Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XVIII

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Se internaron en otro ancho valle salpicado de montones de nieve, las rocas sobresalientes proyectaban sombras azules sobre ellos. En la hondonada abundaban las juncias y el suelo crujía aquí y allí bajo los cascos de los caballos a medida que éstos rompían la fina capa de hielo que lo cubría. Salieron del valle y vieron lo que se les avecinaba: afloramientos de granito tapizados con costras de liquen y las colinas al fondo, coronadas por espesos nubarrones negros; iba a ser un duro viaje.

El clima empeoró.

Se envolvieron en sus mantos y se cubrieron con las capuchas. Marco se detuvo hasta que Julia pasó a su lado, continuó y cabalgó junto a ella durante un trecho. La mujer montaba con la cabeza agachada para evitar las punzadas de la furiosa ventisca. Alzó la cara para saludar a su amigo; tenía el rostro pálido y demacrado. El militar podría haberle recordado que ya se lo había advertido, pero se abstuvo, un reproche no solucionaría nada.

—Branoc, nuestro guía, es un hombre de fiar, lo conocí hace mucho. Él encontrará el rastro de la partida que secuestró a Lucio. ¿Sabes una cosa? Cree que todavía está vivo.

—Pues claro que lo está —refunfuñó—. A ver si crees que he venido hasta aquí para llevarlo dentro de un ataúd de madera.

Todas las tardes, poco antes del ocaso, elegían un lugar apropiado y construían un rudimentario campamento para vivaquear: una escabrosa zanja y una simple empalizada de estacas afiladas rodeando las tiendas de piel. Julia debía ocupar ella sola una tienda y, como no había llevado ninguna, los hombres tuvieron que apretujarse un poco más. Nadie protestó, pero todos pensaban que era una auténtica locura haber traído a la mujer, aunque comenzaron a mirarla de otro modo cuando supieron que era la sobrina del cuestor. Los legionarios admiraban el valor.

La guardia la formaban turnos de doce centinelas. Cennla se tumbaba a la entrada de la tienda de su ama, como un perro, y pasaba allí la noche. Por las mañanas se despertaba con las mantas cubiertas de escarcha. Estaba completamente loco.

Cada noche, Julia oraba en la intimidad de su tienda por su tío y por los valientes legionarios que la acompañaban; rogaba por sus almas y para que no sufriesen daño alguno. Tomaba su amuleto con las manos y cerraba los ojos rezando con gran fervor. Necesitarían toda la ayuda que pudiesen obtener.

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—Llevamos cinco días de marcha y ni una sola pista —dijo Milo—. La última vez que una patrulla romana pisó estos parajes fue hace siglos.

Era su modo de preguntarle a Marco hasta dónde pensaba llevarlos y si en realidad confiaba en Branoc.

—Los encontraremos —afirmó Marco—. Pronto encontraremos un rastro. Branoc es muy bueno. Le confiaría mi vida.

El guía cabalgaba en cabeza, al filo de una cresta cubierta de nieve. El terreno cambió. Los ondulados brezales, con sus mullidas hojas rojizas, dieron paso a un paraje más rocoso, plagado de pequeños collados, de negros picachos, de riscos y peñascos. Cruzando un estrecho desfiladero, pedregoso y resbaladizo, uno de los ponis tropezó y varios cascotes de piedra fueron lanzados al vacío, al fondo del valle situado muchas brazas por debajo de ellos.

—¡Mantened firmes las monturas! —advirtió Marco.

Al día siguiente sucedió algo parecido; sólo que esta vez el animal cayó al suelo sobre uno de sus cuartos traseros y a los pocos pasos comenzó a cojear. Marco desmontó para examinarlo.

—Se acabó, hay que sacrificarlo —anunció.

Dos legionarios tiraron al suelo al pobre animal y lo mataron. Aquella noche hubo asado de carne fresca en el campamento. El jinete del poni, al no disponer de más monturas, tuvo que continuar la marcha a pie. Un día más tarde vieron unos cadáveres descarnados en una quebrada por debajo de ellos. Branoc descendió a medio galope y volvió muy serio.

—Han cambiado el rumbo. —Tras meditar unos instantes, propuso—: Tomemos otro camino, conozco un poblado cerca de aquí.

Bien entrada la tarde llegaron a un pueblo situado en un profundo y angosto valle, ensombrecido por las montañas circundantes. Los romanos apenas podían reconocer en ello algo que se asemejase a lo que ellos entendían por un pueblo. No veían más que un puñado de chozas recubiertas de barro hacinadas dentro de un recinto delimitado por una débil empalizada de estacas y una zanja. Los habitantes les recordaban a una de esas manadas de animales que se juntan para defenderse, esperando, resignados a su suerte, viviendo con la vana esperanza de que los depredadores que merodeaban fuera del valle no los advirtiesen y llegaran hasta allí para devorarlos.

Branoc les rogó que lo esperasen. El explorador entró en el poblado y salió poco después.

—Sé dónde está tu padre —anunció. Seguía negándose a usar el término «tutor».

—¿Está vivo?

—Sí.

—Bien, por fin una buena noticia.

—No, no tan buena.

—Explícate, hermano.

El caballo de Branoc relinchó inquieto. El guía lo miró y luego volvió la vista a Marco.

—Pasaremos la noche aquí. Te lo contarán todo.

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