Isis

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Isis

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No volvieron a hablar hasta que terminó de arreglarse, tan solo meras frases de lo guapa que estaba, y ella suspirando al sentirse otra vez a gusto en casa. De vez en cuando, mientras la peinaban, la pintaban y le echaban perfumes, iba cogiendo alguna de las frutas y de los dulces que le habían traído para comer y rellenándose el vaso, a veces de agua y a veces de zumo. Tenía tanta hambre, y sobre todo de aquello que había extrañado, las uvas, los higos, los dátiles, y los pasteles de nata y crema de miel.

–  Si comes más cuando llegues a cenar vas a dejar todo en el plato – rió Seshat. Isis se sorprendió de volver a escuchar su tono amable y despreocupado.

–  Están muy ricos – le sonrió mientras se pasaba un dedo por los labios recogiendo una gota de miel.

–  Os echamos mucho de menos – le confesó. Era en lo único que había pensado en medio de aquel silencio mientras las peluqueras peinaban a Isis y ella la observaba de frente mientras la pintaba –. A ti y a tus hermanos.   

Isis asintió y la miró sin saber cómo responderle. La situación era muy complicada y le había sorprendido su afirmación al referirse a los cuatro. Paseó la mirada por la habitación, de nuevo recordando. En uno de los muros, el que estaba justo enfrente de ella, estaban pintadas ella y Neftis jugando al senet. Arriba y a los lados describían los movimientos de lo que sería una jugada perfecta, pero en la que no se intuía el resultado. Isis sonrió. Toth había sabido detener el juego en el momento justo para que ninguna de las dos se enfadara.

En realidad no había competencia entre ambas, sobre todo por parte de su hermana. Neftis siempre cedía, siempre era la primera que se acercaba a ella para hacer las paces. Como Osiris. Con Seth las cosas habían sido mucho más difíciles. No recordaba ni una sola vez en que él o ella se hubieran pedido perdón; era el tiempo el que al final les hacía olvidar el motivo de su enfado.

–  Cierra los ojos – le dijo Seshat –. Voy a retocarte la raya.

Isis sintió el pincel con el kohl frío deslizarse por el borde del párpado. Le gustaba esa sensación de placidez que le hacía olvidarse de todo, con los ojos cerrados y sintiendo cómo la iban dejando perfecta. Al volver a abrirlos se dio cuenta de que el sol ya estaba bajo, y que pronto deberían encender las lámparas y las antorchas.

–  Ya estás.

Seshat se levantó de la silla y la colocó debajo de la mesa del tocador. Ella hizo lo mismo mientras le traían un espejo de bronce. Se miró. Estaba guapa, pero lo que más le importaba eran los símbolos de su realeza. Su pectoral con su nombre en el que iba implícito el símbolo del trono, representado justo en el centro, y la tiara de la que sobresalía sobre su frente la cobra y el buitre.

–  Me gusta – confirmó –. ¿Quiénes vamos a estar en la cena?

–  Toth quiere cenar a solas contigo.

Isis se dio la vuelta mientras hacía un gesto para que retiraran el espejo, miró a Seshat y asintió. De nuevo Toth sabía exactamente lo que necesitaba. Seshat le extendió la mano para conducirla a las salas privadas de su esposo. Había acudido allí muchas veces, pero todas ellas con un motivo importante. Allí sólo recibía a ciertas personas de confianza cuando debían hablar de asuntos clave. Aquellas salas marcaban una relación formal, el protocolo, más allá del afecto y el rango que pudiera tener quien entrara allí. Allí Toth era el señor absoluto. La última vez que la había mandado llamar en ese lugar para hablar sobre el sarcófago perdido del cuerpo de Osiris.

Caminando por los pasillos llegaron hasta el patio central del palacio. Sobre un alto de tierra se situaba la persea sagrada rodeada por un estanque circular donde crecían los lotos. Todos eran azules menos uno, de oro, del que Nefertum había nacido. Toth le había dado a Seshat las semillas de las que quería que naciera su hijo. Las había creado para que combinara las mejores cualidades de los dos, y ella las había plantado bajo el Primer Árbol, había construido un estanque y había cuidado el patio hasta el momento en que su hijo surgió de la tierra. Primero nacieron los lotos llenando los bordes del estanque, y después, justo el día del año en que el sol caía perpendicular sobre la persea, uno de los lotos se transformó en oro absorbiendo todos los rayos del sol. El cielo se quedó oscuro durante unos minutos, hasta que volvió a nacer del loto de oro junto a un niño que lo portaba en las manos. Seshat le cogió en brazos y volvió a colocar el sol en el cielo.

Las pinturas y los jeroglíficos de los muros del pórtico y las columnas del patio hablaban de todo ello. Isis nunca había tenido mucha relación con Nefertum, era una persona discreta, casi siempre oculto en la biblioteca de palacio o ayudando a sus padres en la administración de la provincia en la Casa de la Correspondencia de Khemnu.   

–  ¿Qué día es hoy? – preguntó Isis de repente, mirando las marcas que había en el tronco de la persea.

Por un instante empezó a dudar del tiempo que había pasado desde que abandonó Egipto. Había sido muy larga la huida, su estancia con los reyes de Biblos, su regreso, y el inicio de una nueva búsqueda. A pesar de haberse sentido reconfortada durante toda la tarde gracias a los cuidados de Seshat, de tener la certeza de que todo saldría bien, ahora se volvía a derrumbar de nuevo.

Seshat echó un vistazo a las líneas horizontales que ella misma marcaba en el tronco del árbol cada mañana. Cada una era un día desde el momento de la creación, cada línea vertical que las había agrupado en cuatro grupos eran los reinados de los reyes que hasta ese momento había tenido Egipto. El primero el de Toth, en la base y el más pequeño; después el de Ra, que era el mayor, sobre él el de Geb, y finalmente el de Osiris. Levantó la mirada para observar el último de los cuatro grupos, cerca de las ramas. Allí se iniciaría un quinto, el de su hijo.

