Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XII

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—No seas tonto, o mañana tendrás menos sangre en el cuerpo que un nabo.

—Enséñame la herida —ordenó Milo colocándose en pie tras él.

Marco alzó el brazo, muy orgulloso de su herida. No le dolía mucho y tampoco recordaba cómo ni cuándo se la habían hecho. En realidad no recordaba nada del combate.

Milo contempló la herida muy serio. Era un sangrante tajo de casi un palmo de longitud en la parte posterior del antebrazo.

—La primera sangre. Una pena que sea la tuya.

—No —intervino Mus—. El chico destripó a uno de esos bastardos, uno que yo viese al menos. Fue un buen golpe, directo a la ingle.

Milo dio un gruñido de aprobación.

—No tiene buena pinta —afirmó, examinando de nuevo el brazo—. No es grave, pero necesita cuidados. Quizás ese sarnoso harapiento haya untado su daga con veneno; no sería de extrañar —Marco lo miró horrorizado—. Es sólo una broma, hombre —se burló el centurión, dándole una palmada en el hombro—. Tales, tú eres griego, así que debes saber medicina y todas esas cosas, ven y cúralo.

El griego se levantó refunfuñando, echó un vistazo a la herida, recogió algo de su equipo y regresó con una venda limpia.

—¿Cómo te hirieron? —quiso saber Mus.

—Te juro que no lo sé. No logro recordar nada del combate.

—Suele pasar, sobre todo la primera vez —admitió Mus recostándose sobre un codo—. No recuerdas nada hasta el día siguiente cuando despiertas... entonces deseas volver a olvidarlo, y no puedes.

*

*

*

Los legionarios se apiñaron en torno a las hogueras e intentaron dormir. Sabían que los atacotos no regresarían, pero no se sentían cómodos ante la perspectiva de pasar la noche en el lugar donde se habían desarrollado tales horrores, amén de una espantosa matanza. Durmieron mal, a pesar de su cansancio; todos deseaban la compañía de sus camaradas, del vino, de las mujeres... Poco a poco fueron quedándose dormidos en los brazos de sus sangrientas pesadillas.

Poco antes del amanecer, cuando Marco estaba en estado de vigilia, ni dormido ni despierto, sintió que alguien le sacudía el hombro causándole un doloroso calambre en su antebrazo herido. Completamente despejado por el dolor, abrió los ojos y vio al explorador agachado a su lado.

—¿Qué pasa?

—Ven aquí —dijo haciendo un gesto a la vez que se dirigía a un oscuro rincón.

Desconcertado, y bastante molesto, Marco se levantó para acercarse al guía. El rastreador lo miró fijamente a los ojos, impasible.

—Mi nombre es Branoc.

—Oh, encantado de conocerte, el mío es Marco —rezongó sarcástico—. Si no te importa, me gustaría volver a...

—No lo entiendes —le interrumpió el explorador sujetándolo con fuerza de su, afortunadamente, brazo sano—. Te he dicho mi nombre.

—Sí, claro que lo es. No lo dudo.

—Es un pacto secreto, entre nosotros dos solamente. Nadie debe conocer mi nombre, a no ser aquel al que yo se lo diga. En él reside mi fuerza. Nadie de mi tribu le dice el nombre a otro de otra tribu.

—¿Y por qué me lo has dicho a mí?

—Tu modestia te honra —le contestó Branoc con una sonrisa.

—Mira, lo siento, pero no sé de qué estás hablando.

—El combate. Me salvaste la vida y ahora somos hermanos.

—¿Qué yo hice qué?

—Tienes que recordarlo —insistió frunciendo el ceño—. Aquel atacoto estaba a punto de destriparme con su hacha, entonces apareciste tú, te plantaste ante él y lo atravesaste con tu espada. Murió antes de caer al suelo. Se desinfló como una vejiga. Somos hermanos.

—De verdad que no recuerdo nada de eso —reiteró con una risa cansada, encogiéndose de hombros—. Apenas recuerdo que me hubiese enfrentado a uno de ellos, tal como dijo Mus...

Branoc desenfundó el pequeño puñal que llevaba al cinto y, con un rápido movimiento, se hizo un tajo en el antebrazo y colocó la herida sobre la venda de Marco, dejando que ésta se empapase de sangre.

—Somos hermanos —afirmó solemne—. Es la voluntad de la diosa.

