Job

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Segunda parte » Capítulo 15

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15

LOS días comenzaron a alargarse. Las mañanas eran ya tan claras que la luz se filtraba a través de las persianas cerradas en la habitación sin ventanas de Mendel. En el mes de abril, la calleja despertábase una hora más temprano. Mendel puso agua a hervir, llenó su pequeña palangana azul, sumergió la cara dentro y se secó con un extremo de la toalla colgada en la manija de la puerta. Luego abrió las persianas metálicas, se llenó la boca de agua y la escupió cuidadosamente sobre las tablas del suelo, observando los arabescos que el diáfano chorro asperjado por sus labios dibujaba en el polvo. De pronto hirvió el agua. Aún no habían dado las seis cuando Mendel estaba ya frente a su casa. Las ventanas de la calle empezaban a abrirse como accionadas por manos invisibles. La primavera había llegado.

Sí, la primavera. La gente se preparaba para las fiestas de Pascua y Mendel ayudaba en todas las cosas. Con un cepillo remozaba las mesas de madera, liberándolas de las profanas manchas de comida de todo el año. En los escaparates colocaba los paquetitos cilíndricos de papel carmesí que contenían el pan de Pascua, y limpiaba de telarañas las botellas de vino de Palestina, guardadas largo tiempo en las frescas bodegas. Sacaba una por una las camas de sus vecinos a los patios, donde el cálido sol de abril hacía salir a los bichos y los dejaba a merced de la bencina, el aguarrás y el petróleo. Con unas tijeras hacia franjas y orificios decorativos en papel de color rosa o azul celeste y los clavaba con chinchetas a las repisas de las cocinas para adornar la vajilla. Ponía al fuego unas bolas de hierro, y cuando estaban al rojo vivo las sumergía en los barriles y las cubas, previamente llenos de agua caliente, de modo que quedaran limpios según prescribe la ley. Molía los panes de Pascua en morteros enormes y los vertía en sacos limpios que luego anudaba con cintas azules.

En su país también había hecho todo aquello. Pero allá la primavera llegaba más lentamente que en América. Mendel recordó la nieve gris que orlaba las aceras de madera en Zuchnow; los carámbanos cristalinos que colgaban de los canilleros; las lluvias finas que llegaban de improviso y cantaban en el canalón toda la noche; el trueno lejano que retumbaba tras el bosque de pinos; la blanca escarcha que cubría tiernamente las mañanas azul claro; Menuchim, a quien Miriam metió una vez en un enorme barril para liquidarlo; y la esperanza de que al fin ese año llegase el Mesías. Mas no llegó. «No llega —pensó Mendel—, ni llegará nunca». Que los otros lo esperasen, Mendel no lo esperaría.

Pese a todo, a los ojos de sus amigos y vecinos Mendel había cambiado en esa primavera. A veces lo sorprendían tarareando una canción, y percibían una dulce sonrisa bajo su barba blanca.

—Se está infantilizando, ya es viejo —decía Groschel.

—Lo ha olvidado todo —decía Rottenberg.

—Es la alegría que precede a la muerte —opinaba Menkes.

—Skovronnek, que lo conocía mejor, se callaba. Sólo una vez, antes de acostarse, dijo a su mujer:

—Desde que llegaron los discos nuevos, Mendel se ha transformado. Lo he sorprendido varias veces dando cuerda al gramófono. ¿Tú qué piensas?

—Me parece —contestó la señora Skovronnek con cierta impaciencia— que Mendel ya está chocheando y que dentro de poco no servirá para nada.

Hacía ya un buen tiempo que estaba descontenta con Mendel, y su compasión por él disminuía a medida que Singer avanzaba en edad. Fue olvidando poco a poco que él había sido un hombre acomodado, y su compasión, que se había alimentado de respeto (pues su corazón era mezquino), se fue desvaneciendo. Ni siquiera le decía, como al principio «Míster Singer», sino sencillamente Mendel, como casi todos. Y si antes le daba los recados con una reserva más bien cortés, pues la docilidad de Mendel la honraba y la avergonzaba al mismo tiempo, ahora empezó a dárselos con tal impaciencia que su descontento por la sumisión del anciano resultaba demasiado evidente. Aunque Mendel no andaba mal de oídos, la señora Skovronnek alzaba la voz como si temiera no ser bien comprendida y como dando a entender con sus gritos que Mendel no cumplía debidamente sus órdenes. Gritaba como tomando precauciones, y esto era lo único que ofendía a Mendel. Porque él, que había sido degradado por el cielo, no hacía mucho caso de las burlas necias de los hombres, y sólo cuando alguien dudaba de su capacidad de comprensión se sentía ofendido.

—De prisa, Mendel —así comenzaban todas las órdenes de la señora Skovronnek. Aunque él hiciera las cosas con rapidez, ella lo encontraba demasiado lento.

—No grite tanto —contestaba Mendel de vez en cuando—; ya la he oído.

—Pero es que usted nunca se da prisa. Siempre le sobra tiempo.

—Me sobra menos tiempo que a usted, señora Skovronnek. Tan cierto como que soy más viejo que usted.

Y la señora Skovronnek, que no entendía la segunda intención de la respuesta y en seguida se sentía herida, le decía a la persona que hubiera en la tienda:

—¡Qué quiere usted! Nuestro Mendel ha envejecido.

Hubiera querido atribuirle otras «cualidades», pero se contentaba con aludir a su avanzada edad, que consideraba como un vicio. Siempre que Skovronnek oía estos comentarios, decía a su mujer:

—Todos envejecemos. Yo soy tan viejo como Mendel y tú tampoco vas para joven.

