Julia

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CAPITULO IX

El emperador quiso marcharse, no sin antes haber exprimido con su codicia la ciudad de Londinium. Finalmente se fue, sí, pero con sus carros de impedimenta repletos, chirriando bajo la pesada carga de los regalos: armas de hierro de Wealden, platería de Mendip y la Britannia Prima, joyas de azabache provenientes de Whitby, pieles de oso de Caledonia, una docena de sabuesos de Hibernia y todo un guardarropa de los mejores y más elaborados mantos de lana británica.

La ciudad pareció suspirar de alivio cuando el emperador partió hacia Roma. Sus ciudadanos lo despidieron con juramentos de fidelidad e inmediatamente retomaron la afición favorita de los hombres y mujeres de esa ciudad, su única y verdadera religión compartida por todos: el deber, casi sagrado, de amasar dinero.

* * *

Una soleada mañana de primavera, tras haber pasado la mayor parte de ella bajo la tutela de Hermógenes, Julia salió al huerto con intención de jugar un rato con Ahenobarbus. Allí se dio de bruces con un niño, un desconocido.

—¿Y tú quién eres? —preguntó frunciendo el ceño, con cara de pocos amigos.

—¿Quién eres tú?

—Yo he preguntado primero.

El niño frotó una de sus sandalias contra la tibia, cabizbajo. Tras pensárselo un rato miró a Julia a los ojos y refunfuñó:

—Marco.

—Muy bien, Marco, ¿se puede saber qué estás haciendo en mi huerto? ¿Dónde está Ahenobarbus?

—No es tu jardín —replicó recalcando el «tu»—. Esta casa pertenece a Quintiliano, el cuestor. Por cierto, ¿quién es Ahenobarbus?

—Todavía no has contestado a mi pregunta, ¿qué estás haciendo aquí? Quiero jugar y tú me estás molestando.

—Pues vale, yo vivo aquí.

—No es verdad.

—Sí que lo es.

—No, de ninguna manera.

—Creo que me estoy hartando de esta conversación —concluyó el niño con un suspiro.

Julia se mordió el labio inferior. No se le ocurría una respuesta adecuada, pues el chico le sacaba más de una cabeza de altura y, además, su expresión era tan dura como la de ella.

—Mi tío no necesita más esclavos.

—Mira por dónde... ¿Tengo aspecto de ser un esclavo?

—Pues sí. Y hueles como uno de ellos.

—Pues tus modales son propios de una esclava, dicho sea de paso. Soy el pupilo de Quintiliano.

—¿Qué quieres decir con eso de «pupilo»? —preguntó desconfiada.

—Que él es mi tutor legal. En otras palabras, Quintiliano ha accedido a darme cobijo.

—¿Y tus padres?

—Muertos —fue la seca respuesta del chico.

—Oh, vaya —Julia deambuló por el jardín sin saber qué decir, se arrodilló y recogió un ramo de margaritas y preguntó muy seria—: ¿Cómo murieron?

—Mi madre falleció cuando me dio a luz —el chico se agarró de un salto a la rama de un cerezo y se balanceó despreocupado—. Mi padre murió hace poco. Era amigo de Quintiliano.

—¿Cómo murió?

—Murió en combate; lo mataron sus heridas.

Julia se puso en pie y lo miró fijamente. El chico se dejó caer al suelo y continuó hablando con voz tranquila:

—Era el tribuno militar de la VI legión, en Eburacum, y podría haber sido nombrado legado de la VI legión... pero murió en la campaña que el emperador en persona dirigió contra los pictos. Salió en una expedición y recibió un flechazo en el muslo. Nadie le concedió mucha importancia, pues era un hombre valiente y no se quejó de la herida —el chico hizo una pausa y, enderezando sus hombros para controlar la respiración, continuó—: Pero la herida se emponzoñó y el médico de campaña no pudo hacer nada para atajar la infección. Murió el mes pasado, el mismo día que Julio César —la niña la miró perpleja—. En los idus de marzo —explicó.

Julia se quedó pensativa, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente optó por ofrecerle su ramo de margaritas. El niño las tomó y, tras mirarlas un rato, las estrujó y las tiró al suelo.

—¿Qué querías que hiciera con esas flores? —le espetó. Marco, sin añadir nada más, se volvió y se alejó corriendo entre los cerezos.

Julia lo siguió un rato con la mirada y se puso a buscar a Ahenobarbus.

* * *

Aquella misma tarde Lucio llamó a Julia a la biblioteca y le anunció que tenía a un nuevo chico bajo su tutela.

—Su nombre es Marco Flavio Aquila.

—Ya nos conocemos, tío.

—Publio, su padre, y yo fuimos grandes amigos —continuó—. Nos conocimos en Roma y allí se fraguó nuestra amistad. Yo le prometí que, si algo malo le sucediese, me haría cargo de su hijo menor tal como, lamentablemente, ha sucedido —dijo mientras le quitaba el precinto a una carta que tenía sobre la mesa—. Marco tiene dos hermanos lo suficientemente mayores para valerse por sí mismos. Ambos sirven en la IV legión Scythica, allá en la frontera oriental. Sin duda, Marco también seguirá la carrera militar, no me cabe duda alguna, pero, de momento, sólo es un niño —frunció el ceño intentando recordar—. Debe tener doce o trece años, no más. Vivirá con nosotros hasta que pueda enrolarse en la legión y mientras tanto recibirá instrucción de Hermógenes, al igual que tú.

Julia suspiró.

—Espero que os llevéis bien —la niña creyó vislumbrar un brillo de divertimento en los ojos de su tío—. Ahora vete a cenar, ya es hora.