Marco asintió, buscando una respuesta adecuada para no ofenderlo.

—Bien, está bien —dijo con torpeza.

—Es bueno —corrigió Branoc.

Marco regresó a dormir.

*

*

*

Poco después del amanecer, la desaliñada columna estaba situada en formación a la entrada del fortín.

—¡Bien! —rugió Milo—. Misión cumplida. ¡Regresamos!

Se pusieron en marcha.

Todos sabían que el sarcasmo de Milo estaba dirigido a él y a nadie más. La misión había sido un fracaso. Habían sobrevivido, no contaban con ninguna baja y las heridas carecían de importancia, pero eso era todo. No consiguieron recuperar ni una triste res, la frontera continuaba desprotegida... y buena prueba de ello era la tribu nómada que había sido asesinada a menos de un día de marcha del Muro y, lo peor de todo, el prisionero había muerto durante la noche y el cabecilla se había suicidado. La misión había resultado un completo fiasco y Milo, aunque orgulloso de sus hombres, estaba muy disgustado con su propia actuación.

Ordenó al explorador unirse a él para recabar más información sobre esos atacotos.

—Se les unieron otras tribus hace varios años —explicó Milo—. Nos causaron innumerables quebraderos de cabeza, hasta que el divino Constante en persona vino para aplastarlos. ¿Suelen aliarse con las tribus?

—Los atacotos son odiados por todos —respondió sacudiendo la cabeza—. Son crueles, cierto, pero no son cobardes y mucho menos estúpidos... saben que su poder se está extendiendo.

—¿Están migrando?

—Todas las tribus del norte lo hacen —contestó distante.

Y era muy cierto, y no sólo para las tribus del norte de Britannia. En todas las fronteras del imperio, desde Europa hasta Asia y África, se detectaban movimientos migratorios de tribus enteras, asentamientos y las consecuentes guerras tanto para defender un territorio como para ocuparlo. Mucho más allá de las fronteras orientales, en unas tierras tan extensas que los ciudadanos romanos no eran capaces de imaginar su magnitud, las estepas siberianas y de Asia central, se estaba produciendo el mayor movimiento de gentes jamás registrado en la Historia. Tribus desconocidas, aunque no por mucho tiempo, como godos, hunos y vándalos, se estaban acercando a las tierras de poniente en sus rápidos caballos de apariencia desastrada, sus pequeños escudos oxidados a la espalda y bonitas hachas de bronce colgando de las monturas. Se desplazaban empujados por el ansia de las nuevas tierras y el bienestar que sabían que se hallaba al oeste, donde se asentaba el vasto, pero débil ya, Imperio romano.

*

*

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Llegaron a la fortificación situada a los pies del Muro poco tiempo después del ocaso. La guarnición en pleno salió a recibirlos con una mezcla de alegría y respeto.

—¿Una escaramuza con los pictos? —preguntaban.

—Un choque con una banda de unos cien, nada serio —contestaba la patrulla.

Marco fue enviado directamente al médico. El doctor era el hombre más lúgubre con el que se había encontrado nunca. Trataba tanto a los hombres como a los caballos y no le gustaban ni unos ni otros. Se deleitaba recitando toda una letanía de enfermedades y dolencias que podían darse en los equinos:

—Temblores incontrolados, caries, ceguera, cólicos, infecciones respiratorias, úlceras supurantes, tétanos, tumores, ansiedad, nervios, inflamación de garganta, fístulas, aftas, sofocos, gonorrea, fracturas, pérdidas de líquido sinovial, hernias... —Luego sacudía la cabeza y decía—: No me habléis de caballos.

El médico le quitó la venda. La herida no ofrecía muy mal aspecto, no hedía ni parecía infectada, pero era una herida bastante profunda. Los bordes de la llaga empezaban a cicatrizar, el médico la limpió con agua salada y le quitó la postilla.

—¿Está bien? —preguntó Marco.

—Sobrevivirás —contestó divertido—. Es una herida profunda, te dejará una buena cicatriz... y ya sabes que a las mujeres les gustan los hombres con un par de buenas cicatrices.

Dejó al doctor riéndose de su propio chiste y se fue a las termas, como todos los demás componentes de la patrulla excepto Milo. El centurión no había pegado ojo en casi cuarenta horas, pero lo primero era lo primero, debía entregar novedades al oficial en jefe de la guarnición.

