Joy

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1975 » Capítulo 48. Junio 24-26, martes-jueves

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Junio 24-26, martes-jueves

En la madrugada del martes 24 de junio, después que Evaristo y Segundo dieran el «sésamo» en casa de Irma Ferrer, ocuparon uno de los cinco cuartos de la vieja casona, y pidieron un despertador. Irma les dijo que no tenía más que uno y lo necesitaba ella. ¿A qué hora querían despertarse? Querían levantarse a las seis. Que durmieran tranquilos, ella los llamaría. Necesitaban, además, un par de sacos viejos. También se los conseguiría ella.

Y en efecto, a las seis en punto los llamó y les tenía los dos sacos. A las seis y cuarto estaban en la calle. Desayunaron café con leche y pan con mantequilla en una cafetería de La Lisa, y frente a la plazoleta del cine Principal, cogieron una 96 para Miramar.

A las siete y treinta de la mañana ya habían sacado lo que escondieran la noche anterior bajo el mar. En cada saco pusieron un par de tubos de oxígeno y un bulto en forma de libro de cuarenta por treinta por diez centímetros, que podía caber fácilmente en una maleta pequeña. Pero un saco era menos sospechoso. Los paquetes venían envueltos en una lona verde y recubiertos de una tela plástica que para quitarse con facilidad, requería un cuchillo caliente. Tenían órdenes de conservar los tubos de oxígeno, y con los bultos, cuyos contenidos ignoraban, harían lo que Mauricio les indicara, cuando los hubiese llamado, esa misma mañana del martes 24 a las once, según lo convenido en Miami.

Cada uno con su saco al hombro y con su careta enganchada del snorkel en la otra mano, caminaron por la avenida Primera, sin llamar en absoluto la atención al vecindario de la Copa. Por ahí, en esa época, se veía desfilar, desde las primeras horas de la mañana, mucha gente con aparatos de pesca submarina, raquetas de tenis, palas de squash, pelotas de basket, de polo, etcétera, que le daban al barrio un semblante turístico. Los dos jóvenes, bien tostados por el sol y vestidos con modestia, en nada desentonaban con los personajes cotidianos.

Llegaron hasta la calle 42, tomaron café en El Carretero, desayunaron fuerte en La Copita y a eso de las nueve y treinta, pararon un taxi que los llevó a casa de Irma.

Antes de apearse, metieron las caretas y snorkels en los sacos y se dejaron ver con toda naturalidad, seguros de que desde la acera de enfrente no los observaría nadie, pues a lo largo de toda la cuadra se extendían los muros traseros de un parqueo de camiones. Cerca de las casas contiguas a la de Irma no se veía tampoco movimiento.

Bajaron del carro, abrieron con la llave que Irma les diera por la mañana, y cuando ubicaron los bultos en la habitación, Segundo encargó a Irma llamarlo de nuevo a las diez y cincuenta, si veía que no se levantaba. Y ambos se acostaron.

Pero Segundo se levantó a las once menos cuarto y se ubicó junto al teléfono. A las once en punto, por Radio Reloj, llamó Mauricio. Sus órdenes eran muy claras. En primer lugar, debían poner los dos paquetes que trajeran en la parte baja del refrigerador de Irma y esa misma tarde, a la una, Segundo debía ir a la CUJAE, preguntar por la Casa Blanca, penetrar en ella, y buscar entre los numerosos paquetes, recados, cartas, etcétera, que se dejaban allí los estudiantes, un paquetico verde que diría: «Segundo Casas».

Al principio, aquella forma de contacto le había parecido un tanto chapucera a Segundo, que era ya un profesional experimentado; pero cuando estuvo dentro de los predios de la CUJAE, comprendió que Mauricio había escogido un lugar excelente para comunicarse con ellos.

La Casa Blanca era un local que servía como punto de cita, lugar de reuniones, incluso lugar de «descargas» para los estudiantes del instituto, pues allí había un piano de cola, en torno al cual ensayaban o se entretenían a veces los grupos aficionados a la música.