* * *

Cuando Julia abandonó la estancia, Lucio se sentó, dispuesto a proseguir con sus asuntos. Abrió una carta que pertenecía a otro buen amigo, un tal Vidalio, residente en el sur de Italia, cerca de Neapolis.

Sus cartas siempre eran entretenidas, con una razonable dosis de sarcasmo y a veces peligrosas en su contenido. El amigo de Lucio era un feroz crítico de la religión cristiana y siempre se refería a las iglesias como «los osarios». Tales chanzas podrían hacer que un hombre se viese envuelto en serios problemas, pero a Vidalio las cosas le iban estupendamente gracias a la tupida y poderosa red de influencias que poseía entre los más importantes patricios de Roma y Mediolanum; es más, parecía inmune a cualquier tipo de represalia.

La misiva le hizo recordar a Lucio los maravillosos veranos pasados en compañía de su amigo, años atrás, lejos del calor y el bullicio de Roma, en la mansión que poseía Vidalio sobre los blancos acantilados de la bahía de Neapolis. Allí, ambos se dedicaban, o eso les gustaba pensar, a vivir según las normas propuestas por Cicerón en su Tusculanarum Disputationem: todo otium cum dignitate, descansar con dignidad, en otras palabras: buen vino y agudas charlas filosóficas. Fue una vida de excesos y egoísmo, pero una buena vida mientras duró.

Solían sentarse a contemplar cómo el sol se ponía en el horizonte, más allá de la isla de Capri. La vista de la hermosa Capri le recordaba a Vidalio los tiempos del cruel emperador Tiberio, y siempre hablaba de ello como si lo hubiese vivido, pues, aunque habían pasado más de trescientos años, para él no contaba el tiempo.

—Aquellos perversos juegos que solía tener con sus spintriae y los niñitos, a los que llamaba «sus pececitos» —decía Vidalio riéndose entre dientes—. Le gustaba que bucearan y le mordisquearan entre las piernas.

Sentía pasión por la capacidad de vicio y maldad de los hombres, casi tanta como por las muestras de estupidez de algunos de sus congéneres. Esas cosas le gustaban tanto como una trufa a un epicúreo.

Lucio y Vidalio eran dos caracteres totalmente opuestos. Aunque ambos compartían un resignado pesimismo ante los pasos que estaba dando el imperio, sus formas de expresarlo eran diametralmente opuestas. Si el mundo entero fuese pasto de las llamas, Vidalio sería de los que se acercarían a calentarse las manos, mientras Lucio caería en una profunda y amarga depresión.

Lucio siempre había intuido que no podía confiar en Vidalio, por mucho que apreciara su compañía y disfrutase con su conversación. Su amigo podía abandonar la encalada y lujosa villa donde vivía, situada sobre los níveos acantilados de la brillante bahía de Neapolis, y sin ningún tipo de reparo iría al circo, sucio y jubiloso como si de un vulgar plebeyo se tratase, a disfrutar de una sangrienta tarde de luchas.

Vidalio había dedicado bastante tiempo a analizar los entretenimientos y espectáculos populares y, por supuesto, tenía una opinión formada sobre ello.

—Dale a la gente lo que pide y pronto pedirán lo que les das —dijo una vez—. Chabacanería, sexo y violencia, orgías, torturas... la típica carnaza de Suetonio. Y pensar... y pensar que el vulgo piensa que si un hombre rico les da pan y circo es porque los ama... de simple que es, llega a ser patético. Es obvio que ofrecer tales divertimentos no es sino mostrar cuánto los desprecias pero... pero, lo queramos o no, vox populi, vox dei, ¿cierto? Y sin lugar a dudas, el poder, el auténtico poder, reside en el pueblo, en la plebe. Los puedes despreciar tanto como gustes, pero eso sí, procura que no se note.

«Recuerda:

»Y ahora están esos adoradores de cadáveres... o cristianos, como creo que hay que llamarlos.

—Nuestro sagrado emperador es uno de ellos —apuntó Lucio.

—Ah, sí —convino, a punto de reventar de risa—. Nuestro sacrosanto emperador Constantino, santificado tras su milagrosa visión antes de la batalla del puente Milvio. Parece ser que se le apareció el dios de los judíos y le dijo algo así como: «escucha, compañero, dales fuerte con la cruz y ya verás cómo ganas». Las palabras literales de la deidad fueron In hoc signo vinces, según algunos, pero no importa. Se obró un milagro, sí señor. Puedo jurarlo —al llegar a ese punto le daba una risilla nerviosa e incontrolada muy divertida.

El texto que tenía en las manos mostraba a un Vidalio un poco distinto al que fue, pero no mucho. Seguía conservando su lucidez ante los hechos y apenas una pizca de prudencia que, al final, era lo que contaba.

Recordaba una vez que hablaron acerca de recapacitar, de hacer un examen de conciencia, como decían los cristianos. El asunto consistía en escrutar diariamente las más oscuras profundidades del alma de cada uno e intentar dominar las extrañas, y a veces monstruosas criaturas que allí perduraban. Para Vidalio, la sola idea de intentarlo le resultaba nauseabundo.

—¿Un examen de conciencia? ¿Escrutar el alma? —preguntó horrorizado—. Querido Quintiliano, lo único que me pienso escrutar son los bellos y nobles rasgos de mi rostro en el cristal cuando mi esclavo me afeite.

—Pero recuerda las sabias palabras de Terencio —insistió Lucio, rehusando que esta vez su propuesta la tomara como una simple chanza—: «Todo lo que he aprendido sobre la naturaleza humana, lo he aprendido de mí».