—Pues ya puedes irte buscando una joven —contestaba la señora.

La alegraba encontrar finalmente un motivo para disputar con su marido. Y Mendel, que sabía cómo evolucionaban estas disputas y no ignoraba que la mujer acabaría descargando su ira sobre el marido y su amigo, temblaba por su amistad con Skovronnek.

Aquel día estaba particularmente enojada con Mendel.

—¡Imagínate! —le dijo a su marido—. Hace días que no veo el cuchillo de la carne. Podría jurar que lo ha cogido Mendel; y cuando le pregunto por él, dice que no lo ha visto. ¡Cada día está más viejo: es como un niño!

En realidad, Mendel Singer había cogido el cuchillo de la señora Skovronnek y lo había escondido. Hacía tiempo que tenía un plan secreto, el último de su vida. Una noche le pareció propicia para llevarlo a cabo. Fingió dormirse en el sofá mientras los vecinos charlaban con Skovronnek, aunque en realidad estaba despierto. Escuchó con los ojos cerrados hasta que se marchó el último invitado. Luego sacó de debajo de un cojín del sofá el cuchillo, lo escondió bajo su levita y salió a la calleja, ya de noche. Aún no habían encendido las farolas, y de muchas ventanas salían rayos de luz amarilla. Mendel se detuvo ante la casa en que viviera con Deborah, y miró a la ventana del piso que había habitado. Allí vivía ahora el matrimonio Frisch, que había abierto en los bajos una heladería. En ese momento el joven matrimonio salía de casa y estaban cerrando la tienda. Se iban a un concierto. Eran ahorrativos, casi podría decirse avaros, pero muy hacendosos y aficionados a la música. El padre del joven Frisch había dirigido una orquesta de bodas en Kowno. Aquel día se presentaba una orquesta filarmónica recién llegada de Europa. Frisch venía hablando de ella hacía días.

Salieron si ver a Mendel, que se deslizó furtivamente a la casa, subió a tientas la vieja escalera familiar y sacó del bolsillo las llaves de los vecinos que le encomendaban vigilar sus casas cuando iban al cine. Abrió la puerta sin dificultad, la cerró con cerrojo tras de sí, y una vez hecho esto se tumbó en el suelo y comenzó a golpear las tablas una a una. Cuando se cansaba, hacía una breve pausa y reanudaba luego el trabajo. Al fin sonó a hueco: justo en el lugar donde hacía años estaba la cama de Deborah. Mendel extrajo la mugre de las junturas y, valiéndose del cuchillo, aflojó la tabla y la levantó. No se había equivocado, encontró lo que buscaba. Metió lo hallado en su pañuelo, que ocultó bajo la levita, volvió a poner la tabla en su lugar y salió silenciosamente. Nadie había en la escalera; nadie lo había visto. Cerró la tienda más temprano que de costumbre. Luego bajó las persianas metálicas, encendió la lámpara grande y se instaló bajo el cono de luz. Abrió el pañuelo y contó su contenido, Deborah había ahorrado sesenta y siete dólares en moneda y papel. Era mucho, pero no lo suficiente, y Mendel sufrió un desengaño. Añadiendo sus pequeños ahorros, producto de las limosnas y gratificaciones por sus diversos servicios en las casas, llegó a reunir noventa y seis dólares. No le alcanzaba.

«Unos cuantos meses más —murmuró—. Aún tengo tiempo».

Sí, tenía tiempo y debía vivir muchos años más. Ante él se extendía el gran océano. Debería atravesarlo nuevamente. Todo ese inmenso mar esperaba a Mendel. Toda la ciudad de Zuchnow y sus alrededores lo aguardaban: el cuartel, el bosque de pinos, las ranas de los pantanos y los grillos de los campos. Menuchim, aunque estuviera muerto, lo esperaría en el pequeño cementerio. En él también reposaría Mendel. Primero pasaría por casa de los Sameschkin y no le tendría miedo al perro. Podían echarle un lobo de Zuchnow y no lo asustarían. A pesar de los gusanos, de las ranas y de las langostas, Mendel sería capaz de acostarse sobre la tierra desnuda. Sonarían las campanas y le harían recordar la lucecilla que de pronto brillaba en los ojos alelados de Menuchim. Mendel saludaría: «He regresado, querido Sameschkin. ¡Que otros sigan recorriendo el mundo! Mis mundos están muertos y he regresado dispuesto a dormir aquí para siempre». La noche azul se combaría sobre él, las estrellas brillarían, las ranas croarían, y allá lejos, en el bosque oscuro, alguien entonaría la canción de Menuchim.

Así se durmió Mendel esa noche, con el pañuelo en la mano.

A la mañana siguiente entró en casa de Skovronnek, puso el cuchillo sobre el fogón aún frío y dijo:

—He encontrado el cuchillo, señora Skovronnek.

Quiso marcharse inmediatamente, pero la señora Skovronnek comenzó:

—¡Cómo no iba a encontrarlo! ¡No era difícil si usted mismo lo escondió! Además, ayer tuvo usted el sueño pesado. Estuvimos llamando a la puerta de la tienda. ¿No la escuchó? Frisch, el de la heladería, tiene algo importante que decirle. Vaya a verlo en seguida.

Mendel se asustó. Alguien debió de haberle visto la noche anterior. Quizá se hubiera cometido un robo en el piso de Frisch y las sospechas recaían en él. Quizá lo que se había cogido no eran los ahorros de Deborah, sino los de la señora Frisch. Le temblaban las manos.

—Permítame que me siente —dijo a la señora Skovronnek.

