Joy

Joy


Capítulo 10

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La mala memoria es una doble vida. Se puede leer dos veces la misma novela, llorar con la misma película, volver a ver un paisaje, saludar a la misma persona, amar al mismo hombre con el corazón palpitante del que descubre lo desconocido. A los innumerables problemas provocados por la falta de atención, el olvido, la simple distracción, «Encantada de conocerla, señora» a una compañera de pensión, o «Hola Max, has engordado» a un transeúnte desconocido que confundimos con otro, sucede la exhumación de recuerdos inesperados, fielmente registrados y situados en alguna parte del cuerpo, siendo cada parcela de nuestra personalidad poseedora de su propia memoria. La nariz, por ejemplo, recuerda ciertos olores que al cerebro le cuesta reconocer. Las manos no tienen mucha memoria. Los ojos se acuerdan de todo. Mi corazón y mi sexo no se ponen nunca de acuerdo. Se enfrentan constantemente. Mi corazón no ha olvidado nada desde que empezó a latir, recuerda hasta el más mínimo detalle, las emociones más banales, el primer beso en el patio del instituto, el nacimiento de los celos, una ausencia, un regreso, mentiras. Mi sexo, en cambio, no recuerda con facilidad. Es amnésico, ingrato y distraído. Las sensaciones más intensas son olvidadas con tanta rapidez que en ocasiones parecen haber sido un sueño. Dualidad frustrante, corazón palpitante-sexo sensato, o corazón bloqueado y sexo sobresaltado, no tener nunca derecho a una tregua, estirada por abajo, agarrada por arriba, angustia, insomnio y en la almohada lágrimas de una pluma huérfana. La lista de los compañeros de cama se alarga, desesperación y confusión.

Viví mi noche americana como una turista curiosa y fascinada por el panorama. Bebí bourbon sin poder apartar los ojos del ramo de flores que me hacía sentirme culpable, mientras Gary me humedecía las orejas susurrando:

—I want to suck your ass.

No le había entendido, así que lo hizo, fui agredida por una lengua larga y puntiaguda que se introdujo en mí; yo miraba las flores ajadas por la vergüenza mientras unos dedos me zarandeaban. Permanecía dolorosamente inaccesible, seca, extraña. Me poseyó con violencia, tendría que haber amado, hubiera podido gozar, pero tenía otra cosa en la cabeza, no entendía qué hacía en los brazos de ese muchacho guapo y mecánico, que me inspiraba poco más que el olisbos nacarado que un día había visto en la vitrina de un museo. Estaba enloquecido, sentí lástima de él, era tan patético ver cómo se esforzaba en realizar serviciales sacudidas, cómo utilizaba los trucos más viejos del mundo para hacerme salir de mi indiferencia, cómo me ofrecía una arrogante erección, tendiéndome su verga como una flor, estrechando con los dedos el trémulo miembro color sangre hinchado por las venas nudosas enrolladas como serpientes. Dejé que mi mano se deslizara a lo largo del cuerpo aceitado, identificando a su paso los prominentes músculos, y atrapé la masa caliente y enmarañada situada bajo la tensa verga. Se irguió, el pobre, sorprendido por mi iniciativa, y se precipitó en mi interior con la intención de quebrarme la espalda. No quise parecer frígida —estaba en juego el honor de Francia— y fingí un goce tranquilizador, para él y para mí. Tras el silencio, el cigarrillo, los olores que flotan como orlas de bruma, sentí la inevitable mano que se posa sobre el pecho o el vientre, escuché la frase —la misma en todos los idiomas— que se queda en el aire como un falso interrogante. Creo que no engañé a Gary; huyó por la mañana, sin hacer ruido para no despertarme, pero yo no dormía. Cuando la puerta se cerró tras él, di un profundo suspiro y me fui a acariciar mis flores, olían bien, a Francia, a Marc, a todo lo que quiero y que añoro en cuanto dejo de tenerlo.

El sol inundó mi habitación. El camarero me trajo una mesa imponente, una auténtica mesa para un banquete solitario con copas mate, platos calientes, tostadas con mantequilla, huevos pasados por agua, zumo de naranja, mermeladas, bacon a la plancha, flores, croissants dorados y café con leche. Devoré como una hambrienta y me estiré para recuperarme. Goraguine entró, después de haber llamado, y me dirigió una mirada insistente, airada y ofendida. Como un mártir humillado, dejó caer una frase crispada:

—Espero que se divirtiera…

Quise escribirle una larga carta a Marc, pero tras un «Perdóname amor mío» y dos páginas líricas y fanáticas, llenas de matices, interrogantes sin respuesta y puntos suspensivos amenazadores, rompí mi inspirada obra maestra; era preferible que mis sublimes palabras de amor se convirtieran en confetis que irían a perderse a las cloacas cenagosas de Nueva York.

