Julia

Julia


Julia » 23

Página 31 de 48

—POR favor, no te tomes muy a pecho el comportamiento de Margaret —dijo Caroline muy seria.

Habían pasado dos semanas, y Caroline y Julia estaban esperando en el vestíbulo de la casa de Grosvenor Square a la condesa madre, a quien su nuera llamaba por su nombre de pila. Era por la tarde y se dirigían a una velada social.

La reunión marcaría la primera incursión de Julia en sociedad. Se había unido a Caroline y la condesa cuando habían recibido visitas por la tarde y había acompañado a la primera a otras casas. La condesa había aducido un severo dolor de cabeza en esas ocasiones, que habían sido dos, igual que había dicho padecer uno ese mismo día. Sebastian estaba saliendo para ir a cenar en su club cuando Wigham, la doncella personal de su madre, bajó para comunicar las disculpas de la condesa a Caroline y Julia. De inmediato, el conde se volvió en redondo y regresó arriba para hablar con su madre en sus aposentos.

El resultado de todo aquello fue que Caroline y Julia seguían esperando en la entrada mientras la condesa se acicalaba con rapidez. Sebastian ya se había marchado, al parecer lo suficientemente confiado con lo que le había dicho a su madre para no tener la necesidad de quedarse y asegurarse de que se cumplían sus deseos.

Julia odiaba ser la manzana de la discordia entre Sebastian y su madre. Esa noche, que le había parecido tan emocionante mientras se ponía un brillante vestido de seda azul ribeteado con metros de encaje color crema, se había vuelto triste y sosa. Pero se recordó que la condesa sería sólo uno de los muchos obstáculos que tendría que superar para conseguir a Sebastian. Visto así, la silenciosa hostilidad de aquella mujer podía tolerarse, y hasta casi olvidarse. El resto de la alta sociedad, al menos aquellos a los que había conocido, parecían estar más que dispuestos a aceptarla por lo que era: la viuda del sobrino de la condesa.

La primera ocasión en que se había hallado sentada en el salón principal con Caroline y la condesa, esperando a las visitas de la tarde, estaba tan nerviosa por el temor de traicionarse a sí misma que le habían temblado las rodillas. Pero cuando la condesa había explicado, con una tensa sonrisita, que la «querida Julia» había llegado hacía poco del campo, donde había conocido a Timothy y se había casado con él, y donde había permanecido durante el año de luto obligatorio, se había encontrado con educadas expresiones de compasión por la muerte de su esposo y nada más. Nadie se había levantado para acusarla de ser una advenediza impuesta a la alta sociedad; nadie había parecido escandalizarse u horrorizarse por su forma de hablar o su comportamiento. Para su asombro, la habían aceptado sin reservas. Como si fuera la auténtica dama que pretendía ser.

Sorprendentemente, Caroline se había mostrado muy amistosa. Al principio, había recelado de la facilidad con la que parecía aceptarla, pero poco a poco había llegado a pensar que Caroline carecía de malicia. Era un poco cabeza hueca; sólo hacía falta ver el modo en que prestaba atención a cada palabra de Sebastian como si viniera del cielo; pero era dulce por naturaleza y pensó que acabaría apreciándola de verdad. Aunque la joven viuda era unos doce años mayor que ella, aún era muy bonita, rubia y de ojos azules, como era la moda. Julia había llegado a creer que la razón por la que la cuñada de Sebastian estaba tan dispuesta a llevarla con ella era porque se complementaban perfectamente: Caroline, alta y delgada como un junco, vestida con los suaves tonos pastel que tan bien le sentaban a su palidez, y Julia, más baja y curvilínea, con el cabello de ébano y la piel de marfil, ataviada en tonos más intensos. Juntas eran como un estudio en contrastes, como Caroline había comentado en un tono pensativo en una ocasión en que ambas se habían visto reflejadas en un espejo. Pero fuera cual fuese la razón, la amistad de aquella mujer era muy bienvenida. Resultaba un agradable antídoto contra la fría cortesía de Sebastian y la hostilidad abierta de su madre.