—Vamos, es un asunto repugnante —replicó bruscamente—. La idea de que me parezco en algo a la plebe... se me ocurre una cita mucho mejor: odi profanum vulgus et arceo. ¿Cómo podría llegar a conocer algo acerca de la humanidad, simplemente examinándome a mí mismo? Soy infinitamente superior a cualquier... Quintiliano, hay ocasiones en las que hablas como uno de esos seguidores de Cristo. Y no hablemos de esas ideas de que si todos somos hermanos y repartir los bienes... esto último, tengo entendido, sólo vale para que unos y otros intercambien sus mujeres —tomó un grueso racimo de uvas maduras, se lo metió en su boca de carnosos labios, exhibió una ancha sonrisa y añadió con la boca llena—: Venga, Lucio, no pongas esa cara lúgubre. Todo es una broma. La vida no es más que una farsa, así de simple, es una farsa al igual que las comedias de Plauto, sólo que mucho mejor urdida.

En el fondo Lucio deseaba estar de acuerdo con él y pensar que la vida no era sino un juego, un entretenimiento pasajero que no llevaba a ninguna parte y donde nadie sufría y, en consecuencia, si no había nada noble tampoco habría nada trágico. La idea le resultaba atractiva: Un juego, una farsa. Una farsa donde los bellacos, los rufianes fuesen justiciados; los jóvenes, todos hermosos y buenos, viviesen felices y los astutos trepas, los verdaderos amos del imperio, orientasen sus maniobras hacia el bien de todos los ciudadanos... Si la vida fuese algo tan frívolo, tan frívolo como los epígrafes de Vidalio... entonces tanto Lucio como el resto de la humanidad podrían estar bien tranquilos.

En ese momento Lucio sostenía la carta de su viejo amigo que concluía, cómo no, con uno de sus agudos epígrafes. Como era normal en él, tras un apabullante revoltijo de insidiosos chismorreos y filosofía, terminaba con una de sus observaciones: «Ahora que comienza la sexta década de mi vida, amigo Lucio, me doy cuenta de que no es suficiente con que yo tenga éxito; los demás deben fracasar».

Riéndose, no sin cierto sentido de culpa, dobló la carta y la guardó cuidadosamente dentro de uno de los cajones de su escritorio.

* * *

La cena celebrada en la cocina fue una tremenda batalla de tensión, pactos y alianzas secretas. Bricca se afanaba en sus quehaceres yendo de un lado a otro de la cocina. Marco se sentó un poco apesadumbrado, deseando en secreto ganarse la simpatía de esa fierecilla que resultó ser, ni más ni menos, que la sobrina de Quintiliano. El chico se sentía muy apesadumbrado por haber destrozado sin miramientos el hermoso ramo de margaritas de la niña. Ahora no le parecía tan buena idea, y Julia, por su parte, obvió su presencia con calculado desdén y dedicó sus atenciones y simpatías a Cennla. El marino adoraba a la niña, como siempre, y la colmaba de atenciones, pero Julia no reparó en ninguna de ellas, puesto que estaba muy ocupada en estudiar la impresión que estaba causando en Marco.

Al día siguiente, durante las clases con el maestro, se recrudeció la competición entre los chiquillos. Hermógenes le entregó a Marco un pasaje de Homero para que lo tradujera al latín, pues su griego ya era bastante bueno, mientras que a Julia le encomendó un tedioso texto del Manual de tareas domésticas para jovencitas. El texto en cuestión versaba sobre las tres gracias femeninas y sus doce virtudes, la última de las cuales era... el silencio.

—¿El silencio? —chilló, más que preguntó—. ¿Desde cuándo el silencio es algo bueno? Cennla es silencioso, es mudo, y nadie opina que eso sea algo bueno, nadie ve ninguna virtud en ello.

Marco, en su papel de estudiante aplicado, le dirigió una mirada confusa, un tanto molesta por la interrupción.

—Julia, por favor —reconvino Hermógenes—. Si no te gusta el silencio, al menos trata de estudiar en él.

—Pero es que es muy aburrido —protestó—. ¿Por qué no puedo yo leer a Homero? Ya he leído casi toda su obra, traducida al latín, claro —Julia comenzó a enumerar—: Conozco la visita de Odiseo al inframundo; el penacho de Héctor agitándose al viento, espantando a su hijo; las riñas de los dioses en el Olimpo; la muerte de Patroclo y la consecuente ira de Agamenón, quien mató dos perros, cuatro caballos y doce chicos troyanos y los arrojó a una pira de sacrificio. También recuerdo que la gente mataba y moría a puñaladas y el suelo de los campos troyanos se tiñó de rojo, cubierto como estaba de regueros sangrientos... Oh, por favor, ¿por qué no puedo leer a Homero, en vez de estas tonterías acerca de costuras y tejidos de lana?

—Ah, mi querida niña —contestó Hermógenes riéndose para sí—. Tu misión en la vida es aprender las labores femeninas, ser una buena ama de casa y servir a tu marido porque, dentro de un par de años, tres a lo sumo, ya no estudiarás más y deberás estar preparada para ser una buena esposa y mejor ama. ¿Para qué necesitas leer griego, o a los griegos?

—Si lees demasiados libros —terció Marco deseoso de ayudar—, acabarás siendo como una de esas inaguantables mujeres de las fiestas de Juvenalia. Ya sabes, la cara inexpresiva, los pechos resecos, que sólo saben hablar y discutir de política y tácticas militares. ¿Quién se querría casar contigo entonces?

Los argumentos de Marco fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia de Julia. Cogió el odioso libro de urbanidad y buenos modales, lo arrojó al suelo con furia y, al grito de «no es justo», se incorporó de un salto y salió corriendo de la estancia para buscar a su tío.

