riachuelos del lado oriental, usando solamente estacas de fresno y cámaras hechas con pieles de animales. Marco ayudó a hinchar las vejigas de piel y, para diversión de sus compañeros, casi muere de hiperventilación. Por fin se les ordenó regresar a toda prisa al campamento. Milo, rugiendo, incansable, repartía de vez en cuando algún golpe con su tremenda fusta de sarmiento sobre la espalda de algún soldado.

Marco terminó tan cansado que pensó en no probar bocado durante la cena. Sin embargo, hambriento como estaba, comió su ración de estofado de bota de cuero, que resultó ser añojo, más lentejas y pan negro. Poco antes había echado un vistazo a su camastro, el jergón mostraba tantos bultos que se diría relleno de raíces, en vez de paja. Se preguntaba cómo demonios pensaban que podría dormir allí.

No hacía falta que se lo preguntara; se quedó dormido antes de apoyar la cabeza. Cuando tocaron a diana, le pareció que no podrían haber transcurrido más de diez latidos de corazón.

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De no ser por el cansancio, las bromas, los golpes, los piojos, el hambre y estar siempre sin un maldito as en la faltriquera, pues la paga siempre se retrasaba, la vida del soldado no era tan mala. Sus oídos pitaban a causa de los bramidos de Milo, pero no odiaba a su centurión. Podía decir de él que era una bestia que aborrecía a todo aquel que no pudiese aguantar la dureza de la legión, que era firme como una piedra, pero nunca diría que era un sádico. Milo se sabía ganar el respeto y la admiración de sus hombres.

Los camaradas de Marco lo fueron aceptando poco a poco. Al principio mostraron desprecio hacia él, que pronto se trocó en bromas, a veces un tanto ásperas y otras realmente pesadas. Una noche le colocaron un buen zurullo de mierda fresca bajo las sábanas. El muchacho no le concedió mayor importancia y lavó las sábanas él mismo. La broma no se repitió.

Fue Mus el primero que le habló como a un auténtico soldado, no como a un niño. Su verdadero nombre era Muso. Era un sajón procedente de Rhaetia, grande, masivo, de hombros como un buey y la barba zaina y muy cerrada. Mus no era el diminutivo de Muso, era el del mote que le habían puesto sus camaradas: musaraña. No cabía imaginarse a nadie más distinto a una musaraña que aquel gigante. Cuando tuvo que combatir a las tribus teutonas en su propio lugar de origen, solía «perder» su

spatha, un arma que sólo consideraba adecuada para las mujeres, y se procuraba una de esas tremendas hachas de doble filo, tan al gusto de los germanos. Hacía molinetes con ella y decapitaba y desmembraba adversarios mostrando siempre una brutal satisfacción.

—Mierda de teutones —mascullaba—. No son más que unos barbudos desastrados.

Una noche que se encontraba cortándose las uñas de los pies en un camastro próximo al de Marco, no pudo dejar de observar la piel del muchacho cuando éste se desvistió para echarse a dormir: tenía la espalda lacerada por las feroces mordeduras de los piojos.

—Deberías hacer algo con esa mierda —rezongó.

—¿Qué mierda?

—Con esas cosas —explicó—, tus aparejos, tus bártulos. Tu equipo, compañero. No puedes ir por ahí acarreando la mitad de tu peso en piojos. Llevas una carga espantosa y cuando te quitas la túnica pareces una mierda de leproso. Dentro de poco no te van a querer ni las putas, ya lo verás. Y lo que es peor, a este paso tus piojos serán mis piojos y, si eso ocurre, yo, Mus, seré un legionario muy cabreado.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Marco desalentado.

Mus levantó una de sus nalgas, del tamaño de un escudo, soltó una profunda ventosidad y a continuación un suspiro de alivio.

—Mañana reclutaremos a las hormigas para que nos ayuden —contestó con voz misteriosa a la vez que se recostaba.

El guerrero se tocó la punta de la nariz con el índice en un gesto que a él le parecía propio de hombres inteligentes.

Al día siguiente, durante el descanso de los ejercicios, en las colinas situadas al norte de la ciudad, Mus le hizo una seña a Marco para que se acercara al borde del bosque.