Ver a la condesa descendiendo por la escalera acabó con sus cavilaciones. La mujer vestía de brillante seda plateada y lucía maravillosa a pesar del ceño fruncido que estropeaba su rostro, aún muy bello. «Sebastian también envejecerá bien», se le ocurrió pensar a Julia, y entonces la condesa llegó al final de la escalera y pasó entre ellas sin decir una palabra.

Smathers corrió a abrir la puerta antes de que ella llegara. Caroline le lanzó una mirada de disculpa a Julia y luego las dos jóvenes siguieron afuera a la condesa. Un tenso silencio reinó en el carruaje durante el corto trayecto de la casa de los Peyton a la residencia de lady Frayne, donde tenía lugar la velada. Julia, que se sentía cada vez más inquieta sentada en el fondo del carruaje, deseaba que Sebastian hubiera estado allí, lo que no dejaba de ser ridículo. Enfadado con ella o no, sabía que podía contar con su apoyo pasara lo que pasase. En ese momento, cuando se sentía como Daniel a punto de ser arrojado a los leones, sólo tenía a Caroline, que era amable pero débil, y a la condesa, que la despreciaba abiertamente.

Entonces el carruaje se detuvo y antes de que Julia se diera cuenta ya estaban entrando en el salón de lady Frayne. Como se habían retrasado al tener que esperar a la condesa, cuando llegaron, la velada ya había empezado y una gruesa dama ya estaba sentada ante los reunidos con una arpa entre las manos, preparada para tocar y cantar. Aparte de una sonrisa de bienvenida de la anfitriona y de los amistosos gestos de cabeza de aquellos entre los invitados que eran especialmente amigos de una u otra dama, casi nadie se fijó en ellas mientras se sentaban.

Cuando acabó el recital, en el que la intérprete había cantado ópera, algo que Julia fue totalmente incapaz de apreciar, se sentía mucho más cómoda. Casi estaba relajada cuando se levantó con el resto de los invitados y se retiraron todos hacia las mesas donde se había servido el refrigerio. La condesa y Caroline circulaban entre los presentes, y Julia sabía que debía unirse a una o a la otra. Pero en ese momento sólo quería quedarse atrás y observar.

Era una fiesta pequeña para lo habitual en la alta sociedad, con quizá poco más de cincuenta asistentes. Pero los invitados eran la crème de la crème y mientras Julia observaba a toda esa gente espléndida reír, coquetear y charlar, tuvo la repentina sensación de estar atrapada en un sueño. En sus días de golfilla sin techo, nunca hubiera logrado imaginarse una reunión así. Jamás, ni en sus mejores sueños, se le habría ocurrido que pudiera encontrarse vestida de seda y encaje, habiendo olvidado lo que era tener hambre, en medio de un nutrido grupo de la clase de gente a la que solía robarle la cartera. Parpadeó para regresar al presente. En aquel entonces, había sido otra persona, alguien que ya no existía. Ahora era Julia Stratham, y aquel brillante espectáculo, su mundo.

Julia se tragó el último trozo del pastelillo sin saborearlo. Vio a Caroline, charlando alegremente en un grupo de cuatro mujeres que incluía a una rolliza rubia vestida de rosa, a la que recordaba vagamente haber sido presentada durante una de las tardes que habían recibido visitas en casa; a un esmirriado caballero de alegre sonrisa y a otro más alto, algo mayor, de cabello negro y sonrisa amable. Pero antes de que pudiera ir a reunirse con ellos, Caroline ya estaba apartando al caballero mayor del grupo y lo llevaba hacia ella.

—Julia, lord Carlyle me ha pedido que te lo presente, así que aquí me ves cumpliendo con mi obligación de carabina. Lord Carlyle, le presento a la señora Julia Stratham, mi prima política.

—¿Cómo está usted, señora Stratham? —Julia le tendió la mano sonriendo. Lord Carlyle se la cogió y le hizo una inclinación con una lenta sonrisa que a Julia le gustó al instante. Luego volvió esa misma sonrisa hacia Caroline—. Es usted demasiado joven y demasiado bonita para hacer de carabina, señora Peyton. Es más, apostaría que las dos damas más encantadoras en sociedad este año, serán dos viudas y no dos debutantes.

