Julia

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El conde guardó silencio mientras la frialdad crecía en sus ojos. Cuando habló al fin, su voz resultó tan gélida como su expresión.

—Dígame, ¿de qué clase de arroyo infecto ha salido alguien como usted, que pretende aprovecharse de la familia de un joven que no lleva ni una semana en la tumba? Parece demasiado joven para dedicarse a esa clase de jueguecitos, así que alguien debe de haberla contratado. Vamos, admítalo, y acabemos con esta farsa. Más le vale, porque de mí no va a conseguir ni un penique.

—Dígame si... ¿Timothy tuvo un funeral como es debido? —preguntó ella casi en voz baja.

La idea de que el joven de rostro dulce descansara en una tumba le resultaba reconfortante, a pesar de los insultos del conde.

El conde entornó los ojos.

—Le vuelvo a sugerir que admita la mentira y acabe de una vez. ¿Sabe que lo que está intentando se llama fraude y que está penado con muchos años de prisión en Newgate?

Jewel tragó saliva y abrió los ojos al comprender la amenaza. Para la gente de los barrios bajos de Londres, Newgate era un lugar más aterrador que el mismísimo infierno.

—Pero ¡es la

verdá! Timothy Stratham se casó conmigo y me dijo que trajera el

certificao al conde de Moorland, quien dice usted que es. Me dijo: «El viejo Seb se llevará un buen chasco», y se echó a reír.

El hermoso rostro del conde se tensó como si estuviera tratando de negar alguna emoción indeseada. Y luego, de manera igualmente repentina, se vació de toda expresión que dejó paso a una fría indiferencia. Se recostó en el respaldo del sillón sin apartar los ojos de ella.

—Usted comienza a interesarme. Supongamos que me cuenta esta extraordinaria historia desde el principio, y sobre todo, ¡dígame la verdad!

Jewel se irguió indignada.

—¡Yo no miento!

—Eso ya lo veremos, ¿no? —dijo el conde, que, indignado, la miraba a la cara sin ningún reparo—. Y ahora, explíqueme todo este asunto, por favor. A no ser que quiera que la echen de aquí a patadas, claro.

—¿Usted y qué ejército? —masculló Jewel para sí.

Pero cuando el conde la observó de esa manera tan inquietante, comenzó de inmediato a relatarle lo sucedido, aunque con alguna ligera modificación. Así, le contó cómo había llegado a casarse con Timothy Stratham. En su versión de los hechos, ella no era más que una transeúnte que se había topado en la calle con un pobre hombre herido y lo había ayudado. Al terminar su relato con el nombre del padre Simon y su dirección, vio que de nuevo el conde alzaba levemente las cejas. Ella se mordisqueó el labio. ¿Se le habría escapado algo que no debería haber dicho?

—Así que usted cuidó de él mientras agonizaba —repuso el conde, pensativo, una vez ella hubo acabado. Aún seguía recostado en el sillón, pero los ojos con que la miraba permanecían muy alerta—. Y se aprovechó de la debilidad de mi primo en su lecho de muerte para convencerlo de que se casara con usted. ¿No fue eso lo que ocurrió?

—¡N... no! —balbuceó Jewel, aliviada de que fuera esa parte de la historia la que él había elegido para cuestionarla. ¡Ahí sí era del todo inocente!—. Timothy dijo que quería recompensarme por cuidarlo, pero los ladrones se le habían

llevao too el dinero y me dijo que entonces se casaría conmigo. Dijo que así me arreglaría

toa la vida.

—Oh, eso dijo, ¿verdad? —El conde entrecerró los ojos. Estaba a punto de continuar hablando cuando la puerta del estudio se abrió después de poco más que una llamada de cumplido.

—Sebastian, Caroline me ha dicho que te niegas a reunirte con nuestros invitados. No me sorprende, está en línea con tu habitual grosería, pero en esta ocasión debo insistir. Lord Portmouth está entre ellos y ya sabes que es tu padrino. No puedes ser tan grosero como para menospreciarlo.

—Vaya, pues claro que puedo, madre. Tú más que nadie deberías saberlo —le espetó el conde con una fría sonrisa a la severa mujer que se hallaba en la puerta.