– Último día del cuarto mes de Shemu del año treinta y cinco de Osiris – Seshat la miró, para precisarle aún más –. Mañana hará cincuenta y cinco años del nacimiento de tu hermano, y en cinco días la estrella Sirio saldrá en el cielo y tendré que apuntar un nuevo año. 

Isis asintió y volvió la mirada al árbol. A Seth le fue muy fácil poner la excusa de su nacimiento para hacer una fiesta. Para pasar juntos los cinco días que no se encontraban en el calendario, les había escrito, y celebrar el nacimiento de los cuatro. La conspiración la tenían preparada justo en la primera noche con los setenta y dos invitados de Seth. Habían pasado ya siete años desde que su hermano murió en ese maldito sarcófago. Veintiocho de reinado juntos. De nuevo extrañó el trono con todas sus fuerzas. Cada día deseaba regresar a ese lugar. Ella era la señora de la magia, y sin embargo se le tenía negado el retroceso del tiempo. Aquello era un imposible. Tanto se lo había suplicado a Toth y a Seshat aún sabiéndolo. Si ellos habían alargado el año en cinco días, por qué no iban a ser capaces de volver atrás. Pero que el tiempo avanzara era la consecuencia misma de la creación. Regresar sería negar la existencia de lo creado. Era una de las primeras cosas que les habían enseñado.

El cielo estaba casi oscuro, pero en la sala que había al otro lado del patio, oculta tras la vegetación, vio que salían luces de entre las columnas y las ventanas que dejaban una sombra anaranjada de todos los árboles y las flores que había en el patio. A la vez un olor a las cenas de su niñez inundaba el aire. Pescado y panes, distinguió. Pero más allá de imaginarse la mesa llena de platos y jarras con todo lo que no había podido disfrutar en tanto tiempo, ansiaba la conversación con Toth. Pensó en él y le vio sentado en la silla de madera de persea, adornada con metales preciosos, presidiendo la mesa y una silla vacía en el lateral derecho para ella.

Seshat la guió de la mano hasta la misma puerta, custodiada por dos soldados de la guardia de Toth, le dio un beso y se marchó. Isis se quedó un momento en el umbral observándole, según se lo había imaginado. Sentado en el extremo de la mesa, erguido, con las manos sujetando el borde del reposabrazos. Llevaba una túnica plisada de manga corta semitransparente atada a la cintura con una cinta y un broche en forma de ibis. Los pectorales adornaban su pecho, al igual que las pulseras y los brazaletes que llevaba en ambos brazos. Al mirarle a la cara reconocía las mismas facciones simétricas que en Seshat, contorneadas por la peluca trenzada que por detrás le cubría la nuca y por delante caía un poco más larga por los hombros. Y sus ojos negros, concentrando todo el saber. Siempre le había maravillado en ambos el equilibrio plasmado en su físico.

Isis esperó a que le hiciera un gesto con la mano para entrar. Observó la mesa mientras se sentaba a su lado y se colocaba la ropa para que no se arrugara. Estaba muy nerviosa, y alargó un poco más el silencio temiendo empezar. Tanta solemnidad en una cena privada siempre le había impuesto un gran respeto, más aún si aquél con el que la compartía era Toth.   

 


Cuatro

 

 

 

Al mirar a Toth a los ojos supo que le debía su propia vida. Gracias a él, ella y sus hermanos habían podido nacer. Podría haberse negado a la ayuda que le pidió su madre Nut. Había sido uno de sus mayores retos. En la búsqueda para eludir la condena de Ra a sus hijos Geb y Nut, Toth creo cinco días que separaban el ciclo de un año. Para ello se sirvió de su propio hijo, a quien retiró parte de los dones que le había entregado. Había puesto a Nefertum a cargo de la luna, que hasta ese día brillaba tanto como el sol. Toth le arrebató casi todo su brillo para crear luz en sus nuevos días. Nefertum siempre le apoyó, y nunca les había guardado rencor ni a su padre ni a ellos.

Con algo tan sencillo había creado un nuevo orden del mundo, y había cumplido con el sueño que tuvo en el momento que Ra creo a su primera pareja. Por temor, hasta entonces Ra no había creado más que a sus dos hijas Maat y Hathor. Jamás un varón. Toth soñó que el primogénito de Geb y Nut sería rey de Egipto y culminaría el proyecto que él había iniciado. Ra respondió con la prohibición de que jamás pudieran unirse, les permitió ayudarle a gobernar el mundo, pero Geb desde la tierra y Nut desde el cielo. Tan sólo les permitía verse cuando él estaba presente.

Geb y Nut rompieron su promesa, y cuando fueron descubiertos, Ra les condenó al exilio. Geb a las profundidades de la tierra siendo para siempre el pilar que la sostuviera, y Nut en el último rincón del cielo cuidando las almas de todos los hombres que ascendían al cielo.   

Isis pensó en sus padres, a los que no había conocido. En su hermano, pues la primera parte de la profecía se había cumplido; la segunda nunca se haría realidad. Si Toth había creado un nuevo orden, ahora sería ella la que pusiera las bases para otro diferente. Ya nadie más viviría en el cielo cumplido el tiempo de vida en la tierra. Ahora existía la muerte y todos ellos pasarían a formar parte del reino de Occidente, del otro mundo, allí donde el culmen de un Egipto perfecto sí que se haría realidad gobernado por su hermano. Como había jurado, pasarían sólo los justos, y aquellos que su corazón fuera demasiado pesado por las malas acciones que habían cometido en vida se condenarían a desaparecer para siempre.

