Job

Job


Primera parte » Capítulo 4

Página 7 de 22

4

EN Kluczysk, no lejos de los parientes de Mendel Singer, vivía Kapturak, un hombre de edad indefinible, sin familia ni amigos, muy activo, siempre ocupado y familiarizado con las autoridades. Deborah hizo toda clase de esfuerzos por obtener su ayuda. De los setenta rublos que Kapturak pedía por adelantado a sus clientes, ella tenía apenas veinticinco, ahorrados secretamente tras largos años de miseria. Guardábalos en un bolsito de cuero, escondido bajo una tabla del suelo que sólo ella conocía. Cada viernes la levantaba suavemente al fregar la habitación. Los cuarenta y cinco rublos de diferencia se le antojaban a su esperanza maternal de menor cuantía que los veinticinco que ya poseía; porque a éstos les sumaba los largos años que invirtió en juntarlos, llenos de privaciones y miserias, y la alegría cálida y silenciosa con que siempre los contaba.

En vano intentó hablarle Mendel Singer de la inviabilidad de su propósito, del duro corazón de Kapturak y de su hambriento bolsillo.

—¡Qué quieres que haga, Deborah! —decíale Mendel—. Los pobres son impotentes: Dios no les arroja piezas de oro desde el cielo, nunca se sacan la lotería y deben sobrellevar su suerte con resignación. A unos les da y a otros les quita. No sé por qué a nosotros nos castiga: primero con Menuchim, el enfermo, y ahora con nuestros hijos sanos. Así es de miserable la suerte del pobre cuando peca o se halla enfermo. Pero debe aceptarla sin protestas. Deja que nuestros hijos hagan el servicio. ¡No se perderán! No hay fuerza alguna que se oponga a la voluntad del cielo. «De él viene el trueno y el rayo, él se cierne sobre la tierra y nadie puede escapársele». Así está escrito.

Mas Deborah, apoyando una mano en su cadera, sobre el manojo de llaves oxidadas, le contestó:

—El hombre ha de ayudarse y Dios le ayudará. Así está escrito, Mendel. Siempre sabes de memoria las frases equivocadas. Se han escrito miles de sentencias y tú no conoces más que las inútiles. Te has vuelto tonto a fuerza de enseñar a esos niños. Tú les pasas toda tu inteligencia y ellos te dejan su ignorancia. ¡Eres un maestro, Mendel, un maestro!

Mendel Singer no estaba orgulloso de su inteligencia ni de su oficio, pero las palabras de Deborah lo ofendieron. Los reproches que ella le hacía fueron socavando lentamente su bondad de corazón, y en su interior comenzaron a brotar las llamas blancuzcas de la rebeldía. Se apartó para no seguir mirándole la cara a su mujer. Tuvo la impresión de haberla conocido mucho tiempo atrás, mucho antes de su boda, quizá desde su infancia. Durante largo tiempo le había parecido la misma que el día de la boda. No había advertido cómo la carne de sus mejillas se cuarteaba igual que la argamasa enjalbegada de una pared; cómo la piel se le tensaba en torno a la nariz para colgar tanto más fláccida bajo el mentón; cómo los párpados se le iban arrugando por encima de los ojos hasta formar auténticas redecillas, y cómo el negro de sus pupilas se iba transformando en un tono pardo más bien frío, prosaico, calculador y desilusionado. Un día, no recordaba cuándo —quizá aquella mañana en que, aunque dormido, sorprendió a Deborah frente al espejo con sólo un ojo abierto—, un día se le iluminó el cerebro. Estaba viviendo algo así como un segundo matrimonio, pero esta vez con la fealdad, la amargura y la senilidad progresiva de su mujer. La sentía más próxima que nunca, casi como en su propio cuerpo, inseparable y eterna; pero insoportable, atormentadora y hasta un poco odiosa. De una mujer con la que sólo se unía en la oscuridad, se había transformado en una enfermedad unida a él día y noche, que le pertenecía totalmente, que ya no necesitaba compartir con el mundo y cuya fiel enemistad lo iba aniquilando. Él no era, en realidad, nada más que un maestro. Lo mismo que habían sido su padre y su abuelo. No podía haber sido otra cosa. Denigrar su oficio era, pues, atacar su existencia, borrarlo de la lista de los vivos. Y Mendel Singer se oponía a ello.