Me fui a Manhattan, la Quinta Avenida, Madison, Park Avenue, Lexington: vi las mismas boutiques que en París, Roma o Londres. Los americanos chic con clase hablaban mucho; me compré algunas camisetas, dos o tres bragas con bordados de Mickey, un par de gafas automáticas, clic-clac, negras al sol y blancas a la sombra. Llegué rendida al hotel, donde Goraguine me esperaba presa de la más manifiesta inquietud.

—Pero Joy, querida, estás completamente loca, has ido sola por Nueva York ¡qué horror, te habrían podido violar o estrangular! ¿No te das cuenta…?

De pronto, los ojos se le salieron de las órbitas.

—¿Y te has ido… vestida así?

Señalaba con un dedo tembloroso mi blusa peso pluma bajo la cual mis pechos quedaban libres y, es verdad, bastante visibles.

—¡Pero si estás provocando que te violen! Joy, no quiero que vuelvas a salir sola… ¿me oyes?

Al día siguiente, me acompañó. Se empeñó en que subiera a un vehículo para turistas que atravesó las avenidas provocando embotellamientos y miradas de odio de los automovilistas sudorosos. Me sentía ridícula con Goraguine de pie, llevando las riendas y haciendo interminables comentarios sobre cada edificio y cada avenida. Anonadado por la masa formidable de torres de hormigón, evocaba a Bonaparte ante las pirámides. El vehículo nos depositó en la puerta de una tienda solemne donde acostumbraba a proveerse de calzoncillos largos a rayas y ridículos pantalones escoceses que hacían que se pareciera a Zavatta. Finalizamos esta jornada memorable con la visita al World Trade Center. En todas partes, compraba miles de postales y las enviaba en seguida a los amigos y compañeros, a Alain, a mamá e incluso a Marc. «Besos desde Nueva York. ¡Estoy agotada!». «Me apresuro a verlo todo para contároslo a mi regreso». «Tu pequeño y divertido tesoro que te quiere y te mima aunque esté lejos». «Nueva York se parece a Lausana en alto, un abrazo a-fec-tuo-so». «Desde lo alto de la estatua de la Libertad, te envío mi cariño y un beso…», según el modelo y el destinatario. Perdón, pero siempre he tenido esa faceta de turista provinciana que irrita a los hombres que me acompañan, pero cuando hago turismo, hago turismo. Jamás dejo que nada me aparte de mi única preocupación: almacenar los recuerdos para poder contarlos después.

Muchas noches cenábamos con King y sus amigos en restaurantes insólitos, aunque totalmente tradicionales para los neoyorquinos, pasábamos un rato en el 54, donde ya empezaba a ser conocida, y regresábamos al hotel, con Goraguine pisándome los talones como un repelente basset enano dispuesto a lanzarse sobre mí al menor descuido. Llamé varias veces a Marc a medianoche, pero en cuanto descolgaba yo cortaba la comunicación, no sabía qué decirle, solo quería saber que estaba vivo, y oír su voz pastosa que gruñía «Diga», me daba seguridad. Sin embargo, una noche no me pude aguantar:

—Soy yo, Joy, estoy en Nueva York.

Un silencio monstruoso se instaló entre nosotros.

—Me alegro de oírte, pienso mucho en ti, ¿sabes?

—Tus flores me gustaron, no lo esperaba —dije tontamente.

—Eres una chiquilla —silencio—. ¿Te gusta Nueva York?

Me derrumbé.

—Si estuviéramos juntos, sería maravilloso, ¡pero no estás aquí!

Silencio.

—¿Sabes? —Silencio—. Te quiero mucho —silencio, ¡ay, ay!—. Pero creo que debo decírtelo, amo a Joëlle…

Mi corazón cayó en pedazos por la moqueta.

—No estás resentida conmigo, ¿verdad? ¡Eh, Joy, contesta! No estás triste, ¿VERDAD?

Me hubiera gustado responderle con una hermosa frase llena de palabras raras, pero solo podía contener los sollozos.

—Joy, te juro que volveremos a vernos, volveré a hacerte el amor, sabes muy bien que nunca podré prescindir de eso, pero entre nosotros no puede haber nada más. Tú y yo somos como fieras, solo podemos estar juntos en el bosque, por la noche, sin que nadie nos sorprenda.

La cólera me hizo recuperar el uso de un vocabulario un poco limitado, pero preciso.

