Joy

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1975 » Capítulo 26. Junio 4, miércoles

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Junio 4, miércoles

… y de pronto oprime el botón del intercomunicador.

—Rosita.

—Ordene, mayor.

—Pídame a Cartografía un mapa grande de la península de la Florida —la voz ronca del mayor, sonaba más cavernosa por aquel aparato.

—¿Con alguna especificidad, mayor?

—El más moderno que haya, con carreteras y ciudades. Nada más.

—Bien, mayor: en cuanto me lo traigan se lo haré saber.

Una idea le había pasado por la cabeza y quiso comprobarla de inmediato. «No hay peor gestión que no la que no hace», se repitió; aunque en general prefería renunciar antes que incurrir en errores. Y en casos de duda, resolvía el dilema con su inspiración casuista, como cualquier hijo del subdesarrollo.

Para no pensar más en sus incapacidades sobre lo que debe o no debe hacerse, sacudió varias veces la cabeza al estilo de los boxeadores en sus esquinas, tarareó una canción como si hubiera querido ahuyentar una voz interior y cogió de su gaveta mayor un tabaco y dos fósforos de madera. Con uno de los fósforos perforó la punta del tabaco. Encendió el otro fósforo y lo dejó arder un buen rato, sostenido entre el índice y el pulgar de la derecha. Aprisionaba el tabaco entre el índice y el mayor de la misma mano y en la izquierda tenía listo el otro fósforo, cogido por la cabeza. Cuando el fósforo encendido ya estaba por consumirse, encendió el otro por el extremo de la madera, y botó en el cenicero el que retuviera en la derecha. Cogió entonces el tabaco con el pulgar por debajo y con el índice y el mayor por arriba y lo puso a girar con cuidadosa uniformidad.

Aquella liturgia concluía al quitar la vitola después de la primera chupada y así lo hizo. Desde luego, era una variante de entrecasa. En público, el ceremonial del encendido exigía palitos especiales, un perforador de cedro adosado al llavero, y de hallarse en su buró, un sacabocados.

Cuando el mayor Alba pasó su curso de urbanidad anglosajona para la operación Mayfair, los instructores le advirtieron que nunca mojara el extremo del tabaco en la copa de cognac, típico rasgo nouveau riche, repudiado por la auténtica high cosmopolita; pero Alba, cuando fumaba en privado, mojaba siempre el tabaco en un vodka con picante que guardaba en un pomito de boca ancha, y le importaba tres carajos la normativa del Carreño Buckingham palaciego.

—Rosita.

—Ordene, mayor.

La voz estridente del intercomunicador empeoraba por días.

—Comuníqueme con Alfonso; o mejor: ocúpese usted misma de que se desmonte la guardia de escopeteros en la Cueva de las Tortugas.

—Entendido, mayor.

—Gracias.

En realidad, descubierto el palomar, aquella guardia ya no tenía sentido. Seguro que ninguna otra paloma volaría ya sobre la Cueva de las Tortugas.

«Deben de haberlas matado a todas, o quizá las hicieron regresar, cuando se dieron cuenta de que los andábamos buscando», pensó.

Alba tachó en su agenda el punto donde decía «escopeteros», y cuando despertó de aquella reflexión volvió a llamar a Rosita:

—Ordene, mayor.

—Su voz me resulta cada día más chillona y quebradiza.

—Lo siento, mayor, pero, ¿qué me recomienda?

—Use de todo su charm con el comandante y trate de conseguir un intercomunicador menos desco…

—¿Menos qué, mayor?

—Menos destartalado, Rosita.

Mientras la muchacha se reía sola, Alba volvió a enfrascarse en la lectura del artículo del profesor Mussorski, sobre la síntesis de las feromonas, pero la abandonó a la media hora. Aquella lectura en ruso le estaba dando mucho trabajo. Se trataba de una técnica muy reciente y el vocabulario estaba plagado de neologismos que no figuraban en ningún diccionario.

En varios días apenas pudo leer veintiocho páginas. Decidió no insistir más esa mañana, cerró los ojos, puso la mente en blanco. Disponía de diez minutos hasta las once en que esperaba a Paco para despachar los asuntos del DTI.

Pero tampoco pudo poner la mente en blanco y se entretuvo en hojear el tratado de ornitología que le enviaran de la Academia de Ciencias: Le sens d’orientation chez les oiseaux migratoires. En el capítulo XVII, titulado «Le pigeon voyageur: une boussole vivante», había una foto deliciosa, cautivadora. El título parecía confirmar lo que él supusiera desde un inicio. Y un subtítulo las tildaba de euclidianas por recorrer siempre la menor distancia entre dos puntos. «Por seguir su congénita compulsión a la rectitud, en la guerras prefieren volar a riesgo de sus vidas, en medio de los más fragorosos cañoneos, antes que apartarse un ápice del rumbo que les traza su instinto. Se han hecho experimentos y, en efecto, desde que se las suelta, cogen el rumbo con una exactitud sorprendente».