En un lugar tan enorme como la CUJAE, la Casa Blanca era un sitio de paso, obligado para todo el mundo, cómodo, en el cual, con una informalidad típicamente estudiantil, todo el mundo entregaba y recibía recados, libros, cartas, citaciones, y cuanto pudiese ser objeto de intercambio.

Para los propósitos de Mauricio el lugar era perfecto, pues por allí pasaban a diario miles de personas, y a nadie le llamaría la atención ver a un desconocido hurgando entre los paquetes de la Casa Blanca.

Mauricio le había ordenado a Segundo llegar a la una en punto; pero él, por su parte, llegó a las doce y cuarenta y comenzó a caminar con un rollo de cartulina en una mano y una regla de cálculo visible entre el bolsillo de la camisa. Podía ser un profesor, incluso un estudiante o uno de los muchos profesionales que allí acuden a diario en busca de asesoramiento, a las distintas cátedras, laboratorios, bibliotecas. Su presencia no llamaba la atención a nadie.

Se apostó en un lugar sombreado, a unos cien metros de la entrada a la Casa Blanca, y cuando ya iba a ser la una, se entretuvo en adivinar cuál de los peatones podría ser Segundo. Se equivocó dos veces y aquello lo satisfizo. A pesar de que, según los informes, Segundo tenía treinta y ocho años, su aspecto era el de un estudiante más, con aquellos tenis, con su camisa de mezclilla mal planchada, con su paso un tanto indolente. Le gustó sobremanera el que ya desde el primer día, Segundo llegara al minuto en punto. Además, era evidente que actuaba con gran naturalidad. Cuando salió de la Casa Blanca, silbaba y sostenía el paquetico verde, con el descuido propio de algo sin importancia.

Mauricio comprobó que nadie seguía a Segundo en la CUJAE. Segundo, por su parte, no conocía a Mauricio, y cuando se apeó de la guagua frente al cine Principal, tampoco advirtió que junto a la acera por la cual transitaba para dirigirse a casa de Irma, desde el interior de un carro parqueado, alguien observaba sus movimientos.

Mauricio volvió a comprobar que nadie seguía a Segundo hacia la casa.

Al abrir el paquetico verde, Segundo encontró un sobre que contenía un ticket amarillo con el número 78 impreso en grandes caracteres negros, un tubito de vidrio con un líquido y una carta escrita a máquina en la que se solicitaba al compañero Segundo Casas, que rindiera un informe urgente sobre las necesidades materiales del área de becas y que lo entregara una semana después en la Colina, al compañero secretario de Universidad. Segundo aplicó calor al dorso de la hoja mecanografiada y cuando se coloreó la tinta invisible, leyó el siguiente texto:

TAREAS ASIGNADAS PARA LOS DÍAS24, 25 Y 26 DE JUNIO

24. Calentar un cuchillo y quitar la tela de plástico que recubre el paquete señalado con una A, de los dos que ustedes trajeron. Entregarlo a Irma, para que se lo dé a Sepúlveda, quien deberá mantenerlo en el frío hasta que disponga de él.

Coger el ticket amarillo con el número 78 y retirar del depósito que hay a la entrada de la Biblioteca Nacional José Martí en Plaza de la Revolución, un maletín con ropas, calzado y algún dinero para uso de ambos.

25. Pedir a Irma que los instruya sobre la situación de ustedes en la casa, en el barrio, en relación con los alimentos y demás y que los ponga en contacto con Mena.

26. Esperar a Mena y hacer lo que él les diga.

INSTRUCCIONES GENERALES

Mientras estén en La Habana, uno de ustedes debe esperar mis llamados a las nueve de la mañana, tres de la tarde, y nueve de la noche. Los llamados se efectuarán de conformidad con Radio Reloj, y a esas horas el teléfono debe estar desocupado. Si todo marcha normal, al descolgar el auricular digan «hola». Si algún día el enemigo tomara la casa, contesten «dígame».

El tubito adjunto contiene tinta invisible. Lo usarán cuando deban darme informes extensos que no puedan pasarse por teléfono. Para esos casos deberán servirse de la Casa Blanca o de la Biblioteca Nacional.