—Puede sentarse unos minutos —contestó ella—; pero después tengo que cocinar.

—¿Qué noticia importante puede ser? —preguntó Mendel, sabiendo de antemano que la mujer no le diría nada.

Ella se alegró al ver la curiosidad de Singer y guardó silencio. Pasados unos minutos, decidió mandarlo fuera.

—No suelo meterme en asuntos ajenos. Vaya a ver a Frisch —le dijo.

Mendel se marchó dispuesto a no entrar en la casa de Frisch. Sólo algo malo podía esperarlo. Fuera lo que fuera, se sabría a su tiempo. Y esperó. Pero esa tarde vinieron de visita los nietos de Skovronnek y la señora envió a Mendel a por tres raciones de crema de fresas. Mendel entró tímidamente en la heladería. Míster Frisch no estaba por suerte. Su mujer le dijo:

—Mi marido tiene algo muy importante que comunicarle. ¡Vuelva esta misma tarde!

Mendel fingió no haber oído nada. El corazón le palpitaba velozmente y quería salírsele del pecho. Él lo retuvo con ambas manos. Algo malo le amenazaba. Tuvo ganas de decir la verdad. Acaso Frisch le creyese. En caso contrario, lo meterían en la cárcel. ¡Qué importaba! Moriría en la cárcel. Ya no en Zuchnow.

Permaneció en las inmediaciones de la heladería. Mientras iba de un extremo a otro, vio entrar a Frisch. Quiso esperar más, pero sus pies lo encaminaron a la tienda. Abrió la puerta, que hacía sonar un timbre muy agudo, y como no halló fuerzas para cerrarla de golpe, el timbre siguió sonando sin cesar. Mendel permaneció como aturdido en medio del violento timbrazo, incapaz de moverse. El mismo míster Frisch cerró la puerta. Y en el silencio que siguió, Mendel oyó que míster Frisch decía a su mujer:

—Rápido, una soda con frambuesa para míster Singer.

Hacía mucho tiempo que nadie lo llamaba míster Singer. Y en aquel momento se dio cuenta que de un tiempo a esta parte sólo le decían «Mendel», por ofenderle. «Será una cruel burla de Frisch —pensó—; todo el barrio sabe que este muchacho es un avaro, y a él mismo le consta que yo no puedo pagar una soda. No la beberé».

—Gracias, gracias —dijo; no bebo nada.

—Espero que nos aceptará al menos esto —dijo la mujer de Frisch con una sonrisa.

—No irá usted a rechazármelo —añadió Frisch.

Condujo a Mendel hasta una de las mesitas de hierro fundido y le ofreció una gran butaca de mimbre. El mismo se sentó en una silla de madera, se aproximó a Mendel y le dijo:

—Como usted sabe, ayer estuve en el concierto, míster Singer.

El corazón se le paralizó un instante a Mendel. Se apoyó en el respaldo y tomó un trago para no morirse.

—Bueno —prosiguió Frisch—, yo he oído ya mucha música, pero la de ayer fue algo incomparable. Había treinta y dos músicos, y casi todos de nuestra región en Rusia, ¿me entiende? Y tocaron melodías hebraicas, ¿me entiende? Se me ensanchó el corazón y lloré, como todo el público. Al fin tocaron la canción de Menuchim, míster Singer, que usted conoce por haberla oído en el gramófono. Una hermosa canción, ¿no es cierto?

«¿Adónde irá a parar?», se dijo Mendel. Y dijo en voz alta:

—Sí, sí, una hermosa canción.

—En uno de los descansos estuve hablando con los músicos. El pasillo estaba abarrotado. El que menos encontraba entre ellos a un amigo, y a mí me sucedió lo mismo, míster Singer.

Frisch se calló un momento. Entró gente, y el timbre lanzó un chirrido agudo.

—De pronto me encuentro —continuó míster Frisch—, ¡pero beba usted, beba, míster Singer!, me encuentro con un primo carnal mío, un tal Berkovitsch, de Kovno. Es hijo de un tío mío. Nos abrazamos y empezamos a hablar. Y de buenas a primeras me dice Berkovitsch: «¿Conoces a un señor llamado Mendel Singer?».

Frisch observó un momento a Mendel, pero éste no se movió. Se limitó a tomar nota de que un tal Berkovitsch había preguntado por un señor llamado Mendel Singer.

—Sí —prosiguió Frisch—; le contesté que conocía a un Mendel Singer, de Zuchnow. «Es él —dijo entonces Berkovitsch—. Nuestro director es un gran compositor, todavía joven, y un verdadero genio, autor de casi todo lo que tocamos. Se llama Alexei Kossak, y es también de Zuchnow».

—¿Kossak? —repitió Mendel—. Mi mujer se apellidaba Kossak. Debe ser algún pariente.

—Sí —dijo Frisch—, y parece que Kossak lo anda buscando. Sin duda querrá decirle algo. Me encargaron preguntarle si quería usted verlo. O pasa usted por el hotel, o yo le doy su dirección a Berkovitsch.

Mendel se sintió más aliviado y a la vez más triste. Bebió su soda y dijo:

—Se lo agradezco, míster Frisch, pero no tiene importancia. El tal Kossak me contará todas las cosas tristes que yo ya conozco. Y, además, voy a decirle la verdad: yo tenía pensado pedirle a usted un consejo. Su hermano tiene una agencia de navegación, ¿verdad? Pues me gustaría ir a Rusia, a Zuchnow. Aquello ya no es Rusia, el mundo entero ha cambiado, y… ¿cuánto cuesta ahora la travesía? ¿Qué papeles necesito? Hable usted con su hermano, pero no le diga nada a nadie.