En otro vistazo al texto, Alba leyó que al llegar a su palomar de destino, por ancestral instinto solían celebrar la llegada con unos floreos por encima del palomar en todas direcciones. Eso explicaría el señalamiento del viejito colombófilo, de que en las competencias aparecían en la meta desde un lado o por el contrario. Parecía cierto que el viento, o el cansancio tras un largo viaje, podía provocarles un considerable alejamiento del rumbo exacto; pero en condiciones normales, y en particular sobre el mar, volaban en línea recta. Como es sabido, una recta se obtiene con dos puntos sobre un plano. El punto donde Chicho hiciera el disparo y el punto donde Jacinto recogiera la paloma, determinaron una recta sobre el mapa de Cuba: un verdadero dedo índice que señaló con precisión el rumbo hacia el palomar de destino. Y la finca de Huidobro se hallaba sobre la trayectoria exacta señalada por ese índice. Alba se había dicho entonces: «La misma recta que nos dio un índice hacia el interior de Cuba, ¿no podría darnos también un pulgar, que nos oriente hacia el Norte?».

Aquella era la idea que le había pasado por la cabeza, aquel día a las nueve de la mañana.

—Paco está aquí, mayor —chilló de pronto la quebradiza voz de la teniente Rosa Morales—. También han traído el mapa, mayor. ¿Se lo alcanzo?

—Mándemelo con Paco…

El mapa era tan grande que Paco debió dar dos pasos hacia adelante de la puerta para poder cuadrarse. Alba le devolvió el saludo y le indicó con un ademán, que se sentara en el sofá. Recibió el mapa, y mientras Paco se instalaba y comenzaba a extraer papeles de un maletín, Alba abrió el rollo, lo desplegó a todo lo ancho y se quedó un momento examinándolo. Luego lo cogió del borde superior con una prensa de madera forrada por dentro con una tela verde, y lo enganchó en la pared. De pie frente al mapa, lanzó una bocanada de humo y en sus ojos brilló un inequívoco destello de satisfacción.

—¿Qué hay de nuevo, Paco? —dijo al volverse hacia el uniformado del DTI.

—Para proceder con rapidez, mayor, nos repartimos el trabajo entre varios.

—¿Y eso por qué? ¿No eran seis casos a investigar?

—Sí, mayor —replicó Paco—, pero dos en Oriente, uno en Las Villas y otro en Camagüey.

—Bueno, claro —reconoció el mayor—: y si se hospedaron en un hotel, era lógico que no viviesen en La Habana.

—Hay un solo caso sospechoso: un tal capitán Sepúlveda.

—¿Capitán?

—Sí, mayor, así figura en el registro.

—¿Y? —preguntó el mayor, con interés.

—En todos los cuerpos de las FAR y el MININT aparecen tres Sepúlvedas: dos capitanes y un teniente. Los tres tienen perfectamente justificada su presencia en otros lugares del país en esa fecha, y jamás se han hospedado en el Nacional.

—¿Se ha podido recoger alguna huella? —preguntó Alba.

—No ha habido tiempo, mayor —repuso Paco—: hace solo unas horas que le estamos enfilando los cañones al tal Sepúlveda.

Pese al interés con que oía a Paco, Alba no quitaba los ojos del mapa. Lo devoraba una apremiante inquietud por trazar el rumbo del «pulgar». Hubiera deseado que Paco entrase al baño para salir de dudas. De todas maneras, cuando Paco terminó de informar sobre sus averiguaciones en torno al caso Huidobro, notó una cierta inquietud en Alba, y supuso que el mapa se la causaba. Guardó los papeles que distribuyera sobre la mesita con movimientos precisos y muy rápidos, se puso de pie y pidió permiso para retirarse. Alba lo despidió con un apretón de manos y le hizo saber que estaba muy satisfecho por la forma como manejaba el asunto Huidobro.

Cuando Paco se hubo retirado, Alba cogió un fail de su gaveta central y examinó la fotocopia del mapa elaborado por el Instituto de Geodesia, para la búsqueda del palomar. Sí, allí estaba. El rumbo coincidía casi exactamente con la diagonal del rectángulo formado por los paralelos 22 y 23 norte, y por los meridianos 83 y 84 oeste. Y dentro de ese rectángulo se extendía el extremo sudeste de la Florida.

¿Sería posible tanta belleza?

Alba volvió a encender el tabaco (esta vez sin ritual pero con fósforos de madera) y se quedó un instante de pie junto al mapa, indeciso. Pero no estaba indeciso: prolongaba un instante de satisfacción. Su corazonada parecía certera. Estaba casi seguro.

Por fin se decidió. Cogió una regla larga; la ubicó con energía en el punto donde coincidían los 25 grados de latitud norte con los 81 grados de longitud oeste, y mediante una recta, unió ese punto con la intersección de los 26 grados norte y los 80 grados oeste. Tiró la línea a lápiz, con un trazo muy tenue.

Cuando Arquímedes echó a correr en pelotas y gritaba «héureka» por las calles de Siracusa, tenía razón para estar muy entusiasmado. Acababa de parir en una bañera uno de los principios más fecundos de la hidrostática, que luego permitiría determinar, nada menos que el peso específico de los cuerpos.