*

*

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Era bueno haber entrado en combate, enfrentarse a un hombre y matarlo; pero ésa fue la única escaramuza para Marco durante bastante tiempo. Después de esa refriega, no recibieron más noticias de los atacotos. Salieron alguna que otra vez a patrullar, pero las tribus convivían en concordia.

La vida en el Muro resultaba algunas veces tediosa y siempre fría, pero el calor de la camaradería la hacía más llevadera. Todavía le gastaban bromas llamándole «chico», pero siempre en tono afable, y además nadie comía más que él, ni siquiera Mus. Y la buena alimentación junto al entrenamiento diario en el manejo de las armas, las marchas a pie o a caballo y el transporte de piedras y maderos para reparar el Muro, indicaban que pronto sería un hombre fornido. A veces se sentaba sobre su pala de campaña cuando creía que nadie lo miraba, y se dedicaba un rato a admirar sus ya prominentes músculos de su pecho y brazos.

El invierno fue largo y duro, como era habitual en la frontera norte, por eso cuando llegó la primavera fue recibida con gran alborozo. Branoc regresó con el buen tiempo, sin anunciarse. Un día apareció en el centro del patio de armas de la guarnición.

—¡Hermano!

Marco lo saludó un tanto incómodo.

—Ha llegado la época de caza, vayamos —propuso el explorador.

—Me gustaría, pero tengo que pedir permiso a mi centurión.

Un rato después, Milo quiso saberlo todo y Marco se lo dijo sin omitir detalle. Le habló del combate, y del hermanamiento establecido con sangre. Se lo dijo todo excepto el nombre del rastreador. Milo lo atravesó con la mirada, se plantó amenazador frente a él y le ordenó:

—Dime el nombre de ese celta, soldado —dijo con voz suave—. Dime el nombre de ese tipejo o te daré una paliza y después serás encadenado en el gallinero durante un mes.

Marco se lo pensó. El gallinero era uno de los peores castigos que le podían hacer a un hombre. Lo encadenaban de tal manera que no podía mover brazos ni piernas. Muchos hombres gemían de dolor tras pasar un día totalmente inmóviles... pero Marco negó con la cabeza.

—Lo siento, centurión —contestó respetuoso—. Un juramento es un juramento, aunque sea con un bárbaro.

Esperaba con toda su alma que fuese la respuesta que deseaba oír el centurión y, gracias a los dioses, lo era. Milo lo estaba poniendo a prueba. El centurión dio un paso atrás, cruzó los brazos a la espalda y exhibió una ancha sonrisa.

—Buena respuesta. Odio a los que rompen sus juramentos, aunque se los hayan hecho a un bárbaro. Nunca se sabe cuándo puedes necesitar a un amigo... Ahora vete a cazar de una puñetera vez.

Branoc y Marco salieron hacia los altos brezales aquella primera mañana de mayo. El soldado llevaba una jabalina, el celta portaba una lanza, arco y carcaj.

Una grulla blanca pasó volando sobre sus cabezas hacia el norte, en donde debía tener su nido de verano oculto en algún lugar. También vieron una pareja de cuervos planeando en el cielo en pleno cortejo, que se elevaron juntos durante un rato, aunque más tarde el macho giró para continuar volando boca abajo por encima de la hembra.

—Siempre es lo mismo —dijo Branoc sonriente—. El muchacho presumiendo ante su chica.

Un frailecillo salió volando de su nido con las alas deslumbrantes por los rayos del sol. Pasaron junto a un serbal, el árbol más bonito de Caledonia, con unas pequeñas bayas rojas colgando de sus ramas, recuerdos del otoño. Branoc se estiró para tocarlas al pasar al lado.

—Serbal e hilo rojo para sujetar a las brujas de hinojos —murmuró el celta.

Marco no preguntó. Siguieron caminando.

Tras un rato de cabalgada encontraron el rastro de un ciervo cruzando una fina capa de nieve que quedaba sobre la sombría cara norte de una colina. Branoc tiró de las riendas de su caballo y le dedicó una rápida mirada a las huellas.

—Está paseando; ¿ves cómo las huellas de los cuartos traseros se acercan a las de las patas anteriores?

Un poco más adelante, encontraron unos excrementos al lado del rastro. Branoc le aconsejó a Marco que no cabalgase tan cerca de la cresta que pudiese recortarse contra el horizonte.