—Me informaré —contestó Frisch—; aunque quizá usted no tenga dinero suficiente. ¡Y a su edad! Es posible que Kossak le diga algo. Acaso hasta puede llevárselo. Va a estar muy poco tiempo en Nueva York. ¿Le doy su dirección? Lo digo porque le conozco a usted bien y sé que no querrá pasar por el hotel.

—No —dijo Mendel—, no pasaré por el hotel. Puede usted escribirle, si desea.

Y se levantó.

Frisch lo retuvo un momento, diciéndole:

—Le he traído el programa. Aquí está la fotografía de Kossak.

Sacó de su bolsillo un gran programa, lo desplegó y lo puso ante los ojos de Mendel.

—¡Hermoso joven! —dijo Mendel.

Miró atentamente la fotografía. Aunque el papel estaba estropeado y sucio, y el retrato parecía deshacerse en miles de diminutas moléculas, la imagen del joven apareció muy viva ante los ojos de Mendel. Quiso devolverlo en seguida, pero se quedó mirándolo fijamente. La frente brillaba ancha y blanca bajo los negros cabellos, como una piedra pulida al sol. Los ojos, grandes y claros, se hallaban como fijos en Mendel y lo tenían cautivo. Sintió que aquellos ojos lo alegraban y aliviaban a la vez. Vio brillar la inteligencia en ellos. Eran viejos y jóvenes al mismo tiempo: lo sabían todo. Y reflejaban el mundo entero. Mendel Singer tuvo la conciencia de que lo rejuvenecían y que a través de ellos podría aprenderlo todo. Ya los había visto o soñado de pequeño. Hacía muchos años, cuando empezó a aprender la Biblia, los ojos de los profetas eran cómo éstos. Los hombres con los que el mismo Dios ha hablado tienen este tipo de ojos. Lo saben todo, pero nada revelan; y la luz habita en ellos.

Largo tiempo pasó Mendel mirando el retrato. Luego dijo:

—Lo llevaré a casa, si usted me lo permite, míster Frisch.

Dobló el programa y se marchó.

Al volver la esquina, desplegó el programa para mirarlo una vez más, y se lo guardó luego en el bolsillo. Le pareció que había pasado una eternidad desde que llegara a la heladería. Entre ese momento y el de ahora se interponían los miles de años que brillaban en los ojos de Kossak, y aquellos otros en que Mendel era tan joven que aún podía imaginarse lo rostros de los profetas. Sintió ganas de volver y preguntar en qué teatro tocaba la orquesta para ir a escucharla. Pero tuvo vergüenza. Entró en la tienda de Skovronnek y contó que un pariente de su mujer lo buscaba en América y que él había autorizado a Frisch a darle su dirección.

—Mañana por la noche cenarás con nosotros, como todos los años —dijo Skovronnek.

Se refería a la primera noche de Pascua. Singer aceptó. Hubiera preferido quedarse ene su trastienda, pues conocía de sobra las miradas oblicuas de la señora Skovronnek y los cálculos que sus manos hacían al servirle a Mendel la sopa y el pescado. «Es la última vez —pensó—. Dentro de un año estaré en Zuchnow, vivo o muerto. Mejor sería muerto».

A la noche siguiente fue el primero en llegar, pero se sentó a la mesa el último. Estuvo allí desde temprano para no molestar a la señora Skovronnek, y se sentó el último para dar a entender que se consideraba también el último entre todos los presentes. Se sentaron finalmente la mujer y las dos hijas de Skovronnek, con sus maridos y sus hijos, un vendedor de partituras y Mendel, que se instaló a un extremo de la mesa, a la que se había añadido una tabla cepillada para agrandarla. Singer tenía que cuidar no solamente del mantenimiento de la paz, sino también del equilibrio entre el tablero de la mesa y su prolongación, que él sostenía con ambas manos cuando colocaban encima alguna fuente o plato. Seis gruesos cirios blancos brillaban sobre otros tantos candelabros de plata, y su luz se reflejaba en el intenso blanco del mantel. Como guardianes de plata se erguían esos cirios ante Skovronnek, el dueño de la casa, que estaba sentado con su manto blanco sobre un cojín también blanco, especie de rey inmaculado sobre un trono inmaculado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que Mendel, con ese mismo manto y de la misma manera, había presidido la mesa y la fiesta? Hoy estaba sentado a un extremo de la mesa, encorvado y castigado, con su levita brillante y verdosa, como el último de los presentes, preocupado por su propia modestia: un pobre adorno de la fiesta. Los panes de Pascua yacían ocultos bajo una servilleta blanca: una colina nevada junto al verde oscuro de las hierbas, el rojo de las zanahorias y el subido amarillo de los rábanos silvestres. Los libros con los relatos del éxodo de Egipto se hallaban abiertos frente a cada comensal. Skovronnek iba entonando la leyenda y todos repetían luego en coro sus palabras, salmodiando aquella amable melodía, esa enumeración cantada de los distintos milagros que indicaban siempre los mismos atributos de Dios: grandeza, bondad, misericordia, su gracia para con los israelitas y su ira contra el Faraón. Incluso el vendedor de partituras, que no podía leer la escritura ni entendía esas costumbres, se mostró encantado con la envolvente melodía y, sin darse cuenta, empezó pronto a seguirla. También Mendel, al oírla, se sintió menos enojado contra un Cielo que cuatro mil años antes se había mostrado tan pródigo en milagros; era como si el amor de Dios por su pueblo hubiera casi reconciliado a Singer con su propio destino miserable. Todavía no cantaba, pero su cuerpo ejecutaba ya los movimientos rítmicos mecido por el canto de los otros. Oyó cantar a los nietos de Skovronnek con sus claras voces y recordó las de sus propios hijos. Volvió a ver a Menuchim, desamparado en una silla altísima y sentado a la solemne mesa. Sólo él, el padre, solía lanzar de vez en cuando una mirada furtiva a su hijito menor; sólo él había advertido cómo el pequeño luchaba penosamente por comunicar lo que pasaba en su interior y por cantar lo que oía. Era la única noche del año en la que Menuchim, al igual que sus hermanos, llevaba un traje nuevo y un cuello blanco con adornos rojos bajo su doble papada. Cuando Mendel le ofrecía vino, el pobre se bebía ávidamente medio vaso, tosía y hacía una mueca que nadie sabía si era de llanto o de risa.