A decir verdad, lo alegraba que Deborah se fuera. Ya durante los preparativos del viaje, la casa se quedaba vacía. Jonás y Schemarjah deambulaban de un lado a otro por las calles; Miriam se iba a casa de algún vecino o salía de paseo. Al mediodía, antes de que sus alumnos volviesen, Mendel y Menuchim se quedaban solos en la casa. Mendel tomaba una sopa de cebada preparada por él mismo, y dejaba en su plato de barro una buena ración para Menuchim. Corría el cerrojo para evitar que el niño gateara hasta la puerta, como era su costumbre. Luego se sentaba en un rincón, ponía al chico en sus rodillas y le daba de comer.

Amaba esas horas tranquilas. Le gustaba quedarse a solas con su hijo. A veces pensaba si no sería mejor quedarse solo con él, sin madre ni hermanos. Después de hacerle tomar la sopa cucharada a cucharada, sentaba a Menuchim sobre la mesa y contemplaba con tierna curiosidad su cara pálida y ancha, su frente surcada de arrugas, sus párpados igualmente ajados y su fláccida papada. Hacía esfuerzos por adivinar qué podía ocurrir en ese enorme cráneo, por escrutar el cerebro a través de las ventanas de sus ojos y arrancarle al idiota un indicio verbal cualquiera, ya fuera en voz alta o en voz baja. Pronunciaba diez veces seguidas el nombre de Menuchim, dibujando lentamente los sonidos con sus labios para que el niño los mirase por si no podía oírlos; pero Menuchim no se movía. Entonces cogía Mendel una cucharilla y la hacía sonar contra un vaso. Al punto volvía Menuchim la cabeza hacia aquel lado, y en sus ojazos grises y saltones se encendía una luz tenue. Mendel proseguía y empezaba a entonar una canción y a marcar el compás con la cucharilla. Menuchim daba entonces claros signos de inquietud, movía su enorme cabezota y columpiaba sus piernas al tiempo que repetía:

—Mamá, mamá.

Mendel se levantaba, buscaba el volumen negro de la Biblia, abría la primera página ante los ojos negros del niño y entonaba con la misma voz con que enseñaba a sus alumnos:

—Al principio creó Dios los cielos y la tierra.

Aguardaba un momento con la esperanza de que Menuchim repitiera esas palabras. Pero Menuchim no se movía. Únicamente persistía en sus ojos la luz aquella. Mendel dejaba la Biblia, miraba a su hijo con tristeza y continuaba con la monótona letanía:

—Oye, Menuchim, estoy solo. Tus hermanos son mayores y ya los siento extraños: se van a unir a los soldados. Tu madre es mujer y ¿qué puedo pedirle? Tú eres mi hijo menor, y en ti he sembrado mi última esperanza. ¿Por qué te callas, Menuchim? ¡Tú eres mi verdadero hijo! Óyeme bien, Menuchim, y pronuncia estas palabras: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra…».

Mendel esperaba un momento, pero Menuchim no se movía. Entonces hacía sonar de nuevo el vaso y, aprovechando la luz que se avivaba en los ojos del enfermo, canturreaba otra vez:

—¡Óyeme, Menuchim! ¡Ya soy viejo, sólo me quedas tú de todos mis hijos, Menuchim! Óyeme y repite: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra…».

Pero Menuchim no se movió.

Lanzando un gran suspiro puso un día Mendel en el suelo a su hijo enfermo. Abrió la puerta y salió a esperar a sus discípulos. Menuchim le siguió gateando hasta el umbral. De pronto dieron las siete en el reloj de la torre: cuatro campanadas profundas y tres agudas. Al punto exclamó Menuchim:

—¡Mamá, mamá!

Y al volverse, Mendel vio que el pequeño estiraba el cuello como si desease respirar el eco de las campanadas.