Toth y Seshat se hicieron cargo de ellos por la promesa que él hizo a su madre: protegerles y educarles como reyes. Aquello le dio confianza para empezar y contarle sus planes. Él siempre le había enseñado que, como reina, debía saber manejar con la palabra una situación por muy complicada que fuera. Toth estaba esperando con la mirada fija en ella. La escuchó en silencio. Isis tomó fuerza con cada palabra, y la mirada de Toth le delataba que también esta vez lo haría todo por ella. Le gustaba lo que le estaba contando.

–  Todo eso que me cuentas es digno de la sabiduría que yo te he enseñado – le dijo orgulloso en cuanto consideró que Isis había terminado, tras un momento de silencio en que ella esperó impaciente –. Y todo eso también es digno de lo que se merece el rey de Egipto.

Hasta ese momento no habían tocado ninguno de los platos servidos, ni tampoco había bebido nada. Notó que tenía la garganta seca. Miró de nuevo todo lo que había en la mesa y su plato y sus copas vacías. En el centro había un candelabro con velas encendidas y en las columnas de la sala una antorcha en cada una. Al mirar a su alrededor repitió en su cabeza las palabras que le acababa de decir Toth. No tenía ninguna duda de que la ayudaría. Al volver la mirada a sus ojos vio que sonreía.

– Tendrás hambre – le dijo en un tono más informal.

– Sí.

Toth cogió una jarra y le sirvió en una de las copas. Miró mientras le servía. Era cerveza. En otro vaso le sirvió vino, en otro zumo y en otro agua, y después rellenó los suyos. Después de las bebidas cogió uno de los platos y repartió la perca con salsa de leche, dátiles, miel y especias para los dos. Isis le sonrió mientras se llevaba el primer trozo a la boca, lo saboreaba y después tomó un trago de vino.

–  Has elegido bien – le dijo en un susurro, recostándose en el respaldo mientras cortaba un trozo más de pescado.

–  Todavía me acuerdo de que es tu favorito – rió. 

No volvieron a hablar de un tema serio hasta que terminaron de comer. Sólo recordaron momentos juntos hasta que inevitablemente Toth hizo mención a su hermano Seth.

–  ¿Y cómo están? – le preguntó –. ¿Qué ambiente hay en El Oasis?

Isis contuvo un gesto y le correspondió con una mirada intensa. Con sólo mencionar ese lugar sintió un escalofrío. No se esperaba que le preguntara por ellos como podría hablarle de cualquier otra cosa. De inmediato recobró la compostura, bebió un poco de agua y le respondió.

–  Mi hermana tiene miedo. Jamás va a olvidar que él intentó matarla. Sé que piensa que, como le ocurrió a Osiris, puede llegar el día que consiga lo que no pudo hacer con ella hace treinta y cinco años. Y ahora, todo está mucho peor. Empiezan a notarse los efectos de la muerte de mi hermano. También tiene miedo por su hijo.

–  Anubis está bien – le interrumpió Toth. Isis asintió –. Continúa.

–  Y respecto a Seth… – no sabía qué decir. Desvió un momento la mirada al techo pintado de estrellas –. Él… me quiere muerta.

–  Isis – Toth se inclinó hacia delante buscando sus ojos –. Te he preguntado por él, quiero que me digas cómo le has visto. Ya sé que te quiere muerta, pero contéstame a la pregunta.

Supo que no quería hacerla daño. Hacerla hablar de ello resolvería dudas que incluso ella no sabía que tenía, pero era tan difícil. Era la persona que más daño le había causado y le era imposible de perdonar. En ese momento no podía valorarle. Ni ella misma sabía qué debía sentir respecto a Seth. Toda su vida habían sido sentimientos muy cambiantes, muy extremos.

Isis se inclinó también hacia delante y cruzó los brazos sobre la mesa.

–  Se siente muy seguro – contestó –, y se cree con el derecho de poder sobrepasar cualquier límite. Es peligroso, mucho más que antes. Te dije la última vez que nos vimos que se había vuelto aún más cruel. Ahora además tiene en su mano el poder sin límites. Ahora todo es algo real, y yo no puedo hacerle frente. 

–  ¿Sabes lo que estás diciendo?

–  Sí – contestó – No tiene límites porque yo ahora no puedo hacer nada. Tú eres el único que puede cuidar de la Tierra Negra en estos momentos.   

Toth asintió y se volvió a recostar sobre el respaldo con una copa en su mano. Era lo que había temido, y lo sentía profundamente. Miró el interior de la copa antes de vaciarla. Isis le imitó mientras le miraba a los ojos. Vio un ápice de tristeza en ellos, pero no entendió por qué. Por Seth, de quien había renegado el día en que se levantó contra ella y Osiris, diciéndole delante de los nobles y el país entero cuánto se arrepentía de haberle dejado existir. Sólo por justicia estás aquí y te permitiré continuar tu existencia en los dominios yermos que son tu hogar, le había dicho. Que tu único consuelo sea eso a lo que tú llamas tu oasis, que sea lo único que te quede de mí, porque desde este día no obtendrás nada de mi parte. Ese había sido su veredicto del juicio por la rebelión hacia los nuevos reyes de Egipto, al principio de su reinado. Ra fue más blando con su hija Hathor que había sido el principal apoyo de Seth. Hoy de nuevo lo volvía a ser.

Isis no rompió el silencio. Siguió mirando a Toth y cuando él se percató, simplemente le sonrió dejando la copa vacía en la mesa. Ella aún sostenía la suya con las dos manos y en ese instante pareció darse cuenta de todo. Jamás había sido capaz de verlo pero con ese gesto, esa media sonrisa triste y el evitarle una mirada directa, le comprendió. Entendió lo que Seth le hacía sentir, lo que representaba para él. Seth había sido su fracaso. Ni toda su sabiduría, ni todo su empeño, ni todos sus castigos habían sido eficaces con él. Él era el único que se había apartado de sus normas, que simplemente no las siguió. Seth se le había escapado, y siempre lo achacó a su naturaleza diferente, al desorden existente en el mundo que se había encarnado en él. Lo supo el día de su nacimiento. No nació cuando le correspondía, y lo hizo rasgando el vientre de su madre. Desde ese día supo que le causaría problemas, pero siempre intentó ocultar el caos que había en él con la imposición de su sabiduría. Pensó que sus enseñanzas bastarían para evitar que el caos se manifestara. Pero se había equivocado. Él se había equivocado, e Isis entendió que para Toth aquello era inconcebible.