Lo encontró, como cabía suponer, en su biblioteca. Lucio se encontraba encorvado sobre el escritorio con Valentino a su lado, ambos escrutaban con suma atención los listados y las cantidades de algún documento administrativo, y uno y otro la miraron sobresaltados por la súbita interrupción de la niña. Como de costumbre, Julia había irrumpido en la sala como una tromba, sin llamar a la puerta, por supuesto.

—Oh, tío, no es justo —imploró—. ¿Por qué tengo yo que leer lo de las Doce Virtudes y tonterías así, porque soy una niña? Marco lo pasa estupendamente con sus historias acerca de bellas diosas, las transformaciones de Zeus en los más variopintos animales, batallas, naufragios y, y...

Lucio se puso en pie muy despacio. Su cara estaba pálida por la ira que le causaba la interrupción.

—¿Cómo osas entrar de este modo tan insolente y atrevido en mis habitaciones, y más cuando sabes que estoy en plena labor? —escupía las palabras muy despacio, como si recalcara su enfado—. Regresa a tus lecciones y haz exactamente lo que te ordene Hermógenes —subrayó—. ¿Has comprendido?

La niña retrocedió temblando.

—¿Has comprendido? —tronó la voz de Lucio.

—Sí, tío —murmuró con un hilo de voz.

Se volvió hacia la puerta y se dirigió presurosa a la habitación donde la esperaba su tutor.

Al día siguiente, el autocontrol del cuestor sufrió otro revés, aunque, en esta ocasión, su sobrina al menos se molestó en llamar a la puerta antes de entrar.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó posando su pluma con aire cansado.

La niña llegó hasta la mesa y tomó asiento sin pedir permiso.

—Mire, tío. He encontrado un pasaje de Quintiliano, nuestro antepasado —explicó a toda velocidad—. Lo estaba leyendo con Hermógenes y fíjese en lo que dice: dice que las niñas han de ser instruidas igual que los chicos, pues así, cuando sean madres, podrán educar mucho mejor a sus hijos. Escuche:

»Se cree que la tremenda elocuencia de los hermanos Graco se debe, en gran parte, al influjo de Cornelia, su madre, cuyas cartas aún conservamos y son una prueba fehaciente de su sabiduría. Cornelia, sin duda, era una mujer cultivada, así como Lelia, hija de Cayo Lelio, quien en su discurso reproducía la elegante oratoria de su progenitor. Asimismo, las disertaciones de Hortensia, antes del triunvirato...

Lucio alzó una mano pidiendo silencio. No comprendía cómo después de la severidad que había mostrado el día anterior, la niña hubiese vuelto para tratar un tema que él consideraba zanjado. Aunque reconocía la sutileza con que Julia estaba abordando la cuestión. Él, y eso era lo que más lo desconcertaba, estaba acostumbrado a tratar, a dominar, a hombres hechos y derechos con una simple mirada y ahora... ahora su pequeña sobrina se plantaba ante él con argumentos de poder y, muy a su pesar, debía reconocer que, en vez de furibundo, se sentía orgulloso de ella.

La miró directamente, la niña no apartó la mirada de él. Sangre de su sangre. Le pareció una digna descendiente de su linaje. Creyó ver destellos de energía salir de su cabellera, como una especie de aura, una cabellera hispana, negra y enmarañada.

Lucio se recostó en su atril preguntándose si Bricca habría desistido en su tarea de peinar aquellas greñas. No sabía qué hacer, miró al techo, apoyó los dedos entrelazados bajo la barbilla, cerró los ojos y exhaló un suspiro. Cuando abrió los ojos, vio que la niña no se había movido. Allí estaba, sentada frente a él, observándolo, esperando ansiosa una respuesta con las manos bajo los muslos, sentada al borde de la silla. Su sobrina, tan joven, impaciente, visceral y hambrienta de conocimientos, de vida. Una niña inteligente, bonita... su adorada sobrina. La hija de su difunta hermana.

—Parece que sólo tengo dos opciones —contestó Lucio tras una larga pausa—. O bien espero a que me entierres a base de sobresaltos y lloriqueos, o bien te dejo que te pierdas entre los volúmenes de mi biblioteca.

Considerando aquellas dos únicas opciones como las únicas viables, Lucio se levantó e indicó con un gesto que lo siguiera. La niña no se hizo repetir la orden y se levantó tras él. Lucio atravesó a grandes zancadas sus habitaciones, llegó al corredor y de ahí pasó al cuarto donde Hermógenes impartía las lecciones. El griego, al verlo, se apresuró a ponerse respetuosamente en pie y Marco hizo otro tanto. Julia se soltó de la mano que su tío le puso en el hombro y tomó asiento.

—De ahora en adelante —anunció—, deja que los chicos lean cualquier cosa que les interese —miró a Julia; ésta asintió casi imperceptiblemente, muy seria—. Pueden usar la biblioteca con total libertad.

Dicho esto, el cuestor salió y cerró la puerta tras él.

* * *

En el espacio de un mes, Julia no sólo dominaba perfectamente el alfabeto griego, a pesar de que lo había definido como «un absurdo conjunto de garabatos», sino que tenía los conocimientos básicos de la gramática de dicha lengua. En tres meses era capaz de traducir pasajes de Plutarco y otros tres meses después ya leía a Homero en el original. Y todo esto con más fluidez que Marco.

El fuerte espíritu competitivo de Julia aceleró su educación y además acabó con las infantiles rencillas establecidas entre los dos niños.

Llegó la primavera; se notaba en el clima y el ambiente. Un día, bajo los cerezos del huerto, Marco y Julia compartieron los conocimientos que atesoraban acerca del mundo exterior.