Su actitud se parecía tanto a la de él que Jewel hubiera sabido quién era aunque él no la hubiera llamado «madre». La mujer tenía su misma constitución, las mismas facciones perfectas de porcelana, incluso el mismo color de piel, aunque la edad hubiera vuelto plateado su cabello y unas finas arrugas se dibujaran sobre su inmaculado cutis. Lucía un vestido de seda negra con cuello alto y manga larga, sólo adornado por un brillante broche de ónix en el cuello. Todavía parecía atractiva, como su hijo. Sólo su voz, con su tono de insatisfacción petulante, difería de la de él.

—La verdad, Sebastian, que corran ciertos rumores desagradables sobre ti en relación con la muerte de Elizabeth no es razón suficiente para que te apartes de la sociedad. ¿O es que te preocupa que alguien te pregunte sobre tu hija retrasada? Ya deberías estar acostumbrado... Cielos, ¿qué es eso?

Jewel se había vuelto en la silla para ver mejor a la mujer mientras hablaba, y su movimiento había captado la atención de la dama. Ésta se quedó mirándola con repugnancia, y ella le devolvió la mirada con interés. A pesar de los fríos modales del conde y de sus insultos, tuvo la sensación de que, en aquel instante, se ponía de su lado en lo que percibía que era una batalla continua contra el témpano de su madre.

—Prepárate para llevarte una fuerte impresión, madre —dijo el conde con una mueca ligeramente maliciosa en los labios—. Esta muchacha es un nuevo miembro de nuestra feliz familia; la viuda de Timothy, para ser exactos. Ah, Jewel, puedes hacerle una reverencia a tu nueva prima, mi madre, la condesa de Moorland.

—Sebastian, ya estoy cansada de tus trucos infantiles, así que ¡te lo advierto! Si quieres hacer que me crea algo tan absurdo...

—Oh, pero es que es cierto, madre. Te lo aseguro. Aquí mismo tengo el certificado de matrimonio —dijo el conde, que parecía estar disfrutando.

Jewel, en vez de seguir la recomendación de aquel hombre de hacerle una reverencia a su madre, no dejaba de mirarla, asombrada.

—Sebastian, si es otro de tus trucos para molestarme...

—En absoluto, madre. Puedes comprobarlo por ti misma, si así lo deseas —añadió, tendiéndole el certificado.

Con movimientos cuidadosamente controlados, la condesa cruzó la sala y cogió el documento de sus manos. Mientras lo leía, su rostro se contrajo con el mismo ceño fruncido que ya antes había visto en los rasgos del conde.

—¿Y vas a permitir que esta... esta criatura te engañe con algo así? Ni siquiera vale el papel en que está escrito.

—¿Quién se cree

usté...? —comenzó Jewel, indignada, pero el conde la silenció con una mirada y una mano alzada.

—Guarde silencio —le dijo. Para su propia sorpresa, ella le obedeció—. Curiosamente —continuó él—, creo que el documento es auténtico.

Su madre le lanzó una mirada furiosa, y él le sonrió como si nada.

—Incluso si obligó a Timothy a casarse, sólo tenemos que echarla, y no pasará nada. Con él muerto, ¿quién va a prestarle atención? Además, tenemos el certificado —dijo la condesa, lanzándole una mirada astuta—. Ha sido una estupidez por tu parte entregarnos este documento, muchacha. Sin esto, ¿qué pruebas tienes?

—Vaya, madre, ¿qué más pruebas necesitas aparte de que yo esté dispuesto a aceptarla como la viuda de Timothy?

La condesa hizo un ruido grave y ahogado mirando a su hijo.

—No puedes. Sebastian, sólo lo haces para fastidiarme. Oh, ¿qué he hecho, Dios, para tener un hijo así?

—Ha sido mala suerte, ¿no?, que no muriera yo en vez de Edward, ¿verdad?

—Sebastian, no puedes...

—Oh, sí puedo —replicó él con suavidad, sin apartar los ojos de su madre—. Y lo haré. Y, querida madre, no hay absolutamente nada que puedas hacer para impedírmelo.

La condesa lo miró furiosa. Jewel hubiera jurado que veía odio en los ojos de la mujer. Pero ninguna madre odiaría a su propia sangre, ¿o sí?

—Si sigues adelante con esto, lo lamentarás, te lo prometo —le amenazó la condesa en un tono de voz ahogado por la rabia. Volvió la mirada y la clavó en Jewel—. Y si usted espera que esta familia la llegue a aceptar alguna vez, por no hablar de los demás...

—Pero es que pretendo ocuparme de eso, madre —ronroneó el conde.

Ante su respuesta, la condesa le dio la espalda y salió furiosa de la sala dando un portazo.

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