—Está al otro lado de la colina —anunció.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Algunas cosas las lees en el rastro —expuso pellizcándose la barbilla—, otras las intuyes —intentó explicar encogiéndose de hombros—. La diosa te toca en un hombro...

Desmontaron, tomaron sus armas y se arrastraron hasta el collado a sotavento. Branoc estaba en lo cierto; un poco más abajo estaba una joven cierva bebiendo agua de un manantial. Se acercaban lentamente, pulgada a pulgada, mientras la cierva bebía y se quedaban quietos como piedras cuando ésta alzaba la cabeza. Entonces la cierva se alejó de la fuente y pareció que todos sus esfuerzos habían sido en vano, pero no, el animal se detuvo unos pasos más allá para pacer algo de hierba. Los cazadores continuaron al acecho.

Marco empezaba a pensar que ya estaban lo suficientemente próximos como para intentar un tiro con garantías de éxito cuando Branoc, haciendo gala de una endiablada rapidez, cargó una flecha, tensó el arco y disparó. La cierva nunca supo qué la mató. La flecha golpeó al animal con un sonido apagado, perfectamente audible, alojándose en un punto situado cerca de la paletilla. Después de desollar y descuartizar a la presa, Marco observó que la flecha de su compañero estaba alojada exactamente en el corazón.

Salieron de caza juntos muy a menudo durante aquella primavera y verano y, gracias a su pericia, se atiborraron de carne de venado.

Un día, Marco se interesó por saber la edad de Branoc, pues al muchacho le extrañaba que alguien que lo doblaba en edad mostrase tanto interés por estar con él.

—Tengo veintiséis inviernos —afirmó el celta.

—¡Veintiséis! —exclamó sorprendido—. Pero si pareces diez años mayor.

—El viento, el sol... —explicó Branoc haciendo un gesto vago con las manos—. Sí, hermano, veintiséis estaciones del ciervo, veintiséis nieves y veintiséis veranos... es todo lo mismo.

—Quizá mides el tiempo de otra manera, no puede ser... aparentas treinta y seis o cuarenta —se empecinó Marco estudiando la cara llena de arrugas de su amigo; parecía una máscara de cuero.

—Veintiséis, hermanito, en el tiempo romano —replicó con una sonrisa—. Hay cosas que no se pueden cambiar. Un caballo tiene cuatro patas, el acebo es verde y yo tengo veintiséis años.

Marco adoraba la concisión de Branoc.

Otro día, Marco le habló de los lacedemonios.

—Los lacedemonios... No, me temo que no conozco a esa tribu.

—No importa. Su pueblo más importante eran los espartanos; vivían en una región llamada Laconia y muy al norte tenían una tribu vecina, los macedonios, que estaba gobernada por un gran jefe de guerra llamado Filipo. Los espartanos también eran bravos guerreros, famosos por su parquedad de palabras. No decían ni una palabra de más. Por eso, a los hombres parcos en palabras les llaman «lacónicos».

—Ya conozco esa palabra, hermano.

—Oh, claro, lo siento. Bueno, el caso es que a un extranjero que visitaba Esparta le hizo gracia lo cortas que eran las espadas de los laconios. ¿Sabes qué contestó un espartano?: «Son lo bastante largas para matar a nuestros enemigos».

—Ésa estuvo bien —admitió Branoc sonriendo—. Cuéntame más.

—En otra ocasión Filipo de Macedonia quiso conquistar Esparta, pero antes de comenzar la campaña envió a un emisario con un mensaje que decía: «Si yo, Filipo de Macedonia, conquisto Esparta, os esclavizaré y arrasaré vuestra ciudad hasta sus cimientos». La respuesta de los laconios fue: «Si...».

Branoc exhibió una ancha sonrisa.

—No conozco a esos espartanos, ni las tierras donde viven, pero me gusta su estilo. Muchas palabras... muchas mentiras. El lenguaje de la verdad es sencillo.

—¡Aristóteles! —exclamó impresionado—, Aristóteles dijo exactamente esas mismas palabras.

—Tampoco conozco a ese tal Aristóteles, ¿pertenece a tu tribu?

—No exactamente. En realidad está muerto, hace mucho que murió... pero era un gran sabio.

