Joy

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1975 » Capítulo 76. Julio 10, jueves

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Julio 10, jueves

Mauricio operaba con extrema cautela. Nadie de su red lo conocía. Todas sus órdenes las daba por teléfono, o depositaba cartas con tinta invisible en lugares como la Casa Blanca, la Biblioteca José Martí, etcétera. Él, por su parte, conocía muy bien a su gente, y ellos lo sabían. Sabían, además, que cualquier intento por tratar de conocer a Mauricio, podría hacerlos sospechosos de trabajar para el contraespionaje cubano, algo de lo que todos se cuidaban mucho.

Mauricio operaba con un sistema estricto. Los miembros de la red solo se ponían en contacto entre sí, cuando él lo autorizaba; pero en general, el grueso de la actividad del grupo, lo dirigía él en persona. Aunque anónimo para todos, no por ello era menos omnipresente en la gestión del operativo Joy.

A las horas de antemano convenidas con cada uno, hacía diarios llamados a Irma, a Hilda la de La Víbora, a Víctor y Manuel, y a Mena, que vivía en su albergue del INRA. Mientras la gente estuviese en La Habana, estos llamados eran la base de su sistema de comunicaciones. Era una rutina sacrosanta y cualquier violación constituía una gravísima falta.

Las conversaciones por teléfono eran muy breves. Cuando la información de una y otra parte requería detalles más o menos extensos, se recurría a los informes en tinta invisible.

Antes de salir Víctor y Manuel, para Jagüey, en el mes de mayo, Mauricio les hizo llegar un plano del callejón de la calle 22. Al mismo tiempo, les dio instrucciones precisas de cómo proceder en caso de que las alarmas indicaran haber sido detectados. ¡Bajo ningún concepto debían regresar a casa de Hilda! ¡Eso ante todo! Mauricio consideraba que si algún día los detectaban a ellos, quizá también la casa estuviese chequeada, y hasta el mismo Mena, que solía frecuentarla, en su calidad de nexo físico entre los dos grupos. Víctor y Manuel tenían orden de que, forzados por cualquier motivo a regresar a La Habana, acudiesen a la Biblioteca Central de la Universidad y dejaran un mensaje en uno de los ficheros. Si se trataba de un simple caso de contratiempos técnicos, debían localizar la ficha del Espejo de paciencia y anotar la palabra «ojo». La marca debía hacerse a lápiz, con un trazo tenue, en el ángulo superior derecho. Una señal análoga en Hamlet, significaría para Mauricio: «Sospechamos que nos siguen». Y lo mismo, en Los pasos perdidos, indicaría: «Tenemos la certidumbre documentada de que nos han descubierto». En los tres casos llegarían a la Biblioteca luego de pasar por el callejón de 22.

Mauricio llegó aquel jueves, como lo hacía a diario desde que dirigía comandos fuera de La Habana, a las ocho y diez. Miró primero la tarjeta del Espejo de paciencia y no halló ninguna señal. Cogió el fichero de la hache y tampoco había nada en Hamlet. El de la pe, en cambio, ostentaba un inequívoco «ojo», puesto allí por Víctor y Manuel. No podían ser Segundo y Evaristo, que ese mismo día comenzaran el lanzamiento de los virus, porque su contraseña era otra, aunque en las mismas tarjetas.

Aquello significaba, sin lugar a duda, que la Seguridad cubana conocía la presencia de Víctor y Manuel en la Isla de Pinos, y que ellos lograron evadirse por la calle 22.

Imperturbable, Mauricio llenó una papeleta para pedir La montaña mágica, de Thomas Mann, y cuando se la entregaron se sentó en una de las mesas del centro. Hizo un verdadero esfuerzo de concentración y leyó realmente algunas páginas de La noche de Walpurgis. Nadie hubiera sospechado nada, de aquel hombre absorto en su lectura.

A la izquierda le quedaban las ventanas que daban a la Plaza Cadenas, y a la derecha el puesto de recepción y entrega de los libros. Mauricio levantó la vista de La montaña mágica cuando ya Hans Castorp venía bajando por el ombligo hacia el pubis. Víctor y Manuel habían recibido instrucciones precisas de poner la nota antes de las ocho, pedir un par de libros y sentarse de espaldas a la sala de referencias, hasta las nueve y media de la noche. A esa hora en punto, debían buscar la orden de Mauricio en la página 1234 del tomo 33 de la Enciclopedia Espasa-Calpe, a disposición de cualquier lector que quisiera consultarla, en el área de referencias, al fondo de la sala de lectura.