—Yo nací en Hispania —dijo Julia—. Allí no había cerezos, que yo viera, pero sí nogales, olivos y almendros. Las flores del almendro son más bonitas aún que las del cerezo. También hay alcornoques, ¿sabes qué hacen con ellos? Los pelan y con la cáscara, la corteza, se hace el corcho. Tendrías que ver a los asnos que usan para transportar las hojas de corcho; los cargan tanto que parece como si hubiese un montón de corcho caminando por el sendero. Pero no te preocupes, la corteza del alcornoque es ligerísima y los burros no sufrían, son animales fortísimos... aunque no tan fuertes como mi padre, supongo.

—Mi padre mató a docenas de hombres —replicó Marco—, Servía en la IV legión Scythica, destacada en Antioch, que es donde están ahora mis hermanos.

Combatió en contra de Sapor II, en Persia, y también en Caledonia, al norte del muro de Adriano. Muchas veces se enfrentó mano a mano con guerreros pictos y nunca pudieron con él... hasta que lo mató una flecha.

—¿Cómo es Caledonia? —preguntó interesada.

—Fría. Fría y gris. El cielo siempre está cubierto de nubarrones y los días de invierno son muy cortos, demasiado cortos quizá. Pero en verano es un lugar bastante agradable si participas en una cacería de osos o lobos, acosándolos a lomos de un caballo por los páramos.

—¿Has matado lobos?

—Por supuesto —admitió Marco, al tiempo que rogaba a los dioses que Julia no pidiese una confirmación a Lucio—, Montones de veces. Las montañas y valles caledonios son extensos; hay mucho campo abierto ahí fuera.

Los dos niños se tumbaron boca arriba sobre la hierba, contemplando extasiados el cielo azul, suspirando, soñando despiertos con vastas extensiones de tierras inexploradas. Ambos estaban encantados de vivir en Londinium, pero también experimentaban cierta nostalgia por los campos donde se habían criado.

—Me gustaría que saliésemos más —apostilló Marco—. Y no me refiero a ir al mercado con Bricca o a recorrer la ciudad con Hermógenes... ése no hace más que contarnos cosas de estatuas, templos, el sistema de saneamiento e incluso de las cloacas. Hay montones de cosas por ver, Julia. Más de la mitad de Britannia es aún tierra salvaje.

—Podríamos escaparnos —sugirió Julia incorporándose.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Marco con los ojos cerrados, sin inmutarse.

—Huir de aquí. Podríamos escabullimos de noche, sin hacer ruido, aprovechando que todos duermen. Podríamos explorar la ciudad y correr aventuras. ¿Te imaginas? —propuso Julia asintiendo lentamente con la cabeza—, con un poco de suerte hasta podríamos llegar al mar.

Marco se sentó de un brinco.

—¿Estás hablando en serio?

—Pues claro que sí. Aquí las cosas se están poniendo muy aburridas. Todos los días igual, lecciones de Hermógenes, visitas al mercado y paseos a lomos de Bucéfalo. Quizás a ti no te corra prisa, puesto que ya eres mayor y en poco tiempo podrás ir donde te plazca, pero yo...

—No tan poco tiempo —corrigió Marco—. Todavía me quedan unos años.

El niño se abrazó las rodillas, guiñando los ojos por el sol. Luego miró a Julia y añadió con aires entendidos:

—Deberíamos coger algo de comida. Provisiones y material.

—Manzanas, peras y queso, sobre todo queso —propuso Julia.

—Tampoco estaría de más mi cuchillo de caza y una cuerda. Por si acaso.

La rivalidad entre ellos se había esfumado como por ensalmo. Ambos se sentaron uno frente a otro, como dos liebres asustadas, con los ojos brillando por la repentina emoción de las posibilidades que surgían ante ellos.

—Esta noche —dijo Julia—. Me mantendré despierta hasta asegurarme de que todo el mundo esté dormido. Me lavaré la cara a menudo para estar alerta y, cuando el terreno esté despejado, me deslizaré hasta tu cuarto. La señal serán tres golpes en la puerta. Podríamos alcanzar la calle saltando desde el tejado de las cuadras, nadie nos oirá.

* * *

Aquella noche, Julia estaba tan impaciente por ir a la cama, que la niñera se preocupó por su salud.

—Espero que no estés poniéndote enferma —dijo Bricca mientras le tocaba la frente con la mano—. Normalmente, nunca te parece demasiado tarde para andar por ahí.

—No te preocupes, sólo estoy cansada —murmuró acurrucándose entre las sábanas.

Después bostezó con tal fuerza que casi se convenció a sí misma de que tenía un sueño atroz. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando se estiró, los frotó y se quedó quieta, con los ojos cerrados. Parecía dormir plácida y profundamente.

—Está bien, joven ama —susurró Bricca—. Nos veremos por la mañana.

La esclava se levantó y salió de la habitación tras haber apagado la lámpara de aceite que iluminaba la habitación.

Los ojos de Julia se abrieron en la oscuridad. Se quedó quieta, analizando sus sensaciones ante la inminencia de tan venturoso lance. ¿Llegarían al lejano y gris mar de Germania? O quizás arribaran a las costas de Galia. Un escalofrío corrió por su espina dorsal al pensar en dónde podría terminar su periplo si se encontraban con aquel odioso capitán, pero se tranquilizó pensando en que Marco podría atarlo con su cuerda. Puestos a pensar en lugares lejanos, también podrían llegar hasta la misma Roma, o a la bahía de Neapolis, o a los verdes valles de Arcadia... o a la exótica Palmyra, allá en Siria, donde, sentados a la sombra de palmeras cargadas de dátiles, contemplarían el paso de las caravanas hacia remotos lugares.

Julia, envuelta en tan excitantes perspectivas, se quedó dormida.