—¡Me halaga, caballero! —Julia ofreció una tímida sonrisa a ese enorme hombre, que le había gustado nada más hablar con él.

—¡Oh, y a mí! —Caroline se estaba comportando de un modo demasiado animado, pensó al ver lo coloradas que tenía las mejillas y oír el tono chillón de su voz—. Pero Julia me eclipsa. Es tan joven y dulce, mientras que yo... me temo que debo de parecer vieja en comparación.

—Usted nunca podría parecer vieja, señora Peyton —le aseguró lord Carlyle con galantería, y Caroline soltó una risita.

Julia la miró sorprendida. Durante las dos semanas en que había estado acompañando a su «prima», nunca la había visto mostrar interés por ningún hombre. Pero en ese momento estaba prácticamente coqueteando con lord Carlyle.

Sin embargo, el caballero volvió sus ojos grises hacia Julia y escuchó sus pocas palabras como si fueran perlas de sabiduría.

«Vaya, le gusto», pensó Julia, y sintió un leve escalofrío de placer. Si podía despertar el interés de un caballero como lord Carlyle, entonces quizá estuviera más cerca de lo que pensaba de lograr su objetivo.

—¿Verdad que madame Crieza está cantando muy bien? —comentó Caroline en una voz apagada mientras iban a sus asientos de nuevo.

Lord Carlyle asintió con una sonrisa. Y Julia pensó de nuevo en cuánto le quedaba aún para ser una dama de verdad y no sólo de nombre. A ella, la voz de la fabulosa diva le resultaba tan agradable como el maullido de un gato. Pero, al parecer, la gente de buena cuna disfrutaba con aquello.

Al final de la velada, le dolía la cabeza. Se despidió educadamente de la anfitriona y de los otros invitados con los que había tenido ocasión de hablar y sonrió a lord Carlyle. «Es un hombre muy agradable», pensó, y luego se olvidó de él mientras seguía a la condesa y a Caroline al carruaje. Lo bueno de no gustarle a la condesa era que, al menos, volverían a casa en silencio, y podría recuperarse de ese terrible dolor de cabeza.

Pero no fue así. Caroline no paraba de hablar, y el tiempo que no ocupó en alabar el espectáculo lo pasó ensalzando las virtudes de lord Carlyle.

—Es tan apuesto, ¿no te parece? —trinó—. Tan distinguido y tan hombre. Exactamente como a mí me gusta que sean los caballeros, ¿no crees, Julia?

—Me ha parecido muy agradable —respondió ésta a media voz, deseando que Caroline se callara y que las ruedas del carruaje no rebotaran tanto sobre los adoquines.

—¡Muy agradable! —Caroline parecía escandalizada—. Pero ¡si se le considera un gran partido! Lleva años asistiendo a las reuniones de la alta sociedad, desde que murió su esposa, y nunca antes le he oído pedir que le presentaran a ninguna dama. Debes de haberle causado una gran impresión.

—Julia parece causar bastante... impresión en los viudos, ¿no crees? —dijo la condesa con frialdad.

Aunque en su cara no se dibujaba expresión alguna, su mirada resultaba de lo más maliciosa. Sólo podía querer dar a entender una cosa, claro. Igual que Julia había atraído la atención de lord Carlyle, también había atraído la de Sebastian. Julia, que notó que le comenzaban a arder las mejillas por esa acusación indirecta, agradeció de repente la incansable cháchara de Caroline.

—Su esposa era morena, como tú. Le deben de gustar las morenas. ¿No sería maravilloso que se interesara por ti? Te llevarías un gran partido. Además de ser lord Carlyle, que es un título que existe casi desde la conquista normanda, y de ser un caballero muy atractivo, sus arcas están repletas y nunca le escatimaba nada a su difunta esposa. Claro que están los hijos; tiene tres. Pero Sebastian mencionó que habías pasado ratos con Chloe, así que te deben de gustar los niños. Pobre chiquilla, Chloe, quiero decir que...