—Pues mira cómo son las cosas, hermano —explicó—. Aristóteles, una cabeza de hierro y yo, Branoc... las palabras de los hombres prudentes van juntas, como gotas de agua sobre un escudo —los ojos del celta brillaban con picardía... como gotas de agua sobre un escudo.

Tras un agotador día de caza, nada le apetecía más a Marco que tomar un baño en las termas, uno de los pocos lujos que se podían permitir los soldados del fuerte. Branoc rechazó el ofrecimiento pero Marco deseaba bañarse... y fue solo.

Era media tarde, la mayor parte de los soldados se encontraba realizando los ejercicios vespertinos, por lo tanto las termas estaban casi desiertas. Marco se desnudó y colocó su ropa dentro de uno de los nichos de las paredes del vestuario y se dirigió hacia el

caldarium. Estaba lleno de vapor, pero a través de la neblina pudo ver a Clito estirando sus miembros, tocando el bajo techo de la sala, y se volvió al oír entrar a Marco.

—Hola, Clito.

—¿Otra vez de caza?

—Sí.

—¿Sois amantes el celta ése y tú? —preguntó sin más preámbulos.

Marco, que estaba a punto de sentarse sobre el largo banco de madera que casi rodeaba todo el

caldarium, se quedó inmóvil mirando fijamente a Clito. El alto africano lanzó una sonora carcajada.

—No te hagas el inocente conmigo, soldado, ¿lo sois?

—No, de ninguna manera.

—Sorprendente —dijo Clito acercándose a Marco, que estaba paralizado por la confusión—. Eres un muchacho muy guapo —se acercó más y agarró a Marco por los genitales.

El chico no se podía mover. Clito lo acariciaba y él se relajó entre el vapor. Miró hacia abajo y gruesas gotas de sudor cayeron sobre la mano de Clito, que se movía rítmicamente arriba y abajo. Abrió mucho la boca para coger más aire, todo había sido tan... sencillo. Parecía como un chiste subido de tono, un chiste sin gracia. Sintió cómo se le tensaban los glúteos y arqueó su ingle hacia delante, cada vez más erecta bajo la mano de Clito. Con una sonrisa triunfal, Clito comenzó a acariciar los hombros de Marco, lo apoyó contra la pared y se arrodilló para tomarlo con la boca. Marco cerró los ojos, acunando la cabeza de Clito con las manos. No se podía mover, quería pero no podía hacerlo. No podía...

—Entonces —dijo Mus aquella misma noche, a la hora de acostarse—. Clito te ha... seducido.

Marco, sin poder decidirse entre esconder la cabeza bajo las sábanas de pura vergüenza o reírse con descaro, no hizo nada.

—Él ha conseguido a todos y cada uno de los pisahormigas de esta puta legión... Sí, tarde o temprano lo consigue —comentó riéndose para sí.

Marco se sintió en cierto modo reconfortado al saber que era uno más.

No tardó en comprender que todos los soldados eran bisexuales, a falta de una palabra mejor. Lo cierto es que los tórridos encuentros con Clito en las termas se hicieron más frecuentes, para solaz del africano. No era extraño entre los soldados. Los más jóvenes tenían relaciones con otros soldados y con prostitutas; los veteranos, como Milo, tendían a tener sus relaciones casi exclusivamente con prostitutas y, cuando se retiraban licenciados, solían dejar a esas prostitutas para casarse con alguna muchacha en edad de merecer y tener una prole de sonrosados pilluelos. Nadie se imaginaba nada más natural.

*

*

*

Un día Marco salió con Branoc a cabalgar a través de los pinares y, por primera vez, se retaron a una carrera. Los caballos salieron a galope tendido, pero no habían recorrido cien pasos cuando entraron en un claro; lo que vieron allí hizo que frenaran las monturas con tal fuerza que los caballos relincharon molestos hundiendo las pezuñas en el negro lodo del suelo.

Cinco hombres se hallaban de pie alrededor de una hoguera, y los rodearon en un abrir y cerrar de ojos.

El que parecía el jefe, un hombre alto, trataba de ocultar la delgadez de su cuerpo vistiendo una capa de piel de oso. Los miraba socarrón mientras hacía piruetas con su cuchillo mostrando una gran destreza.

—Queremos las armas —dijo.

—No —contestó Branoc atravesándolo con una pétrea mirada.