–  Sí – le confirmó Toth. Se había dado cuenta que Isis le había leído el corazón. No había sido muy difícil en aquél momento –. Ahora pienso que debería haberle educado de otra manera. Su ley era otra. No la mía. La ley del caos, no del orden, y yo debería habérsela enseñado. O entregárselo a otra persona. No debería haberme empeñado en tratarle como al resto de vosotros.

–  ¿Habría cambiado algo?

–  Todo.

Isis respiró hondo conteniendo las lágrimas. Lo hubiera cambiado todo, se repitió a sí misma, pero se corrigió: hubiera sido lo que debería ser. Sin embargo, no podía culparle, él no se hubiera podido anticipar a lo que ahora estaba sucediendo. A pesar de todo, él se había echado la culpa cada día. Había sido el reto decisivo y había fallado. Nadie lo sabía más que él y su mujer, y ahora ella. Nadie más sabría intuirlo y debería quedar así.

De repente, notó que volvía a sacar fuerzas de la situación, como a ella solía ocurrirle. Se acercó a Isis y le tomó la mano sobre la mesa. La apretó con decisión, la misma que denotaba su mirada. 

–  Hoy no eres capaz de enfrentarte a tu hermano, pero lo serás. Mientras tanto yo cuidaré de la Tierra Negra como lo hice en su día tras el exilio de tus padres, hasta que tu hijo regrese y recupere el trono – respiró hondo y continuó –. Y serás tú quien le eduque. Esta vez no puedo hacerlo yo.

–  Me veo capaz – contestó segura.

–  Lo eres – confirmó –. Eres la Reina en lo Sublime y en el Infinito, tú sola trajiste de regreso a tu hermano y le devolviste la vida. Y ahora has ideado todo esto. Claro que eres capaz. Y te he dicho todo esto para darte fuerzas, para recordarte que las tienes. Has hecho que el poder de una mujer se iguale al del hombre y has ocupado el lugar de un varón sin abandonar tampoco el que te corresponde. Recuerda siempre que eres la Señora de la Tierra Negra y que tu hijo debe sentarse en el trono de su padre. Él ya le ha dejado el trono, ahora tú responsabilidad es dotarle de todas las aptitudes de un rey, en las que se unan las de Osiris con las tuyas.         

–  Lo haré – le prometió.

Ambos volvieron a sumirse en el silencio que les brindaba aquella estancia privada, con el único sonido de las velas de aceite del candelabro y las antorchas de las columnas. Era un silencio muy agradable. Isis se quedó mirando el fuego del centro de la mesa y la luz anaranjada que irradiaba por el resto de la estancia. Esa ciudad también era conocida como la Isla de las Llamas porque allí había surgido y renacido el sol. Para ella no había otro lugar más cálido en Egipto. Y aquello le hizo pensar en que pronto tendría que abandonarlo.

–  Hoy me he dado cuenta, justo antes de entrar aquí, que mañana hará ocho años desde que murió Osiris – suspiró, con la mirada todavía perdida en la punta de las llamas.

–  Y también un mes desde que lo resucitaste.

Isis se volvió hacia él. Tenía razón. La mezcla de sentimientos le hizo desbordarse. Se apoyó con los codos en la mesa y se tapó la cara con las manos. Toth la dejó llorar. Siempre sabía cuándo hablar, cuando callar, cuando esperar. Isis intentó calmarse. Suspiró con la respiración entrecortada, se limpió la cara con una de las servilletas que tenía a su lado y apretó los labios mientras intentaba respirar hondo. Vio que Toth se había puesto en pie y le tendía una mano. Isis la agarró y le miró mientras se levantaba.

–  Vamos a sentarnos allí – le dijo, indicándole unos cojines que había al fondo de la sala.

De una mano la llevaba a ella y de la otra una copa de agua que le ofreció cuando se sentaron. Bebió y la dejó a un lado. 

–  Osiris estará bien, y tendrá todo lo que tú me pides – le empezó a contar Toth –. Pero tendrás que confiar mí, aunque sé que lo haces ciegamente. También te tengo que advertir que cuando llegue el día que regreses el mundo que te presente como barrera que lo separe del de tu hermano será mucho más de lo que imaginas. Tendrá la esencia que tú me has pedido, pero también la mía.

–  Que así sea – susurró. Sabía que si él participaba le daría mucho más de lo que imaginaba, de hecho, deseaba que fuera así.

–  También debo darte un consejo – y esperó un momento antes de hablar. Isis asintió –. Deja un último regalo a Egipto antes de marcharte. Tanto a los que te han sido fieles como a los que se han pasado al bando de tu hermano Seth. Que no te olviden, que tengan en ti el ejemplo de reina que han tenido siempre. Que recuerden quien es la verdadera garante de la vida. Algo que sólo tú puedas darles.

–  ¿Y qué es lo que me propones?

Isis bajó un momento la mirada buscando un pañuelo con el que limpiarse. Todavía tenía los ojos y la nariz congestionados, y aún se le escapaban algunas lágrimas. Toth se acercó a ella, la abrazó y la atrajo hacia él.

–  Todas esas lágrimas que has derramado durante años… – le susurró mientras le limpiaba él mismo con su pañuelo. Isis mantuvo la mirada en las pulseras de sus muñecas y los brazaletes que brillaban con la luz tenue de las antorchas, concentrada en sus palabras –, que sean el agua que una vez al año desborde de las riberas y que fertilice la tierra. Esas lágrimas por tu hermano, que la gente lo recuerde así, y que por él vuelva a resurgir la tierra cada año.