—Bueno, vale. Ya entiendo. Cruz y raya. Yoy a vivir, ¿me oyes? Yoy a intentar no pensar más en ti, voy a hacer que me amen, porque, especie de idiota, me basta con mover el dedo meñique para que los tíos más fabulosos se echen a mis pies.

Oí una carcajada que no intentó disimular.

—NADIE se casa con una chica como tú, Joy. No incitas al matrimonio. Espera un poco, con los años quizás encuentres el equilibrio. Produces inseguridad, Joy, eres demasiado guapa, demasiado joven, demasiado libre, demasiado no sé qué, que da miedo y ganas de huir…

—No entiendes nada, Marc. Creo que, en el fondo, eres un poco tonto… No me conoces.

—No te conozco, Dios mío, estoy seguro de que YA te has acostado con unos cuantos en Nueva York. ¿Me equivoco?

Me puse a chillar:

—La culpa es tuya, voy a echarme en los brazos de TODOS los hombres, y sufrirás, morirás arrepentido una noche de luna llena.

—Eso no puede hacerme sufrir, como tú dices, puesto que no te amo. ¿Lo has entendido esta vez, Joy? No-te-a-mo. Tú te lo pierdes. Es una pena… —Silencio—. Tengo sueño, hasta pronto, ya te llamaré.

Colgó. Me quedé delante del teléfono temblando de frío y rabia. Me eché en la cama, puse tres almohadas sobre mi cabeza para no oír el menor ruido y me dormí rogándole al cielo que me dejara morir así, sin darme cuenta, cobarde hasta el final.

Comenzó un largo período desagradable y laborioso. King Lorrimer, que era el presidente de la General Artists, me había contratado para hacer algunas apariciones en producciones de serie B. De la mañana a la noche rodaba papeles no muy divertidos. Por la noche, me dormía en el taxi, y no disponía de un minuto para derramar una lágrima por mi persona. King era adorable conmigo, jamás un gesto equívoco, creo que me consideraba un poco como su hija por eso me ayudó mucho. Una noche que estaba deprimida me confié a él.

—Me encuentro tan sola, King, darling, ya no soporto el hotel, necesito tanto sentirme en casa…

Las gafas de King se empañaron por la emoción y, al día siguiente, tenía un apartamento alquilado durante dos meses por la compañía. Estaba loca de alegría, me precipité a casa de King y le abracé como creo que habría podido abrazar a mi padre. Estaba sofocado por la confusión y me estrechó la mano con afecto. La semana siguiente me instalé. El edificio estaba situado en la esquina de Central Park con la calle Setenta. Desde mi ventana, en el piso decimonoveno, solo veía los árboles que se confundían en la penumbra del parque. King y Goraguine vinieron a inaugurar el piso con una multitud de desconocidos que pusieron patas arriba el apartamento recién arreglado. Aquella noche tuve un gran shock. Goraguine nos presentó a Joana, una portorriqueña de la que se había quedado prendado. La pareja era dantesca: ella, alta, soberbia y corpulenta, con la piel morena y una larga melena negra; él, flaco y gris, parecía aún más minúsculo y calvo.

Presentí que ese cambio en la vida de Goraguine me traería sinsabores. La pequeña tiene olfato. Ya no me necesitaba, me lo dio a entender. Le telefoneé varias veces sin conseguir verle, y una mañana me enteré de que había vuelto a París con Joana, sin ni siquiera decirme adiós y, por supuesto, sin pagarme nada de lo que me debía. Aquella noche, cuando regresé a casa, con mis platos sucios y mi soledad a rastras, mi corazón cabeceaba a la deriva entre Lausana y París, de las manos de Marc a los brazos de mamá, más sola que nunca. Hice esfuerzos desesperados para olvidar, pero era más poderoso que yo, cada vez que me cruzaba en la calle con una silueta que se le parecía, me daba un vuelco el corazón, gemía: «¡Marc!» y tenía que apoyarme en la pared.

El regreso de Goraguine acabó de consumirme. Ahora sabía que todo debía volver a empezar, en todos los aspectos, que mi estancia en Nueva York se revelaba nefasta e inútil, que no dejaba de cometer errores y que, después de todo, habría bastado que me dejara hacer, que Goraguine obtuviera lo que quería, que me desnudara ante él y le acariciara para que todo hubiera sido diferente. Pero ante esta perspectiva mi alma se descomponía, nadie había podido nunca obligarme o forzarme, ni siquiera Marc, todo lo que he hecho en mi vida, había aceptado hacerlo. Es la única riqueza que poseo y no estoy dispuesta a cambiar.