El celta desmontó no sin antes pedirle a Marco que hiciese otro tanto. El soldado no estaba en absoluto de acuerdo con la propuesta, pues el caballo les otorgaba una enorme ventaja sobre aquellos hombres. Pero obedeció pensando en que quizá se tratase de alguna rareza de los celtas o quizás una manera de evitar la pelea.

La teoría de Marco cayó por los suelos cuando en menos de dos segundos estalló una violentísima refriega. Branoc se deslizó bajo el vientre de su caballo, emergiendo al otro lado de improviso y, con el mismo movimiento, ensartó al cabecilla con su lanza. Luego ambos amigos echaron mano de sus espadas hiriendo fatalmente a dos de ellos, antes de que los dos restantes huyeran ilesos chillando como cachorros asustados.

—Bandidos —constató Branoc limpiando la hoja de su espada con la capa de oso—. Vulgares ladrones.

—¿Cómo se te ocurrió decirme que desmontase?

—Hubiese sido un tremendo deshonor luchar a caballo, pues ellos iban a pie —contestó mirándolo como si fuese tonto.

—Pero, hombre, si eran cinco. No creo que fuese demasiado contar con alguna ventaja.

—Hubiese sido un deshonor —reiteró Branoc.

Marco no volvió sobre el tema; sabía que no había nada más inútil en este mundo que tratar que un celta cambiase su código de honor. Ya estaba a punto de enfundar su espada cuando una figura apareció tras Branoc, deslizándose tan silencioso como un fantasma.

Marco atravesó el claro a la carrera y sorprendió al desconocido por la espalda. Un poco más allá, entre los árboles, tres figuras se ocultaron entre la espesura. Branoc se volvió y, mirando el cadáver que yacía a sus pies, preguntó:

—¿Iba a matarme?

—O eso —replicó—, o quizá tuviese un modo raro de saludar a la gente...

Branoc montó de nuevo con la cabeza baja, dando una imagen muy sombría de sí mismo, más de lo habitual. Tan inusual que su laconismo se esfumó.

—Esto es un auténtico desastre —se lamentó alzando la mirada hacia el cielo—. Una tormenta... mi vida se ha vuelto un torbellino. Soy un fracaso, estoy en la ruina. Soy como un ciervo destripado en los yermos. Me siento enterrado bajo una avalancha de nieve... y todos los años transcurridos en esta verde tierra han sido inútiles, pues mis pedazos se resecan inertes bajo el sol.

—Bueno, hombre, no será para tanto —trató de consolarlo—. Quiero decir...

—No lo entiendes —dijo Branoc—. No me has salvado la vida una vez sino dos. Sólo hay una manera para pagártelo.

Marco se espantó pensando en las palabras del celta, pues según ellos quizá se dejase matar por él.

—No, hermano, tú no tienes que...

—Debo hacerlo —interrumpió—; la diosa así lo demanda.

Emprendieron el camino de vuelta. Branoc sumido en sus pensamientos y Marco renegando para sí de la testarudez de aquellos malditos celtas.

*

*

*

Otro día Marco se interesó por la familia de Branoc.

—¿Por qué no estás casado? —le preguntó.

—Lo estoy.

—¿De verdad? —preguntó con una sonrisa—. Lo siento, no lo sabía.

—Me ha dado dos hijos, y ni un solo disgusto —asintió con la cabeza—. Soy un hombre feliz.

—No, lo preguntaba porque como nunca hablas de ella...

—¿Para qué?

Marco se rió con ganas; desde luego que su hermano celta parecía más bien un espartano.

*

*

*

Muchas veces salían de caza y no pronunciaban una sola palabra desde el amanecer hasta el ocaso, no les hacía falta. Muchas veces un gesto era más que suficiente para entenderse y así evitaban que las presas huyesen hacia las profundidades del bosque, donde tendrían una gran ventaja sobre sus cazadores.

Marco sabía apreciar la silenciosa compañía del celta.

Disfrutaba con el canto de los frailecillos, el silbido del viento entre las peñas, el repiqueteo de los cascos de sus monturas sobre las rocas de los páramos y la serenidad del ambiente. Sí, le gustaba mucho. En alguna ocasión recordaba las bulliciosas cenas y fiestas en Londinium, las charlas, el politiqueo y las discusiones enconadas... también recordaba a Julia. Se preguntaba qué clase de chica sería, criada en aquel mundo de cotilleos, afeites e inevitables flirteos. No le importaba en absoluto.

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