—¿Por qué no dejas de decir tonterías, Caroline? —La condesa no fruncía el ceño, pero la mirada que le echó a su nuera estaba cargada de desdén. Luego, esos ojos azules tan iguales a los de Sebastian se volvieron hacia Julia—. ¿Cómo no iba a mostrar la señorita Stratham su supuesto interés por Chloe? Sería tonta si no lo hubiera hecho. Pero no te va a servir de nada tratar de atrapar a Sebastian utilizando a su hija, muchacha. Al igual que yo, no es un padre cariñoso. Debe de ser que lo llevamos en la sangre.

—Sebastian y usted se parecen mucho —aceptó Caroline, y luego pareció horrorizada por lo que había dicho—. Sin embargo, no creo que él no le tenga cariño a Chloe, porque seguro que se lo tiene, ni que usted no se lo tenga a él, porque sé que se lo tiene, Margaret, en el fondo...

—Eres una tonta, Caroline —replicó la condesa con una precisión escalofriante, mirando de nuevo a su nuera—. Desprecio a Sebastian, igual que él desprecia a su hija. Edward era mi favorito. Si Sebastian no se pareciera tanto a mí, juraría que la comadrona me lo cambió por otro. Tiene todo lo que me desagrada: es frío, arrogante, cruel...

—Muy parecido a usted, ¿no? —le espetó Julia, incapaz de escuchar esa fría acusación en silencio.

Sebastian no estaba allí para defenderse. Por lo tanto, ella lo haría por él. No podía soportar oír cómo lo insultaban, y menos aún que lo hiciera alguien que debería quererle.

Los gélidos ojos de la condesa se encontraron con los dorados de Julia.

—Te tiene robado el corazón, ¿verdad? Eres más tonta de lo que creía. Sebastian no siente nada similar por ti. No forma parte de su carácter. Nunca le he visto mostrar cariño hacia nadie. A mí, su madre, me desprecia. Su único hermano no le gustaba y desdeñaba a su padre, quien admito que se lo merecía. Yo sentía lo mismo por él. Y a esa pobre esposa delgaducha que tuvo, la trataba con educación, pero nada más. Y en cuanto a su hija, me da risa pensar en esa pobre chiquilla. Sebastian se casó para tener un hijo, un hijo que llevara nuestro nombre, y lo que consiguió fue una niña que ni siquiera es normal sino un monstruo. Porque ella...

—¡Calle! —Julia no quería seguir oyendo a esa mujer escupiendo veneno—. ¿Cómo se atreve a hablar de ella así? ¡Chloe no es ningún monstruo, sino una niña encantadora! Y si Sebastian no puede sentir afecto por ella, ¿de quién es la culpa? De usted, vieja desagradable, porque nunca le ha enseñado a hacerlo. ¡Debería avergonzarse! —Los rostros de Chloe y Sebastian se le dibujaron en la mente. Chloe, una niña que necesitaba amor desesperadamente. Sebastian, un hombre adulto con la misma necesidad. Que esa mujer, la madre del uno y la abuela de la otra, pudiera negarles el afecto al que tenían derecho, la enfurecía. Puede que el conde fuera tan cerrado en sus sentimientos que ni siquiera se defendiera de su madre, pero ella no vacilaría en hacerlo.

La condesa la estaba mirando como si tuviera dos cabezas. Al parecer, no estaba acostumbrada a que le gritasen, o a que le hablasen como la joven acababa de hacerlo. Sebastian siempre era educado con ella, y frío, incluso cuando la estaba amenazando. Pero Julia no sintió ni el más mínimo remordimiento por lo que le acababa de decir a aquella mujer ni por la manera en que se lo había dicho. Miró a la condesa a los ojos sin titubear y no prestó atención a los balbuceos de Caroline, que horrorizada trataba de destensar la situación.

—Deja de carraspear, Caroline, pareces un pollo con el cuello retorcido —dijo la condesa con frialdad, sin apartar la mirada de Julia.

Ésta se dio cuenta de que esos ojos azules ya no le recordaban a los de Sebastian, mientras los miraba sin ningún reparo. Los ojos de él habían expresado muchas cosas desde que lo había conocido, pero nunca eso, nunca maldad.

—Lamentarás haberme hablado así —la amenazó la condesa al fin.

Ella notó cómo un escalofrío le recorría la espada mientras el carruaje se detenía frente a la casa.

Ir a la siguiente página

Report Page