* * *

Se despertó con el sonido de unos golpes en la puerta del piso inferior, la que daba al atrio. No tenía idea de quién podría ser. Se levantó de la cama y, tomando agua de la palangana que tenía en el cuarto, se lavó la cara para despejarse.

Un momento después, tras abrir la puerta con sumo cuidado, se deslizó por el pasillo. Estaba oscuro como la boca del lobo, todavía era noche cerrada. Volvió a la habitación, calzó sus sandalias, las ató y se puso un manto alrededor de los hombros. De esta guisa anduvo silenciosa a lo largo del corredor hasta llegar a la puerta donde Marco la estaba esperando sentado en el suelo.

—¿Qué estabas haciendo? —siseó el niño.

—Nada, hemos de ser prudentes y movernos despacio. Vamos.

Marco se levantó y, echándose al hombro su petate de cuero, se dispuso a seguirla. Julia se detuvo a medio camino, en la galería, se asomó al balcón y observó las tejas de la cornisa sobre sus cabezas.

—Bien, no hay peligro —afirmó la niña.

—¿Estás segura?

—No seas miedica —le recriminó.

En un santiamén, la niña ya había saltado sobre el pasamanos, se volvió hacia el interior, se agarró firmemente al alero e intentó alzarse a pulso.

—Vamos, ayúdame —musitó medio ahogada por el esfuerzo.

Con el impulso de Marco, Julia logró alcanzar el tejado. Luego le tocó al niño. Éste siguió su ejemplo, le costó menos, pues al ser más alto logró emular la hazaña sin necesitar ayuda. Poco después ambos niños reptaban por la pronunciada pendiente del tejado, hasta llegar al caballete. Se detuvieron exhaustos, sin resuello pero eufóricos. Sentados allí arriba, se sentían como dos generales entrando a caballo en un desfile triunfal. Tuvieron que luchar para contener las carcajadas que les subían a la garganta.

La euforia hizo que se relajaran y Marco, intentando no reírse, dio un golpe a una de las tejas. La pieza se desprendió con un chasquido y comenzó a deslizarse lentamente. Los niños la miraron horrorizados mientras resbalaba ganando velocidad a medida que se acercaba al borde del alero; allí, en la canaleta, pareció que se detenía, pero no, se mantuvo en un equilibrio inestable hasta que cayó al suelo del atrio, dos pisos más abajo. En la quietud de la noche, el ruido de la teja al partirse resonó como el golpe de un ariete. Casi al instante apareció Valentino portando una antorcha, llamando a voces a los esclavos, apremiándolos para que se levantasen y registraran la villa de arriba abajo en busca de cualquier intruso.

—Llevad vuestras armas —ordenó—. No nos podemos permitir ser confiados en los tiempos que corren.

El relincho de Bucéfalo les llegó a los niños desde los establos, dos pisos más abajo, sonaba nervioso, como si el animal entendiese que ocurría algo anómalo en esas horas de la noche. Julia se lo imaginó en la oscuridad de la caballeriza, golpeando el suelo con las pezuñas, agitando la cabeza, inquieto por el ajetreo.

—Rápido —siseó la niña—. Vayámonos ahora.

Deslizándose con sumo cuidado, llegaron a la parte exterior. Se asomaron al alero para observar la situación. Estaban por lo menos a diez pies de altura del suelo, el callejón parecía desierto y el suelo parecía lo bastante mullido para asegurar un salto seguro y una caída silenciosa.

Además, el momento de las dudas había pasado. Lámparas y antorchas iluminaban los patios y ventanas de la mansión y pronto los esclavos saldrían a registrar los aledaños de la casa. Julia tomó aliento y saltó. Cayó directamente sobre un charco de barro fresco y espeso que le manchó las piernas y la túnica, sobre todo la túnica. Afortunadamente no sufrió mayor daño.

—Vamos —instó a Marco—, y recuerda doblar las rodillas.

El chico saltó inmediatamente; su peso ocasionó una caída más dura, pero supo solventarla rodando sobre sí al tiempo que llegaba al suelo.

Apenas se puso en pie, sus ojos encontraron los de Julia. Ambos tenían la cara brillante de emoción, por fin estaban fuera. Y, sin decir una sola palabra, dos de los más sucios y mejor educados niños de Londinium partieron hacia su primera correría nocturna.

* * *

De noche, la ciudad parecía un lugar totalmente diferente.

Sintieron que era un lugar peligroso, Marco sujetaba con fuerza la daga que llevaba bajo su manto. Se cruzaron con grupos de borrachos; algunos de ellos eran soldados pertenecientes al fuerte de la zona sur, quienes los miraban amenazadores para, al rato, continuar gritando blasfemias sin el menor reparo. El paso de uno de ellos era tan inseguro que, siendo incapaz de andar en línea recta, cayó al arroyo. Sus compañeros no le prestaron atención alguna y lo dejaron allí, en el agua, casi sin poder ponerse en pie, mareado por los efectos del vino.

Julia no podía creer lo oscuras que estaban las calles. A excepción del puntual brillo de una antorcha encendida al paso de la ronda nocturna, toda la ciudad se hallaba sumergida en las tinieblas. Sobre sus cabezas brillaban algunas estrellas y el jirón de una nube ocultaba casi la totalidad de la media luna. Por otra parte, los altos edificios de la ciudad bloqueaban la mayor parte de la pálida luz de la luna, dejando los estrechos callejones, y a los habitantes de la localidad, sumidos en una oscuridad mayor que la de sus parientes del campo.

Para aumentar la excitación de la aventura, ambos niños estaban empapados de sudor, caminando cogidos de las manos a través de oscuros callejones y rústicas paredes medio derruidas. Por fin aparecieron en el foro, y menudo panorama se abría ante sus ojos, porque no era tan tarde como se imaginaban y la noche era joven aún.