Fernando Alba no tenía motivos para desnudarse pero ganas de gritar no le faltaban. No obstante, se conformó con dar grandes zancadas por su despacho y botar humo como una locomotora. Sin quitarse el tabaco de la boca, se rascaba la cabeza con inusitado frenesí y sin sentir ninguna picazón. La línea que poco antes trazara, cortaba la Florida apenas en una extensión de ciento treinta kilómetros, desde Florida Bay hasta Miami. Luego, oh maravilla, se internaba en el Atlántico, sin volver a penetrar en territorio estadounidense.

¿Y qué importancia podía tener aquello?

Pues era la certidumbre de que las palomas fueron soltadas en algún punto de aquel brevísimo tramo de ciento treinta kilómetros. Y si en Cuba se localizó sin dificultad un palomar sobre una extensión mayor que aquella, ¿no se podría quizá localizar otro en la Florida?

La corazonada había sido certera. Si aquella línea ahora proyectada hacia el NE, y que tenía como punto de partida el palomar de Huidobro, no hubiese pasado con exactitud sobre Cabañas; si hubiese pasado por ejemplo sobre Bahía Honda, apenas un par de minutos al oeste, al internarse en los Estados Unidos no habría salido al mar, sino que se habría prolongado a lo largo de miles de kilómetros por todo el continente norteamericano.

Esa había sido la corazonada de Alba. Intuyó que al prolongar el rumbo de las palomas, quizá se pudiera señalar en los Estados Unidos un tramo breve, investigable por la Inteligencia cubana. Por el contrario, sobre una longitud de mil kilómetros, semejante pesquisa, con la discreción requerida, habría sido imposible. Pero lo que más entusiasmó a Alba, fue que la línea por él trazada en la Florida, pasaba en medio de dos importantes líneas férreas al sur de Miami: la número 34, Florida Coast Line y la número 164, Seabord Line. Esta última, que partía de Miami, recorría localidades como Kendall, Perrine, Goulds, Princeton, Naranja, y terminaba en Homestead, donde se unía con la East Coast Line; y al entrar en Miami por Coral Gables, efectuaba un trayecto casi paralelo al de la primera. Además, una moderna carretera, también paralela a la Seabord Line por el Este, salía de Miami, pasaba por las mismas localidades que el ferrocarril, y luego continuaba hacia el sur, bordeando los Everglades, para internarse en el mar, de cayo en cayo, hasta llegar a Key West.

En principio, la presencia de esas dos líneas férreas y de la autorruta, aseguraba la posibilidad de recorrer sin obstáculos la zona, servirse incluso del ferrocarril, de los autobuses, o de taxis aéreos, avionetas de turismo, etcétera, y fotografiar todas las instalaciones sospechosas. Un hallazgo muy promisorio.

Alba descartó desde un principio toda posibilidad de que las palomas hubiesen partido de una embarcación en alta mar. El mismo hecho de que se valieran de mensajeras, para introducir áfidos quizá se debiera a un interés por actuar con rapidez, con gran reserva o con participación de poca gente. De lo contrario no habrían procedido con un plan tan rudimentario, antiprofesional casi. Además, si existían dos palomares, y las palomas iban y volvían, las sueltas de palomas en el mar podían crear vacilaciones. No: seguro que no venían del mar.

Otra cosa lógica era que las palomas salieran del mismo lugar donde se efectuara la mutación y la cría masiva de los pulgones citrífagos. Para Alba era evidente que cualquiera fuese el sitio donde se gestara tan siniestra cría, debía estar dotado de instalaciones capaces de proteger a los propios cítricos de la Florida de aquel engendro de la CIA. Lo más probable era que la mutación, o lo que rayos fuese, se hubiera realizado en un gran recinto cerrado, en algún invernadero hermético contaminado de Tristeza, y que garantizara los parámetros lumínicos, térmicos, edafológicos, propios del ambiente cubano. Por tanto, tal instalación tampoco podía estar en la ciudad de Miami, cortada en dos por el vuelo de las palomas. En todo caso, Alba estaba seguro de que la cría debió relizarse bajo condiciones de hermetismo, para evitar la acción dispersiva de los vientos huracanados de la Florida, capaces de transportar cualquier enfermedad a grandes distancias.

La tarea de los agentes cubanos en los Estados Unidos sería pues, detectar todos los invernaderos existentes entre Florida Bay y Miami; pero de preferencia entre Homestead y Kendall. Alba sabía que tanto Coral Gables como South Miami pertenecían ya al casco urbano, y por allí no habría lugar para tales instalaciones. Sin duda, los invernaderos debían estar situados en los predios de las grandes empresas citrícolas del sudeste del estado, capaces de sostener instalaciones costosas, laboratorios, centros de investigación, etcétera. Y era lógico que tales empresas tuviesen buenos accesos a líneas férreas o carreteras.

Sí, sí, como lógica deducción, el lugar debía hallarse entre Homestead y Miami. Por ahí debería meterse Denis. Quizá su larga experiencia en las mismas entrañas del monstruo le facilitara su misión.

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