Isis recordó lo que había comprobado en Ipu. Egipto ya no era tan fértil como antes. Si aquello podía solucionar algo… Suspiró y le miró de reojo mientras continuó hablando.

–  Dales algo para que recuerden todo lo bueno que han tenido durante los veintiocho años de vuestro reinado. Tu último don que os represente a los dos como los reyes de la Tierra Negra que fuisteis, y tú por lo que todavía eres. Que no te olviden – insistió –. Ya llegará el momento en que tu hijo tome lo que es suyo, pero de momento, legitima el trono en tu ausencia con un buen recuerdo. Has conocido todos los dolores y todas las pruebas, en el pasado y las que te quedan por atravesar en el futuro. Tú has creado algo bueno desde el dolor. Has creado un ciclo en vez de dejar que la muerte fuera algo definitivo. Que así sea también en Egipto.

Isis se quedó mirándole considerando el alcance de sus palabras. Como siempre, había dado con la solución acertada.

–  Mañana el Nilo crecerá y desbordará las riberas – le confirmó –, y así será cada año.

Isis tomó de la mano de Toth el pañuelo que contenía sus lágrimas. Lo miró y lo tocó. Estaba húmedo. Para ella sería una ofrenda personal a su hermano. Mañana al amanecer lo sumergiría en el río y recitaría las palabras que harían resurgir la vida sobre Egipto. Había pasado muchos días en el desierto y se había jurado que no permitiría que Egipto se convirtiera en eso. Mañana evitaría esa posibilidad. Si la prosperidad infinita y estable había dejado de existir, al menos que fuera cíclica, como lo era ahora también la vida resurgiendo de la muerte.

Cuando a la mañana siguiente sumergió sus manos en las aguas aferrando el pañuelo, custodiada por sus guardias, por Toth y Seshat; la primera persona en la que pensó fue en Seth. Se había arrodillado en la orilla y el agua le cubría hasta la cintura. Ante ella tenía el fin de la otra orilla y tras ella los riscos occidentales donde se reflejaban las primeras luces que nacían por el este. Ofrecía ese don a Osiris, pero también se convirtió en un reto a Seth; un desafío, una barrera a su objetivo de implantar su ley como señor del Valle y del Desierto.

Al ponerse en pie y darse la vuelta vio a todos esperar a una prudente distancia. Salió del agua y miró un momento al sol reflejar sus primeros rayos en el obelisco de palacio que se veía a lo lejos. Corría una brisa agradable de las primeras horas de la mañana a pesar del calor de aquellos meses del año. Sintió unas gotas caer sobre sus pies del borde de su vestido. Apretó con fuerza el pañuelo empapado y sintió cómo el agua se desbordaba entre sus dedos. Se sintió poderosa, pero temía que aquella sensación fuera también resultado de todo su odio. Respiró hondo y comenzó a hablar mirando a Toth pero hablando para todos.  

–  Que el reino entero sepa que este es mi regalo a ellos – declaró –, que sepan que en este día en que murió Osiris, yo le juré la vida. Que la inundación que dejará paso a una tierra fértil sea su recuerdo, que la prosperidad que nace hoy culmine con mi hijo en el trono y que la perpetúe hasta el infinito.

Vio a Toth asentir lentamente. La noticia se expandiría de inmediato al resto de Egipto. Los mensajeros de Khemnu partirían al Norte y al Sur. Pronto también lo sabría su hermano y sabía que él entendería su desafío. Sabía que eso le provocaría. Por un momento tuvo miedo al imaginar su reacción. Ella no se consideraba en posición de desafiar a nadie, pero a la vez se sentía fuerte. Tenía la ayuda de las personas más poderosas, mucho más que ella y mucho más que su hermano. También Seth tenía muchos apoyos y sobre todo poseía todos los recursos materiales del Sur, pero ella tenía de su lado la sabiduría de la que su hermano carecía.

Miró a Toth acercarse a ella. Estaba serio, leyendo su corazón. Isis no apartó la mirada de sus ojos. Quería que la entendiera, que la guiara por el camino que fuera el mejor para ella. Él apoyó las manos sobre sus hombros y le dio un beso.

–  Volvamos – le dijo –, tenemos muchas cosas que organizar antes de tu partida.

Isis asintió.

Los mismos que habían acudido a consagrar la primera inundación se reunieron en la sala del trono. Seshat cedió su trono a Isis, y ella se sentó en una silla a la izquierda de su esposo. Toth ocupó su lugar y el resto de los presentes se situaron a los pies del trono. Los guardias de Isis se sentaron en sillas al borde del atrio, los sirvientes de palacio, unos se mantuvieron detrás del trono con sus abanicos, otros sosteniendo las sandalias y jarras y copas de agua, y el resto eran guardias de palacio esperando en pie ante la puerta cerrada. Además, Toth había hecho llamar a cinco de sus escribas, que ocupaban los puestos más altos en el gobierno de la ciudad. Ellos estaban sentados con las piernas cruzadas sobre sus cojines al borde de las columnas laterales, rodeados cada uno de sus utensilios de escritura esperando a que se les ordenara escribir.

Cuando todos estuvieron colocados y en silencio, Toth ofreció una mano a Isis que ella tomó. Se miraron un momento antes de volver al frente. En ese momento Toth comenzó a hablar.