Casi todo el mundo parecía estar borracho. Cerca de las sombrías entradas de las cantinas, había individuos de aspecto alcohólico sentados, sosteniendo contra su pecho grandes jarras de vino tinto peleón, que rompían nueces con los dientes. Vieron a comedores de fuego subidos a sus barriles, con las caras iluminadas por el fulgor naranja de las llamaradas y también un número de magia consistente en acertar bajo cuál de los tres vasos de madera se escondía una almendra. Una vez tras otra, la obsesionada audiencia apostaba monedas de cobre ante el vaso donde suponían que debía estar la semilla y de nuevo erraban en sus predicciones mientras el mago, sin abandonar su expresión de sorpresa, se embolsaba otro puñado de monedas.

También vieron un gran número de mujeres jóvenes, y no tan jóvenes, pasear sin escolta, muy maquilladas con los párpados pintados de verde, los labios rojos, las túnicas bastante más cortas de lo que marca el decoro y desmesuradas pelucas rubias. Una de ellas incluso se aproximó a Marco ofreciéndole «un rato de diversión, cariño», suceso que dejó al muchacho sin habla y rojo como la grana hasta que otra señora cogió a su amiga de la mano y se la llevó entre risas de regocijo. Julia, con el disgusto dibujado en la cara, cogió de la mano a su amigo y también se lo llevó.

Más adelante se encontraron con un grupo de músicos en una esquina, brincando al son de la música arriba y abajo entre retazos de bruma mientras ejecutaban una melodía extraordinaria, mágica, cuyo son parecía girar alrededor de ellos. Utilizaban una extraña mezcolanza de instrumentos que combinaba flautas unidas a una vejiga de piel, toscas cítaras cuyas cuerdas estaban hechas de tripa de animal y timbales de cuero que sujetaban bajo el brazo, golpeándolos con baquetas de madera o hueso. La mezcla de sonidos tenía algo de bárbaro, de hechizo, y Julia se quedó observándolos durante un buen rato con los ojos abiertos como platos.

—Son celtas —susurró Marco con un insólito tono de desagrado y nerviosismo en la voz.

Al oír la última palabra, Julia reaccionó girando sobre sus talones mirando al niño a los ojos durante un momento, luego fijó su atención de nuevo en los harapientos músicos, como si hubiese entrado en trance. Llevaban unos fascinantes pantalones de cuadros y el pelo muy largo adornado con extravagantes lazos de colores, y sus caras, como veía ahora que se fijaba con atención, mostraban líneas, volutas y puntos azules.

Julia se volvió hacia Marco, éste parecía haber caído en una especie de hipnosis. Sus ojos se encontraron y centellearon con un brillo de entendimiento. Ambos pensaban lo mismo y lo sabían sin necesidad de decirlo. Estaban viendo a celtas de verdad, auténticos, provenientes quizá de las remotas regiones occidentales o del norte, de páramos desolados y montañas, de tierras repletas de osos y druidas donde la gente comía a los niños y clavaba las cabezas de sus enemigos en estacas. Los chicos temblaron de miedo bajo el efecto de un extraño presentimiento. Un día ellos serían... ellos podrían... algo.

Entonces se cogieron fuertemente de la mano y por la misma inexplicable e innombrable razón salieron corriendo por un callejón cercano riéndose a carcajadas, incapaces de pronunciar una palabra.

Corrieron hasta que llegaron a los muelles. El puente quedaba a contracorriente, un poco más arriba. Allí se sentaron juntos en el borde de un pantalán, balanceando las piernas y escrutando el tranquilo correr de las negras aguas del Tamesa, así como los islotes de arena del lado sur. Abrieron el hatillo donde guardaban la comida que habían empaquetado para lo que convinieron en llamar su Gran Aventura. De momento ambos tenían un hambre atroz y, sentados en medio de un silencio íntimo, casi acogedor, se dispusieron a dar buena cuenta de las viandas, mascando entre suspiros y, de paso, sintiéndose muy orgullosos de sí mismos.

La vista de los barcos le trajo a Julia los terribles recuerdos de su travesía desde Hispania; la muerte de Dorcas y la horrible presencia del capitán. Y, de pronto, se encontró contándole a su amigo todas aquellas tristes peripecias. Él la escuchaba y asentía con la vista fija en el río, deseando haber vivido tan apasionantes aventuras.

Desde luego que no estaban nada mal para tratarse de una niña.

El río se encontraba en pleno reflujo y el sonido de la corriente al golpear los grandes sillares del embarcadero resultaba muy relajante. Se habían despejado las nubes y un brillante manto de estrellas se extendía sobre sus cabezas. Parecía como si pudiesen alcanzar los astros con la mano. Julia las contempló hasta que le dolió el cuello, meditando en cómo las estrellas brillaban para todo el mundo por igual; para ellos, para tío Lucio, Ahenobarbus, quien debía estar cazando ratones por el huerto, tal como correspondía al certero depredador que era, y también para Bucéfalo, dormido de pie en su establo, e incluso para el propio emperador, allá en Roma. Y también, cómo no, para sus padres, muertos en Hispania.

Ahora, la imagen que componía de la mansión de sus padres no era la de un lugar reducido a cenizas por orden del gobernador. Su mente había fijado el recuerdo de una prístina mansión, al pie de las eternas montañas, tan blanca como el mármol, silenciosa como un templo y rosales de rosas rojas cubriendo las paredes de una cámara situada en el centro exacto de la villa. Escondidos tras blancos velos, un hombre muy atractivo y una bella mujer yacerían dormidos uno al lado del otro sobre sus blancos féretros de mármol. Nadie podría tocarlos, nadie podría acercarse a ellos, pero todos sabían que estaban allí.