—¿Por qué me habrán castigado? —preguntábase Mendel. Escudriñaba su memoria en busca de algún pecado, pero no hallaba ninguno grave.

Llegaron los alumnos y Mendel entró con ellos en la habitación. Mientras iba de un lado a otro amonestando a éste, dándole a aquél un golpecito con el dedo y al de más allá una leve palmadita en las costillas, seguía pensando sin cesar: «¿Cuál será mi pecado? ¿Cuál será?».

Entretanto, Deborah había ido a casa del cochero Sameschkin para preguntarle si, dentro de algunos días, podría llevarla gratis a Kluczysk.

—Sí —respondió el cochero Sameschkin.

Estaba sentado en un banco, junto a la chimenea con los pies envueltos en un par de sacos amarillos, y olía a aguardiente de fabricación casera. Para Deborah, aquel olor era una especie de enemigo. Era el olor más peligroso de los campesinos, el emisario de pasiones incompresibles y el compañero inseparable de los progroms.

—Sí —respondió Sameschkin—; si los caminos estuvieran en mejor estado.

—Ya me llevaste una vez en otoño, cuando los caminos estaban peores.

—No recuerdo —dijo Sameschkin—. Te equivocas; habrá sido un día seco, de verano.

—De ningún modo —contestó Deborah—; fue en otoño, llovía y yo iba a casa del rabino.

—Ahí tienes —dijo Sameschkin, columpiando suavemente sus pies, pues su banco era muy alto y él de estatura muy baja—; ahí tienes; cuando fuiste a casa del rabino era uno de vuestros días de fiesta y yo te llevé. Pero esta vez no vas a casa del rabino.

—¡Voy por un asunto importante! —dijo Deborah—. ¡Jonás y Schemarjah no deberán ser nunca soldados!

—Yo también he sido soldado —se excusó Sameschkin—; siete años, y dos de ellos los pasé en la cárcel por robar. ¡Una bagatela, además!

Deborah estaba desesperada. La historia del cochero no hacia más que evidenciar la distancia que lo separaba de ella y de sus hijos, que jamás robarían ni ingresarían en la cárcel. Por eso, decidió actuar con rapidez.

—¿Cuánto debo pagarte?

—Nada; no quiero dinero ni me apetece hacer el viaje. El caballo blanco es viejo, y el tordo ha perdido dos herraduras de golpe. En cuanto corre dos verstas se pasa todo el día comiendo avena. No puedo mantenerlo; quiero venderlo. No es vida ésta de cochero.

—Jonás llevará el caballo tordo al herrador —insistió Deborah— y pagará él mismo las herraduras.

—¡Así la cosa cambia! —contestó Sameschkin—; pero si Jonás quiere llevarlo, tendrá que hacer reparar también una rueda.

—También lo hará —dijo Deborah—; viajaremos la semana próxima.

De este modo, viajó a Kluczysk a visitar al terrible Kapturak. En realidad hubiera preferido visitar al rabino, ya que una palabra de su santa y fina boca valía mucho más que la protección de Kapturak. Pero el rabino no recibía entre la Pascua de Resurrección y Pentecostés, salvo casos urgentes, cuando se trataba de vida o muerte.

Encontró a Kapturak en la taberna rodeado de campesinos y judíos. Se hallaba sentado junto a la ventana, en un rincón, y escribía. Su gorra, con el forro vuelto hacia arriba, yacía sobre la mesa, junto a los papeles, como una mano extendida; en su interior veíanse ya muchas monedas de plata que llamaban la atención de todos los presentes. Kapturak le echaba una mirada de vez en cuando, pese a estar convencido de que nadie osaría robarle un solo copek. Escribía instancias, cartas de amor y giros postales para los analfabetos. (También sabía sacar muelas y cortar el pelo).

—Necesito hablar contigo sobre un asunto importante —le dijo Deborah, alzándose sobre las cabezas de los circunstantes.

Kapturak apartó sus papeles con un solo gesto y los demás clientes salieron. Luego cogió el dinero de la gorra, lo echó en el cuenco de su mano y lo envolvió en un pañuelo. Por último invitó a Deborah a tomar asiento.