En eso iba pensando Mendel mientras se balanceaba siguiendo el cantar de los demás. Vio que habían avanzado ya bastante y, pasando unas cuantas páginas, se preparó a levantarse y a sacar los platos de la tabla para evitar un accidente cuando tuviera que soltarla. Pues había llegado el momento de llenar de vino los vasos rojos y de abrir la puerta por si quería entrar el profeta Elías. Los seis vasos brillaban ya con sus rojos reflejos. La señora Skovronnek le hizo una seña a Mendel y éste se dirigió a la puerta y la abrió. Skovronnek cantó la invitación al profeta. Mendel aguardó a que terminase para no hacer dos veces el mismo camino. Luego cerró la puerta, sentose nuevamente y sostuvo la tabla con un puño. El canto prosiguió.

Apenas habría pasado un minuto cuando alguien llamó a la puerta. Todos oyeron la llamada, pero pensaron que sería una ilusión, pues en una noche como aquélla los amigos se quedaban en sus casas, y las calles del barrio estaban desiertas. Una visita a esa hora era imposible. Seguramente había sido el viento.

—Mendel —dijo la señora Skovronnek—, seguro que no ha cerrado bien la puerta.

En aquel instante oyeron otra llamada, esta vez más clara y prolongada. Todos permanecieron expectantes. El olor de los cirios, el vino, la iluminación poco habitual y el antiguo canto había excitado de tal modo a niños y mayores que, en espera de un milagro, todos contuvieron la respiración unos instantes y se miraron perplejos y pálidos, como preguntándose si realmente querría entrar el profeta. Se produjo un silencio y nadie se atrevió a moverse.

Por último, Mendel volvió a empujar los platos hacia el centro, se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió. En el umbral vio a un forastero de buena estatura, que le dio las buenas noches y pidió permiso para entrar. Skovronnek se incorporó con cierta dificultad de sus cojines, se llegó a la puerta, miró al forastero y le dijo:

Please! —tal como había aprendido en América.

El forastero entró. Llevaba un abrigo oscuro con el cuello levantado y no se quitó el sombrero, probablemente por respeto a la fiesta y porque todos los presentes estaban cubiertos.

«Es un hombre educado», pensó Skovronnek y, sin decir una palabra, le desabrochó el abrigo. El hombre hizo una venia y dijo:

—Me llamo Alexei Kossak. Ustedes disculpen: me han dicho que un tal Mendel Singer, de Zuchnow, vive con ustedes. Desearía hablarle.

—Servidor de usted —dijo Mendel levantando la cabeza y acercándose al huésped.

Su frente llegaba a los hombros del forastero.

—Señor Kossak —continuó Mendel—, ya he oído hablar de usted. Es pariente mío.

—Quítese el abrigo y siéntese en la mesa con nosotros —dijo Skovronnek.

La señora Skovronnek se levantó. Todos se estrecharon para hacerle sitio al forastero, y uno de los yernos de Skovronnek acercó otra silla a la mesa. El huésped colgó su abrigo en una percha y tomó asiento frente a Mendel. Alguien le sirvió un vaso de vino.

—No se molesten y sigan rezando —pidió Kossak.

Ellos continuaron. Mendel miraba al huésped, que permanecía sentado frente a él, y tampoco dejaba de mirarle. Así estuvieron sentados uno frente al otro, envueltos en el canto de los demás, pero separados de ellos. A ambos les resultaba agradable no poder hablar debido a los otros. Mendel buscaba los ojos del forastero. Cuando éste los cerraba, a Mendel le entraban ganas de rogarle que los mantuviera abiertos. Su cara le era totalmente desconocida; sólo sus ojos le resultaban familiares detrás de las gafas. No podía dejar de mirarlos, como alguien que al volver a casa intenta ver las luces conocidas y ocultas tras las ventanas, y él volvía del país extraño que era aquella cara juvenil, delgada y pálida. Tenía cerrados sus labios lisos y delgados.

«Si fuera su padre, le diría: ¡Sonríe, Alexei!», pensó Mendel. Sacó en silencio el programa del bolsillo, lo desplegó bajo la mesa para no molestar a los otros, y se lo entregó al forastero. Éste sonrió tiernamente por espacio de un segundo.