–  La Señora de la Tierra Negra, la Señora del Norte y del Sur, Poderosa en Magia y Hechizos, Señora de la Vida, aquélla que ha creado la Inmortalidad, hermana y esposa del rey de las Dos Tierras Osiris, hija de padre y madre reales – Isis había contenido la respiración mientras Toth había enumerado todos sus títulos. Hacía mucho que no le recordaban de aquella manera tan solemne todo lo que ella era –. Isis, que fue puesta bajo mi mano desde el día en que nació, mi pupila y quien ha seguido mis enseñanzas. Ella ha acudido a mí mil veces en busca de ayuda y mil veces se la he ofrecido – Toth hizo un gesto a los escribas –. Haced saber al país en mi nombre todo lo que ella y su hermano han creado desde que se sentaron en el trono de Egipto, y el regalo que hoy Isis ofrece a los hombres. Haced saber que yo siempre estaré de su lado y que el Norte jamás reconocerá a otro soberano que no sea ella o su descendencia. Salid con el mensaje y que mañana cuando despunte el sol se haya extendido por todo el país.

Toth miró a Isis para que diera su consentimiento.

–  Sea. 

Los escribas enrollaron sus papiros, se pusieron en pie y el que ocupaba el cargo de jefe de los escribas se acercó a los pies de Toth. Se arrodilló y con la cabeza baja le extendió el suyo para que lo comprobara. Toth lo leyó primero, después se lo pasó a Isis.

–  Haced copias y enviad mensajeros de inmediato.

–  Así se hará – contestó el escriba.

Toth hizo un gesto al sirviente que portaba su sello y se lo ofreció al escriba. Con él haría todos sus correos oficiales. En cuanto los escribas salieron de la sala, Toth ordenó que el resto de sus criados la abandonaran también. Ahora debían tratar asuntos mucho más secretos que nadie más debía conocer.

Cuando las puertas se cerraron con un golpe seco en el marco de la puerta, Toth volvió a hablar sobre lo que ya había decidido hacía muchos meses y que era la única solución. Lo había hablado con Seshat justo antes de que Isis se presentara ante ellos el día anterior. Se irguió en la silla y apretó con fuerza el reposabrazos. 

–  Escribiré a Neith – declaró –. Isis, te irás con ella y vivirás en las marismas de Sais, oculta, hasta que tu hijo esté preparado para regir la Tierra Negra. Mientras yo guardaré el trono, no te prometo que intacto, pero si Seth se ha declarado ya Señor del Sur, yo seré el regente del Norte hasta que Horus vuelva de tu lado a recuperarlo.

Toth se levantó y todos le imitaron.

–  Sólo necesito tu consentimiento.

Isis le miró y asintió. 

–  Consiento – declaró.

Seguiría su consejo y sus recomendaciones. Reconoció que ningún lugar sería mejor que aquél para esconderse. Ella no lo hubiera elegido. Neith le intimidaba y aquella zona pantanosa del Delta nublaba su mente. Había estado allí una vez, por el mismo motivo de su huida. Aquella vez tenía ganas de conocer ese lugar del mundo, famoso por ser el único que todavía se regía por las fuerzas primigenias. Ahora que ya lo conocía estaba nerviosa.  

–  Daré la orden de prepararlo todo. Tus guardias irán contigo y te protegerán durante el viaje y en los años que dure su ausencia. Descansad hoy. Mañana iniciaréis el viaje.


Cinco

 

 

 

La barca se hizo paso entre los cañaverales. Isis observaba desde la proa, sentada en una tabla de madera sobre su cojín, la altura cada vez mayor de las cañas a medida que se adentraban en las marismas de Neith. Era muy diferente a los pantanos constantes desde que se adentraron en el Delta Oriental, desde que cruzaron la ciudad de Per-Sui. Allí Sobek les ofreció una cama durante las dos noches que pasaron en su residencia. En ese tiempo notó en el rostro del gobernador que tras el intento de ser amable con ellos, se sentía incómodo por tenerles allí. Fue la última vez que durmió en tierra firme y hacía ya cinco días de ello. Sentía las piernas entumecidas, los insectos le molestaban y a veces le costaba respirar en aquel ambiente de bochorno y humedad. Habían parado a descansar durante las horas centrales del día, cada vez en un lugar distinto, pero sin poder diferenciar si se encontraban en una isla o en una de las orillas de los múltiples brazos del Nilo. 

Todo eso había cambiado poco después de despertarse y poner rumbo a su última jornada de viaje. Ella se había sentado en la proa, Horus había tomado asiento a su lado después de dar las órdenes a los marineros para preparar el barco y tomar el rumbo esa mañana, y el resto de sus guardaespaldas vigilaban cada uno en uno de los extremos del barco. Toth le había entregado una de sus embarcaciones de papiro más modestas y una pequeña tripulación para llevarla al Norte. Después regresarían y ella con sus escorpiones se quedarían en Sais. No había dejado de pensar en ello desde que puso un pie en el barco. Había echado de menos la Tierra Negra incluso antes de adentrarse allí. No dejaba de repetirse que debía acostumbrarse. Ahora ya habían llegado.

–  No me importaría que el viaje durara unos cuantos días más – le dijo Isis a Horus, sin dejar de mirar al frente.

Isis intentaba vislumbrar la isla en la que se erigía la única construcción que existía en Sais. No quería, y a la vez estaba deseando desembarcar. Lo que le inquietaba era el reencuentro con Neith. Su nombre se repetía constantemente en su cabeza, mezclado con esa sensación que hacía tanto que no sentía. Con sólo echar un vistazo a su alrededor no había duda que ya habían entrado en sus dominios. Las aguas tranquilas, los juncos y papiros mucho más altos y fuertes, ni una sola mosca, ningún mosquito. Y sobre todo, ningún poblado ni ningún hombre. Neith poseía el reino para ella sola y su naturaleza.  

Isis se dio la vuelta al sentir que el barco se había quedado atascado. Horus se levantó y ordenó desenredar los remos de los cañaverales. Cada vez se hacían más tupidos. De inmediato volvió con ella.

–  Queda poco.