Con respecto a las citas, para la entrega o recibo de recados, la puntualidad de ustedes debe ser cronométrica. En todo caso, pueden tolerarse dos minutos de atraso, pero ni un segundo de adelanto con respecto a las horas que yo les fije.

Mantengan la forma física, hagan mucha gimnasia, no salgan a la calle innecesariamente. Dentro de la casa hay que cumplir las órdenes de Irma.

En la Biblioteca Nacional les entregaron, contra presentación del ticket número 78, un maletín negro con dos pares de zapatos, seis camisas, cuatro pantalones y dos mil pesos en billetes de veinte. Dentro del maletín una nota les hacía saber que en días próximos recibirían más ropa y calzado. Todo eso lo depositó el propio Mauricio a las diez de la mañana, antes de dirigirse a la CUJAE.

Irma les explicó que para el CDR y el barrio, serían unos amigos de su familia, venidos de Matanzas para pasar un curso de idiomas en Siboney, pues iban a estudiar a la Unión Soviética. Radicarían en casa de Irma porque allí sobraba espacio y porque desde La Lisa estaban a un paso de la escuela de idiomas. Alguno que otro domingo deberían ayudar en el trabajo voluntario de la cuadra y ella les avisaría cuando debiesen hacer guardia. Dentro de la casa, estaba prohibido hablar de nada vinculado con su trabajo, y sobre todo, prohibidísimo cualquier comentario político.

El miércoles conocieron a Sepúlveda, pero respetuosos del reglamento de la casa, apenas intercambiaron un saludo y sostuvieron un diálogo insustancial.

El jueves, conforme a lo anunciado por Irma, llegó Mena a las dos de la tarde, y los hizo montar en un Volkswagen. Mena era el que hacía los trabajos sucios del grupo. Era un experimentado killer, mecánico de profesión. Venido junto con Sepúlveda para desempeñar ambas funciones, consiguió trabajo en la DINAME y vivía en un albergue del INRA, en Línea y J. Él y Mauricio eran los únicos que trabajaban dentro del grupo, pues sus funciones convenían a la organización. Para resolver los problemas de los carros, adquirir piezas, materiales, etcétera, era necesario estar vinculado a algún centro de trabajo. Mauricio también trabajaba, para tener la necesaria cobertura, que siempre exigía la CIA en las tareas de dirección de largo alcance. Los otros cinco hombres del grupo, no podían trabajar, dada su necesidad de ausentarse a veces de La Habana, por tiempo indefinido, para el cumplimiento del operativo Joy.

Quince días antes, Mauricio, a quien ni Mena ni Sepúlveda, ni nadie del grupo conocía, llamó por teléfono a Mena y le informó haberle dejado, en la Biblioteca Nacional, un paquete con dinero para comprar un carro usado. Debía ponerlo en buenas condiciones y luego realizar en el Ministerio de Transporte los trámites para una supuesta venta, a nombre de Segundo Casas. Esa era la diligencia para la cual Mena acudiera a recoger a Segundo; pero antes de que montara en el Volkswagen, le preguntó si traía su cartera dactilar consigo.

Sepúlveda, por su parte, recibió instrucciones de enviar a Elpidio el paquete «A»; y las cumplió el 25. Al mismo tiempo, Mauricio le anunciaba en una extensa carta depositada en la Casa Blanca el inminente fin de su misión en Cuba para el plan Joy. Solo le faltaba coordinar la evacuación de seis personas, incluido él, hacia los Estados Unidos. En lo adelante debería salir a la calle lo menos posible.

El día 10 de julio a las once de la mañana, en el apeadero de la lancha de Regla, debía encontrar a un hombre que aparecería con el cristal derecho de sus espejuelos astillado.

Tras su contraseña: «¿Terminaste?», el hombre respondería: «Hace diez minutos». Si no acudía el 10, Sepúlveda debía insistir a la misma hora los días subsiguientes, hasta el encuentro. Era el oficial del buque encargado de recibirlos a bordo.

Si todo salía bien, alrededor del 20 de julio, Sepúlveda ya estaría fuera de Cuba, a solo once días de vencerse su plazo fijo por treinta y seis mil dólares.

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