Y las mismas estrellas los iluminaban.

* * *

Su ensueño fue interrumpido por los pasos de alguien caminando por el muelle cercano.

Miraron con curiosidad al individuo que se acercaba, un hombrecillo de aspecto ratonil que corría entre dos almacenes con un saco de cuero a la espalda. El hombre se detuvo al borde del embarcadero, echó un nervioso vistazo a su alrededor pero no descubrió a los niños sentados, ocultos entre las sombras, en silencio.

—¿Qué está haciendo? —susurró Julia.

—Calla —respondió Marco tapándose la boca con la mano—. Creo que podré verlo.

Observaron al desconocido en silencio. Éste, creyéndose solo, saltó sobre una de las barcazas sin mástil que se balanceaban atracadas a puerto. Tan pronto como cayó en la gabarra, posó el saco en el suelo y lo abrió. A través de la oscuridad, les llegó perfectamente el sonido de algo revolviéndose dentro del petate que emitía agudos y débiles chillidos.

—Ratas —dedujo Marco—. Ese sujeto es un cazador de ratas.

—¿Qué hace entonces soltándolas? —preguntó Julia—. Se supone que debe cazarlas.

Marco sonrió en la oscuridad; la niña pudo ver el brillo de sus dientes.

—Precisamente por eso —contestó—. Las volverá a cazar mañana a tanto la pieza. Y así un día tras otro.

Se volvió justo a tiempo para ver al cazador de ratas encaramándose al muelle.

—¡Muy buenas noches, señor! —saludó el chico alegremente.

Sería difícil saber quién estaba más espantado, si el desconocido o Julia. La niña sujetó el brazo de su amigo con fuerza, temiendo que aquel hombre les pegara, les tirara las ratas a la cara o algo peor... No podía creer que Marco los hubiese delatado de esa manera.

El desconocido, recuperado del sobresalto, se acercó a ellos sigilosamente en cuanto descubrió que sólo eran dos niños.

—Bueno, bueno, pilluelos —preguntó con voz suave—. ¿Se puede saber qué hacéis aquí, en una noche tan oscura como ésta? —sin esperar respuesta se puso a rebuscar en su faltriquera—. Es una noche negra como la boca de un lobo, ¿verdad? Lo bastante oscura como para no ver más allá de tus narices, sobre todo si... si están entretenidos buscando una moneda de cobre como ésta. Oh, vaya, se me ha caído justo en su regazo...

Marco miró la moneda y luego al hombre.

—Quizá sean necesarias dos monedas —sugirió—. Una por cada ojo.

«Tómatelo como una satisfacción por habernos llamado pilluelos», pensó.

El cazador sacó otra moneda y la dejó caer al suelo, muy cerca del regazo de Julia, con una sonrisa tan horrible como falsa dibujada en el rostro.

—Aquí tienes, ¿qué dices ahora?

—Extraordinario —convino Marco—. Efectivamente, tienen un efecto cegador.

El desconocido chasqueó la lengua con alivio, se dio un golpecito en la nariz y regresó al callejón de los almacenes; necesitaba dormir tintes de encarar otro duro día de trabajo.

—¡Uf! —jadeó Julia, pretendiendo expresar disgusto cuando, tras la experiencia, admiraba profundamente a Marco—. ¿Dónde has aprendido esas cosas?

—Aprendes cantidad de trucos allá, en las fortificaciones del Muro —contestó despreocupado a la vez que arrojaba la moneda al aire y la recogía sin, aparentemente, prestarle atención—. Hay que estar alerta en la ciudad, ya sabes. Vamos, venga, quiero comprar algo de comida. Me muero de hambre.

Se dirigieron a la plaza del mercado y allí compraron dos grandes trozos de carne picada de buey con cebolla frita por encima, envueltas cada una de ellas en dos buenas rebanadas de pan. Delicioso.

—A mi tío no le gusta que coma por la calle —dijo Julia con la boca llena—. Dice que es de muy mala educación y que sólo lo hacen los plebeyos.

—Y tiene razón —asintió Marco con la boca más llena aún—. Es maravilloso, ¿no crees?

Después de la opípara comida empezaron a sentirse preocupados, pues sospechaban que se estaba haciendo tardísimo, aunque la ciudad pareciese estar llena de gente paseando por la calle. Quizá faltase poco para el amanecer, aunque no había visos de luz hacia el este, pero, en realidad, su Gran Aventura no había durado más del tiempo que necesita un hombre para caminar tres o cuatro millas. Ni siquiera era medianoche. De todas maneras, habían quedado muy satisfechos de su primer contacto con la noche y, acordando salir otra vez en cuanto tuviesen oportunidad, se dirigieron de vuelta a casa.

Tan contentos iban que no se dieron cuenta de la litera que iba tras ellos, llevada por dos esclavos. No repararon en ella hasta que escucharon la fría voz de Lucio.

—Qué sorpresa el veros por aquí tan tarde. ¿Puedo saber adónde vais, si se me permite la pregunta?

Era difícil saber si Lucio estaba verdaderamente contrariado, de modo que Julia comenzó a explicarle que hacía poco que habían salido de casa, bueno en realidad se les había hecho tarde, además no habían hecho muchas cosas y...

Lucio la calló con una fulminante mirada y dijo:

—Id a casa delante de mí. Os iréis a la cama en cuanto lleguéis y mañana, al amanecer, vendréis a verme y me haréis un relato pormenorizado de vuestras fechorías.

Chasqueó los dedos, los esclavos alzaron la litera y la comitiva se encaminó al hogar, con los dos niños formando la alicaída vanguardia.

Aquella noche no durmieron nada bien.

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