Se interrumpió el canto y comenzó la comida. La señora Skovronnek le sirvió también al forastero un plato de sopa caliente y Skovronnek le rogó que comiese. El vendedor de partituras comenzó a hablar con Kossak en inglés; Mendel no entendía nada. En seguida el vendedor les dijo a todos que Kossak era un genio joven, que estaría sólo una semana en Nueva York y que enviaría billetes para el concierto de su orquesta a todos los presentes. Pero la conversación seguía siendo lánguida. Todos comían con muy poca solemnidad para ser final de fiesta, y cada bocado era acompañado por una palabra cortés del forastero o de sus anfitriones. Mendel no decía nada. Para no enfadar a la señora Skovronnek, comió más de prisa que los otros. Todos se pusieron muy contentos al terminar de comer y reanudaron ansiosamente el canto de los milagros. Cada vez era más vivo el ritmo de Skovronnek, y pronto las mujeres ya no pudieron seguirlo. Pero al llegar a los salmos cambió de tono, de tiempo y de melodía, y las palabras que ahora entonaba eran tan solemnes que el mismo Mendel empezó a acompañar cada versículo con un «¡Aleluya, aleluya!». Movía la cabeza, su larga barba rozaba las hojas del libro abierto, y aquel ligero roce parecía indicar que la barba quería participar en la oración a la que la boca se negaba.

Al final acabó el canto. Los cirios se habían consumido a la mitad, y ya la mesa no estaba como al comienzo, impoluta y solemne. Sobre el mantel blanco se veían manchas y restos de comida, y los nietos de Skovronnek bostezaban ya. Skovronnek pronunció en voz alta el deseo tradicional: «¡El próximo año en Jerusalén!». Todos lo repitieron, cerraron los libros y se volvieron hacia el huésped desconocido. Ahora era Mendel quien debía interrogar al visitante. El viejo carraspeó levemente, sonrió y dijo:

—Y bien, señor Alexei, ¿qué tenía usted que decirme?

Y el forastero comenzó a decir a media voz:

—Habría usted tenido noticias mías hace tiempo, señor Mendel Singer, de haber sabido yo su dirección. Pero después de la guerra nadie la sabía. El yerno de Billes, el músico, murió de tifus, y la casa que usted tenía en Zuchnow quedó vacía, pues la hija de Billes se refugió en la de sus padres, que vivían en Dubno. Su casa de Zuchnow fue ocupada por soldados austríacos. Terminada la guerra, escribí a mi agente aquí, pero sus gestiones no fueron muy hábiles: me contestó que nadie le daba razón de usted.

—¡Lástima lo del yerno de Billes! —dijo Mendel pensando en Menuchim.

—Y ahora —añadió Kossak— quiero darle una grata noticia. Yo le compré su casa al viejo Billes, ante testigos y previa tasación oficial, y quiero entregarle a usted el importe.

—¿A cuánto asciende? —preguntó Mendel.

—A trescientos dólares —contestó Kossak.

Mendel se pasó la mano por la barba, peinándola con dedos temblorosos.

—Se lo agradezco —dijo.

—Respecto a su hijo Jonás —prosiguió Kossak— desapareció el año 1915. Nadie ha podido darme noticias de él, ni en San Petersburgo, ni en Berlín, ni en Viena, ni en la Cruz Roja de Suiza. Estuve haciendo pesquisas por todas partes; pero hace dos meses encontré a un joven de Moscú que se había fugado por la frontera polaca (pues ya sabrá usted que Zuchnow pertenece ahora a Polonia). Pues bien: este joven, que había servido en el mismo regimiento de Jonás, confesó haber oído decir casualmente que Jonás vivía y estaba luchando en el ejército blanco. Naturalmente ahora es muy difícil tener noticias de él, pero no debe usted perder las esperanzas.

Mendel sintió un deseo casi incontenible de preguntar por Menuchim. Pero su amigo Skovronnek lo adivinó, y temiendo que una mala noticia entristeciera a Mendel y pusiera sobre la alegría de esa noche un sello melancólico, se adelantó diciendo:

—Bien, señor Kossak; ya que tenemos el honor de albergar en nuestra casa a un hombre tan famoso, nos daría usted un gran gusto contándonos algo de su vida. ¿Cómo logró escapar a los peligros de la guerra y la revolución?

Indudablemente el forastero no esperaba esta pregunta, pues tardó en contestar. Entornó los ojos como alguien que se avergüenza o quiere reflexionar y dijo, tras un largo silencio:

—Nada extraordinario hay en mi vida. De niño estuve mucho tiempo enfermo. Mi padre era un maestro como el señor Mendel Singer, de cuya esposa soy pariente. No es ésta la ocasión de detallar el parentesco. Muy pronto debido a mi enfermedad y a nuestra pobreza, me llevaron al Instituto Médico de una gran ciudad, donde me trataron muy bien. Un médico me tomó cariño y en cuanto estuve sano, me llevó a su casa. Estando en ella —y aquí Kossak bajó los ojos y la voz, dirigiéndose a la mesa, lo cual hizo que los presentes respirasen apenas para no perderse una sola de sus palabras—, un día me senté al piano y toqué de memoria canciones compuestas por mí. La esposa del médico transcribió en el pentagrama lo que yo había tocado. Después, la guerra me trajo buena suerte, porque entré en una banda militar y me hice luego director de orquesta. Permanecí en San Petersburgo todo el tiempo y toqué varias veces ante el zar. Más tarde, cuando estalló la revolución, me fui con mi orquesta al extranjero. Unos cuantos músicos me abandonaron; pero otros los sustituyeron. En Londres firmé un contrato con una agencia, y así creé mi orquesta.