Ella observó sus ojillos duros, que parecían dos botones transparentes de carey.

—Mis hijos tienen que enrolarse —dijo.

—Tú eres una mujer pobre —contestó Kapturak con una voz ligeramente cantarina, como si le estuviera leyendo las cartas—. No has podido ahorrar dinero y nadie podrá ayudarte.

—Sí, he ahorrado algo.

—¿Cuánto?

—Veinticuatro rublos y setenta copeks. Pero he gastado un rublo en venir a verte.

—Quedan veintitrés rublos.

—Veintitrés rublos y setenta copeks —corrigió Deborah.

Kapturak estiró los dedos medio e índice de su mano derecha y preguntó:

—¿Son dos hijos?

—Dos —dijo en voz baja Deborah.

—Veinticinco rublos por cada uno.

—¿Aun tratándose de mí?

—Aun tratándose de ti.

Negociaron durante media hora. Kapturak se comprometió a ocuparse de uno de los hijos por la suma de veinticinco rublos.

«Por lo menos uno», pensó Deborah.

Pero estando ya en camino, sentada en el carro de Sameschkin y con el traqueteo de las ruedas repercutiéndole en el vientre y en su pobre cabeza, su nueva situación pareciole aún peor que la anterior.

¿Cómo había podido establecer una diferencia entre sus hijos? ¿Jonás o Schemarjah?, preguntábase incesantemente. Mejor uno que los dos, decía su corazón; pero su corazón gemía.

Cuando llegó a casa y empezó a contarles lo ocurrido fue interrumpida por Jonás, el mayor, con estas palabras:

—Entraré en filas con gusto.

Deborah, Miriam, Schemarjah y Mendel Singer guardaron silencio y esperaron. Por último, viendo que Jonás no añadía una sola palabra, Schemarjah exclamó:

—Eres un hermano, un verdadero hermano.

—No —replicó Jonás—; es que quiero ser soldado.

—Tal vez puedas volver a casa a los seis meses —lo consoló el padre.

—No —contestó Jonás—, no quiero volver a casa; ¡quiero ser soldado!

Rezaron todos juntos la oración de la noche y se desnudaron en silencio. Miriam, en camisón, fue de puntillas a apagar la lámpara y se acostaron.

A la mañana siguiente Jonás había desaparecido. Lo buscaron hasta el mediodía. Sólo al caer la noche lo vio Miriam. Iba montado en un caballo blanco, y llevaba una levita de color marrón y una gorra militar.

—¿Ya eres soldado? —exclamó Miriam.

—Todavía no —respondió Jonás deteniendo su caballo—. Recuerdos a papá y mamá —añadió—. Estaré en casa de Sameschkin hasta incorporarme al regimiento. Diles que ya no aguantaba vivir entre vosotros, aunque os quiero mucho.

Y haciendo silbar una vara de mimbre, tiró de las riendas y se alejó.

Desde aquel día trabajó como mozo de cuadra en casa del cochero Sameschkin. Almohazaba al caballo blanco y al tordo, dormía con ellos en la cuadra y respiraba con fruición el olor acre y penetrante de la orina y el sudor de las bestias. Les daba de comer y de beber, les arreglaba los arreos, les recortaba las colas, les colgaba cascabeles nuevos en el yugo y les cambiaba el heno húmedo por otro más seco. Además bebía samogonka con Sameschkin, se emborrachaba y hacía el amor con las criadas.

En su casa lo lloraban, considerándolo como a un hijo pródigo, mas no dejaban de pensar en él. Pronto llegó el verano ardiente y seco. Los días se alargaban, ocultando perezosamente sus reflejos dorados en el horizonte. Jonás solía sentarse frente a la cabaña de Sameschkin y tocar el acordeón. Estaba casi siempre muy borracho y no reconocía ni a su propio padre, que a veces pasaba por allí tímidamente, deslizándose como una sombra, extrañado de que aquel hijo hubiera salido de sus entrañas.

Ir a la siguiente página

Report Page