Conocí a Steve Corleone. A los veinticinco años, era propietario de un restaurante en Little Italy. Representa al tipo de hombre que aparece en las novelas de amor. Era seductor, elegante, discreto, le encanté desde que me vio y me cuidaba como si fuera una niña retrasada. Pasaba las noches a mis pies, admirándome en silencio, nunca había imaginado que eso fuera posible. Todas las noches me susurraba millones de palabras de amor y cuando se acostaba conmigo en la gran cama tenía la sensación de que iba a decir misa. Besaba mi cuerpo como se lee la Biblia, religiosamente y sin saltarse una línea. Me acariciaba con tal suavidad que, una noche, me quedé dormida bajo sus mágicos dedos. Estaba atento a los estremecimientos de mi cuerpo porque tenía miedo de hacerme daño; solo me poseía cuando yo estaba al borde del orgasmo y le guiaba hacia mí. Pasaban siglos antes de que aceptara abandonarse a su placer, afligido por no haber podido retardarlo más. No permitía que le tocara. Había intentado varias veces coger su sexo para acariciarlo y besarlo, porque sentía una necesidad física de hacerlo, pero siempre me lo impedía. Intenté explicarle que necesitaba sentir el sexo del hombre que amaba en mi boca, que experimentaba un profundo placer, que, para mí, el desenlace lógico de lo que me empujaba hacia un hombre era apropiarme de su sexo y beberlo y que, ejecutando este ritual, no sentía ninguna vergüenza sino todo lo contrario, recibir el semen en mi garganta me apaciguaba. No lo entendía, fruncía sus bonitas cejas, arrugaba su hermosa frente, cerraba sus bellos ojos como Jesús ante María Magdalena, y quizá ni eso; estoy convencida de que Jesús entendía mejor a las mujeres que Steve Corleone, al que amé con locura durante una semana y que hoy es el único hombre del que puedo hablar en imperfecto, el tiempo de lo irreversible, de lo acabado, de la muerte.

Un día, ya no pude seguir soportando que rechazara mi boca, que me hiciera engordar trayéndome, todas las noches, cannelloni, fetucchini, tortellini, lasagne verde, macaroni carbonara, chianti y zuppa anglese. El pudor y los kilos; ¡era demasiado a la vez! Mi aventura italiana acabó por teléfono, el domingo por la mañana. Llovía. Steve me había llamado para anunciarme que pasaría a recogerme a las diez y me presentaría a la mamma, mi amore. Le contesté:

—No, Steve, lo siento.

—¿No? ¿Por qué no? ¿Por qué lo sientes?

Le contesté con calma, con la crueldad de la indiferencia, que ya estaba harta de tagliatelle, de la mamma a la que nombraba constantemente y de sus pudores de vicario. Colgó sin decirme adiós. Arrivederci. Volare.

La noche siguiente hice el amor con un amigo de King, un hombre con las sienes grises y gafas de carey, que me había llevado a su penthouse sobre Manhattan, el último piso de una torre suspendida en las luces. La noche siguiente con otro. La siguiente, me quedé sola en casa bebiendo leche y engullendo palomitas. Hacia medianoche me entró la locura, bajé a la negra calle y me dirigí lentamente hacia la frondosidad amenazadora de Central Park. Sabía que la muerte merodeaba por los sombríos matorrales, que podía surgir un loco y destriparme de una cuchillada, pero seguía avanzando, aterrorizada y resuelta. En el momento en que iba a franquear la entrada del parque, oí un frenazo. Un viejo camión verde, abollado y oxidado, se había parado detrás de mí y un hombre en traje de faena corría a mi encuentro. Era alto y fuerte, sus hombros anchos se balanceaban con soltura, era rubio, llevaba el pelo revuelto y una barba rubia, casi pelirroja, le cubría el rostro. Me deslumbró la claridad de sus ojos, unos ojos azules como los míos. Me sonreía y tenía la sensación de reconocer esa sonrisa; me hizo una pregunta con su voz nasal, pero no entendía lo que me decía y respondí al azar:

—No sé.

Se rio, dejando al descubierto unos dientes relucientes, y me dio una palmada en el muslo.

—Usted es francesa —dijo con un fuerte acento—, no sabe que es peligroso. No debe venir sola aquí por la noche, pe-li-gro-so.

Se plantó delante de mí y me hizo un gesto para que subiera al camión. Le seguí y, por la mañana, ya conocía Nueva York, las calles desiertas, los edificios desmantelados, los cementerios de coches de Brooklyn, me había descrito su ciudad y mostrado sus secretos.

Le dije adiós con la mano e imaginé que acababa de recuperar a mi padre.

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