Mauricio se sentó con su libro a las ocho y cuarto, y a las ocho y media, cuando alzó la vista, divisó las conocidas espaldas de Víctor y Manuel. Allí estaban sentados en mesas separadas, tal como él les ordenara; dispuestos de forma que no pudiesen verlo cuando él se desplazara hacia la estantería de la Espasa-Calpe, para dejarles sus instrucciones.

Para Mauricio llegaba la hora crucial. ¿Víctor y Manuel lo habrían confesado todo? ¿Explicarían los pormenores de aquella forma de contacto? Quizá hubiera gente de Seguridad al acecho y a la espera de que él se levantara para coger el tomo 33 de la Espasa. Además, a Víctor y Manuel podían haberlos seguido sin que se dieran cuenta… Eran las ocho y treinta y dos. Hasta las nueve y media faltaban cincuenta y ocho minutos. Tenía tiempo de hacer una comprobación. Ante todo, no dar un solo paso en falso. Leyó durante unos minutos más y luego salió. Sobre la mesa dejó el libro, una libreta y un lápiz, como hacen los lectores que han decidido cogerse un cinco e ir a tomar algo a la cafetería de Física. Bajó sin prisa la escalera, fue hasta la cafetería y tomó un yogur. Luego caminó unos metros y montó en su Peugeot, que dejara por allí cerca.

Siguió la cuesta del Estadio, pasó frente a la escalinata de la Universidad y enfiló por la calle L hasta 19. Allí dobló a la izquierda y continuó por todo 19 hasta la calle 18. Pensó que si la camioneta había explotado, Seguridad no habría podido echar el guante a sus hombres. En tal caso, no estarían en la Biblioteca como cebo, para cogerlo a él. Capturados e interrogados, era obvio que no habrían tenido tiempo de volar la camioneta.

Al atravesar la calle 18, vio una aglomeración en la otra esquina. ¡Buena señal!

Parqueó la máquina en 19 entre 18 y 20, y siguió a pie hasta la esquina. Las conversaciones eran harto elocuentes: Ocurrió a las seis y pico. No, muertos no hubo. La explosión destrozó los vidrios de varias casas en la cuadra. Solo un señor que andaba por ahí cerca con un perro, sufrió heridas graves. Pedazos de la camioneta cayeron encima de los techos, y una de las puertas quedó colgada de un poste. Fue horroroso. ¡Y ahí, que siempre había niños jugando!

Mauricio regresó al Peugeot. Los muchachos habían actuado en forma impecable, como consumados expertos. Con gente así, valía la pena trabajar.

A las nueve y cinco Mauricio entraba de nuevo al parqueo de la Universidad, y antes de bajarse, anotaba en una hoja mecanografiada por un solo lado, con tinta invisible, lo siguiente: «Diríjanse a La Lisa, calle 47, número 11436. Contraseña: “Sésamo”. Esperen allí mi llamado a las once y treinta de la noche. Mientras tanto, preparen informe detallado de lo ocurrido y entréguenmelo en la Casa Blanca mañana a las ocho y treinta».

Eran las nueve y diez. A las nueve y quince debía telefonear a Mena, como todos los días. Llamó desde la cafetería. Mena se encontraba en su albergue del INRA y no tenía novedad. De todas maneras, podía estar chequeado sin notarlo. A sabiendas no lo estaba, pues le habría dado la temida contraseña: «Dígame». Pero no: Mena respondió con su acostumbrado: «Hola». Fuera como fuera, Mena debería abandonar también aquel albergue, no volver más por casa de Hilda y trasladarse a La Lisa, tras previo paso por el callejón de la calle 70, para asegurarse. Tenía que ser esa misma noche. De inmediato.

La misión de Mena, al igual que la de Víctor y Manuel, podía darse por concluida. Ahora deberían concentrarse todos en casa de Irma y esperar el día de la evacuación.

Ya eran las nueve y veinte. A las nueve y veinticinco, Mauricio abría la página 1234 del tomo 33 de la Espasa-Calpe y depositaba en él las instrucciones para Víctor y Manuel. A las nueve y veintisiete reanudaba su lectura de La montaña mágica.

Víctor se levantó de la mesa a las nueve y treinta y uno y fue directo a la sala de referencias, de donde salió a las nueve y treinta y tres, para dirigirse al baño. Allí aplicó calor al papel y leyó el mensaje.

A las nueve y cuarenta, Víctor devolvía su libro y salía. A las nueve y cuarenta y dos, salía Manuel.

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