Todos permanecieron un rato más a la escucha, aunque el forastero había terminado. Sus palabras siguieron resonando en la habitación, y algunos de los presentes sólo las captaron entonces. Porque Kossak hablaba muy mal el dialecto de los judíos, mezclándolo con frases rusas; tanto Mendel como los Skovronnek sólo podían entenderlas dentro del contexto general, no aisladamente. Los yernos de Skovronnek que habían llegado a América muy niños, las comprendían sólo a medias, y sus esposas les traducían al inglés el relato del forastero. El vendedor se repitió varias veces la biografía de Kossak a fin de memorizarla. Las velas se habían casi consumido en los candelabros, la habitación ya estaba a oscuras y los nietos de Skovronnek dormían en los sillones, pero nadie parecía dispuesto a irse. Lejos de ello, la señora Skovronnek fue a buscar otros dos cirios y los pegó sobre los restos de los anteriores, reanudando la velada. Su antiguo respeto por Mendel Singer volvió a despertarse. El huésped de aquella noche, un hombre célebre que había tocado ante el zar, que llevaba una extraña sortija en el dedo meñique y una perla en su corbata, vestido con un traje de excelente tela europea —de eso entendía ella, pues su padre había sido comerciante en paños—, un huésped de tal envergadura no podía retirarse con Mendel a la pequeña trastienda. Con gran sorpresa de su marido dijo:

—¡Ha sido una suerte, míster Singer, que hoy nos haya acompañado! Otras veces —añadió dirigiéndose a Kossak— es tan modesto y delicado que no acepta mis invitaciones. Pero siempre lo consideramos como el niño más viejo de nuestra casa.

Skovronnek la interrumpió:

—Prepáranos un té.

Y cuando ella se levantó le dijo a Kossak:

—Conocemos sus canciones hace mucho tiempo. «La canción de Menuchim» ¿también es suya?

—Sí —respondió Kossak—; también es mía.

No pareció muy de su agrado la pregunta. Miró a Mendel Singer y le preguntó:

—¿Ha muerto su esposa?

Mendel hizo una seña afirmativa.

—¿Y le queda a usted una hija, si no estoy mal informado?

Fue Skovronnek quien contestó en lugar de Mendel:

—Desgraciadamente, a raíz de la muerte de su madre y de su hermano Sam, perdió la razón y está en un manicomio.

El forastero dejo caer la cabeza. Mendel se levantó.

Deseaba preguntarle por Menuchim, mas no tuvo el valor. Sabía de antemano cuál sería la respuesta. Se puso él mismo en el lugar del huésped y se contestó: «Menuchim murió hace mucho tiempo. Pereció de una muerte miserable». Se grabó esta frase en la memoria para sentir anticipadamente toda su amargura y conservar serenidad en caso de oírla realmente. Como aún sentía en lo más hondo de su corazón una tímida esperanza, intentó matarla.

«Si aún viviera Menuchim —se dijo a sí mismo—, este forastero me lo habría dicho en seguida. No, Menuchim está muerto. Se lo preguntaré ahora mismo para terminar con esta estúpida esperanza».

Pero no se atrevía a preguntar. Se dio un pequeño plazo, y el ruido que hacía la señora Skovronnek al preparar el té en la cocina le ofreció la ocasión de ir a ayudarla como de costumbre. Pero esta noche ella lo envió de vuelta al comedor. Singer tenía trescientos dólares y un pariente distinguido.

—No es un trabajo digno de usted, míster Singer —le dijo—. ¡No deje solo a su pariente!

Además, ya había terminado. Con los vasos de té dispuestos en una bandeja, entró en la habitación seguida por Mendel, que ahora estaba resuelto a preguntar por Menuchim. Skovronnek también comprendió que no podía retardar más el momento y decidió hacer él mismo la pregunta. Así al menos le evitaría a Mendel, su amigo, el dolor de formular una pregunta cuya respuesta podía ser ya muy amarga.

—Mi amigo Mendel tenía otro pobre hijo enfermo, llamado Menuchim. ¿Sabe usted algo de él?

El forastero volvió a guardar silencio. Hurgó con su cucharilla en el fondo del vaso hasta deshacer el azúcar, miró un momento el vaso como si quisiera leer la respuesta en el té y, sosteniendo la cucharilla entre el pulgar y el índice y moviendo delicadamente su mano fina y morena, dijo finalmente en voz alta, como quien toma de pronto una resolución:

—¡Menuchim vive todavía!

Sus palabras no sonaron como una respuesta, sino como una llamada. En ese mismo instante brotó una carcajada del pecho de Mendel. Todos miraron al viejo, asustados. Estaba sentado en el sillón, con un ataque de risa. Tan encorvada era su espalda que no lograba tocar todo el respaldo. Entre el respaldo y la nuca de Mendel (cortos mechones de cabello blanco rizábanse sobre el raído cuello de la levita) mediaba bastante distancia. Su larga barba se agitaba como una bandera y también parecía reírse. Seguía brotando la risa del pecho de Mendel. Todos se asustaron. Skovronnek se levantó con dificultad de los cojines y, embarazado por su largo manto blanco, dio la vuelta a la mesa, se llegó hasta Mendel e inclinándose sobre él, le cogió ambas manos. Entonces la risa de Mendel se transformó en llanto, y de sus viejos ojos semiocultos bajaron unas cuantas lágrimas hasta la barba enmarañada, perdiéndose entre su maleza, mientras otras quedaban prendidas en sus cabellos como gotas de cristal, redondas y llenas.

Por fin se calmó. Miró a Kossak de hito en hito y repitió:

—¿Menuchim vive todavía?

El forastero miró tranquilamente a Mendel y le dijo:

—Menuchim vive, sanó y se encuentra muy bien.

Mendel juntó las manos y las elevó tan alto como pudo hacia el techo. Quiso levantarse. Sintió que debía levantarse, agradecer, crecer más y más hasta tocar el cielo con sus manos. Ya no pudo separarlas. Miró a Skovronnek, y su viejo amigo se dio cuenta que debía seguir preguntando en lugar de Mendel.