Al volver la vista al frente Isis distinguió una isla que se elevaba sobre las aguas tras los últimos juncos. Al abrirse paso entre ellos vio la gran casa redonda hecha con postes de papiro y atados con cuerdas a una distancia prudente de la orilla. El techo era plano, pero estaba cubierto por cientos de lotos que le hacían formar una pequeña montaña de flores. Desde allí partía un camino de arena cubierto con hojas que acababa en el embarcadero donde amarraron la barca.

Allí estaba Neith, sola, en pie, con un arco de una mano, con una flecha en otra, y cruzado sobre la espalda el carcaj. Vestía un traje de lana corto, atado a la cintura con una cuerda trenzada. Estaba descalza y sobre la cabeza llevaba un casco de cobre que se le ajustaba perfectamente. Al verles aparecer dejó sus armas en el suelo y se quedó mirando a Isis fijamente. Su rostro no denotó ninguna emoción. Isis respiró hondo, temblando. Neith. Quiso huir de allí de inmediato.

Toda ella y todo el territorio que ella gobernaba eran diferentes. Era un lugar aparte dentro del mismo Egipto. Sus marismas eran un resquicio del pasado, regido por las leyes del Nun, cuando la existencia acababa de tener lugar. Al mirar a Neith el desconcierto se apoderó de ella, la misma sensación desde que esa mañana se habían adentrado en Sais, pero más intensa. Allí se había perpetuado el origen, ese instante mismo en que el mundo surgió de las aguas que allí duraba eternamente.  

Neith había existido antes del nacer, le había dicho Toth, cuando les intentó explicar a ella y a sus hermanos su persona. Isis fue incapaz de apartar la mirada de sus ojos mientras desembarcaba. No dijo nada, ni tampoco Neith habló. Agachó levemente la cabeza dándoles la bienvenida y se dio la vuelta después de recoger su arco y su flecha, y cargando un antílope muerto sobre su hombro que no había visto hasta que subieron al muelle. Isis la siguió y tras ella sus guardias. Sentía que ellos también estaban nerviosos por lo que sería su vida desde ese día.

La última y única vez que habían estado allí había sido en su viaje al norte cuando estaba buscando el ataúd de Osiris, antes de partir a Biblos donde había escuchado el rumor de que lo habían visto salir al Mar hacia los reinos de la costa del este. Acudió a ella porque estaba desesperada. Si Neith era el pasado, el presente y el futuro, todo lo contenido en el origen, en el Nun, debía saber, o al menos intuir, lo que había sido de Osiris. Le dio la pista de dónde estaba. Un reino echará raíces gracias al rey de Egipto, habían sido las únicas palabras que había escuchado de ella. Fue muy enigmática y ella no se atrevió ni a preguntar ni a pedir nada más. Nada de aquel lugar le permitió hacerlo. No le aportó nada, pero entendió todo después de encontrar a Osiris en Biblos, donde el sarcófago había encallado y había enraizado a orillas de la ciudad. Un árbol había crecido a partir de él, gracias a la fuerza vital de su hermano. Allí, los reyes Malkart y Astarté estaban levantando su nuevo palacio cuando ella llegó, con el árbol como pilar central. Le había costado años rescatarlo de allí, pero aunque Neith fue la que llegado el momento le permitió identificar sus palabras con lo que tuvo ante ella, consiguió seguir su pista gracias a unos niños del Delta Occidental que le habían visto desembocar en esa dirección llevado al este por las corrientes del Mar Verde.   

Neith, volvió a pronunciar su nombre en silencio al entrar en lo que ella consideraba una gran cabaña comparada a los palacios y las residencias provinciales a las que ella estaba acostumbrada. Allí, en la casa de Neith, de una sola estancia circular, había recibido su oráculo la última vez. Les había recibido de la misma manera, seria, con sus armas en mano, sin cruzar una palabra hasta que entraron en su casa. Entonces le extrañó esa manera de ser tratada. Esta vez se esperaba una reacción similar. Como entonces, se mantuvo en silencio hasta que le diera permiso. Se sentía presionada por algo invisible, y de nuevo recordó lo que era, lo que Toth les había enseñado: las fuerzas primigenias. Todo se mezclaba y a su vez, todo estaba separado. Allí se podían sentir todo tipo de sensaciones a la vez, que para ella se convertían en una presión que le privaba de razonamiento. Neith y su tierra eran una fuerza en sí misma, el absoluto. Ella era la única que podía entender y distinguir lo que allí se concentraba, pero para cualquiera que se adentrara en su territorio sólo producía una constante confusión.  

Isis y sus guardias se detuvieron en el centro de la estancia detrás de los restos de una hoguera apagada. La luz entraba por los pequeños vanos salpicados alrededor de los muros de papiro. Sobre ellos estaban colgados una colección de armas de caza y de pesca, y a los pies múltiples cestas con rollos de papiro unos, y otros con utensilios de cocina como cuencos, cuchillos, dagas, y de vez en cuando podía ver jarras semienterradas en el suelo. El resto de la estancia estaba cubierta con pieles de animales, y al fondo, justo en el extremo opuesto a la única puerta, estaba el trono, una silla sin patas, elevado sobre una plataforma, y de respaldo alto. Estaba cubierto con pieles de leopardo, los reposabrazos terminaban en garras y el respaldo estaba coronado por una cabeza del mismo animal. Neith dejó la pieza de caza en uno de los laterales, colgó las armas en el hueco libre de la pared, y se sentó con las piernas cruzadas en la silla.

Los vanos dejaban entrar poca luz, y el ambiente estaba cargado con una mezcla de sangre, carne quemada e incienso. Isis no podía dejar de mirarla. Cuando estuvo colocada, volviendo sus ojos a Isis, le hizo un gesto con uno de sus dedos para que se acercara. Bordeó el hogar y se quedó al pie del escalón, a escasos pasos de ella.