—Aquí —señaló al suelo—. Aquí hay hormigueros. Deja tu ropa en el suelo, pero no te quites el taparrabos, no es eso lo que los muchachos venimos a hacer a los brezales, te lo aseguro. Con que esta noche lo metas en agua hirviendo, será suficiente. Mañana encontraremos algo de tiempo para ahumar nuestros camastros. Acabaremos con esos pequeños cabrones muy fácilmente, como si fuesen celtas de los bosques.

—¿Para qué necesitamos a las hormigas?

—Observa y aprende —gruñó Mus.

Marco colocó el jubón y la túnica sobre sendos hormigueros y observó. En menos de lo que se tarda en decirlo, las hormigas salieron en tropel hacia sus ropas. Pronto, los insectos se colaron entre las fibras y las costuras de las prendas en busca de las suculentas larvas de piojo. Marco se sentía tan impresionado como horrorizado por el espectáculo.

—Siempre funciona —dijo Mus satisfecho—. No lo olvides.

Marco contestó con un asentimiento. Estaba aprendiendo muy rápido; hasta casi había logrado encontrarle el gusto a la bazofia del rancho.

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Una vez que se vio a Mus hablando con el nuevo, los otros fueron abriéndose a él gradualmente. Todos eran hombres veteranos endurecidos, con la piel curtida por la intemperie, como si fuese cuero. Conoció a Brito, un bretón de pura cepa, achaparrado y macizo que nunca sonreía. Clito, enjuto, silencioso y de tez morena, quien, según palabras de Mus, era hijo de una campesina gala y un africano; comentario que nadie, ni siquiera Mus, le hacía jamás a Clito. Caelio era su

optio, un engreído con muchos humos que proclamaba ser descendiente de la

gens Julia y, como nadie lo creía, lo repetía

ad nauseam. Y también estaba Tales, un cretense, quien de algún modo logró alistarse en una legión británica, aunque nunca dijo cómo; otros soldados le llamaban sarcásticamente «el astuto Odiseo», pues Tales siempre sabía obtener algún extra, bien de material, bien de comida... a un módico precio, por supuesto.

Una lluviosa tarde otoñal en que los cielos se encapotaban casi a diario por la cercanía del invierno, la cohorte entera fue llamada a formar en el patio de armas y allí se les comunicó que, al día siguiente, partirían hacia Eburacum. Marco creyó escuchar un sordo gruñido recorriendo las filas de la hueste, pues a los soldados no les hacía ninguna gracia la perspectiva de exponer sus huesos al gélido invierno caledonio.

—¡No os preocupéis, jóvenes patricias! —bramó Milo alegremente—. Seguro que a muchos de vosotros se les asignará la vigilancia de los destacamentos del Muro y pasaréis un invierno encantador —se puso serio—. Ordenad vuestro equipo, saldremos mañana al amanecer.

Al alba salieron de la ciudad. Cubrían veinte millas diarias transportando cada soldado una media de treinta kilos de equipo. Para algunos iba a ser una excursión, para Marco sería un peregrinaje, pues más allá del Muro fue donde su padre recibió la fatal herida que acabó con su vida.

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Marco no podía creer lo pesado que resultaba su equipaje, y menos mal que aún no llevaba el escudo, la espada y la jabalina... Estaba satisfecho con los entrenamientos realizados durante las pocas semanas que llevaba en filas, pero una marcha hasta Eburacum lo asustaba, sería vergonzoso que sufriera algún tipo de desmayo durante el camino. La distancia debía ser de, al menos, doscientas millas, y se esperaba que la realizaran en diez días.

Mus vio a Marco luchar con su equipo.

—Tengo espacio entre mis cosas —murmuró—. Si quieres puedo llevar tu hacha, o cualquier otra cosa.

Negó con la cabeza y equilibró el peso antes de contestar muy serio:

—No gracias, estoy bien.

—Ahora estás bien, no lo dudo, pichón —esbozó una sonrisa burlona—. Ya me contarás esta noche cómo te va.

La salida de la ciudad fue apoteósica. Era impresionante ver una columna de cuatrocientos ochenta hombres saliendo de la fortificación del sur, cruzar el puente del río y dirigirse a la Puerta del Obispo. Allí tomarían la gran calzada del Norte para ir directamente a Eburacum. Desfilaban por la ciudad al son de las trompetas de la guarnición, algo que proporcionaría al evento una profunda dimensión marcial, si no fuera porque el toque de los clarines estaba acompañado por los desgarradores lamentos de una horda de mugrientas mujeres que se alineaban al paso de la cohorte.

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