—¿Y dónde está ahora Menuchim? —preguntó Skovronnek.

Y, muy lentamente contestó Alexei Kossak:

—¡Menuchim soy yo!

Todos se levantaron de golpe. Los niños se despertaron y empezaron a llorar. Mendel se incorporó tan bruscamente que el sillón se desplomó tras él con gran estrépito. Corrió, o más bien, saltó, hacia Kossak, el único que permaneció sentado. Se produjo un gran revuelo en la habitación. Las llamas de los cirios oscilaron como movidas por un viento, y en las paredes flotaron las sombras de los que estaban de pie. Mendel cayó de rodillas a los pies de Menuchim, que seguía sentado, y con su boca temblona y su barba flotante buscó las manos de su hijo y lo besó en las rodillas, en los muslos, en el chaleco. En seguida se levantó, alzó las manos y, como ciego, empezó a palpar con dedos ávidos la cara de su hijo. Sus viejos y gastados dedos deslizáronse sobre el cabello de Menuchim, sobre su frente ancha y lisa, sobre los fríos cristales de sus gafas y sobre sus finos labios cerrados. Menuchim permaneció sentado. Todos los presentes le rodearon: los niños lloraban, las llamas de las bujías oscilaban y las sombras flotantes formaban densos nubarrones en las paredes. Nadie habló. Al fin se oyó la voz de Menuchim que dijo:

—¡Levántate, padre!

Él mismo levantó a su padre y se lo sentó en las rodillas, como a un niño. Los demás se apartaron y Mendel se quedó sentado en las rodillas de su hijo, sonriéndoles a todos. De pronto susurró:

—«¡El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte!».

Así lo había dicho Deborah. Aún le parecía oír su voz.

Skovronnek abandonó la mesa, se quitó el manto, se puso el abrigo y dijo:

—¡Vuelvo en seguida!

¿Adónde iba Skovronnek? Todavía no era tarde, apenas las once, y los amigos estarían aún de sobremesa. Fue de casa en casa, visitando a Groschel, a Menkes y a Rottenberg, todos de sobremesa.

—¡Ha ocurrido un milagro! —les iba diciendo—. Vengan a mi casa a verlo.

Y condujo a los tres a ver a Mendel. En el camino se encontraron con la hija de Lemmel y le contaron todo. También el joven Frisch, que estaba dando un paseo con su mujer, oyó la noticia. Como prueba de ella vieron frente a la casa de Skovronnek el automóvil que había traído a Menuchim. Algunos vecinos abrieron sus ventanas para verlo. Menkes, Groschel, Skovronnek y Rottenberg entraron en la casa. Mendel salió a su encuentro y les estrechó la mano silenciosamente. Menkes, el más sereno de todos, tomó la palabra.

—Mendel —dijo—, hemos venido a verte gozar de tu dicha así como te vimos sufrir tus desgracias. ¿Te acuerdas de lo golpeado que estabas? Te consolábamos sabiendo que era inútil. Y ahora tú mismo vives el milagro. Y así como entonces compartimos tu tristeza, así también ahora compartimos tu alegría. Los milagros del Eterno son tan grandes hoy como hace miles de años. ¡Alabado sea su nombre!

Todos estaban en pie. Las hijas de Skovronnek, los niños, los yernos y el vendedor se pusieron sus abrigos y se despidieron. Los amigos de Mendel, no se sentaron, pues sólo habían ido a felicitarlo. Más pequeño que todos, con su espalda encorvada y su levita brillante y verdosa, Mendel se hallaba entre ellos como un rey con un vestido humilde. Tenía que estirarse para ver los rostros de los demás.

—Os lo agradezco —dijo—. Sin vuestra ayuda no habría visto esta hora. ¡Mirad a mi hijo!

Y lo señalaba con la mano, como temiendo que sus amigos no lo vieran bien. Las miradas de todos se posaron en la tela del traje de Menuchim, en su corbata de seda, en la perla, en sus finas manos y en la sortija. Y luego dijeron:

—Un joven distinguido. Se ve que es un fuera de serie.

—No tengo casa —dijo Mendel a su hijo—. Vienes a ver a tu padre y no sé dónde ofrecerte una cama.

—Quiero llevarte conmigo, padre —contestó el hijo—. No sé si podrás ir en coche por ser hoy día festivo.

—Puede ir en coche —dijeron todos como por una sola boca.

—Creo que puedo ir contigo en coche —opinó Mendel—. He cometido grandes pecados y el Señor ha hecho la vista gorda. Le he llamado ispravnik y se ha tapado los oídos. Es tan grande que nuestra vileza resulta siempre muy pequeña. Puedo ir contigo en coche.

Todos acompañaron a Mendel hasta el coche. Algunos vecinos miraban por las ventanas. Mendel buscó las llaves, abrió la puerta de la tienda, se dirigió a su trastienda, descolgó de su gancho el saquito de terciopelo rojo, lo sopló por todas partes para quitarle el polvo, y con él bajo el brazo volvió al coche, no sin antes cerrar todo y entregarle las llaves a Skovronnek. Se oyó el rugido del motor, se encendieron los daros y desde las ventanas varias voces le gritaron:

—¡Hasta la vista, Mendel!

Mendel Singer dijo a Menkes:

—Mañana durante la oración, anuncia que daré a los pobres una limosna de trescientos dólares. ¡Adiós!

Y se fue con su hijo en dirección del número cuarenta y cuatro de Broadway, al hotel Astor.

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