–  Recibí la carta de Toth – comenzó a hablar –. Podrás quedarte todo el tiempo que creas necesario. Tú y tus guardias tendréis un sitio en mi casa. Podrás disponer de todo lo que necesites. Pídemelo y yo te lo daré. He preparado una cabaña para vosotros en los campos de papiros. Iremos allí esta tarde. Ahora podéis quedaros aquí, he cazado esto para vosotros – señaló al antílope –, he traído jarras de cerveza y he cocido agua para que tengáis para pasar este día.

–  Os lo agradecemos – contestó Isis.

–  Sentaos y yo lo prepararé todo.

Isis asintió y cuando Neith se levantó regresó con sus guardias. Neith les señaló unas pieles que había en el lateral derecho, que hacían a la vez de mantas y de cojines. Se sentaron y tomaron cada uno un vaso que les fue repartiendo ella y llenando de cerveza. Cuando tuvieron la bebida Neith se retiró a preparar el antílope. Isis miró cada paso. Lo había visto hacer muchas veces a Seth con los animales que cazaba, pero esa vez le resultó algo ritual. Sus movimientos, el sonido de los cuchillos, la piel rasgarse de la carne, el sonido de huesos rotos, y después las primeras llamas de la hoguera, y los trozos de carne que los iba colocando sobre una plancha de bronce cubierta con la propia grasa del animal.

Al terminar, respiraba deprisa por todo el esfuerzo, tenía las ropas y el cuerpo manchado de sangre, y al ponerse en pie Isis la recorrió de nuevo con la mirada. Sintió un escalofrío y se tapó un poco con las mantas. Neith salió sin decir nada y no volvió hasta que el olor de la carne cocinada lo inundó todo.

–  Va a ser difícil vivir aquí – comentó Horus en voz baja.

Por primera vez desde que habían llegado escuchó una voz familiar que le hizo regresar al presente en el que se encontraba.

–  Así tendrá que ser – contestó Isis con resignación –. Pasarán años hasta que podamos regresar.

–  Si esto es lo único que os puede mantener segura a vos y a vuestro hijo estaríamos dispuestos a estar aquí eternamente.

Isis miró a Mestet al decirle aquello y sonrió. Todos confirmaron lo que él dijo. Estaba agradecida de que la hubieran seguido. Afrontar sola todo aquello hubiera sido muy difícil. Ya había prescindido de ellos cuando murió Osiris, y al recuperarlos en Abydos, cuando decidió regresar al palacio de Seth, comprendió que era mejor estar acompañada. 

Cuando Neith regresó, se había cambiado con otro vestido igual pero de un blanco impecable, y ya no quedaba en su piel ni un rastro de sangre. Llevaba el casco de la mano dejando ver su cabeza completamente afeitada y llena de aceites. Dejó el casco junto a su silla del trono, se acercó a dar unas vueltas a la carne y empezó a repartirla en platos. Cuando cada uno tuvo el suyo ella tomó uno y caminó con él al trono. Se sentó y comenzó a comer en silencio. Cuando la vieron empezar ellos hicieron lo mismo.

Y de nuevo la atracción que ejercía sobre ella le hizo observarla de vez en cuando mientras comía. Siempre se referían a Neith como una mujer, pero en su primer encuentro, y sobre todo ahora que pudo observarla con detenimiento, vio que aquella determinación no era del todo correcta. Su cuerpo era esbelto, pero atlético como un hombre. Sus brazos fuertes, sus piernas también. No tenía ninguna de las curvas suaves que debería haber tenido toda mujer. Pero al mirarle el rostro, su belleza le había hecho que la denominaran como tal. Sin embargo, tampoco había en él nada que la definiera así, más aún, con el cabello afeitado podría haber pasado tanto por hombre como mujer. Y su voz era únicamente pragmática, como cada uno de sus movimientos.

Entendió todo lo que había aprendido de ella en ese momento, al tenerla de frente, al tener su experiencia. Neith era la perpetuidad del origen. Allí se mantenía inalterable el mundo que había sido un instante después de que la tierra emergiera de las aguas del Nun. Y esa atracción que ejercía sobre ella, era porque todo pertenecía a su esencia. Ella era todo y a la vez la nada. Todo lo que iba a ser creado y todo lo que ya había sido. Completa, pues lo poseía todo, y a la vez sola en su mundo. Era la perfección y a la vez el caos. Allí regían otras leyes, que no eran las de un mundo ordenado. Leyes anteriores.

Isis la miró. Vio en ella algo real, palpable, pero también la personificación de lo abstracto. Neith era la existencia en sí, un principio aparte e independiente. Y todo ello le hizo comprender por qué Toth había decidido enviarla allí. Ella era completamente neutral y respetada por todos. Pero sobre todo para poner a prueba su potencial. Estar allí le obligaría a retarse a sí misma, a esforzarse mucho más allá de los límites que creía tener. Sus años en Sais probarían si realmente era mucho más que la reina de Egipto.

–  Prométeme que aprovecharás todo lo que vivas allí – le había dicho Toth antes de marcharse.

Ella asintió, pero él le obligó a decirlo en voz alta.

–  Prométemelo – insistió –. Dime que lo vas a hacer.

–  Sí – le confirmó. Había sido difícil decirlo. Le incomodaba la idea de abandonar su casa por un lugar que recordaba como inmenso en un punto reducido del mundo –. Te lo prometo. 

No pudo terminar de comer. Dejó el plato en el suelo a su lado y bebió un poco de cerveza. Le dolía la cabeza, y a toda esa presión, se añadió todo lo que estaba por venir. No estaba segura si sería capaz. Ese lugar conseguiría superarla. Sólo habían pasado unas horas allí y no quería otra cosa que escapar como fuera. Le dio igual no cumplir con su palabra y no le importaba decepcionar a Toth y a Egipto entero si hacía falta. No se imaginaba un día tras otro en aquellas marismas ancladas en el primer día de la creación. No podía. Miró al mosaico de pieles que cubrían el suelo. No iba a poder.

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